![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/familia-henao.jpg?w=591)
Junio de 2020
1 Historia de la familia de Roberto Henao
Mejía y Sofía Salazar Jaramillo
Por Rodrigo Henao Salazar
La idea es construir de la manera más fidedigna posible la historia de nuestros padres y
hermanos, incluyendo sitios y fechas, descripción de los mismos, personajes involucrados y
anécdotas. Para ello cada uno de los hermanos contará lo que recuerde, mientras permaneció en la casa paterna, o tuvo contacto con ellos. Lógicamente, podrá haber diferencias entre los recuerdos o percepciones de cada uno, pero considero que no será difícil llegar a un consenso.
Ascendencia
Rita, la señora de Diego Salazar, me envió (Ignacio) un documento que le había
regalado Pablo Salazar y, desenredando los datos, identifiqué los ascendientes hasta
el abuelo paterno de mi mamá.
En la villa de Samitá, de la provincia de Cartagena, España, existió don Pedro de
Salazar, casado con doña Jacinta del Castillo, personas nobles y de distinción, que
fueron los padres de don Antonio de Salazar, casado en Marinilla con doña Juana de
Henao y Lozada; de cuya unión nació Juan Ignacio Salazar, quien se casó con Josefa
Gómez; y de esa unión nació Lucas, casado con Rita Gómez; de ahí nació Ramón,
casado con Josefa Gómez, padres de Jesús; casado con Trinidad Aristizábal y uno de
los hijos de esta pareja fue Pedro Salazar, padre de mi mamá.
Abuelos
Paternos: Benjamín Henao Botero, hijo de Hipólito Henao y Eugenia Botero, y
Susana Mejia Posada.
Maternos: Pedro Salazar Aristízabal, hijo de Pedro Jesús María Salazar y Trinidad
Aristizábal, hermano de Rodolfo, Metodio, Jesús María y Heliodoro. Murió en
febrero de 1924; y Susana Jaramillo Gómez, hija de Manuel Jaramillo e Isabel
Gómez, hermana de Manuel José, Rosana, Clarisa (esposa de Metodio), Antonia y
Anita.
Padres
Papá: Roberto Henao Mejía. Hijo de Benjamín Henao y Susana Mejía. Nació el 19
de Agosto de 1912 en Manzanares (Caldas) y falleció el 21 de Diciembre de 1997 en
Medellín.
Mamá: Sofía Salazar Jaramillo. Hija de Pedro Salazar y Susana Jaramillo. Nació el
6 de marzo de 1916 en Pensilvania y murió el 31 de marzo de 1997 en Medellín.
Se casaron en Pensilvania el 23 de Enero de 1935.
Tíos e hijos
Paternos: Juan Bautista, Benjamín, Susana, Gabriela, Amalia, Matilde, Inés,
Efigenía y Laura (decían que era la más bonita de todas y murió muy joven).
Maternos: Arturo, Aura, Carlos, Julia, Bernarda, Carlina y Elvia
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/familia-benjamin.jpg?w=518)
Abajo: Arturo Salazar, Matilde Henao y familia
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/tabla-hijos.jpg?w=466)
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/foto_familiar.jpg?w=506)
Nietos
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/tabla-nietos.jpg?w=296)
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/foto_familiar2.jpg?w=587)
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/foto_familiar3.jpg?w=589)
Bisnietos
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/tabla-bisnietos.jpg?w=276)
Sitios que recuerdo
La Samaria
La Samaria, vereda del corregimiento de Arboleda, municipio de Pensilvania.
Supe por mis padres que yo nací allí, el primero de mayo de 1937. Me bautizaron
en Arboleda. En Samaria, contaba mi papá, vivíamos con el bisabuelo Hipólito y su esposa
Eugenia Botero.
El Vergel
El siguiente recuerdo que tengo, es el sitio llamado el Vergel, tendría unos cinco
años. Allí viví hasta más o menos los siete años. Es decir, hasta el año 1944. Los
recuerdos de esta finca:
Quedaba a unas dos horas caminando desde Pensilvania por el camino que
llevaba a San Félix y poco antes de llegar a Quebrada Negra. La finca era de terreno
ondulado, con una casa grande hecha toda en madera, con techo de tejas de
madera (no había teja de barro todavía en la zona). Allí vivíamos con mis abuelos
Benjamín y Susana, mis tíos Juan Bautista y Benjamín, y mis tías Susana, Gabriela,
Amalia, Matilde, Inés, Efigenía y Laura (decían que era la más bonita de todas y
murió muy joven).
Mi papá y mis tíos hacían las labores fuertes, como tumbar montaña, aserrar, arriar
bueyes y cultivar: maíz, papa, frijol, arracacha, calabazas (a las que llamábamos
vitorias).
Ya en esa época empezó mi papá a viajar a Honda, con recuas de 15 a 20 bueyes,
llevando café, maíz y trayendo abarrotes, como llamaban ellos a lo que no se
producía en la región (chocolate, arroz, harinas de trigo, jabones, cosméticos,
herramientas, loza, entre otras).
Mis tías ayudaban a mi abuela en las labores domésticas
Mi papá y mis tíos fueron muy aficionados a la cacería. Siempre tuvieron perros
cazadores. Venados, borugas (guaguas), ardillas, cusumbos y aves como pavas,
coconas y torcazas, eran las presas favoritas.
A continuación enumero cuatro vivencias de esa época que recuerdo con nitidez:
Tengo todavía clara la imagen de un perro negro, que me parecía gigantesco, pues
podía montar en él, llamado Argos.
Como la mayoría de los hermanos, de vez en cuando nos peleábamos con Pedro y
en una de estas me tumbó del corredor y me rompí la ceja izquierda. Aún conservo
la cicatriz.
Con mi hermano Pedro montábamos en unas canoas que eran la cáscara de matas
de una especie de plátano (heliconia), suficientemente anchas como para deslizarnos
en ellas por el pasto, cuesta abajo.
Un buen día, iba con mi mamá Sofía a pie para Pensilvania y en el camino nos
alcanzó don Manuel Betancur, montando una hermosa yegua blanca, quien tenía
una bonita finca en Quebrada Negra y era muy buen amigo de mi abuelito Benjamín.
Charló un rato con mi mamá y, al despedirse, me cogió del brazo y me montó en
la cabecera de la silla, diciéndole a ella que me dejaría más adelante en la Fonda
de Barro Azul. Me descargo allí, le dijo a la señora que la mamá, doña Sofía, me
recogería más tarde; pagó el “algo” mío y el de mi mamá y siguió su camino. ¡Qué
bellas costumbres las de esa época!
El Higuerón
El tercer sitio que recuerdo es el Higuerón:
Quedaba aproximadamente a cinco horas a pie de Pensilvania, en el camino que va a San Félix, corregimiento de Salamina. Si mi orientación es correcta, podría decir que queda al occidente de Pensilvania.
Voy a describir brevemente lo que recuerdo de esta finca: Era un terreno bastante ondulado, atravesado por el río Dulce, de aguas completamente cristalinas, a cuyo lado había unas pequeñas playas. En una de ellas se construyeron dos casas, una para la familia de Roberto y Sofía y la otra para la de Juan y Aura.
Era tierra fría, posiblemente a una altura sobre el nivel del mar de unos 2500 metros. La extensión podría ser de unas 70 a 100 hectáreas. Entiendo que cuando la compraron tenía un pequeño abierto de no más de una hectárea. Puedo decir que mi papá, el tío Juan y los familiares que los acompañaron fueron verdaderos colonizadores, al estilo de los mencionados en la literatura paisa. Ellos descuajaron montañas de árboles inmensos, pues era selva virgen; aserraron la madera para construir sus casas, hicieron caminos, cosecharon, principalmente papa; abrieron potreros, disfrutaron sin darse cuenta de una naturaleza pura, un aire fresco y saludable y una paz envidiable.
El procedimiento para hacer potreros era el siguiente: después de derribar la montaña, esta se dejaba secar y luego se quemaba. Después se recogían dos cosechas de maíz y fríjol, luego se sembraba el pasto. Como era de esperar, los árboles más gruesos no se quemaban totalmente y se convertían en trampas mortales para los vacunos que pastaban inicialmente en esos potreros. Varias veces vi animales que se golpeaban en estos árboles y quedaban con una pata rota o descaderados; era impresionante ver los otros animales alrededor del herido, mugiendo lastimeramente. Cuando sucedía esto, mi papá avisaba a los vecinos, para que vinieran a ayudar a beneficiar al animal y cada uno llevara una buena cantidad de carne, completamente gratis. Esas eran las sanas costumbres de esa época.
Son muchos los recuerdos de esa época que trataré de resumir:
Cuando llegó la época de entrar a la escuela, fuimos a estudiar a Pensilvania, donde mis abuelos y tíos. En las vacaciones siempre volvíamos a la finca y ayudábamos en las labores del campo, tales como acarrear leña para el fogón, desyerbar la huerta, llevar el alimento a los trabajadores (garitiar), apartar los terneros, llevar y traer las vacas de los potreros, hacer mandados. Algunas veces, en las mañanas, era tan intenso el frío, que hacíamos parar las vacas para poner nuestros pies descalzos y fríos en el sitio que dejaba calientito el semoviente. Rara vez usábamos zapatos. En algunas ocasiones alpargatas hechas con suela de caucho y fique o cotizas hechas con lona y suela de caucho.
Una de las faenas que más nos gustaba era la esquilada de los ovejos. Competíamos Pedro, Roberto y yo para enlazarlos, corriendo tras ellos en el corral, cada vez que los esquiladores terminaban uno. Recuerdo que en una ocasión mi mamá le ordenó a Pedro traerle unas cebollas de la huerta y después de pedírselo tres o cuatro veces sin que hiciera caso, mi papá le pegó con la soga con la que estaba enlazando. Creo que teníamos siete u ocho años y fue la última vez que vi a mi padre pegarle a Pedro.
En esa época era costumbre en el campo hacer lo que llamaban convites, que los indígenas llaman “mingas”. Consiste en que varios vecinos se congregan para tumbar montaña, abrir o arreglar caminos, etc., sin cobrar. Eso sí, la alimentación debía ser muy especial y, a veces, se terminaba con unos tragos y baile. Los muchachos debíamos llevarles el almuerzo y el algo; este último a eso de las dos de la tarde. En una ocasión mi mamá nos envió a Pedro y a mí a llevarles el algo con buñuelos, tortas de maíz y abundantes arepas; nosotros les repartimos la comida dejando escondidos unos cuantos buñuelos, con el fin de comérnoslos después. Grande fue nuestra desilusión cuando al regresar a la faena, uno de los trabajadores que había observado nuestra maniobra, tomó la bolsa y repartió entre sus compañeros las tan anheladas viandas.
Una de las actividades favoritas de la época era la cacería. Teníamos un vecino muy aficionado, llamado Benjamín Valencia, quien tenía dos excelentes perros cazadores, llamados Vencedor y Clavel, que estaban especialmente entrenados para perseguir venados. Era una faena de todo el día y con frecuencia lograban matar un venado, el cual aprovechamos en su totalidad: comíamos su carne y con el cuero hacíamos sogas, delgadas, pero de muy buena calidad.
Cuando ya estaba de unos siete años, mi papá me enviaba como ayudante a acompañar al arriero de la recua de bueyes, alrededor de 10 animales, en su viaje a Pensilvania. Por mucho tiempo el arriero fue Darío Henao, un pariente cercano, quien administró esa finca, durante mucho tiempo, ya propiedad de Tulio Salazar. Normalmente el viaje tomaba dos días de ida y uno de regreso. Llevábamos papa, madera o carbón y traíamos la comida para la casa. Mi labor era ayudar a cargar, llevar y recoger los animales del potrero; ayudar a hacer los alimentos donde pernoctábamos a mitad del camino, normalmente en Quebrada Negra, en la finca de don Manuel Betancourt. La jornada empezaba a las tres o cuatro de la mañana. Mi mamá siempre nos preparaba buñuelos, panelitas de leche y otros manjares que apreciábamos de verdad. Esta labor la realicé durante mis vacaciones durante ocho o diez años.
A Pedro, a Roberto y a mí nos gustaba ver pelear a los toros. Para que no pelearan, los mantenían en potreros distintos. En varias oportunidades, cuando mi papá no estaba en la finca, le abríamos la puerta a uno de ellos, los juntábamos y disfrutábamos del espectáculo. Durante un tiempo tuvimos dos toros sumamente corpulentos, uno normando y otro holstein, cuyas peleas eran nuestras favoritas. Así mismo, nos gustaba empujar a los terneros a los charcos del río y verlos nadar.
A mi papá le gustaba hacer chanzas de vez en cuando. Teníamos un “macho” llamado Dimas, ya viejo, que había sido la cabalgadura preferida de mi abuelo Benjamín. Era sumamente ladino y no quería a los niños. Si uno de nosotros se le acercaba, él lo perseguía, pero si escuchaba la voz de mi papá o una persona mayor, inmediatamente paraba y seguía pastando como si nada. Un primo, Jorge Botero, estaba de visita en casa y mi papá, entregándole un cabezal, le pidió que trajera a Dimas. Nosotros, mi papá, Pedro, Roberto y yo, estábamos esperando que el macho lo corriera. Nuestra gran sorpresa fue que el macho se dejó coger y empezó a caminar detrás de Jorge; ya iba llegando a la casa cuando el muy bandido lo cogió de los pantalones, lo lanzó a varios metros de distancia y empezó a perseguirlo.
Una de las costumbres de mis padres era enviarle tabacos, quesos y otros comestibles a los abuelos en Pensilvania. Era una jornada de seis a ocho horas, cuando se hacía a pie y, un poco menos, si se hacía a caballo. Siempre nos echaban fiambre para la mitad del camino, pero tan pronto desaparecíamos de la vista de la casa nos lo comíamos, como decía mi hermano Pedro, mejor llevarlo puesto. En uno de estos viajes, Pedro y yo nos pegamos una borrachera de padre y madre, con los tabacos destinados a mi abuela Susana Jaramillo. Creo que no alcanzamos a fumarnos ni medio, cada uno.
En los diciembres hacíamos natilla, buñuelos, matábamos un cerdo o un cordero. Nos encantaba participar activamente en estas labores. Esperábamos con impaciencia los regalos del niño Dios; en algunas ocasiones, si no llegaban los presentes, nos decían que era porque no nos habíamos manejado bien, que esperáramos a los reyes. La verdad, la mayoría de las veces era por falta de dinero.
Desde la época de mi abuelo vivía con ellos una familia de color moreno oscuro. En el Higuerón nos acompañaban los dos hijos mayores. Eran dos corpulentos adolescentes, uno de ellos llamado Camilo —le decíamos el “negro Camilo”—. Su familia era liberal y el “negro” era bastante belicoso cuando se tomaba unos tragos, cosa bastante peligrosa en un pueblo netamente conservador. Un 20 de julio, Camilo vino al pueblo y nos ayudó a hacer los faroles para el desfile que hacia el colegio. A pesar de que mi mamá le rogaba que no saliera a la calle y mucho menos que tomara licor, el salió, se emborrachó y al otro día mi hermano Pedro lo encontró asesinado en un callejón. Mi papá lo recogió y lo velamos en la casa; en su entierro no faltó quien amenazara de muerte a mi papá por haber enterrado al “H.P.” liberal.
Pensilvania
El cuarto sitio donde hemos vivido, podríamos decir, que fue Pensilvania, pues allí estudiábamos mientras los papas vivían en El Higuerón, El Anime y La Española. Durante un corto periodo, creo que cerca al año, y después de vender la finca del Higuerón, vivimos todos en Pensilvania. Mi papa hizo varios oficios, como participar en un censo nacional y trabajos de albañilería construyendo tanques de agua en cemento y trabajos similares. Creo que nos acomodamos todos en casa de la abuelita Susana Jaramillo.
En Pensilvania permanecimos, mientras estudiábamos, desde el año 1942 a 1960 (fechas estimadas). Teniendo en cuenta que la permanencia en Pensilvania sucedió mientras la casa paterna estaba en diferentes sitios, inserto aquí algunas anécdotas vividas en esta ciudad:
Estando en quinto año de bachillerato me aburrí de estudiar y le dije a mi papá que no quería seguir en el colegio. Él me dijo que estaba bien, pero como yo era todavía menor de edad, él necesitaba trabajadores en la finca. Me pareció muy bien y me fui con él a la finca. El lunes siguiente, me despertó a las cinco de la mañana, me mandó a traer leña, picarla y salir a las siete de la mañana con los peones a diferentes faenas como: coger café, descerezarlo, cortar caña y tumbar rastrojo. Un día en el trabajo de tumbar rastrojo, estábamos en un guadual y los trabajadores, expertos en el oficio, me envolvieron en la maleza, de la cual mi papá me rescató. Hoy pienso que mi padre instruyó a los trabajadores para que me hicieran la pilatuna. Le dije a mi papá: esto es muy verraco, yo mejor me vuelvo al colegio. El me dijo, es decisión suya, si el rector lo acepta puede volver. Hablé con el rector y me puso como condición que debía terminar el año con notas por encima de cuatro. Así fue. La aventura fuera del colegio duró menos de un mes.
En nuestra familia era muy común comer cordero. El tío Alfonso Henao los mataba con frecuencia. Pedro, Roberto, Abelardo y yo éramos los encargados de traerlos de las fincas a Pensilvania. En algunas ocasiones el viaje era de uno a dos días, como cuando los traíamos del Valle Alto, cerca al municipio de San Félix. En uno de estos viajes, la primera jornada fue del Valle Alto a La Brigada, creo que yo iba con Roberto. Allí la familia Valencia nos hospedó. El ovejo que traíamos lo dejamos en el corral de los terneros durante la noche y, al otro día, cuando fuimos a continuar el viaje, se soltó del lazo que lo tenía cogido y nos tocó perseguirlo por los potreros hasta atraparlo de nuevo. Quedamos rendidos, tanto el cordero como nosotros. Estos animales son muy difíciles de conducir, pues se meten por cualquier senda que vean. Es una bendición cuando va alguien a caballo, pues normalmente es fácil que sigan la bestia, y así rinde mucho.
Hubo en el pueblo un alcalde aficionado al boxeo y construyó un cuadrilátero para tal fin. Varios jóvenes nos inscribimos para entrenar y efectuar peleas. Estando en una reunión con el alcalde, sin siquiera tocar a la puerta, entró un personaje muy conocido en el pueblo y dijo: usted me mandó llamar, señor alcalde, para que me necesita. Don Escolástico, es que unas señoras me han puesto la queja de que usted tiene un burro padrón y sirve las yeguas en la calle. A lo que el acusado respondió: “No les ponga atención señor alcalde, eso es envidia de esas viejas mojigatas” y sin más abandonó el despacho.
En esa época tuve uno de los mayores sustos que he tenido. En la temporada de exámenes, yo prefería levantarme a las tres o cuatro de la mañana a estudiar en vez de trasnocharme. En la mayoría de las casas de mi pueblo sus paredes eran de tablas y tenían entre tabla y tabla una tablilla delgada llamada guardaluz. Yo me sentaba en una mesa frente a la pared a estudiar. Una madrugada estaba estudiando y poco después de empezar sentí unos pasos en el corredor. Me levanté a mirar y no había nadie. Y así sucedió tres o cuatro veces. Ya iba a llamar a mi hermano Pedro, cuando me di cuenta desde donde se originaba el susto, de donde provenían los pasos que sentía: al rato de iniciar la actividad, empezaba a mover el pie derecho y con él movía el extremo de la guardaluz, la cual sonaba como si fueran pasos. A lo mejor estaba prevenido (psicosiado) porque el día anterior, con otros muchachos, habíamos ido a ver la traída de “chusilas”, a quien acusaban de ser un criminal, al que la policía había matado y lo traían como un animal colgado de pies y manos. Decían en el pueblo que él tenía pacto con el diablo, y eso seguramente me tenía influenciado. Siempre he considerado que la mayoría de sustos o espantos tienen una explicación lógica, si la buscamos.
Volviendo a don Escolástico Escobar, recuerdo otras anécdotas de él, entre muchas que se hicieron famosas en Pensilvania.
La primera fue su segundo matrimonio, como a los setenta años: salía una mañana de la catedral de Manizales y se encontró con una señora del mismo pueblo, viuda como él, de aproximadamente la misma edad, con quien no se veía hacía treinta o cuarenta años y le preguntó, después de saludarla, con quien vivía. Ella le contestó: “Con mis hijos, ellos son muy buenos, pero siempre está uno arrimado. Y usted, don Escolástico”. “Pues sabe que es la misma historia; vivo con mis hijos, Alberto y Tista; ellos y sus familias son muy buenos, pero siempre está uno arrimado”. Entonces le dice él: “Oiga doña María, porque no se desarrima, yo me desarrimo y nos arrimamos los dos”. Y pronto se casaron. Cuentan que cuando le dijo a uno de sus hijos que se pensaba casar, este trató de desanimarlo, diciéndole: “Usted está muy viejo y aquí lo quieren mucho”. Y él le respondió: “Eso es cierto, hijo; pero a mi me da pena pedirle a su señora que me sobe la barriga si esta me duele o, mejor dicho, que si me cago me limpie el culo”. Después de la luna de miel, alguien le pregunto como les había ido y su respuesta fue: nos “peímos” más rico.
La segunda es la siguiente: estaba yo una mañana en la puerta del colegio con el hermano Martín, rector del colegio y se acercó don Escolástico y le dijo, hermano Martín, vengo a pedirle una limosna; nos quedamos de una pieza, pues él era uno de los más acaudalados del pueblo. “No se preocupen, no es plata, lo que yo les pido es que cuando estén todos en la reunión, antes de iniciar clase, recen un ave maría por mí, pues hoy estoy cumpliendo sesenta años”.
En otra ocasión, siendo concejal del municipio, el médico Javier Ramírez le dijo en medio de una discusión: “Lo que pasa es que usted es un inepto”. Don Escolástico le respondió: “Yo no sé que es inepto, pero si acaso inepto significa H.P., queda usted interinamente inepto, mientras yo le pregunto al padre López que significa esa palabra”.
El Anime
El quinto sitio fue El Anime.
Vereda situada al norte de Pensilvania, a unas cuatro horas a pie de esta ciudad, en el camino Pensilvania-Arboleda. La finca la compró Juan y tenía una casa grande a orilla del camino real. Durante un buen tiempo hubo una tienda en la casa, un intento de mi abuelo Benjamín. Si mal no recuerdo, tenía todavía a Dimas, un macho viejo que venía desde el Higuerón. Como el abuelo saludaba a todo el mundo, el animal se acostumbró, en los viajes, a entrar o a parar en todas las casas y, cuando el jinete era otro, había que luchar con él un buen rato para evitar que entrara a cada casa.
La finca tenía una sementera sembrada con café y plátano, que colindaba con la casa y un potrero de micay. Luego, a la izquierda, seguía la finca de Gonzalo Botero, un primo nuestro, hijo de don Vinicio Botero y Cornelia (qué nombre) Henao, tía de mi papá; la parte más grande de la finca llamada La Carmelita, se extendía hasta el río Dulce. En esta parte había café, caña de azúcar y rastrojo para cultivar maíz y frijol. Desde la casa hasta la Carmelita había unas seis cuadras: la sementera ya mencionada, junto a la casa, era de aproximadamente una cuadra, luego unas dos cuadras de sementera de Gonzalo y, por último, la Carmelita, de unas tres cuadras de longitud. En la finca teníamos siempre, como mínimo, una vaca y varias bestias (mulas y caballos).
Había junto a nuestra casa otras tres viviendas. La del frente era una casa con tienda de la familia Ospina, los papás de Reynaldo, el esposo de la prima Laura; posteriormente la compró Berardo Agudelo; a mano izquierda estaba la casa de Gonzalo Botero, junto a la nuestra y a mano derecha, siguiendo el camino, la de don Pedro Gómez.
En la casa vivíamos la familia de Roberto y Sofía, por un tiempo mi abuelo Benjamín y, en vacaciones, algunos de los primos.
Algunas anécdotas de esa época:
-La caída de Libardo (que la cuenten los involucrados).
-La patada de la novia a Miguel… .
-La caída de Sofía desde el lavadero a la casa de Gonzalo.
-Las moliendas donde don Benito Agudelo:
Don Benito tenía un establecimiento de caña, así llamábamos a toda la infraestructura para producir panela a partir de la caña de azúcar, cerca de nuestra finca. Periódicamente, mi papá utilizaba estas instalaciones para hacer las famosas “moliendas”. Todo empezaba por arrancar la caña (la pelusa de la misma es sumamente picante y molesta, que lo diga Roberto), y acarrearla en bestias hasta el establecimiento. Lo anterior podría durar hasta una semana. Cuando estábamos en vacaciones, Pedro, Roberto y yo participábamos en estas faenas. En general había tres sistemas de energía para mover los rodillos que extraen el jugo de la caña:
El primero era la tracción animal: un buey, caballo o mula atado al extremo de una viga dando vueltas en una pista circular. Sistema muy lento. En el trayecto entre El Alto y la casa de Pedro Nolasco, había un establecimiento de este tipo, cuya panela era la de mejor calidad en toda la región.
El segundo era la rueda Pelton. Es una rueda de madera de tres a cuatro metros de diámetro con álabes, los cuales al llenarse de agua la hacen girar. El agua se tomaba de una fuente de buen caudal y se conducía hasta el tope de la rueda. Por canoas de madera. Es un sistema de velocidad media.
El tercer sistema era un motor, generalmente marca Diesel. Es el más rápido. Extraído el jugo de la caña (guarapo), se recoge en un tanque, desde donde se.lleva a las pailas de cobre, generalmente de cuatro a seis, ubicadas encima de un horno, que las calienta continuamente, para evaporar el agua y producir la panela. El establecimiento de don Benito tenía rueda Pelton, y yo era el encargado de introducir la caña en el trapiche. Pedro, normalmente se encargaba del horno. Roberto hacía varios oficios. En cada molienda se sacaban de diez a quince cargas de panela.
La molienda era todo un acontecimiento. Los familiares y vecinos acudían a tomar miel, hacer alfandoques y plátanos o yucas en almíbar. Después de estar en la molienda, cómo se anhelaba un caldito de papas!!!!, que mi mamá siempre nos preparaba. Una vez llegó un vecino y mi papá, como siempre, le ofreció miel. Se tomó tres tasas grandes y al ofrecerle una cuarta tasa, dijo: “don Roberto, gracias, pero es que no amanecí bien mielerito hoy”. Mi papá, en voz baja, murmuró: “Gracias a Dios, porque si no este hijuemadre se me toma toda la molienda”.
“Convite”. Un fin de semana mi papá nos informó a Pedro y a mí que se había comprometido a ayudar a un vecino en un convite que haría la siguiente semana. Fuimos los dos, estuvimos desyerbando un potrero todo el día, comimos muy bien y, por la noche, nos tomamos unos tragos. Esta finca quedaba a una hora de nuestra casa y recuerdo que regresamos a eso de la media noche bastante prendidos y con una luna estupenda. Fue una magnífica oportunidad de compartir con mi hermano.
“Chucho”. Era un trabajador que ayudaba a mi papá con frecuencia. Era de corta estatura y “chapín”, es decir con las puntas de ambos pies apuntando hacia el centro, pero sumamente fuerte. Recuerdo que en muchas oportunidades que subíamos de la Carmelita, él con un canasto grande lleno de café, yuca o mazorcas y yo con un bulto pequeño; al verme cansado, se echaba mi bulto encima de su canasto y subía más rápido que yo. Esto creo que lo hacía con todos mis hermanos. En una ocasión, llegaron a su casa dos policías a llevarlo a Arboleda a responder una demanda. Le ordenaron que siguiera adelante y él les respondió con toda firmeza: “Mi papá me enseñó a arriar no a cabrestiar”, sigan ustedes adelante. Así lo hicieron.
La Española
El sexto lugar es La Española. Está ubicada aproximadamente a hora y media de Arboleda, a la margen izquierda del Río Samaná. La finca era de don Alfonso Uribe. Tenía tres casas y en una de ellas vivíamos nosotros y había potreros para unas 30 reses; además, unos cafetales y sembrados de caña de azúcar. Mi papá administraba esta finca. Allí vivimos unos cuatro o cinco años. Las siguientes son algunas vivencias que recuerdo de ese lugar:
Con mi hermano Pedro, y a escondidas de mis papás, preparábamos chicha en tarros de guadua que escondíamos en el Zarzo de la casa. Ya fermentada, fueron varias las borracheras que nos pegamos con ella.
Un día fui a mercar a Arboleda. Al desempacar el mercado mi papá buscaba algo, pero no lo encontró. Al preguntarle que buscaba, me dijo: “Los tabacos”. Le pedí disculpas, pues se me habían olvidado y me respondió, que no me preocupara, que ese era un vicio que estaba tratando de dejar.
El se fumaba uno o dos tabacos en la noche, después de la comida y lo disfrutaba mucho. Los dos días siguientes lo vi incómodo después de la comida. El miércoles, a las cuatro de la mañana, ensillé una mula, fui al pueblo y le traje los tabacos. Unos años después, al terminar una práctica de vacaciones que hice en Tibú, le traje una caja de habanos. Al entregárselos, me dijo que se los diera a mi tío Juan, porque él lo había dejado definitivamente, pues era una vaina estar quemando la plata y, además, perjudicando la salud.
Después de La Española la familia paterna se traslado a Medellín. Un poco antes, al terminar bachillerato, Pedro y yo fuimos a Bogotá a pagar el servicio militar. A mi me dieron la libreta militar, pues no había suficiente cupo en el Batallón Miguel A. Caro (MAC) y, como era el menor de los dos hermanos, no me seleccionaron, porque se llevaban al mayor. Pedro no pasó el examen físico. Qué ironía: yo sí quería entrar al ejército.
Al volver de Bogotá, Pedro se fue a Medellín y yo a la Guajira. Roberto terminó bachillerato y nos reunimos los tres en Medellín. Gracias al apoyo de mis hermanos, yo pude hacer mi carrera. Dos años después, decidimos que la familia se trasladara a Medellín, estimo que fue en el año 1960.
Por algún motivo, Abelardo y yo fuimos los últimos en viajar a esa ciudad. Salimos a pie de Pensilvania a la una o dos de la mañana hacia Puente Linda, para alcanzar el bus de las ocho de la mañana, pero, por unos cinco minutos, lo perdimos. Por tanto, se nos retrasó el viaje y llegamos a Medellín después de las seis de la tarde y a esa hora ya Pedro y Roberto habían salido del trabajo y necesitábamos que ellos nos llevaran a la casa, pues no sabíamos adónde era. El único pariente que teníamos era Álvaro Naranjo, fuimos a la casa de él, pero no nos abrieron. Nos tocó dormir en una pensión de mala muerte en Guayaquil, y al otro día Roberto nos dio la dirección de la casa.
Medellín
Medellín: (Este es un capítulo que vale la pena escribir con detalle). Son cerca de 60 años. Hemos estado en diferentes sitios, cada uno con sus recuerdos especiales. (Aquí cedo la narración a mis demás hermanos).
El primero en vivir en Medellín fue Pedro. Al siguiente año llegamos Roberto y yo. Los tres nos hospedábamos en la pensión de don Godofredo, que nos suministraba alojamiento y alimentación. Allí permanecimos un año y luego nos mudamos a otra pensión, en la cual solamente teníamos alojamiento. Esta era una familia costeña y allí permanecimos unos dos años, cuando se movió la familia a Medellín, posiblemente en 1960. Vivimos en varios sitios en arriendo hasta que en el año 1976 compramos la casa en la Cabañita. En este sitio permanecimos hasta el año 2006 cuando nos movimos al apartamento de Sabaneta. Luego vino la compra en el 2015 del sitio en Girardota y la construcción de una nueva casa.
A partir de la muerte de nuestros padres, podemos decir que el núcleo familiar gira alrededor de las tres muchachas (niñas de la casa).
Inicialmente, la familia la constituimos nuestros padres y los doce hijos, de los cuales hay once vivos. Más tarde, ya en la Cabañita, Sofía y sus tres hijos se unieron a la familia. Yo fui el primero que dejó la casa, cuando me fui a trabajar a Puerto Boyacá, a principios del año 1963. Luego Pedro se casó en 1960 y Roberto en 1968, pero ambos permanecieron en Medellín. Ambos son contadores. Abelardo terminó su carrera de ingeniero agrónomo el año 1965 y se fue a trabajar con el Incora en Espinal, donde conoció a Evelia; posteriormente, lo trasladaron a Duitama, desde donde viajaba a visitar a su pretendiente; más tarde, se vinculó a Proficol, en Bucaramanga; después, compró una finca en Manzanares, arrendó terrenos en los Llanos, para terminar sembrando sus matas y sus caprichos en Girardota. Ignacio, después de muchas vueltas, terminó Licenciatura en Español y Literatura; posteriormente hizo una maestría en Sociología de Educación, cuyo trabajo de grado Clase social y Lenguaje fue publicado por la Universidad de Antioquia en 1986; enseñó en instituciones de secundaria y universitarias y se jubiló en el 2002. Libardo terminó Administración de Empresas en EAFIT y laboró en Fabricato desde su época de estudiante hasta su jubilación; Sofía terminó una tecnología en EAFIT y trabajó un tiempo en Pepalfa, se casó el año … pero se quedó en Medellín. Rogelio, Miguel Ángel e Ildefonso, después de querer cambiar este país, dejaron la utopía y se reconciliaron con la sociedad. Rogelio estudió Administración Pública en la ESAP, durante un tiempo trabajó en la Contraloría y de ahí se vinculó con la Alcaldía de Medellín hasta su jubilación. Miguel, por razones personales, no quiso volver a la Universidad a terminar Medicina, carrera de la que se retiró en quinto semestre; en este momento vive en los Estados Unidos. Ildefonso, terminó Psicología y está vinculado con la Alcaldía de Bogotá. Matilde terminó Administración en la Nacional, se vinculó a Diesel hasta su jubilación, y con Berta y Sofía forman el trió de abuelas de los los hijos de David y Sergio. Berta se retiró temprano del estudio, pero ha ejercido de líder de la familia, inclusive cuando vivían nuestros padres.
Algunas de mis vivencias de esa época en Medellín:
Debo mencionar, en esta etapa de mi vida a un personaje muy especial: don Alfonso Uribe. Ya mi papá había sido mayordomo de él en una finca llamada La Española, cerca de Arboleda. El era un paisa de todo el maíz, nacido en Andes, Antioquia. Como buen paisa era negociante y amante de los trueques; tuvo muchas fincas y una de las últimas fue la mencionada antes. Allí conocí a don Alfonso y nos hicimos muy buenos amigos. Hacía aproximadamente un año, después de que empecé a trabajar, en uno de mis viajes a Medellín me encontré con él y me dijo: “Rodrigo, usted me debe $ 350.000” y al preguntarle de qué, me respondió: “Hemos comprado un finca Usted y yo”. Me explicó que como sabía que a mi gustaban las fincas y yo era una persona responsable, había tomado esa determinación. Ante mi inquietud de que yo no tenía la plata, me dijo que se la pagara cuando pudiera, y así lo hice. La propiedad era una finca panelera, en la cual también se cultivaba yuca para producir almidón, ubicada en el municipio antioqueño de Concordia, a unas cuatro horas en bus desde Medellín. Fue la primera propiedad que tuve y allí se fue a trabajar mi papá. Era una hermosa propiedad, muy acogedora, y en ella pasamos muchas vacaciones y conocí más a fondo a don Alfonso. Voy a narrar unas pocas de las muchas anécdotas que viví con él:
Precisamente, en la finca de Concordia sembramos un lote de café. Para ello necesitamos construir un tanque para riego. Durante la planeación, entablé una discusión con don Alfonso, la cual se volvió acalorada. En medio de ella vi que mi papá me hacía señas que dejara las cosas así y me callara. Así lo hice. Al otro día, al iniciar la obra, le pregunté cómo íbamos a hacer el trabajo, a lo cual me respondió: “Así como dijo usted, así debe ser”. Dos lecciones que aprendí de dos personas de experiencia: nunca es aconsejable tratar de llegar a un acuerdo cuando se está acalorado, y dejando calmar los ánimos las personas inteligentes optan por la razón.
Tenía don Alfonso un grupo de amigos, entre ellos mi papá, un primo nuestro Gonzalito Henao y otros tres o cuatro personas más, que acostumbraban ir a la feria de Ganado en la plaza de ferias de Medellín. Había un sacerdote que recogía limosna para algunas obras de caridad. En una ocasión se acercó a la mesa en donde don Alfonso, quien era el mayor de ellos, compartía con sus amigos; al pedir la limosna, cada uno de ellos dijo: “Mi papá es el que tiene la plata”. El sacerdote se quedó mirándolos a todos y dijo: “Pero todos son muy distintos”, a lo que don Alfonso acotó: “Sí, todos ellos son hijos míos, pero de distinta mamá”.
Don Alfonso, a quien todos llamaban el tuerto Uribe, pues había perdido un ojo, era un conversador excelente. Contaba mi papá que en muchas ocasiones en las cuales viajó a Concordia con él, durante el viaje de cuatro a cinco horas, siempre encontraba con quien conversar en forma amena y chistosa.
Visité a don Alfonso en su casa en Medellín con mi esposa Jannette, cuando ya estaba muy enfermo y casi ciego. Escuché que le preguntó a su hija: “¿Quién es Ligia?” y ella le respondió: “Rodrigo”. Entonces, dijo: “Esta es una vida muy h.p., no conocer a un amigo; si no fuera porque soy tan de malas y no me mato, me tiraría del balcón”. No mucho tiempo después, falleció. Fue un gran señor y mejor amigo.
La finca de Concordia fue la primera propiedad rural que tuvimos después del Higuerón. Hablando de fincas, permítanme intentar hacer una clasificación de la familia en dos grupos: al primero lo llamo los “rurales”, aquellos con alma campesina, con gusto por el campo y que tuvimos alguna vez una finca como son indudablemente mi papá, mi mamá, Pedro, Rodrigo, Roberto, Abelardo, Ignacio y Libardo. El segundo grupo, a los cuales llamo los “urbanos”, con mayores gustos por la vida de la ciudad y son: Sofía, Rogelio, Miguel Ángel, Ildefonso y Matilde. Y no se me ha olvidado Berta, a la cual veo como el aglutinante, el puente entre las dos tendencias. No obstante lo dicho anteriormente, todos tenemos en mayor o menor grado el gusto por las dos tendencias.
Hagamos un recorrido rápido por las fincas: Pedro, Roberto, otros y yo tuvimos un lote cerca de Rionegro, el cual se vendió pronto. Luego vino la finca de Concordia, después con Pedro compramos La Luz y las Playas y con Roberto La Popa. Pedro tuvo la finca en Santuario, Ignacio y Libardo en Fredonia y Abelardo en Manzanares. Nuestros padres y la mayoría de hermanos, sobrinos y muchos familiares y amigos disfrutamos estas fincas. (Me agradaría que los sobrinos escribieran sobre La Luz, Las Playas, Fredonia , Santuario, La Luz, Las playas, La Cabañita, Sabaneta, y Copacabana). En una ocasión, después de estar un año en Indonesia, fui a Medellín a visitar a mi familia. En el aeropuerto estaban mi mamá, algunos hermanos y me extraño no ver a mi papá. Me indicaron un rincón y allí estaba él, limpiándose las lágrimas; al preguntarle que le pasaba, me dijo: “Yo pensé que ya no lo iba a ver más”. Ese era mi papá, parecía ser muy fuerte, pero en realidad la fuerte era mi mamá.
En varias oportunidades lleve a mis padres a mis sitios de trabajo. Estando en Puerto Boyacá, me visitó mi papá, con don Alfonso Uribe y Rubén Gómez, un amigo.
Estuvieron conmigo varios días en el campamento. Los invité a un sancocho de pescado donde una familia de colonos conocida. Compramos yuca, plátano y papas y fuimos a la laguna de Palagua a buscar el bocachico. Ya en la orilla, cogí una canoa y remé hasta encontrar unos pescadores amigos que me regalaron los pescados.
En otra oportunidad me visitaron mi papá y Pedro. Estábamos tratando de comprar una finca y visitamos una en Puerto Boyacá y otra en Puerto Perales. La primera finca quedaba en mi área de trabajo. Al visitarla, nos sorprendimos al ver que junto a una casa vieja estaba otra nueva, pero derrumbada. Nos explicó el dueño que en un ocasión habían venido de la secretaría de salud a fumigar contra la malaria y los únicos que murieron fueron los pollos. En la siguiente campaña, ellos se negaron a dejar fumigar, pero les notificaron que en todo caso volverían. Cuando vieron que venían los fumigadores, el papá y dos hijos, con hachas, tumbaron la casa y les dijeron que bien podían hacer su labor. Poco recomendables para negociar con ellos!!!. Visitamos otra finca en Puerto Perales. Era de un señor de apellido Henao. Nos tenía mulas en el pueblo y en el camino a la propiedad yo iba adelante y de pronto mi mula se paró; me preguntó que pasaba y le dije que estaba cruzando el camino una serpiente bastante grande. Se bajó de su mula machete en mano y diciendo, debe ser la toche (nombre de una culebra muy venenosa y agresiva, que se camufla en las ramas de los árboles) que hace poco mató a mi hijo; pero, cuando la vio, dijo: dejémosla que se vaya. Era de un metro con cincuenta centímetros de longitud, aproximadamente.
Recuerdo muy bien nuestro primer viaje con mi Linda a presentarla a mi familia en Medellín. Yo estaba prevenido, pues era una situación difícil y no sabía como reaccionarían. Llegamos a la Cabañita, y mi papá al ver que no bajábamos las maletas preguntó por qué y le explicamos que habíamos pensado irnos a un hotel. Se puso molesto y dijo que esa era nuestra casa y que éramos bienvenidos. Fue un gesto muy hermoso. Mi Linda siempre ha sido bien querida por toda mi familia.
Hicimos un viaje con mis padres, mi Linda y su mamá, doña Adelina, y Sarita a varios pueblos de Boyacá en el año 1995. Sarita tenía casi tres años. Fueron casi dos semanas muy agradables. Entre otros pueblos visitamos Paipa, Sogamoso, Chiquinquirá, Villa de Leiva, Cuítiva, Tota, Tibasosa, Nobsa, Monguí.
En el octubre del 2014 hicimos un viaje similar con Bertha, Sofía, Matilde, Tita y Tata, las dos hermanas mayores de mi linda, Sarita no pudo acompañarnos por su estudio. Escogimos un sitio cerca de Sogamoso como base y de allí viajábamos a diferentes pueblos. Fue un viaje muy agradable y lo disfrutamos al máximo.
(Vale la pena hacer una narración de las actividades de mi papá como arriero, de Roberto como arriero y de mi mamá con sus obras de caridad).
2 Mi vida en setenta trozos (tasajos)
Por Libardo Henao Salazar
1. Mi contexto familiar, homenaje a mi viejo
Parado en el séptimo piso de mi existencia, rememoro tantas y tantas vivencias que he tenido y no me arrepiento de casi ninguna. No queriendo decir que haya sido fácil vivir hasta este hoy. No sé cuánto más duraré en esta existencia, pero quiero vivir mi resto de vida con mayor gratitud y mayor desprendimiento de los que he tenido hasta el presente. No estoy seguro de lograrlo, pero deseo que al final de mis tiempos me recuerden sin aprensiones de ninguna naturaleza.
Parte 1
Por información de mis padres, de mis hermanos y tíos, sé que nací en El Higuerón, un paraje helado del Municipio de Pensilvania, al oriente del departamento de Caldas. Cuando mi familia se trasladó hacia el Alto del Anime, paraje de clima medio, cercano al corregimiento Arboleda, del mismo municipio, yo creo tenía menos de cinco años, de ahí que no guardo ningún recuerdo del Higuerón.
Soy el octavo hijo de la familia que conformaron Roberto Henao Mejía y Sofía Salazar Jaramillo. Él, oriundo del municipio vecino, Manzanares, y ella de Pensilvania. Sin embargo, fui el séptimo, de doce, que compartimos muchos momentos, llenos de privaciones, limitaciones, pobreza, esfuerzos, pero nunca desesperanza ni deseo de tirar la toalla. Mi madre, mujer abnegada, laboriosa, sencilla, servicial, gozona. Mi padre, un campesino que tuvo la tentación de estudiar en Manizales, pero su papá Benjamín y, sobre todo su abuelo Hipólito, lo impidieron porque se les corrompía el muchacho en esa ciudad. Esta era la explicación de mi papá, pero Carlos me dio otra versión; que don Hipolito y el abuelo no lo dejaron ir por ser el principal aportante a la economía familiar.
¿Octavo o séptimo? Sí, porque, inmediatamente antes que yo, nació Pablo, quien alcanzó a vivir unos ocho meses, según me cuenta la mayor de mis hermanas, Berta. Hasta antes de saber de este suceso luctuoso, sostenía que era el mayor de la segunda mitad de la docena Henao Salazar, hijos de Roberto y Sofía. Y especifico esto, por cuanto tenemos unos primos dobles con la misma sucesión de apellidos que nosotros; ellos, hijos de Juan Bautista y Aura; él, hermano de mi papá, y, ella, hermana de mí mamá. En resumen, los doce hijos de Roberto y Sofía fuimos, en orden descendente de edad: Pedro, Rodrigo, Roberto, Abelardo, Bertha, José Ignacio, Libardo, Sofía, Rogelio, Miguel Ángel, Ildefonso y Matilde. Mi nombre lo tuvo primero un hijo de Juan y Aura, pero también se les murió muy niño, dejando libre el nombre Libardo.
En varias tertulias personales, y algunas grupales, conocí que mi padre no alcanzó a estudiar los primeros cinco años de básica primaria. Las condiciones económicas de la familia de Benjamín y Susana, más la lejanía de la cabecera municipal, le impedían ofrecerles adecuado estudio. Mi papá confesaba que él sí quería estudiar, pero no tuvo la oportunidad. Incluso, hubo un momento de su juventud que un tío, que vivía en Manizales, le propuso llevárselo para la capital, pero este proyecto se malogró por temores de su padre y de su abuelo. En ese momento se prometió a sí mismo que: “si me caso, haré todo lo posible y lo imposible para que mis hijos estudien todo lo que deseen”. Y a fe que lo cumplió, para ello recurrió a la colaboración de familiares y amigos. Fue así como los ocho hermanos mayores, estudiaron, a su debido tiempo y distintos años escolares, en la cabecera municipal. Yo realicé los tres primeros años básicos (primero, segundo y tercero) en la vereda El Congal, a unos cuarenta minutos de la cabecera municipal. Allí fui acogido maravillosamente por mi tía Julia, hermana de mi mamá, por su esposo Francisco Aristizabal y su prole.
Sigo con mi padre. Recuerdo que comentaba su trabajo de joven, por los mismos años en que le frustraron su anhelo de estudiar, quemar madera para hacer carbón. Él no se ruborizaba al comentarlo y yo me enorgullezco de sus ancestros y de sus raíces, porque nunca perdió el norte ni se sintió indigno por su trabajo; él vio cumplido su anhelo de estudio en sus hijos y nietos; por ello, tuvo el reconocimiento de muchos amigos y familiares, aunque no de todos. Recuerdo que un familiar lejano, lo criticó por no aprovechar los hijos varones para poseer y trabajar una buena finca. Tendría nueve peones para sacarla adelante, le recriminaba. Mi padre le reiteró, o al menos lo pensó, “para mis hijos, el estudio mientras así lo quieran”. Sea este el momento de reiterarle una muy sentida gratitud por parte de todos los hijos y descendientes, sé que allá en el Cielo nos la recibe.
Recuerdo que le gustaba la música de las hermanitas Padilla, mexicanas, y protestaba porque en nuestra televisión (en blanco y negro casi toda su existencia) no las presentaran, y que no participaran en el concurso de la OTI. Incluso, creo que para ese entonces ya ni siquiera vivían. Era muy lector, sobre todo de aventuras de Emilio Salgari, de Julio Verne y de corsarios; también de novelas románticas de la época de su juventud. Mientras vivió en Medellín, todos los días leía la prensa.
Al igual que su papá, Benjamín, fue buen fumador de cigarrillo, aunque ya entrado en años y viviendo de asiento en Medellín se pasó a fumar solo tabaco, hasta que tuvo el desengaño con unos habanos que mi hermano Rodrigo le trajo directamente de Cuba. Varios se le reventaron (florearon) y botó el resto del paquete a la basura. Hasta ese momento fumó. Después de esto vivió, creo, más de diez años.
2. Del Alto del Anime y más sobre mis familiares
De mis primeros cuatro o cinco años, prácticamente, tengo la mente en blanco. Recuerdos de nuestra vida en el paraje el Alto del Anime, cerca del corregimiento de Arboleda: Lo conformaban varias casas (cuatro), tres a la vera derecha del camino hacia la Arboleda. Recuerdo que al frente había una casa de dos pisos y atrás tenía un potrero, más alto que el techo de esa casa. Vivíamos en una casa en forma de L, a la vera del camino de herradura que comunicaba a Pensilvania con Arboleda. Para llegar de Pensilvania hasta El Anime había que subir, a pie (caminando), unas dos horas largas hasta el Alto de Miraflores, bajar hasta el paraje (caserío) Guacas unas dos horas, seguir bajando hasta el Riodulce, otros veinte o treinta minutos, y subir por otra media hora por un camino ondulado. Pensilvania tiene una temperatura promedio de unos catorce grados centígrados, el Alto de Miraflores debe estar por debajo de los diez grados centígrados y el Alto del Anime a unos dieciocho grados. Y del Alto del Anime a Arboleda, durante más de una hora, se sigue por el camino ondulado, se baja hasta un riachuelo y, finalmente, se sube hasta el pueblo.
La cabecera del corregimiento, La Arboleda, fue objeto de agresión brutal por parte de una columna de las Farc, comanda por la hoy indultada Karina. Sentí dolor de patria, rabia e impotencia. Mi abuelo Benjamín vivió, por temporadas, en El Anime. Creo que todas, o por lo menos la mayoría, siendo ya viudo. Recuerdo varias anécdotas de estas estadías suyas con nosotros:
Como el grupo familiar era numeroso, a pesar de que algunos hermanos estaban en la cabecera municipal estudiando, me tocó muchas veces dormir con el viejo (mi querido viejo) y, a eso de las cinco de la mañana, mi madre se aparecía con una tazada de tinto hirviendo en una vasija de peltre; el abuelo se sentaba en la cabecera de la cama, encendía un cigarrillo (generalmente Pielroja sin filtro) y, mientras se iba consumiendo tinto y cigarrillo, competían para ver cuál echara más humo. Aprovechando que la casa quedaba al borde el camino, a don Benja le habilitaron un espacio para vender cigarrillos, gaseosas y unos pocos granos. Fundamentalmente, se le habilitó para que mi abuelo tuviera algo en que entretenerse. Para ello recostaba un taburete a la entrada de la tienda y se ponía a dormitar y/o a saludar a todo el transeúnte que por allí pasara. Una tarde, a eso de las cuatro, yo lo estaba acompañando sentado en el piso de la tienda, cuando se apareció un señor de unos cuarenta años, con una talega a la espalda, sudado y cansado; aunque pasaba de largo, mi abuelo alcanzó a saludarle y preguntarle de dónde venía, recibiendo por respuesta “de allí de Pensilvania”, cosa que me causó y me sigue causando gracias, pues sabía que llevaba cuatro horas o más, caminando.
Recuerdo gratamente el semblante de don Benja: De mediana estatura, pelo muy cano, contextura delgada; parco al hablar y lleno de paz.
De mi mamá Susana Mejía, tengo un vago recuerdo: Rechoncha, bajita, trigueña, fumadora y bordadora. No más. Sin embargo, la recuerdo con gratitud y admiración.
Mencionemos a los hijos de Benjamín Henao y Susana Mejía, no necesariamente en el orden cronológico, ya todos fallecidos al momento de escribir estas notas:
El mayor de sus retoños, Susana. Casada con Santiago Botero, ebanista. Susana fue desahuciada por los médicos por problemas cardíacos; no le daban más de 30 años de vida. Fue una asidua tomadora de tinto (café amargo y bien oscuro), fumadora, costurera de croché y jugadora de parqués. Murió alrededor de los ochenta años. A Santiago Botero lo conocí muy poco, porque, por una parte, él no salía prácticamente de Pensilvania y murió aun estando yo muy niño. En mi adolescencia, compartí con esta familia unos tres años, donde viví sus penurias económicas, sus esfuerzos y sus ansias de salir adelante; sus tertulias, su positivismo, su alegría. Añoro todos los alimentos que allí compartí: frijoles, mazamorra, zancocho, chocolate con arepa, etc… Recuerdo con mucha gratitud a Fernando, su vida scout, su dedicación al estudio, su anhelo por ir al seminario. También tengo en mi recuerdo, en mi corazón, a Josefina, a Gabrielita, a Rosa Inés, a Susanita, a Santiago hijo, a Gerardo. Mención aparte para Silvio, con quien compartí, además de mi vida con ellos en Pensilvania, muchos momentos en Medellín. Le encantaba mucho jugar billar y me pedía que lo acompañara; así lo hice innumerables veces, mientras manteníamos una fluida conversación de infinidad de temas, y hasta de fábulas y sueños. Paz en su tumba.
Otro hermano de mi padre fue Benjamín hijo. Se casó ya muy maduro, pronto se fue a vivir a Armenia, Quindío, tuvo hijo e hija. Sus últimos días los pasó en Medellín, hospitalizado, víctima del terremoto, hasta su muerte.
La segunda de las hermanas de mi papá se llamaba Gabriela. Una linda mujer, que seguramente fue preciosa cundo joven. Lástima que a corta edad, por una bañada acalorada con agua estancada, quedó sorda en un ciento por ciento y, a la vez, muda en un noventa y nueve y pico por ciento. Bordaba y hacía croché magníficamente; con todo y limitaciones, estaba atenta a todos y a toda conversación. Grato, muy grato recuerdo de ella tengo. Aprendí de ella aceptación y paciencia, alegría y laboriosidad, respeto y honestidad.
3. Hermanos de mi padre: Juan Bautista
Juan Bautista, hermano e inmediatamente mayor que mi padre. Era dueño de toda, o gran parte, de la finca que mi papá trabajaba en el Alto del Anime. Casado con Aura Salazar Jaramillo, hermana de mi mamá. Mientras que la familia de Juan y Aura vivían en la cabecera municipal, nosotros, la familia de Roberto y Sofía vivíamos así, los estudiantes en Pensilvania y los niños en la finca. Sin embargo, casi siempre, las vacaciones de estudio de ambas familias las disfrutábamos en la finca. Se podría decir que, al menos durante las vacaciones, era una sola familia Henao Salazar Mejía Jaramillo. Juan, Aura y su familia se vinieron a vivir a Medellín (propiamente a Niquia-Bello) poco después de nosotros. Íbamos donde ellos con frecuencia. Vivían allí cuando Juan falleció ‘de repente’, frustrando un viaje que tenía planeado con mi papá a donde Susana, en Filadelfia, Caldas.
Hijos de Juan y Aura, o lo que es lo mismo, hermanos nuestros de corazón, por tener la misma seguidilla de apellidos y por compartir tantos y tantos momentos juntos, de alegrías, de luchas, de dificultades, de sinsabores, de esfuerzos, de satisfacciones:
Juan Bautista hijo. Un poco mayor que mi persona, pero compartimos mucho, sobre todo en la finca, durante las vacaciones de estudio. Juntos jugábamos, hacíamos mandados, peleábamos. También, durante mi estancia en Pensilvania durante los tres primeros años de mi bachillerato, compartimos muchas vivencias, muchos ratos, de estudio, de juego, de paseo por sus calles, de fútbol en alguna manga vecina o en la misma calle. También en Medellín, cuando ya vivíamos ambas familias allí, fueron muchos los momentos que compartíamos, a pesar de la distancia existente entre el Barrio Colón, donde nosotros vivíamos, y las Brisas, limites con Bello, donde ya vivían Juan, Aura y sus hijos. Se nos fue temprano Juan Bautista hijo, luego de soportar con altura ese penoso cáncer en el cerebro. Gratitud permanente para él y para la linda familia que formó con Cecilia.
Laura. Me quito el sombrero ante esta mujer tan valiente, emprendedora, tenaz, fuerte de carácter y grande de corazón. Desde siempre llevando las riendas de su hogar al lado, y muchas veces, a pesar de su marido Reinaldo. Es admirable el grupo familiar y empresarial que tiene a su alrededor con los miembros de su familia, en Cali. Mi admiración.
Marta. La recuerdo como gocetas y llena de positivismo. Sé que su esposo se llama Roberto Botero y que tiene varios hijos y nietos. Perdónenme por mi desconocimiento, al respecto. Guardo en mi memoria un paseo de un día para otro que hicimos a una finca que poseía a unas dos horas, a caballo, desde Pensilvania. La pasamos bien, fuimos muy bien atendidos.
Elvira. Muchos recuerdos con esta prima. Su alegría a flor de piel. Su deseo de servir, de ayudar a los demás, sobre todo a nosotros, sus primos y tíos. No se me olvida toda la oportunidad que nos dio, a los hijos de Roberto y Sofía, de ganarnos unos pesos limpiando unas rebabas de caucho de los productos que hacían donde ella trabajaba. Cuando informó que se haría monja, no lo creíamos inicialmente; hoy nos congratulamos y alegramos por su vocación y su entrega al servicio del Señor. Y sigue siendo gocetas; no se me olvida su compartir durante la celebración de los noventa años de nuestra tía Carlina Salazar Jaramillo, hermana de Sofía y de Aura y de otras más.
Gilma. Mujer recia de carácter, segura de sí misma. Tampoco pensaba que se haría monja; pero, cuando lo hizo, nunca dudé de que lo haría muy bien. Es toda una profesional en su campo, en su misión. Irradia seguridad.
Conrado. Compartimos mucho. Vivió con mi familia algunos años mientras estudiaba y, tal vez, al empezar su trabajo. Con cuánto gusto ejerció la topografía. Cuántos sinsabores que vivió por la negligencia y malos manejos en el INCORA, donde ejercía su función de topógrafo. Con cuanta abnegación realizaba su trabajo. Cuanto amor le dio a su esposa Ofelia y a sus hijos. También se nos adelantó muy pronto. Paz en su tumba, recuerdo inmenso y gratitud permanente.
Gerardo. Con este primo he compartido mucho menos. Sé que le está yendo muy bien trabajando en el Huila, en el sector de la construcción. Muy poquísimas veces nos vemos, pero cuando se da el encuentro me alegro y siento que él también se alegra. Esta nuestra hermandad en la sangre no se puede ocultar.
Fernando. Igual que con Gerardo, pocas veces nos vemos, pero cuando se da, lo disfrutamos. Últimamente estamos compartiendo información positiva a través del Whatsapp. Gracias Fernando por siempre estar ahí.
Eduardo. El negro. Tampoco tuve mucho contacto con este primo, pero igual, cada vez que nos veíamos nos alegrábamos y no podíamos más que empezar con un fuerte abrazo, abrazo que se repetía al despedirnos. Paz en su tumba, recuerdo inmenso y gratitud permanente.
4. Alfonso, también hermano de mi padre
Alfonso. Biológicamente no era hermano de mi padre. Pero se crio con la familia de Benjamín y Susana, al punto que, para todos nosotros, era nuestro tío y un tío muy apreciado por todos. Casado con Carlina, sí, la hermana de mi mamá. Fue tío más cercano y servicial que Benjamín, por ejemplo. Siempre preocupado por servir a su familia, no solo la que conformó con Carlina, sino con todos los integrantes de los clanes Henao Salazar y Salazar Henao. Personalmente tengo que agradecer a este grupo familiar la acogida que me dieron cuando estudié mis primeros tres años de bachillerato en Pensilvania. Sería completamente desagradecido y sumamente desobligante si paso por alto aquí la acogida que también tuve donde Juan y Aura, así como donde Susana (ya Santiago había fallecido), en algunos pasajes de estos tres años.
Recuerdos de anécdotas y vivencias de mi tío Alfonso y también de mi estadía en su casa durante mis años de estudio, son muchas y todas muy alegres y/o gratas, aunque fueran duras.
Alfonso fue una persona muy reconocida y querida por todo el pueblo de Pensilvania. La primera actividad que le conocí fue la de zapatero. Pero sería mejor decir la de contertulio. Sí, su zapatería era el lugar de encuentro de muchos para hablar de todo el devenir del país: político, económico, social. Tenía muy buen nivel cultural, buen trato, buena conversación. Era muy elegante, al punto de que, aún ejerciendo las labores de zapatería, siempre usaba corbata. Alfonso tenía un hermano medio, creo que por la rama de su mamá, Carlos Botero, también muy oportuno en sus apuntes. Cierto día, estando ambos, Alfonso y Carlos, en la zapatería, junto con otros contertulios, llegó y se le acercó a Alfonso un señor de nombre Salvador Murillo, con la siguiente expresión: “Hay Alfonsito, usted tan culto y tan elegante y con la corbata torcida, permítame se la arreglo”. Carlos, ni corto ni perezoso, encontró la situación propicia y le expresó: “Con permiso don Salvador, yo le pago el favor que le hizo a Alfonso”, y le subió la cremallera del pantalón.
Alfonso era tan querido y reconocido en el pueblo que varias veces le propusieron manejar la cárcel de Manzanares. Él se negó otras tantas, hasta que dio su brazo a torcer y la aceptó. Duró allí algunos meses y fue trasladado (promovido, tal vez) a la cárcel de el municipio tolimense de El Fresno. Allí estuvo varios años. Creo que así logró adquirir la jubilación, muy seguramente por un régimen especial debido a lo riesgoso del oficio.
Cuando se jubiló, terminó su vida activa trabajando la madera en un taller que montó en los bajos de su casa en Pensilvania, de donde nunca se ausentó su familia mientras él trabajó en el Fresno y Manzanares. También madrugaba a moler el maíz y asar las arepas, hasta que le dijeron que no, pues a la hora del desayuno ya estaban frías.
A los hijos de Alfonso y Carlina los quiero tanto como a mis hermanos. Alfonso, Soledad, Carlina hija, Rosita, Marco Antonio, Humberto y Lucila. Compartí con ellos estudio, juegos, descanso en el hogar, peleas. Ya, a la fecha, la tía Carlina está en el cielo, lo mismo que Soledad, Marco Antonio y Humberto. La muerte le llegó a Carlina en Manizales, donde vivió los últimos años, en compañía de Rosita y Carlina hija y cerca de Lucila. Alfonso vive en Bogotá y conforma una linda familia con Emilita Vélez; ya son suegros y abuelos. Carlina hija está casada con Antonio Botero, señor, muy conocido en su pueblo Samaná (también municipio de Caldas y limítrofe con Pensilvania), Lucila también tiene un bonito hogar con Rafael Urrea.
La llegada de Soledad y Manuel Antonio al cielo, no dudo que así haya sido, ocurrió en un hecho sumamente luctuoso para todo el municipio, el departamento y el país: la muerte de 17 personas en un accidente de un bus escalera, cerca de Manzanares, cuando regresaban de un paseo al Fresno, donde se había realizado un partido de fútbol, entre seleccionados de los dos municipios. En ese mismo accidente murieron profesores del Colegio Nacional del Oriente de Caldas y algunos compañeros de estudio, incluido Ovidio Salazar, un primo, hijo de Tulio Salazar y Delia Jaramillo. Mi familia ya vivía en Medellín y, desde allí, nos trasladamos varios a acompañar y solidarizarnos con el dolor de la familia y de todo este pueblo. En una sola ceremonia se dio cristiana sepultura a los diecisiete fallecidos, sintiéndose el dolor desgarrador de toda la ciudadanía que se unió y los acompañó hasta el propio cementerio. Paz en su tumba. Humberto falleció, años más tarde, asesinado por las FARC. Por su oficio como personero le correspondía acompañar a las autoridades en algunos procesos, por tanto, fue sentenciado a muerte por la guerrilla.
5. Susana, Gabriela, Benjamín, Matilde e Inés. Amalia y Efigenia
Más hermanos de mi padre.
Reiteradamente, me cuenta mi tío materno, Luis Carlos Salazar Jaramillo, que la más linda de las hermanas de mi papá era Laura, y que fue una lástima que haya muerto tan joven.
Susana Henao Mejía
A mi tía Susana, la recuerdo mucho pegada de una costura ¿de crochet?, o al frente de un tablero de parqués, con un tinto y fumando cigarrillo Pielroja u otros de menor calidad. Fue esposa de Santiago Botero, un carpintero y constructor de casas de madera, muy conocido en el pueblo, quien murió mucho antes que ella. Si mal no estoy, Susana vivió más de setenta años, a pesar de haber sido desahuciada por los médicos porque estaba enferma del corazón y que no viviría ni treinta años. Hacía muy bueno de comer, sobre todo frijoles (incluso con coles), sancocho y mazamorra pilada.
Cuando viví donde Susana, en Pensilvania, ya Santiago, su esposo, había muerto. Fue una vida con muchas limitaciones económicas, pero nunca se quejaban por ello, sino que buscaban sobreponerse a las dificultades y siempre ponían buena cara. Se compartía, se hacían chistes, se gozaba. Recuerdo con agrado que Fernando estaba realizando el último año de bachillerato, con muy buenas notas y que ya se perfilaba para ir al seminario. Tanto él como Silvio, y creo que también Santiago hijo, pertenecían a la Tropa Scout. Con Gerardo, Santiago y José Jesús poco fue mi compartir, no porque hubiese alguna animadversión entre nosotros, quizás porque cada uno estaba absorto con los compañeros de la misma edad, y en los estudios y en las labores de la casa. La relación y trato con las hijas de Susana, tampoco fue muy intensa, cada una en su rol de estudio (Rosa Inés y Susana hija); creo que Josefina ya trabajaba de maestra y Gabrielita, por sus limitaciones, acompañaba a Susana en las labores hogareñas.
Fernando sí estuvo en el seminario, pero duró poco (menos de dos años), volvió a Pensilvania; creo que ejerció la docencia en Filadelfia, Caldas, y luego se fue a vivir a Manizales y allí se casó. Una vez ha visitado a mi familia, pero no logré verme con él, cosa que lamenté sinceramente. Con Silvio tuve una amistad más prolongada, que se extendió hasta sus últimos días viviendo en Medellín. Con él compartí muchos tintos y algunas cervezas mientras lo acompañaba a jugar billar. Digo ‘acompañaba’ porque él lo hacía bien, y yo nunca pude ligar una serie de más de tres carambolas, ni con Silvio, ni con ninguna otra persona.
Creo que Susana falleció en Palmira, cuando la familia se trasladó a vivir allí. En esa ciudad se amañaron, Josefina se casó y tuvo una linda y estudiosa niña. Susana se dedicó a la docencia, incluso en el área rural del Municipio y Rosa Inés dedicada a las labores de la casa, en compañía de Gabrielita.
Hace más de cuatro décadas los estuve visitando en Palmira, por unos pocos días, y fui muy bien recibido. Ellos han venido a Medellín (y/o a Bello, Sabaneta y Girardota). Incluso Santiago vivió una temporada en casa de mis padres, pero no logró estabilidad y se regresó a Palmira. José Jesús, trabaja con el Himat, vive en Bello, con su esposa e hijos. Muy esporádicamente visitaba a mis hermanas, mientras vivieron ellas en Bello; creo que fueron más las veces, que tampoco fueron muchas, que mis hermanas, incluso yo con mi esposa, lo visitamos en su casa.
Entiendo que mis hermanas tienen contacto telefónico, con una mediana frecuencia, con Rosa Inés; un poco menos con Josefina y mucho más escasa con Susana, hija. Rosa Inés ha sido la que más ha visitado a mis hermanas (Berta, Sofía y Matilde), un poco menos Josefina (¿unas tres veces?) y Susana, creo que una sola vez. Sin embargo, los recuerdo con gratitud y, cada vez que nos vemos o nos hablamos, nos llenamos de gozo mutuamente.
Benjamín
Con este hermano de mi papá la relación fue lejana, en mucha parte por su manera de ser: inseguro, retraído, apocado. Se casó con una pensilvense y se fue a vivir a Armenia. Tuvieron dos hijos. Sé que ambos estudiaron. Que ella era una niña muy bella y esforzada por progresar y ayudar a la mamá y a su hermano. Con esta familia me queda un gran interrogante, porque a Benjamín, lo trajeron para Medellín entre las víctimas del terremoto de Armenia y murió en el Hospital San Vicente de Paul, después de varias semanas internado. Nosotros, pero sobre todo mis hermanas, lo visitamos y acompañamos varias veces. Paz en su tumba.
Gabriela
Esta tía fue todo un personaje. Seguramente cuando niña fue muy bella, pero muy temprano, a corta edad, le vino una desgracia. Se bañó con una agua muy helada y contenida de muchos días, por lo que perdió el 99 y pico por ciento del habla y 100 % el oído. Sin embargo, siempre se hacía entender y participaba de la vida familiar con mucha naturalidad. Hacía magníficos bordados, remendaba maravillosamente la ropa de paño, hacía crochet espectacularmente. Si no estoy muy mal, vivió un buen tiempo con Susana y, sus últimos años, bastantes, donde Inés, convirtiéndose en una segunda madre de los hijos de esta y, también, de los hijos de Matilde.
Matilde
Primera esposa de mi tío materno, Arturo, hermano de mi mamá. Tengo un recuerdo lejano, vago, de ella como una mujer de bonito rostro, tal vez algo crespa, blanca. Vivían en una casa contigua a mi abuela materna Susana Jaramillo, en la loma que daba a la Plazuela, tan pendiente que, el techo de la casa de Arturo y de Matilde apenas alcanzaba a la altura del solar de mi abuela. Tuvieron a Guillermo, Olga, Socorro, Teresa y Arturo, hijo. Ella murió, dejando a sus hijos muy pequeños. Inés se apersonó de su cuidado.
Guillermo terminó sus estudios de bachillerato y se vino para Medellín, viviendo en nuestra casa en Medellín, sí, la de Roberto y Sofía. Con mis hermanos mayores, tuvo las cuitas propias de hermanos adolescentes, incluso desavenencias. Mi mayor contacto con él se dio en dos ambientes complementarios. Por un lado, coincidimos asistiendo a la Escuela Bíblica Católica Yeshua, donde él empezó primero, y en la Parroquia de María Madre del Redentor, del Barrio Santa Mónica, donde él ejerce como Diácono permanente y anima el grupo de Proclamadores de la Palabra, al cual fui invitado por Guillermo y acepté con agrado. En ambas instancias recibí mucho apoyo de él y le he aprendido mucho.
Olga, tiene con su esposo Horacio, una empresa de confección de ropa para bebé, de una calidad excelente. Y tienen una maravillosa médica cirujana, con especialización en medicina Vascular, con una calidad humana inigualable, Eugenia López Salazar..Socorro y Teresa, incansables trabajadoras. Le prestan servicio de confección a su hermana Olga. Arturo, ya está jubilado de Bancolombia. Vive con Teresa.
Inés
La segunda esposa de Arturo. Contaba que cuando Matilde murió, ella se dedicó a cuidar los huérfanos y se encariñó mucho con ellos. Tenía planeado matrimonio con un novio de varios años. Pero, cuando Arturo le propuso matrimonio no lo pensó dos veces, por el amor que le había cogido a esos niños. Obviamente, le tocó soportar el desengaño y la protesta del novio abandonado y ya con preparativos de boda. Hijos de Arturo e Inés: Alonso, Matilde y Gustavo. No importa que sea apenas lógico, los hijos de Arturo con los hijos de Roberto-Sofía y Juan-Aura, tenemos los mismos apellidos, pero trocados de par en par: Henao Salazar y Salazar Henao; Mejía Jaramillo y Jaramillo Mejía. Entonces, también existe, una consanguinidad muy alta. Inés fue una mujer abnegada y comprometida con estos niños, y con los que tuvo con Arturo: Alonso, Gustavo y Matilde. Los tres han sido muy trabajadores. Gustavo tiene más vuelo de empresario, ha tenido confecciones y actualmente posee unas carnicerías, Alonso últimamente trabaja con él. Matilde también ha sido muy emprendedora, pero no ha contado con tanta suerte. Ahora está maquilándole a Olga. Fue el ángel de la guarda de Inés, incondicional para todo lo que su madre necesitara, y la acompañó hasta su último suspiro. Sí, todos se preocuparon por Inés y ayudaron de una u otra forma, pero Matilde se comportó con su mamá maravillosa y amorosamente.
Amalia
Aunque era mi madrina de bautizo, la conocí personalmente cuando yo estaba casado. Sí, ella vivió casi toda su vida en Salamina, Caldas. Allí tuvo y levantó a sus hijos, con su esposo Gilberto Cardona. Al primero que conocí del clan Cardona- Henao fue a Nelsón, quien estudió una temporada en Pensilvania, por la misma época que yo realicé los primeros tres años de bachillerato. Actualmente, somos vecinos del barrio Laureles, en le sector de la Iglesia de Santa Teresita. De cuando en cuando me encuentro con él y su esposa Olga Lucía. He visitado su apartamento dos veces. Hernando es otro hijo de Amalia y Gilberto, estudió y ejerce la Contabilidad. De los otros hijos de Amalia, poco puedo hablar, por falta de contacto, esa tarea se las dejo a mis hermanas, sobre todo a Bertha.
Efigenia
Solo quiero decir de ella, que creo está ya muerta, que se alejó de todos sus familiares, paz en su tumba. Siempre la incluyo en mis oraciones. Desapareció en Neiva.
6. Familia Salazar Jaramillo, primera parte
Recuento de la familia Salazar Jaramillo, sí, el tronco familiar de Sofía, mi mamá. No conocí a mi abuelo materno, Pedro Salazar. Creo, incluso, que murió antes de yo nacer. Tampoco conozco la causa de su deceso, pero sí sé que fue relativamente temprano, al punto de dejar Viuda a mi abuela Susana Jaramillo, con ocho hijos, unos apenas adolescentes y otros niños. (Luis) Carlos, el menor de los hombres, apenas tenía unos tres meses.
Cuentan que vivieron varios años con muchas dificultades económicas. Carlos, aún muy niño, no había alcanzado los diez años, cuando le tocó ponerse al frente de la familia para proveer lo necesario. Ya Arturo, el mayor estaba casado y/o comprometido, y no tenía cómo responder por la casa materna.
Hay una anécdota que, vista después de que ocurrió, resulta muy simpática, pero que refleja la circunstancia que vivió el clan Salazar Jaramillo. Carlos salió un sábado temprano a la plaza de mercado a proveer lo que le alcanzara con un “Lleritas”, un billete pequeño, que representaba 50 centavos. Después de haber elegido algunos artículos, fue a buscar en sus bolsillos el tal billetico y no lo encontró, a pesar de haber esculcado por todos sus bolsillos, no lo encontró y le tocó devolverse para la casa, triste, acongojado y apenado con la mamá y sus hermanas. Parece ser que, luego de serenarse, en las horas de la tarde, lo encontró y corrió a la plaza antes de que la cerraran. Al fin logró comprar mercado para la semana.
Hablemos algo de cada hermano y hermana de mi mamá.
Julia
La hermana mayor. Se casó con Francisco Aristizabal y vivieron la mayor parte de su vida en una vereda cercana a la cabecera municipal, llamada El Congal. Allí poseían una buena extensión de tierra con ganado vacuno; por lo tanto, se proveían de leche y queso. También tenían una tienda de abarrotes, billar y carnicería. Yo hice los tres primeros años de la primaria viviendo con ellos. Me trataron y me sentí como un hijo más de Pacho y Julia. La mayoría de sus hijos aún viven, a excepción de Fabiola y Mario: Margoth, Raúl, Elí, Hernando, Dolly, Alba, Socorro, Augusto y Francisco (Pachito). Cuando estuve viviendo con ellos, en El Congal, compartí con Mario, quien era la mano de derecha de Pacho en el negocio. Incluso en los primeros meses dormí con él y, recuerdo que, al menos una vez me caí literalmente de la cama, rebotando cual pelota para estar otra vez debajo de las cobijas. El Congal era tanto o más frío que la cabecera municipal, que para ese entonces no llegaba a los 17 grados centígrados. Julia murió en Pensilvania, en santa paz, luego de haber quedado reducida a su casa y luego, solo, a su cama. Estuvo lúcida hasta poco antes de morir. La última vez que la visité, después de unos tres años, inmediatamente me vio me saludo por mi nombre. Me contaron que así era con todo mundo, que mantenía una memoria prodigiosa, sobre todo para los nombres.
Margoth ya se había casado con Gerardo Quintero, funcionario de la Caja Agraria en Pensilvania. Desde antes de mi familia venirse a vivir en Medellín, ellos ya se habían radicado allí, porque a Gerardo lo trasladaron para la Capital de la Montaña. En los primeros años de estadía en Medellín, fue el hogar más visitado por parte de nosotros, sobre todo mi mamá y las muchachas. Aún hoy, tenemos una muy buena relación con esta familia, aunque los afanes de la vida y las otras relaciones sociales hayan espaciado nuestro contacto. Gerardo murió hace como una década, a la fecha de este escrito, dejando una muy buena camada de hijos y unos pocos nietos. Espero no omitir ninguno de los nombres de sus hijos, pero, sí, no me atrevo a mencionar ninguno de los nietos, para no equivocarme ni pecar por omisión: Adalberto, quien vivió en Albania varios años y está radicado en Bogotá, con su familia, creo que ya es abuelo; enviudó hace unos pocos años; una de sus hijas, desde pequeña era una excelente pintora, sobre todo de rostros. Alba Lucía vive hace muchos años en Cartagena, donde con su esposo, además de una linda familia, tienen una ferretería que les ha permitido tener una vida próspera pero sin excesos. Dora, toda una artista plástica, además de bella, ha sido la que más ha acompañado a Margoth. Rosalba, ¿la niña?; tengo la idea que, en su juventud, era el vivo retrato de su madre adolescente.
Fabiola ya se había casado con Edilberto Salazar, pero algún tiempo vivió en su casa paterna, al igual que yo lo hacía. Recuerdo mucho a su Metodio, que en paz descanse, cuando sufría de eccema en la cara. Varios años después se curó de esta enfermedad y, pronto, le detectaron una insuficiencia renal que lo acompañó el resto de su vida, y que lo llevó a la tumba, pocos años antes de morir su mamá, Fabiola. También recuerdo a Darío, quien varios años después se fue a vivir a Rusia y allí estableció una familia con una dama de dicho país y tiene una empresa de importación de flores, desde Ecuador y Colombia. El resto de los hijos, exactamente hijas, de Fabiola y Edilberto nacieron después de que yo terminara el tercero de primaria, y ellos seguían establecidos en la cabecera municipal. Sé que mis hermanas tienen muy buena relación con ellas y que algunas veces me las he encontrado, en alguna de las escasa visitas a mi pueblo, recibiendo muy buena atención por parte de ellas.
Mario. Por muchos años fue el fiel compañero de sus padres, sobre todo de Pacho, en el manejo de la finca, la carnicería y la tienda. Varios años después de que terminé mi tercero de primaria y, creo, cuando ya esta familia se había radicado en Pensilvania, se casó y tuvo varios hijos. Tengo muy buenos recuerdos de él y su sonrisa. Hace varios años partió para la casa del Padre; paz en su tumba y fortaleza a todos los suyos.
Raúl. El hombre de varias vidas, como el gato. Cuando yo viví en El Congal Raúl estudiaba en Pensilvania, de manera que en esos tres años fue muy poco el contacto que tuve con él, máxime que, cuando terminaba mi año lectivo, me iba inmediatamente para donde mis padres, en el Alto del Anime, cerca al corregimiento de la Arboleda. Sí tengo varias anécdotas de Raúl, ya más adulto. Fue novio de mi prima, prima también de él, Soledad, hija de Alfonso y Carlina. Raúl tuvo, que yo recuerde, tres accidentes graves, al punto de que en todos ellos hubo muertos, obviamente no fue él uno de ellos. El primero lo sufrió por las carreteras del Espinal (Tolima), viajando en una Vans, recién llegadas al país, se volcaron muriendo varias personas; Raúl solo sufrió unas heridas superficiales en el rostro y se le dislocó una mano. Un segundo accidente lo tuvo viniendo de Andes a Medellín, cuando el bus escalera se volcó y quedó con vuelta de campana sobre el río San Juan; me parece verlo llegar a mi casa con su ropa hecha hilachas y mugrosa a más no poder; contó que quedaron dentro del río y que con esfuerzo se pudo salir del bus y de las aguas; afortunadamente no es un río muy caudaloso; en este accidente creo murieron dos o tres personas. El último, y más grave accidente lo tuvo regresando de el Fresno (Tolima) a Pensilvania, luego de acompañar a un equipo de fútbol de mi pueblo que enfrentó a otro de este municipio, venían en un bus escalera no menos de treinta personas, se salió de la carretera y rodó por una pendiente unos veinte o treinta metros, dando vueltas de campana; Raúl iba con Soledad, su novia, en la segunda banca y esta falleció mientras que él solo sufrió un rasguño en la cara. Obviamente que el mayor dolor de él fue la pérdida de su novia, de un cuñado, Manuel Antonio, del primo Ovidio Salazar; de los diecisiete muertos. Dolor que sintió toda la ciudadanía, incluso las colonias pensilvaneñas de todas partes. Hoy, Raúl, tiene una muy linda familia con Bernarda, y disfrutan gratamente de nietos.
Elí. El solterón de Julia. Lo recuerdo ya de adulto. Vivió algún corto tiempo con nosotros en Medellín, y/o venía con frecuencia a mi casa, cuando laboraba en Postobón en algunos de los municipios cercanos. Ya hace varios años, ¿más de diez?, se ancló en la cabecera de nuestro municipio a disfrutar de su jubilación y a acompañar los últimos días de su madre, Julia. Aparte de los achaques propios de los años, creo que disfruta de buena salud.
Hernando. El menor de los hijos de Francisco y Julia. Cuando yo fui a estudiar al Congal, él prontamente salió para el seminario, no coincidiendo mi estadía con los pocos regresos suyos a vacaciones. Incluso, creo que no me he visto con él más de dos veces. Sé que tiene una muy linda familia y que tiene una próspera empresa.
Dolly. La compañera inseparable de Francisco y Julia. Abnegada, servicial, atenta. La vemos con alguna frecuencia en Medellín, porque su hermana Alba la trae para chequeos médicos. Alojándose donde Margoth y, a la vez, visitar sus familiares del tronco Salazar Jaramillo.
Alba. Es el vínculo más estrecho que se tiene entre las familias de Roberto y Sofía con la de Pacho y Julia. Sin dejar de reconocer que igual intensidad mantiene con las demás familias del clan Salazar Jaramillo. Alba, como nutricionista que es y muy competente, trabajó en Bienestar Familiar de Rionegro, y luego en Medellín. Desde ambas partes compartía con frecuencia con nosotros, hasta que alcanzó su jubilación y se asentó a vivir en Pensilvania. Le tocaron los últimos meses (¿casi dos años?) para estar con su madre Julia, junto a Dolly, Elí, Raúl y toda la descendencia y ascendencia que vivía en mi pueblo.
Socorro. La menor de las hijas de Julia. Vivió varios años con nosotros en Medellín. Hace más de dos décadas se radicó en Bogotá, cerca de Augusto, Kiko, Hernando, y demás familiares.
Augusto y Francisco (Pachito). Mis tres años de estudio los compartí intensamente con ambos. Fueron muchos los mandados que hice con uno u otro estando en El Congal. Encerrar los terneros al caer la tarde, traer las vacas en la mañana para el ordeño, traerles pasto, … Recoger Lengua de Buey para que Francisco, padre, se bañara sus pies. Cómo olvidar las ‘carreteras’ y carros de lata de sardina que hacíamos en el patio para entretenernos. Las vueltas a Colombia con tapas de gaseosa cubiertas con parafina. Las canicas… . Los paseos programados por la escuela. Desde que terminaron el bachillerato, Augusto y Pacho, se radicaron en Bogotá para hacer los estudios superiores y ejercerlos con lujo de detalles. Ambos tienen una muy linda familia y, creo, Augusto ya es abuelo.
7. Familia Salazar Jaramillo, segunda parte
Carlina
Casada con Alfonso Henao, sí, pariente de mi papá, casi hermano. Al igual que Julia, Bernarda, Aura y mi mamá, Carlina era una mujer de hogar, hogareña; ese era su rol, atender todo lo de la casa para bienestar de toda la familia, incluyendo los familiares y amigos que llegaran de paso o por una temporada, como fue el caso mío, que estuve en esta casa casi un año de los tres que estudié en el Colegio Nacional del Oriente (de Caldas). Alfonso y Carlina, ya fallecidos ambos, tuvieron los siguientes hijos: Soledad(†), Rosita, Carlina, Alfonso, Marco Antonio(†), Humberto(†) y Lucila. Compartí con esta linda familia muchos meses durante mis tres primeros años de Bachillerato que realicé en Pensilvania. Con todos y cada uno compartí, aunque en menor cuantía de tiempo, con Alfonso padre, puesto que fue trasladado a trabajar en la Cárcel de Manzanares. Recuerdo a Carlina mamá como aquella mujer abnegada, trabajadora, serena, atenta al devenir de todo el hogar (aseo, alimentación, vestido, tareas de los pequeños, …, atención y acogida a tanto visitante que llegara a su casa). Recuerdo la responsabilidad de Soledad y Carlina hija con sus obligaciones de estudiantes (prontas a realizar sus tareas, los trabajos asignados y el estudio de las lecciones del día siguiente), sin dejar de ayudar a su mamá en funciones de la casa. Alfonso también era buen estudiante y obtenía buenas notas, pero encontraba, conmigo, distracción jugando fútbol o bandera, o escondidijo en la calle o en potreros cercanos.
A Rosita la recuerdo más acompañando a su mamá que estudiando, porque, desde siempre, sufrió mucho de los pies; aún hoy, tiene que tener un máximo cuidado con ellos y estar en frecuente revisión y tratamiento médico. A todos les tengo un gran aprecio, incluso a los que ya se nos adelantaron en el camino al Cielo. Recuerdo gratamente algunas tertulias que hacíamos todos alrededor del fogón, con una taza de chocolate o café, cuando compartíamos temas varios, que nos enriquecían. Hay una anécdota de Carlina mamá con su sobrino Alcides, hijo de Bernarda y Pedro Nolásco García, que contaré más adelante. Carlina, Alfonso y sus hijos vivieron la mayor parte de sus vidas, en la casa donde vivió y murió mi abuela Susana Jaramillo. Carlina hija y Alfonso hijo realizaron sus estudios universitarios en Bogotá, Carlina se graduó en derecho y Alfonso ¿administración? Carlina ejerció la mayor parte de su carrera como Notaria del vecino municipio de Samaná, Caldas. Ya Alfonso papá jubilado, vendieron la casa de casi toda la vida, que quedaba a dos largas y pendientes cuadras de la plaza principal y compraron una muy cerca de esta; estando allí, murió Alfonso papá. Lucila se casó y está viviendo en Manizalez, y allí recaló Carlina con su madre y con Antonio, su esposo y su hijo Nicolás. Carlina mamá murió hace unos dos años.
Aura
Casada con Juan Bautista, hermano de mi papá y un poco mayor que él. Sus hijos y los de Roberto y Sofía, es decir, nosotros, tenemos la misma sucesión de apellidos. Por este motivo, se procuró tener cuidado al bautizar sus hijos para no repetir nombre. No es el caso mío, porque Juan y Aura tuvieron un niño y le pusieron por nombre Libardo, y se les murió muy joven. Cuando yo nací, este fue el nombre que me pusieron.
Bernarda
Casada con Pedro Nolasco García. La menor de la casa, le gustaba la política, como a mi papá. Siguiendo la posición de Pedro Nolasco, los hijos mayores tuvieron una escolaridad mínima y solo los últimos, especialmente la mujeres, terminaron la secundaria. Fue una mujer admirable, que le tocó padecer los embates de las FARC durante la toma, encerrada durante tres días en un sótano.
Elvia
Soltera. Puñetera.
Nidia
Hija de Jesús María, hermano de Pedro, bisabuelo materno y de Antonia, hermana de Susana Jaramillo, es decir, prima doble de mi mamá. Como su madre murió durante el parto, mi mamá Susana la recibió como a una hija. Aunque no era hija de sangre de Pedro y Susana, se levantó en esta familia y se le ha considerado como la hija menor, tanto o más querida que los demás hijos. Ya es abuela.
Arturo
Sí, el esposo de Matilde, primero, y a la muerte de esta, de Inés. Fue arriero casi toda la vida y finquero en Puente Linda en sus últimos años. Durante un corto tiempo fue Inspector en Arboleda.
8. Familia Salazar Jaramillo, tercera parte
Carlos (Luis Carlos)
Supe de su nombre compuesto ya viejos los dos; sí, hace unos pocos años, cuando lo acompañaba a realizar algunos trámites financieros en Bancolombia. Fue mi padrino de bautismo, junto con la tía paterna Amalia. Ha tenido responsabilidad familiar desde muy pequeño, ¿desde los ocho, más o menos?
Fui consciente de él cuando tuve el accidente en El Anime y me alojaron en su casa de Arboleda por unos dos meses. En ese entonces era arriero de mulas, fundamentalmente entre la Arboleda y Pensilvania (cabecera municipal) o entre aquella y la cabecera municipal de Nariño (Antioquia). Lo conocí arriero de sus propias mulas y, poco después, dueño de una tienda de abarrotes que fue mejorando y llegó a ser una de las principales del pueblo. Con asiento en ella se convirtió en un importante comerciante de café, comprándole a los pequeños caficultores y vendiéndolo en volumen en Nariño o en Sonsón. Su casa era donde llegábamos los miembros de la familia de Roberto y Sofía, cuando uno u otro o varios íbamos a Arboleda, por un día o por varios. Siempre bien atendidos por Magnolia y los suyos.
Carlos ha sido el tío más cercano a nosotros; sí, contando los Henao Mejía y los Salazar Jaramillo. Y ha sido también un ejemplo a seguir por su laboriosidad, su tenacidad, su solícita disposición para servir a los demás, sin importar nada.
Alrededor de los ocho años de su vida le tocó asumir las riendas de la familia, sí, de sus hermanas y de su madre. Poco tiempo antes su papá, Pedro Salazar murió dejando viuda a Susana Jaramillo y huérfanos a: Arturo, Elvia, Aura, Sofía, Bernarda, Carlos, e incluso a Nidia, quien se levantó en el seno de esta familia. Arturo ya tenía obligación, lo que le hacía difícil ver por ellos.
Me cuenta que trabajó con mi papá en El Higuerón (finca donde nací) y en sus alrededores de este sector muy frío del departamento de Caldas, dentro de la jurisdicción del municipio de Pensilvania. Arriaba bueyes, quemaba madera para hacer carbón, etc.
Accidente del bus de escalera yendo de Sonsón a Nariño.
Muchas, muchísimas veces Carlos usó el transporte en bus de escalera; muchos fueron los recorridos que hizo en ellas desde el paraje Puente Linda hasta Nariño y/o hasta Sonsón; y, por supuesto, el recorrido de regreso. Para el momento de este accidente que narraré, del Corregimiento de Arboleda (donde vivía con su familia) hasta Puente Linda se desplazaba a lomo de mula o de caballo. Mucha gente lo tenía que hacer a pie. Recorrido que demoraba cerca de dos horas.
El caso fue que, un día partió en la segunda banca de un bus escalera, de Sonsón hacia Nariño y, apenas pasaron las partidas para el Municipio de Argelia, bajando por una pendiente empinada, el carro perdió los frenos y el conductor no encontró más solución que tirar el vehículo contra la barranca que tenía al lado derecho (por la izquierda era ir al precipicio). El carro dio vuelta de campana, dejando a prácticamente todos los pasajeros y el chofer debajo de él, y se incendió. Carlos quedó aprisionado en los pies y, sobre todo en el izquierdo estaba muy herido, quizás quebrado. Superando el dolor que tenía y que se incrementaba no dejó de hacer fuerza hasta zafarse y arrastrarse varios metros, temiendo que las llamas se incrementaran o estallara el motor.
Fue traído a Medellín, donde le hicieron los procedimientos adecuados y lo vendaron. En mi casa lo alojamos por más de cuatro meses en su convalecencia y tratamiento de las heridas de ambos pies, sobre todo el izquierdo. Magnolia, en varias ocasiones estuvo con nosotros atendiéndolo y acompañándolo; alguna familiar o amiga se quedaba cuidando sus hijos, aún pequeños. En la Clínica el Rosario, donde permaneció mucho tiempo, era necesario acompañarlo durante la noche. Una vez Silvio Botero se ofreció para acompañarlo, pero a Carlos le estaba yendo mal. Parte del trabajo de acompañamiento era sostenerle uno de los pies, enyesado hasta más arriba de la rodilla, en el cual había tenido tres fracturas. Mientras Silvio sostenía el pie, se desmayó y quedó colgado, dejando a Carlos tratando de llamar a las enfermeras para que lo libraran de semejante colaborador. A lo mejor Silvio no aguantó el olor que despedía la pierna.
Carlos quedó con dificultades en ambos pies. Tuvo heridas que le duraron muchos años para sanar. Aún hoy día, sufre sobremanera de una deficiencia significativa en su rodilla derecha, que le impide caminar de forma normal. Sin embargo, nada lo detiene. Este 31 de Diciembre de 2018 cumplió 95 años, con plena lucidez y capacidades, salvo lo de la rodilla. Lo celebró con prácticamente toda su familia en la Costa Atlántica, por los lados de Coveñas.
Con los rendimientos de la tienda de abarrotes y la compra y venta de café, pudo comprar algunas fincas y ganado vacuno. Hoy no posee nada de ello porque se desplazó con su familia a Medellín, a fin de darles educación a sus hijos. Inicialmente vivió en una casa alquilada en el Barrio Buenos Aires, cerca de la estación de Bomberos. Luego compró casa en el Barrio Simón Bolivar de una sola planta, la que posteriormente reformó, construyendo un segundo piso y medio, donde se trasladó a vivir, alquilando el primer piso. Posteriormente vendió este piso. Hace unos pocos años, por la obligación de evitar el uso de escalas, compró un apartamento (tanto o mejor que una buena casa) de primer piso en Laureles, cerca de donde yo vivo.
La familia de Carlos y Magnolia
Si hay que calificar con una sola expresión la familia de Carlos y Magnolia, es la sensibilidad social que tienen, quien más quien menos, pero en grado sumo, todos. Su hijo mayor, Carlos Augusto, ha entregado su vida al servicio y bienestar de las tribus indígenas del departamento, por qué no decirlo, del país.
Su hija mayor, Alba Lucía, entregó por muchos años su conocimiento de enfermera a gente humilde de los departamentos de Nariño y Cauca, a través de una ONG; hoy, como funcionaria de las Empresas Públicas de Medellín, procura mitigar a las familias más vulnerables, que se vean afectadas por el proyecto hidroeléctrico de Hidroituango.
Carlos tiene un hijo que lo emula con creces en lo comercial, Orlando, quien tiene unos prósperos negocios en Tierra Alta, departamento de Córdoba.
Su hijo, Jaime Alberto, fue un eficiente empleado del tío materno, Alirio Jaramillo, se independizó y fue próspero comprador y vendedor de tripa para embutidos, pero se sobredimensionó con la adquisición de una finca en Vegachí y le tocó terminar con negocio y con la finca. Hoy tiene una buena empresa de fabricación de bolsas plásticas.
Alonso Salazar Jaramillo. Sí, el que fue alcalde de Medellín en el período 2009 a 2011. Un excelente periodista, conocedor como el que más de la problemática de los barrios calientes de la ciudad. Con María Emma Mejía, creo el programa de televisión, Arriba mi Barrio. Es el autor de No nacimos pa’ semilla, La parábola de Pablo, y otros. Todo en él transpira un sentido social.
Teresa. Chelesita del Corazón de Jesús. Se casó con su primo Gilberto Gómez y tiene una familia echada para adelante, incluyendo a Julianita, quien a pesar de sus problemas de salud, es un ejemplo por su tenacidad y empuje.
María Elena. Casada con Alberto Cossio, tienen una excelente familia y montaron una fábrica de confecciones. Ella se preocupa por sus padres y sus hermanos.
Fany Estella. Labora hace varios años con Comfama, enamorada de dinamizar la recreación y el crecimiento a través de las familias; preocupada de cómo mejorar el estándar de vida de tantas personas adscritas a esta caja de compensación, que es líder en el departamento y en el país, y en la cual Estella juega un importante papel.
Dora. Recuerdo mucho la preocupación de Magnolia por que esta, su niña, se iba a quedar hablando como en secretos. Sí, hasta los tres años, solo hablaba por susurros. Pero luego de los tres se normalizó su hablar. Se casó muy joven y pronto se traslado a vivir, con su esposo, Jaime, a los Estados Unidos. Allí tienen un próspero negocio y ya sus tres hijos son profesionales.
Marta. La hija menor, es una enamorada del arte y en este medio se mueve. Terminó Comunicación Social y ha trabajado en este campo en varias empresas, entre ellas Corantioquia.
Gustavo. Dejé para lo último este miembro de la familia de Carlos y Magnolia, porque significó un momento de dolor para toda esta familia, para la mía y para tantos familiares de uno y otro tronco. Sí, Gustavo nos dejó muy, pero muy temprano, era apenas un niño, quizás un bebé, cuando murió al ingerir un poco de gasolina. En Arboleda no había los medios para contrarrestar el efecto letal de este producto y la lejanía de cualquiera de las cabeceras municipales, Nariño o Pensilvania, precipitaron su muerte.
9. Mi accidente en El Anime
Si mis cuentas no me fallan, era el año 1954, en las vacaciones de mitad de año. Finalizando Junio o principios de Julio. Yo aún no estudiaba, pero mis hermanos y primos mayores (los de Juan y Aura) sí estudiaban y disfrutaban con nosotros sus vacaciones.
Estábamos jugando y compartiendo en una manga arriba de nuestra casa, cerca de la Ramada de don Benito. Eran las primeras horas de la tarde. Tal vez las tres. Cuando Eva se encontró un pájaro muerto y amenazó con tirármelo; yo, tratando de esquivarlo, salté hacia un desecho (atajo que se va creando por la pisada de los humanos cuando tratan de acortar los caminos), con tan mala suerte que caí en un pequeño montículo de tierra que no aguantó el golpe y se desprendió, lo que me precipitó barranco abajo más de veinte metros. En algún momento de ese recorrido perdí el conocimiento, cayendo otro metro y medio o dos sobre una piedra (roca) incrustada en el camino de herradura. El golpe contra la piedra fue directamente en la cabeza, lo que me originó un hundimiento y, afortunadamente, un rompimiento del cráneo encima de la frente. Digo que afortunadamente, porque por ahí boté la sangre, prácticamente toda la sangre que derramé por el golpe. Sí, creo que no quedó prácticamente nada de ella dentro de mi cráneo.
Todo esto lo cuento haciendo composición de lugar y de circunstancias y acopio de algún comentario de mi familia, porque lo que sí recuerdo es que: un día me desperté y no fui capaz de pararme ni de reclinarme en la cama; y que la sábana y la almohada estaban ensangrentadas. Llamé a mi mamá a viva voz y ella acudió presurosa a mi llamado. Fue cuando empezó a contarme lo que me había sucedido. Supongo que a toda mi familia se le aligeró, aunque parcialmente, su angustia, puesto que podía hablar.
Sé que ese día estuve reducido a la cama y muy bien atendido por todos mis familiares. Me cuentan que alguna vecina de la vereda me hizo unas curaciones de primeros auxilios, mientras yo estaba inconsciente.
No sé si ese mismo día o al siguiente, me trasladaron a la cabecera del corregimiento (Arboleda, Caldas), en una camilla improvisada, construida con varas delgadas y resistentes de algún árbol y con sábanas. El recorrido, por un camino generalmente estrecho y lleno de canalones, que dificultaban el desplazamiento de los cargueros con la camilla y el peso, aunque liviano, de mi cuerpo y el cuidado de no lastimarme, creo que se duplicó en el tiempo, demorándose más de dos horas.
Creo que llegaron directamente al puesto de salud, donde me atendió Tulia, enfermera veterana, porque no había médico ni otro personal paramédico. Tulia me siguió haciendo curaciones, pero ya en la casa de Carlos mi tío y de Magnolia, quienes muy abnegadamente me acogieron y destinaron una alcoba para mí. Dos
meses largos fui carga para ellos, pero solo recibí sus atenciones y esmeros por mi bienestar.
Pondero sobremanera la abnegación de Magnolia para atenderme, cuidarme, alimentarme, asearme. Por soportar estoicamente que le tirara huesos de pollo y sobras debajo de la cama cuando me fui hastiando de dicha comida, por lo repetida. Entiendo que mucha parte de esos pollos los proveyeron mis padres, quienes se hacían presentes con mucha frecuencia, a pesar de tener que atender la finca (mi papá) y los quehaceres de la casa (mi mamá), ya que aún no estudiábamos mi persona, ni Sofía, ni Rogelio, ni Miguel Ángel; amén de proveer alimento para los varios trabajadores que acompañaban a ‘Don Roberto’, mi padre, en las faenas. Para ese entonces no había nacido Ildefonso, ni mucho menos Matilde, quien lo hizo en el sector de La Española, del Municipio de Nariño, Antioquia.
La primera consecuencia que sufrí del accidente, fue la pérdida de movilidad, afortunadamente temporal, de mi mano y pie izquierdos. Sí, el hundimiento y la herida fueron hacia el costado derecho del cráneo, parte que controla la motricidad y sensibilidad de todo el costado izquierdo del cuerpo. Estuve más de seis meses con mucha dificultad para caminar y para usar la mano izquierda. Aunque me fui recuperando paulatinamente, quedé con la secuela de tener menos fuerza y menos masa muscular en el pie y brazo izquierdo. Desde ese entonces cojeo y tengo menos motricidad y plasticidad en sendos miembros. Sin embargo, esto no fue óbice para realizar toda actividad de niño, ni de joven, ni de adulto. Como niño no me quedé a la saga de ningún compañero o familiar en los juegos, caminatas, varas de premios. Sí, jugué mucho fútbol, no tanto en calidad pero sí en cantidad. Troté, jugué algo de basquetbol y de voleibol, pero con poco éxito. También lo intenté, aunque muy torpemente, jugar béisbol y tenis de campo. No aprendí a montar en bicicleta. Si he sido muy buen espectador de casi todos esos deportes, sobre todo en las “grandes ligas”.
Tampoco he tenido dificultades significativas con la parte intelectual y emocional. No perdí ningún año lectivo y alcancé título universitario en Administración de Empresas en EAFIT.
Fueron muchos los adultos que, con posterioridad a este evento, me manifestaron que yo ‘estaba viviendo de flor’. Quizá estén en lo cierto, pero yo siento que he tenido una vida normal como la inmensa mayoría de los humanos. Doy gracias al Altísimo por ello y a mi familia porque nunca sentí un trato discriminatorio ni
preferencial por mi condición.
10. La Arboleda (Caldas)
Es un referente fundamental de la familia de Roberto y Sofía y de muchas otras familias allegadas y/o amigas. Hace parte del Municipio de Pensilvania. Pensilvania está en el oriente de Caldas y, Arboleda es el más oriental de sus corregimientos. Limita con el Departamento de Antioquia, con el Municipio de Nariño en el Corregimiento de Puerto Venus.
Cuando mi familia vivía en el Alto del Anime (Caldas) y, luego, en el paraje La Española (Antioquia), el punto obligado para mercar, ir a Misa, tomarse unas cervezas o unos aguardientes, encontrarse con amigos y familiares los fines de semana, era Arboleda.
Es un pueblo que la conforman calle y media. Una calle larga que va desde la entrada del camino de Pensilvania hasta la salida para Puerto Venus y sus alrededores. Y la media calle es la que está paralela desde la plaza por la extensión de una sola cuadra. Dicho de otra manera, Arboleda está asentada en todo un filo de una de las estribaciones de la cordillera central; estribación que nace entre los ríos Dulce y Samaná Sur.
El río Samaná es el límite natural, por este sector del país, de los departamentos de Antioquia y Caldas. Nace arriba del corregimiento de Samaria (Pensilvania), pasa por los pies de la vereda La Española (Antioquia), recibe varios riachuelos (nosotros los llamamos ‘quebradas’), también recibe del lado de Antioquia los ríos Venus y San Pedro y el Riodulce (de Caldas). Ya con este caudal pasa por el corregimiento de Puente Linda, Nariño, donde hay un puente alto que comunica los dos departamentos, por una carretera aún sin pavimentar, que va hacia Dorada. Debajo del puente hay un muy buen charco para bañarse y practicar la natación y los clavados. Esta fue por muchos años la ruta que comunicaba a Medellín con Bogotá. Por ahí transitaban buses de Rápido Tolima y la Flota Magdalena. Ahora solo se dispone de transporte público con la Empresa Sonsón-Dorada que comunica a esta última con Medellín. Hay dos anhelos insatisfechos para esta región: Uno, parece que muy poco probable, de construir una represa abajo de Puente Linda y el otro, seguramente que sí se realizará, pero no se sabe cuándo,
que es la pavimentación de Nariño a Dorada. A la fecha, de Sonsón a Nariño, faltan por pavimentar unos cuatro kilómetros, en dos tramos, situación que lleva más de diez años incumpliendo. El actual gobernador, hace más de dos años se comprometió que no demoraba más de un año en realizar la pavimentación. Incluso, hace unos meses circuló la versión de que también pavimentaría la entrada a los termales del Espíritu Santo, para dinamizar este polo vacacional. Es aún, una promesa incumplida.
11. Puerto Venus, Nariño (Antioquia)
Antes de que hubiese carretera de penetración hasta aquí, este corregimiento de Nariño (Antioquia), era más pequeño que la Arboleda (Caldas) y, aunque estaban cerca, menos de una hora a caballo, no era el camino expedito para llegar a Puente Linda desde Arboleda, porque era más directo por el camino de El Verdal.
Para ese entonces era una plaza al frente de la iglesia, casas y cantinas a su alrededor, unas casas, no más de ocho o diez a la entrada desde el río Samaná, otras pocas casas saliendo hacia el sur, una casa grande al frente del puente que comunica el camino hacia la Arboleda y otras pocas esparcidas.
Desde que llegó la carretera, el pueblo se ha ido dinamizando, se nota su desarrollo. Ya hay placa deportiva, hay un barrio con vivienda de interés social. Ha crecido, indudablemente, cosa que no puede darse en Arboleda.
12. Pensilvania (Caldas)
Municipio ubicado al oriente del Departamento de Caldas, limítrofe con el Municipio de Nariño y Sonsón (Antioquia), por el río Samaná Sur. También con los municipios caldenses de Manzanares y Marquetalia, por el río La Miel; Samaná, por el río Tenerife; Salamina y Aguadas por el río Arma.
Aunque hace más de una década hay carretera que comunica a Nariño (Antioquia) con Pensilvania (Caldas), es estrecha, destapada y muy deplorable su mantenimiento.
Marco Fidel Suarez pasó por esta población, camino a Bogotá, antes de ser elegido presidente de Colombia. Tiene amplias zonas cafeteras, también ganaderas, paneleras y de pan coger. También se explota algo de minería y turismo.
Aunque mi padre nació en el municipio vecino de Manzanares, desde antes de casarse, centró su actuar en Pensilvania, más propiamente, en veredas de este municipio. Nuestra familia nunca vivió en la cabecera municipal, pero sí lo hicieron y aún lo hacen varios miembros de las familias de mi padre y de mi madre. De hecho, fue en casa de uno u otro familiar que vivimos muchos de los hijos de Roberto y Sofía mientras estudiábamos, tanto la primaria como el bachillerato. Por varios años coincidieron en el casco urbano, mientras duraba la actividad académica, Pedro, Rodrigo, Roberto, Abelardo e Ignacio, al igual que Bertha en sus pocos años que estudió, antes de dedicarse de lleno al hogar paterno y materno.
Existían dos instituciones educativas de bachillerato, ambas con muy buen nivel académico: La Normal de Señoritas, regentada por monjas; y el Colegio Nacional de varones, dirigido durante muchos años por hermanos lasallistas.
En la cabecera municipal vivieron por muchos años varios grupos familiares cercanos a nosotros e inclusive consanguíneos, y, por lo tanto, sus hijos se formaron ahí académicamente en la educación básica, esto es, primaria y bachillerato clásico o bachillerato normalista, las mujeres. Para estudiar en alguna universidad era indispensable desplazarse a Bogotá, principalmente, o a Medellín. De todos los familiares, el único que estudió en Manizales fue Fernando Botero Henao.
En Pensilvania vivieron y murieron Santiago Botero y, su esposa, Susana Henao Mejía, hermana de papá, en Palmira, porque una buena parte de esta familia se trasladó a vivir en allí; ya Fernando vivía en Manizales y Silvio en Medellín.
También vivieron y murieron nuestros abuelos paternos, Benjamín y Susana. Igualmente, vivieron Alfonso y Carlina. Aunque a aquel le tocó trabajar en la cárcel del Fresno, Tolima, por varios años, pero nunca se llevó a vivir su familia, pero sí pasaron temporadas de vacaciones con él. Alfonso, ya jubilado, trabajaba con madera elaborando ganchos para ropa y muchos otros objetos. Murió en Pensilvania. Carlina, viuda hacía varios años, se trasladó a vivir a Manizales, en compañía Rosita, de Carlina hija, su esposo y su hijo; ya para entonces vivía en esta ciudad su hija menor Lucila con su esposo. Creo que logró disfrutar de esta ciudad cerca de cinco años. Viviendo en ella, también murieron Soledad, Manuel Antonio y Humberto, hijos de Alfonso y Carlina.
Juan Bautista, Aura y su prole vivieron por muchos años en Pensilvania; allí se les murió, muy niño, su hijo Libardo. Nombre que retomaron mis padres para asignármelo a mí. Después de 1960 se trasladaron a vivir a Bello, Antioquia, más precisamente en el sector de Niquia, después vivieron en Las Brisas, un barrio de Medellín.
65. Yavari (Laureles)
Ni Gabriela, ni yo pensábamos algún día vivir en Laureles. Pero, cuando el 18 de Diciembre del año 2010, doña Gabriela, mi suegra se trasladó del Barrio la Floresta a vivir en Laureles, nos tocó pensar en salir del Barrio Santa Mónica 2, donde vivimos por más de 35 años y donde nacieron nuestros cinco hijos. Lo digo casi literalmente, porque los dos primeros nacieron en lo que para entonces era el ICSS (Instituto Colombiano del Seguro Social), pero los tres últimos nacieron en nuestro apartamento. Así se narra en otro aparte de esta historia.
Luego de haber buscado por muchos sitios y mirado más de 30 posibles viviendas para doña Gabriela, Amparo, la hermana de Gabriela, que vivía y sigue viviendo en Bogotá, pero que había venido a colaborar en la búsqueda, sugirió explorar en Laureles, lo que significaba ‘palabras mayores’ para casi todo mundo, incluidos Gabriela y yo.
En este sector se visitaron unas tres o cuatro viviendas, incluso casi se adquiere una ‘porcelanita’ de apartamento que encantó a casi todos, pero era sumamente pequeño para todo lo que doña Gabriela tenía en la Floresta y no había físico espacio para albergar, ni siquiera por un rato, a todos sus hijos, nueras-yernos, nietos. Tampoco había posibilidad de realizar las rutinarias reuniones de la Comunidad que acogía doña Gabriela. Ni qué decir de sus muebles y escaparates; habría que salir de todo y reemplazar todo. Gabriela, Amparo y Olga Lucía no conciliaron el sueño y se levantaron con la decisión de no adquirirlo. Días más tarde se adquirió el apartamento 401 en el Edificio Torrevedra, Circ. 73 nro. 38-19, dos cuadras arriba de Pepe Ganga de la Nutibara.
Ya definida la ubicación de doña Gabriela, decidimos proceder a vender nuestro apartamento en Santa Mónica 2 y buscar cerca de ella. En Noviembre de 2010 hubo un acuerdo de venta y Gabriela, ya cansada de tanta vivienda que había visitado, quiso que Marcela nos colaborará en esta búsqueda. Gabriela conocía un apartamento en Laureles, donde estuvo recibiendo clases de cerámica y era muy amiga de la señora que dirigía las clases, María Elena Mejía. Para sus adentros, había pensado desde que conoció ese apartamento que sería maravilloso poder tener uno parecido. Y así fue, pero no uno parecido, sino el mismo apartamento.
Desde que se realizó la búsqueda para doña Gabriela en Laureles, este apartamento tenía un aviso de arriendo. Por lo tanto, mi esposa Gabriela, no lo consideró, pero sí llamó a María Elena para que le suministrara el teléfono de David Figueroa, portero. Al indagarle para qué, le dijo que quería ver si había algún apartamento en ese edificio u otro cercano para la venta, a lo que María Elena le dijo: ¿por qué no me compras el mío? Ella tenía que concretar con su hermana Gloria, codueña, el precio, y cuando llamó a Gabriela, se había dañado la venta de Santa Mónica. Le dio pesar, pero deseó que finalmente pudiéramos vender y ella no haya alquilado ni vendido, porque se sentiría muy a gusto que nos quedáramos con él. Cuando logramos vender, Marcela quería explorar otras posibilidades, pero no se decidía a buscar, hasta que yo le dije a Gabriela que llamara a María Elena si no quería perder esa oportunidad. Efectivamente lo hizo y se alegró mucho porque ya tenía una clienta para alquilárselo, pero que prefería venderlo y, con mayor gusto, a nosotros. Se cerró el negocio, y con la cuota inicial nos estregó llaves y nos presentó la vecina del tercer piso, Ana Elisa Espinosa, la que nos recomendó cuidar porque vivía sola.
Febrero 22 de 2011, fue nuestra primera noche en Laureles, Circular 76 nro. 74-7 apto. 501, Edificio Yavari. Desde entonces, no nos arrepentimos y damos gracias al Altísimo por este regalo. Gabriela estaba lamentándose que ya no tendría el canto de los pájaros que oía al amanecer en Santa Mónica, ni árboles, ni verde. La mañana del 23 de Febrero de 2011, la despertaron cantos de pájaros y al asomarse notó que al frente de nuestra ventana habían frondosos y florecidos árboles; igual pasaba con el costado que da al llegar al ascensor. No perdimos nada de la naturaleza de Santa Mónica, y ganamos espacio y comodidad.
Este es un edificio construido en 1980, con ocho pisos (9 con el parqueadero) y solo ocho apartamentos. Cuando llegamos, estaban sin habitar los apartamentos del primero y el cuarto piso. En el segundo vivían tres hermanas, las Moncada
(Edelmira, Ruth y Judith), inquilinas. Pronto, el cuarto piso fue adquirido por doña Ligia Moreno, quien, luego de hacerle unas pocas reformas, se pasó a vivir con su hermano Oscar y Santiago, hijo de éste. Más tarde, el apartamento del primer piso lo remodelaron y habitaron. Así quedó todo el edificio ocupado.
Administraba el edificio el morador y dueño del sexto piso, don Francisco J. Sierra.
2018
El año 2018 ha sido muy duro para el vecindario del Edificio Yavarí, porque uno de sus moradores, joven de apenas 23 años, piloto y estudiante de administración, Santiago Moreno Santos, hijo de Oscar y sobrino de doña Ligia, moradores los tres en el apartamento 401, se le detectó un cáncer en la boca en Julio 2017, concretamente debajo de la lengua. Aunque parecía que se le detectó a tiempo y que no avanzaría, se le hicieron dos cirugías, y la última con cortada de lengua, raspada y pegada de nuevo, que lo dejó sin capacidad de hablar. Varias sesiones de quimio que le aplicaron parece que no le obraron nada; por lo que cambiaron a radioterapia; sin embargo, se le detectó metástasis en los huesos y le apareció un tumor atrás del cerebro.
Reconforta ver la entrega y sacrificio que tuvieron tía, padre, madre, novia y demás familiares, sin ahorrar ni un céntimo de esfuerzo por Santiago. Mas reconforta y anima ver la actitud con la que Santiago afrontó su caso, siempre dibujaba una sonrisa a flor de labios, frecuentemente levantaba el dedo pulgar de alguna de sus manos y, aunque no hablaba, se hacía entender y animaba a los suyos. Arruga el alma el deterioro físico que sufrió, lo mismo que el de todos los suyos. Denotaban angustia, desazón, impotencia y falta de sueño. Yo, cada que hablaba con ellos, solo atinaba a decirles que tenían que sentirse satisfechos, que no habían ahorrado nada para acompañarlo y llevar, junto con él, esta pesadísima carga.
El 25 de Septiembre de este 2018, a las 7:13 pm, recibí el siguiente texto en Whatsapp de Oscar Moreno: “Santi ya se nos fue”. Sí, se fue a disfrutar de la mejor vida, la Eterna junto al Padre, pero nos dejó a muchos con un fuerte dolor de ausencia temporal. Para Gabriela, nuestros hijos y yo, fue un revivir, de alguna forma, nuestro dolor por la partida de nuestro Julián, hace más de 13 años.
Quizás para que se lea mañana.
Cada vez que ojeo estos borradores hallo nuevos defectos en las poesías que escribí después de 1864. Bien fácil es que yo no tenga tiempo para corregirlas. Hoy, revisándolas por casualidad, se me ha ocurrido que puede caer este libro en manos de alguna persona que no sepa el poco aprecio que tenía yo por los versos que contiene; y eso, cuando de mí quede sino un poco de polvo, podría ser causa de que no se supiera escoger en estas páginas lo poco que hay bueno de lo mucho que hay malo. Mis amigos Ricardo Carrasquilla y Miguel Antonio Caro deben limar lo que de este libro quiera publicarse.
Bogotá 24 de obre (sic) de 1867. Jorge Isaacs.
Tomado de la separata Generación de El Colombiano, Enero 14 de 2018,
página 7.
3 Desgajando recuerdos
Por Ignacio Henao Salazar
En este texto se hace un recorrido por una parte de la historia de la familia Henao Salazar. En la parte inicial se informa sobre los abuelos y bisabuelos; posteriormente se hace un recorrido por las fincas en donde vivimos hasta llegar a Medellín. Esta parte se termina con La manga de Pioquinto, un relato sobre la arriería; después se recogen en orden alfabético una serie de anécdotas sin una conexión precisa y, por último, se narra una historia cruel ocurrida en La Luz y con el cuento Francisca y la muerte, se le rinde un homenaje a mi mamá Sofía.
Manuel Jaramillo, nuestro bisabuelo materno, uno de los fundadores de Pensilvania
Sobre la fundación de Pensilvania y el papel de nuestro ascendiente Manuel Antonio Jaramillo, en la familia hay la siguiente versión: como el hombre era un cazador empedernido, quien podía perseguir una presa durante varios días, en una de sus de cacerías, divisó, desde la cima de la Cordillera Central, el camino entre Salamina y Honda, en terrenos de la actual Pensilvania, por donde pasaban después de cruzar por Sonsón, Nariño, y zonas aledañas, cuando viajaban por mercancías que cargaban a la espalda, en un viaje de muchos días. Al otear el horizonte, descubrió la posibilidad de hacer el viaje en menos de la mitad del tiempo utilizado en el recorrido tradicional, y les propuso a sus compañeros explorar el nuevo sendero.
Así, en el viaje siguiente, se fueron por la nueva ruta, pero los compañeros, sintiéndose perdidos, se devolvieron. Manuel Antonio, algo testarudo como sus descendientes, y convencido de que la nueva vía era más corta, siguió adelante. Fue tal la disminución del tiempo, que mientras él hizo dos viajes a Honda, sus compañeros no habían terminado ni uno. Y como la nueva ruta cruzaba por los terrenos donde hoy está localizada la cabecera municipal de Pensilvania, vieron la posibilidad de fundar un pueblo, y emprendieron su creación.
Al observar el mapa de Caldas, se ve con claridad la precisión de Manuel Antonio, cuya habilidad para moverse por entre las montañas le permitió proyectar un recorrido más corto y disminuir en más de la mitad el tiempo utilizado. Además, el de ser cofundador de Pensilvania.
Nota: A Manuel Antonio Jaramillo le otorgaban la fama, hoy antiecológica, de haber cazado la última danta que había en Pensilvania.
Ancestros Henao Mejía
Como dice Rodrigo, tenemos sangre de colonizadores. Nuestros abuelos y bisabuelos llegaron a Pensilvania a desbrozar la tierra. De todas maneras, surge una inquietud: ¿Cómo se conocieron mi abuelo Benjamín con la abuela Susana Mejía? Ella nació en Manizales. A partir de un proceso de inferencia, empatando relatos con anécdotas, nos podemos formar una idea, ya que no hay quien nos dé una información confiable. Mi papá fue bautizado en Manzanares, pero con seguridad nació en el área rural. ÉL hablaba de una finca por los lados del río Guarinó, el cual: “Nace en un humedal palustre boscoso con turberas, arbustos y maleza. Ubicada en la vereda El Páramo, en la margen derecha sobre la vía Marulanda-San Félix”, a “3.100 m.s.n.m, y con una extensión de 835 km2 es una cuenca compartida entre los Departamentos de Caldas y Tolima”. Mi papá recordaba los extensos cidrales, con cuyos frutos engordaban cerdos. Esa zona queda relativamente cerca de Manizales; además, el narraba dos anécdotas de uno de sus tíos maternos, a quien le gustaba mucho el trago y se iba con sus amigos a beber en una fonda de la vereda El Brasil, municipio de Herveo (Tolima), localizada en el Alto de Letras, a 3400 metros sobre el nivel del mar. Me imagino que en ese tiempo estaba a la orilla del camino, pues no debía haber carretera. En medio de la bebeta, salió a la puerta y les dijo a los amigos: “Si apago la vela soplando desde aquí, no me tomo un trago más”. Por alguna razón, la vela se apagó. Ahí mismo, dijo: “Hasta mañana”. Sus amigos le decían que era una chanza. No lo pudieron convencer. Si podía salir a esas horas de la noche era porque vivía cerca, en alguna finca localizada en el páramo. Por tanto, no quedaría muy lejos del Guarinó, y como en ese tiempo los noviazgos tenían relación con la vecindad, es muy posible esta explicación. El otro suceso ocurrió en Honda, ciudad situada en la misma región. Debe haber ocurrido antes de lo de la vela. Una noche, estaba con un amigo tomando licor en la parte urbana, y para volver a la casa, debían pasar por un puente peatonal sobre el Magdalena. Cuando caminaban por la mitad del puente, el amigo le dijo que se iba a suicidar. Ahí mismo, el tío lo alzó de la correa para ayudarlo a sobrepasar la barrera; y el presunto suicida reaccionó furioso: “!Ve este hijueputa, me va a tirar!”. Cuando le contó la historia a mi papá, le dijo: “Vea Roberto, yo sabía que no era capaz de tirarse, pero me hacía amanecer rogándole que no se tirara”. Por lo tanto, las dos familias Henao Mejía vivían relativamente cerca, en una época en la que los enlaces se establecían fundamentalmente por motivos de vecindad, como se corrobora con la cantidad de matrimonios entre las mismas familias, que habitaban territorios cercanos.
El Higuerón
Aunque los mayores decían que nací en Quebradanegra, una vereda de Pensilvania, mi primera sensación de habitar la tierra la tuve en el Higuerón, una finca que compartían mi padre y su hermano Juan, en plena cordillera Central. Por tanto, su clima frío la hacía propicia para el cultivo de papa y la cría de ganado de leche. Así mismo, como estaban tumbando monte para abrir potreros, parte del sustento económico de las dos familias eran la quema de carbón y el aserrío. Todos los sábados, mi padre enjalmaba los bueyes, los cargaba con carbón, algunas rastras de madera, algo de papa y unas cuantas libras de queso, para vender en el pueblo. Con lo obtenido en la venta, compraba los alimentos, algunas herramientas y los tabacos que nunca le faltaban.
Como son recuerdos de la infancia, todo parecía inmenso. Era una casa de un solo piso, construida en madera y con techo de astillas del mismo material; sus piezas eran amplias y tenían camas de diferentes alturas, y las más altas nos servían para escapar de Mamatoco, uno de los ovejos que criaban en la casa, cuando eran abandonados por las madres o estas morían, y, que, por lo general, eran bravos. De todos los espacios, el más confortable era la cocina, quizás por dos aspectos: tenía un granero de madera de varios metros de largo, donde guardaban los alimentos para guarecerlos de los roedores. Allí nos sentábamos a disfrutar la merienda, comida que no faltaba en esa época, por cuanto se desayunaba temprano, tipo siete de la mañana, se almorzaba hacia las once y se comía a las cuatro, cuando los hombres regresaban de sus faenas agrícolas. Además, el otro aspecto que hacía tan confortable la cocina era su amplio fogón de leña, que nos daba calor para soportar el frío de esos lares, antes de acostarnos.
En ese tiempo, como no había luz eléctrica, nos alumbrábamos con lámparas de petróleo, construidas de manera artesanal: en un frasco, como los de mermelada, se echaba el petróleo y en la tapa se hacía una perforación, por la cual se introducía una mecha de tela o de pabilo; igualmente, se utilizaban las velas de parafina o de sebo. De todas maneras, la ida a la cama era rápido, porque las labores empezaban al amanecer. A las cinco de la mañana comenzaba el ajetreo.
La casa tenía un corral amplio en semicírculo, que a la vez servía de patio, donde recogían las vacas y los ovejos para las faenas propias del campo: ordeñar, esquilar, castrar los terneros, marcar los animales. El corral tenía dos puertas de golpe, construidas con orillos. La más importante conectaba con el camino hacia Pensilvania y servía de entrada tanto al corral como a la casa, y la otra comunicaba con los potreros aledaños a la casa y al camino hacia San Félix y a las fincas vecinas, y por ella entraban las vacas de leche. Cómo sería el frío que, cuando los muchachos iban por las vacas donde don Aníbal Arango, esposo de doña Argemira Mejía, las hacían parar con el fin de calentarse los pies en los espacios en que estaban echadas (andábamos descalzos). El corral tenía en el centro un bramadero o botalón, en el cual se amarraban los animales indóciles o que requerían cuidados especiales. Las vacas entraban al corral bramando para llamar a sus terneros y estos contestaban formando tremenda algarabía. Y, en la casa, los niños más pequeños nos poníamos a llorar por el desayuno, o sea, que entre los bramidos del ganado y el llanto de los hambrientos se organizaba un coro digno de un carnaval. Así transcurría parte de la cotidianidad en nuestra infancia.
Después del desayuno, los hombres mayores se dirigían a sus labores agrícolas: cultivar papa, sembrar maíz y frijol, derribar monte para sembrar pasto y elaborar carbón vegetal con los troncos derribados. Las mujeres se encargaban de todo lo de la casa: darles maíz a las gallinas y las sobras de los alimentos a los cerdos, cocinar, asear la vivienda, lavar la ropa, cuidar a los niños; y estos se entretenían con actividades simples, en una época en la cual no había ningún medio de comunicación, ni siquiera un radio. Nos entreteníamos jugando con los ovejos, abandonados por sus madres, que se criaban dentro de la casa, y eran tan mimados que nunca salían a los potreros; también montábamos en argos, un perro grande que había en la casa; en otras ocasiones, por las tardes, nos íbamos con las hermanas y primas más grandes a buscar fresas silvestres en los potreros. De resto, corretear por el corral, salir a los potreros cercanos, ver correr el río y deleitarnos con el retozar de los cerdos que se revolcaban en los pantanos.
A la finca la dividía el Río Dulce, a unos treinta metros de la vivienda, un riachuelo de poco caudal, cuyo rumor arrullaba en la noche a los habitantes de la casa, en cuyas orillas se formaron vegas, sobre las que descansaban laderas convertidas en pastizales, que competían con el mortiño, la chilca y otras malezas. De estas, disfrutábamos las moriscas, que salían por entre las peñas. Eran deliciosas. La casa quedaba al lado izquierdo, siguiendo la corriente del río. Era tan pequeño, que lo podía cruzar un niño de pocos años, como era yo en ese tiempo. Sin embargo, cuando crecía, era muy peligroso.
De esa época, evoco la convivencia con la familia de Juan, no sé cómo podíamos organizarnos dos familias tan numerosas en ese espacio, que compartíamos con perros y hasta con ovejos. De ese tiempo, me acompañan anécdotas que nunca se borran de mi memoria. La primera es ingenua, pero se convierte en el despertar a un mundo desconocido, extraño al de la simple infancia. Recuerdo, iba caminando con mi primo Juan Bautista por la orilla del río, junto al rancho de los marranos, vestidos solo con unas baticas, que nos llegaban hasta el suelo, posiblemente herencia de los mayores. De pronto, entre la corriente del río apareció un hombre con un calabozo en la mano, persiguiendo a un ser extraño, de color rojo, de patas delgadas, cabeza erguida y orejas en posición de alerta. Fue tanto el miedo, que corrimos hasta el rancho de los marranos y allí nos escondimos un rato.
Cuando creímos que ya había pasado todo, nos encaminamos hacia la casa, y cuál sería nuestra sorpresa: colgado de una viga se encontraba ese extraño animal y a su alrededor se había generado una agria controversia por saber quién era el dueño del venado, si el trabajador de la finca que lo mató con su calabozo o Benjamín Valencia, el cazador experto, quien con sus perros había seguido sus huellas, perseguido por entre el monte y los pastizales hasta obligarlo a descender hasta el río, en cuyo cauce el arisco y astuto animal creía haber evadido la persecución de los perros, que no podían seguir la huella dentro del agua. Al final, se impuso la ley de los cazadores: el dueño de los perros que levantan la presa es el propietario de la pieza cazada. De todas maneras, con plena seguridad, conociendo el talante de esos campesinos, ese día hubo una porción de carne para todos los participantes en la discusión. El problema real era quien podía ufanarse de ser el cazador. Así, de manera inesperada, conocimos a uno de los animales más hermosos de la naturaleza y que la caza despiadada borró de esta zona del país.
Otro recuerdo curioso de mi infancia en El Higuerón se dio cuando reunieron a todos los animales de la finca en el corral, no recuerdo para qué. En el recinto juntaron vacas con bueyes y con los ovejos. Entre el ganado había un toro, el cual se creía el dueño del terreno y empezó a molestar al ovejo (carnero) más grande. Este no se arredró, a pesar de la inmensa diferencia en peso y fuerza, más bien desafió al semental, y se armó la pelea más desigual que he presenciado. El toro escarbaba con sus pezuñas el suelo y bramaba desafiante, el ovejo se retiraba a prudente distancia sin hacer alardes de bravura. Cogía impulso y salía a toda carrera y chocaba su cabeza contra la frente del toro, que turulato movía la testa tratando de pasar el golpe; el ovejo volvía y repetía la acción, hasta que el valiente semental no tuvo más remedio que retirarse de la contienda y refugiarse entre las vacas que lo miraban desconcertadas. No siempre el más grande y bravucón es el más valiente.
Otro día, tan pronto despuntó el día, vimos entrar por la puerta principal del corral a un tigrillo, caminando muy orondo, pues sus hábitos son nocturnos. Ante nuestra algarabía, se espantó y buscó el monte. Su inesperada llegada extrañó a los conocedores de sus mañas, y solo se explicaba esta conducta porque estaba cebado (animal que frecuenta el mismo lugar en busca de alimentos). Este felino había cogido tanta confianza, porque desde hacía varios meses se robaba las gallinas del árbol que servía de gallinero, al cual se le arrimaba una vara para que las gallinas subieran a dormir, y se retiraba para que los depredadores (chuchas y tigrillos), no se subieran; además, al cañón del árbol se le pegaba una lata para que se resbalaran. No obstante estas precauciones, desaparecían gallinas casi todas las noches; por tanto, mi padre no tuvo más alternativa que construir una especie de cajón de madera para encerrarlas, con una pequeña puerta para la entrada de las gallinas, al caer la tarde, y lo encaramó en el árbol. De todas maneras, el tigrillo buscó la manera de abrir la puerta y sacó una gallina; entonces, mi papá amarró la ventanilla con alambre y el felino no pudo cenar durante varios días; tal vez por eso, esperó la luz del día para cazar a las gallinas al salir del cajón, con el riesgo de que su cuero se convirtiera en un bolso para los hombres cargar objetos pequeños. Desde ese día, nuestro hermoso y habitual visitante no volvió.
Hay una huella dolorosa en mis recuerdos en El Higuerón. Era un domingo, día en que mi papá siempre volvía de Pensilvania de vender los productos de la finca y de comprar lo necesario para la supervivencia. Yo no sé por qué estaba en el patio de la casa de Inés Valencia, cercana a la nuestra, cuando ella salió llorando. Al preguntarle a mi mamá por qué lloraba, me dijo que habían matado a Camilo, su esposo. Yo tenía y tengo una vaga imagen de él: era trabajador de la finca, me parece que era un poco más moreno y más alto que los hombres de nuestra familia, y vivía con Inés en una casa más pequeña y a pocos metros de la nuestra. En ese momento no entendía que era la muerte ni las lágrimas de Inés, pero su imagen de dolor no se borró de mi memoria nunca.
Al tiempo, cuando me atreví a preguntarle a mi padre por qué habían matado a Camilo, me miró extrañado por la pregunta y le conté mi recuerdo. Él me dijo que lo habían matado porque era liberal, durante la época de la violencia, a pesar de que en Pensilvania no tuvo las características dramáticas de otras regiones del país, tal vez por ser un pueblo netamente conservador. La historia sería así: Camilo bajó de la finca con mi papá el sábado, y por la noche salió a tomarse unos tragos y en su recorrido etílico se encontró con Clímaco Vélez, un fanático conservador, quien lo invitó a tomarse un aguardiente, y, por debajo de la ruana, le metió una puñalada y lo dejó tirado en la calle. Así mismo, me contó que a él y al Cojo Alzate los amenazaron si lo enterraban en el cementerio. Su entereza y valor primó sobre las amenazas de sus correligionarios, y por amistad y deber sepultaron a Camilo con todos los oficios religiosos. La relación de nuestro padre con Camilo demuestra su talante democrático, a pesar de su posición conservadora, y hay dos hechos relevantes en esa relación. Primero, el mero hecho de vincularlo laboralmente, en plena violencia, indica su grado de tolerancia y, segundo, un día de elecciones se encontraron en la plaza de Pensilvania y mi papá le dijo: “Camine vamos a votar”, invitación rechazada por Camilo con: “No, don Roberto”. Entonces, le respondió: “Yo sé por qué no quiere venir, venga vamos”. Llegaron a la mesa de votación, y como en esa época los dirigentes se ubicaban junto a las mesas, mi papá le dijo a uno de los dirigentes del partido liberal, de apellido Ramírez y apodado Tripa, porque comerciaban con menudos: “Dele el voto a Camilo”.
Cuenta Rodrigo que en la tarde del mismo día de su asesinato, Camilo hizo un farol para Pedro y otro para él, pues tenían un desfile esa noche, que si no recuerda mal era un 20 de Julio. A pesar de las recomendaciones de mi mamá de que no saliera, él se hizo el que iba a acostarse y se escabulló en busca del aguardientico. Era Camilo un hombre fuerte, ágil y valiente. Sus enemigos políticos temían enfrentarse con él y por eso lo mataron a traición. Pedro y Rodrigo lo encontraron tirado abajo de la Calle Real (Rial). Esa noche había llovido y el agua removió toda la sangre. Fue un choque violento que dejó huellas permanentes de la vileza humana.
Otro recuerdo grato era poder disfrutar los bienes de la naturaleza, nacidos sin la mano del hombre. Por el camino hacia la Casa de José Henao, tío de mi papá, cuya finca colindaba con la nuestra, uno se encontraba deliciosas granadillas y curubas silvestres, solo era tomarlas de la planta y degustarlas. Según Roberto, el camino entre las dos casas estaba rodeado de monte en casi todo el trayecto, por eso crecían con toda facilidad este tipo de enredaderas.
Yo era tan pequeño en esa época, que solo una vez mis hermanos me llevaron a La Azotea, la zona donde cultivaban la papa, pues quedaba un poco retirada de la casa. Otro hecho entre doloroso y cómico fue el robo de una yegua blanca y su potro. Yo no sé si los recuperaron cuando vivíamos en El Higuerón o en El Anime. En todo caso, cuando al tiempo las autoridades recuperaron los semovientes, con plena seguridad volvió la yegua blanca, pero el potrillo no se parecía al robado. Era negruzco y tenía una pata torcida, como si se hubiera fracturado y al sanar hubiera quedado chapín. De todas maneras, como nadie reclamó ese patitorcidito, mi abuelo Benjamín se quedó con él. Más adelante narraré algunas historias dentro de las cuales aparece como protagonista Zepelín, nombre del potrillo de marras.
Miedo al baño y encuentro con el diablo
Dentro de la historia familiar hay un agujero negro entre El Higuerón y El Anime. Solo tengo un recuerdo vago de haber pasado un tiempo donde mi mamá Susana Jaramillo, quien me asustaba con sus ronquidos, sus vestidos siempre negros y su imponencia. De todas maneras, hay dos asuntos relacionados que vale la pena mencionar. Desde pequeño resulté alérgico al baño, pues donde mi mamá Susana Jaramillo parecía más una tortura que un momento de aseo. Es necesario indicar que en dicha casa no había baño, solo sanitario, algo común en un pueblo de tierra fría, donde el aseo era algo extraño. A uno lo sentaban en el lavadero y le echaban totumadas de agua fría, sacadas del tanque, que parecían hielo. Cuando ya estaba sentado en el lavadero no había escapatoria, por cuanto quedaba como a cinco metros de altura del solar. La única posibilidad de escape era cuando me estaban quitando la ropa, y, así, en calzoncillos o viringo, salía en estampida para la plazuela o por la calle que baja a la plaza.
Metodio, un tío de mi mamá, se burlaba de este miedo al agua y repetía mi frase preferida a la hora del baño: tocadito, Inacito, tocadito. Así mismo, cuando emprendía la huída, me amenazaban con el diablo, un ser de color negro, con cachos y cola y que echaba fuego por la boca. Un día, salí huyendo hacia la plaza y tan pronto cruce la puerta de la casa y pisé la acera, me topé de frente con el diablo. Era tal mi miedo que le vi cola, cachos y ese color negro, extraño en mi pueblo, donde predomina la raza blanca. Del susto sentí un líquido tibio resbalar por mis piernas, paralizadas de miedo. Cuando pude reaccionar, corrí hasta la casa a contar que me había encontrado con Satanás y la risa de todos me desconcertó más. Realmente, me había topado con Abrahán, un negrito que Samuel Alzate, esposo de Senelia, había recogido en sus correrías por la región de La Dorada. A Roberto le pasó algo parecido, pero en El Higuerón. Don Samuel Alzate, el papá del otro Samuel, tenía una finca cerca de la nuestra, un poco más arriba, por todo el Río Dulce. Un día venía don Samuel por el camino en compañía de Abrahán y, cuando Roberto los vio, salió en estampida a esconderse debajo de una cama, de miedo del diablo.
Rodrigo cree que después de El Higuerón, estuvimos durante un tiempo muy corto en Arenillal, cerca de Guacas, en una finca de ganado, donde nuestro papá era el mayordomo. De todas maneras, reconoce que sus recuerdos de esa época son muy vagos. Según Roberto, en esa finca pernoctaron cuando Rodrigo se fue para el noviciado, pero allí vivían unos familiares. Esa finca, durante un corto tiempo fue propiedad de mi papá y de Juan; sin embargo, no sé por qué ni cuándo pasó a manos de un hijo de Víctor Alzate, y creo que debe haber valido poco. Es posible que de paso para El Anime se quedara la familia unos días en Arenillal. Además, esa tierra era tan pequeña e improductiva que no requería mayordomo; creo que apenas daría para la supervivencia de los que vivían ahí. Varias veces la visité, unas con mi papá y en otras para hacer mandados; además, algunas veces, cuando veníamos de Pensilvania, en La Torre dejábamos el camino de Guacas y encaminábamos nuestros pasos hacia Arenillal, donde vivían unos parientes, de la familia Alzate y Salazar. Era una tierra de clima semifrío, falduda; donde crecían en abundancia el helecho, la chilca, la salvia, la rascadera y el espartillo, pero poco pasto; si acaso cultivaban algunos productos agrícolas para la manutención. Tenían unas cuantas vacas de leche, de muy discutible calidad y unos cuantos novillos, que eran como describe Arango Villegas a los de los Llanos Orientales, que no eran sino cachos y bolas, de tal manera que si les cortaban los cachos se iban de culo y si los castraban se iban de cabeza. Realmente eran unos cachiporros de muy mala calidad, de la raza blanco oreginegro.
Recuerdo que cuando íbamos con mi padre a Arenillal, dormíamos en Guacas, donde Manuel José Jaramillo, tío de mi mamá y padre de Adiela. Eran muy amables, pero se demoraban para servir el desayuno y, como es obvio, por ahí a las ocho de la mañana me ponía a llorar. Y cuando preguntaban qué me pasaba, tenía que disimular, diciendo que me dolía el estómago. El llanto era mágico, pues al escucharme, Carmen Julia, la esposa de Manuel José, decía: “Pobre muchachito, debe estar muerto de hambre. Venga a desayunar”. Esos son los recuerdos de Arenillal, los cuales se conjugan con los de El Anime.
En Guacas tuvo Tulio Salazar, hijo de Metodio y primo de mi mamá, una tienda y una finca pequeña. Era un sitio estratégico, más o menos a mitad de camino entre Arboleda y Pensilvania. Allí pernoctaban los arrieros, por eso, muchas veces amanecí en esa casa, cuando iba de ayudante. Tulio se caracterizaba por su seriedad y honestidad, por lo cual era apreciado por todas las personas. Durante mucho tiempo, las mulas de Tulio las arrió Orencio, su hermano, quien se casó con Cecilia, hija de Mercedes y El Cojo Alzate. Estos se opusieron al matrimonio, por la juventud de la muchacha, pero el pretendiente se comprometió a terminar de criarla. A veces lo encontraba uno en el camino, con un hijo pequeño en la espalda y arriando las mulas, mientras Cecilia, la esposa, iba a caballo. Eran hombres recios, acostumbrados a todas las dificultades. En cambio, Imelda, una hermana de Tulio, se casó con Jaime Salazar, una persona habituada a la ciudad; pero, por circunstancias económicas, se vio obligado a trabajar arriando las mulas de Guacas. Era tal su desubique, que en vez de cotizas, calzado habitual de los arrieros, iba de zapatos, en ese tiempo bastante incómodos. Una vez lo alcancé camino a Pensilvania y seguí con él. En la travesía a Quebrada Negra, una de las mulas se arrimó al barranco a comer chusco (chusque), y el barranco no pudo con su peso y se desmoronó, rodando un poco. Al ver el animal enredado en el chuscal, a punto de rodar por un potrero, se arrodilló en el camino a rezar. Le dije: “Córtele la sobrecarga, para que caiga la carga”. Así hizo, la mula se paró y salió del barranco.
Empatamos el rejo, cargamos de nuevo y seguimos hasta el pueblo sin ninguna dificultad. Más sabe un niño con experiencia que un viejo descontextualizado.
El Anime
El Anime es una vereda de Pensilvania, situada entre Guacas y Arboleda, y en esa vereda se encuentra El Alto, en esa época un sitio con cuatro casas, ubicado en la parte donde culmina el ascenso del camino de herradura desde cuando uno empieza a subir desde el Río Dulce. Ahí quedaba nuestra casa, al frente vivía Berardo Agudelo con su esposa Mariela Giraldo, un poco más abajo estaba la de Gonzalo Botero y siguiendo la ruta del camino, a mano derecha, la de Pedro Gómez y doña Isaura. Estos dos últimos participaban poco en la vida social del pequeño grupo de vecinos. La relación más estrecha se tuvo con Gonzalo Botero y su familia, porque además había un parentesco cercano con él y con Adela, su esposa. Con Berardo era de conveniencia, como buenos vecinos. Era tanta la familiaridad con la familia de Gonzalo y Adela, que cuando ella tenía un hijo le daba psicosis posparto y se trasladaba con su recién nacido a vivir con nosotros. Y cuando sus hijos la visitaban, les echaba la bendición y les decía: “Ni por el putas digan que son hijos de Gonzalo”; además, no podía ver ni a Oliva ni a Horacio, hijos de otros matrimonios de Gonzalo, quien enviudó tres veces y, a lo mejor, se escapó de la cuarta, porque Elvia no le aceptó una propuesta de matrimonio.
Allí, como lo habían hecho durante mucho tiempo, Juan y mi papá estaban levantando una finca de café y caña, en un terreno extenso y faldudo, que le habían comprado a don Pedro Castro. Era una tira larga de tierra, desde el camino de Arboleda hasta la orilla del Río Dulce. La casa, a la orilla del camino, era de un piso, pero hacia la parte de atrás era de dos, levantada sobre postes de madera. En la parte baja estaban los nidos de las gallinas, se guardaba la leña y otros bártulos. En la parte de arriba estaban la cocina, el lavadero, el baño y las habitaciones. También había un pequeño cuarto con la puerta hacia el camino, en el cual, durante un corto tiempo, el abuelo Benjamín intento poner una tienda. Recuerdo que el surtido se componía de unas cuantas gaseosas y unos paquetes de galletas de leche, surtido que nos comimos los nietos, y arruinamos al abuelo. Cerca de la casa estaba el chiquero donde se engordaban los cerdos y había una huerta, con plátano, yuca y frutales y un poco más lejos el potrero, para la vaca de leche y la bestia de silla y carga. Más abajo se levantaban el corte de caña y hacia el río los cultivos de café. Más o menos en la parte central del terreno había una casa más sencilla que la nuestra, donde vivían Ángel Guarín, trabajador de la finca, con rasgos de afrodescendiente, y su esposa Virgelina. Recuerdo que todos los días yo era el encargado de llevarle un litro de leche y Virgelina me regalaba un huevo. Yo se lo entregaba a mi mamá para que los reuniera y echara una gallina, para tener mi propia pollada, pero nunca la vi.
A un lado de la finca, en el lindero con don Pedro Gómez estaba el monte, del cual se extraía la leña y otros maderables para cercos y otros menesteres. Ahí yo cortaba hojas de bijao para vender en las carnicerías de Arboleda, y Roberto adquiría manzanilla, una erupción en la piel producida por el árbol de manzanillo en personas sensibles, hasta el punto de incapacitar a la víctima, a la cual convierte en un monstruo. A Roberto se le cerraban lo ojos y se le hinchaba todo el cuerpo. La cura sale del mismo monte: el espadero, cuyas ramas hervidas sanan la erupción. Yo, sin darme cuenta, algunas veces llevé palos de manzanillo sin haberme infectado, pero el pobre Roberto, con solo mencionarle el nombra del árbol, se enfermaba.
A pesar de ser pobres y pertenecer a una familia numerosa, en la casa nunca faltaba la vaca de leche; además, la bestia de carga y de silla, y a veces había más de una bestia y de una vaca. En cuanto a las bestias de silla, mi papá siempre prefirió las mulares, por ser más seguras y fuertes. Cuando vivíamos en El Anime, teníamos a El Gaucho, un macho de color castaño, buena alzada y tan manso como para poder ser utilizado por mi mamá, quien siempre montaba en la silla para mujeres, la cual tenía una especie de cacho, donde las damas cruzaban la pierna derecha, y en un estribo muy corto ponían la pierna izquierda, pues montaban de falda y de lado, porque en esa época las mujeres no podían usar pantalones.
No sé si mi papá sabía el significado de la palabra gaucho, o si había leído Martín Fierro; pero si acertó al denominar con este nombre a su macho de silla, porque su comportamiento se pareció a tres de las definiciones del Diccionario de la lengua española de la Real Academia para este término: Si bien la acepción dos se refiere a un adjetivo usado en Argentina y Uruguay para una persona noble, valiente y generosa; estos calificativos le quedaban como anillo al dedo a nuestro personaje. Así mismo, la acepción tres califica a un animal o una cosa que proporciona satisfacción por su rendimiento, cualidad que tenía El Gaucho a raudales. No obstante, los anteriores atributos, también su comportamiento correspondía a la acepción cuatro: adjetivo poco usado en Argentina para el ducho en tretas, taimado. Quizá esta última cualidad sea la que recuerdo con mayor nitidez. Así como los gauchos, este macho amaba la libertad y los buenos pastos. No había potrero del cual no se saliera ni pesebrera en donde encerrarlo. Pastaba donde el alimento estuviera más fresco y abundante. No había alambrado que lo atajara.
Normalmente, tanto en los corrales como en los potreros, mi papá usaba puertas de golpe, con el fin de que por su propio peso se cerraran y, de esa manera, no quedaran abiertas cuando alguien pasara, cuya consecuencia era la desbanda de los animales. Por lo general, estas puertas tenían una tranca hecha con una especie de garabato, clavado en el poste recibidor de la puerta y con un palo delgado y redondo en la parte del marco de la puerta que golpea en el recibidor. De esta manera, al cerrarse quedaba atrancada y los animales no podían abrirla con un simple empujón. Este cerrojo no fue ningún problema para El Gaucho, el cual la abría sin ninguna dificultad. Ante esto, amarraban con un lazo la puerta, y también aprendió a desatar los nudos. No había forma de atajarlo. Cuando iban a utilizarlo, lo encerraban en la pesebrera, pero se salía cuando quería. Y en el potrero no había cerca que lo retuviera. Siempre andaba como Pedro por su casa. A lo último, decidieron, en vez de puerta, hacer una especie de compuerta, introduciendo unas tablas entre canaletas de madera, las cuales había que alzar de una en una para poder entrar; sin embargo, tampoco surtió efecto, por cuanto el marrullero animal, las cogía con los dientes y las retiraba sin ninguna dificultad.
Por todo lo anterior, cuando iban a Arboleda, tenían que volver el mismo día, porque si lo empotreraban allí, esa misma noche volvía a la finca. Y a mí me gustaba cuando eso ocurría, porque me ganaba la paloma de llevarlo, aunque fuera en pelo. Además, tenía otra ventaja, no se le podía prestar a nadie. En cambio, cuando los viajes eran a Pensilvania, no se fugaba, me imagino que la distancia y el cansancio lo disuadían.
No sé al fin en qué terminó El Gaucho, tal vez lo vendieron por alguna necesidad económica.
En El Anime Zepelín, el potrillo que volvió con la yegua robada en El Higuerón, fue nuestro primer caballo de silla, pues a su lomo aprendimos a montar a caballo, inclusive Libardo, quien estaba muy niño. Los mayores solo lo usaban como bestia de carga, pero los niños no desaprovechamos ocasión de andar a horcajadas en él.
Cuando iba cargado había que estar pendiente de su paso, porque en las sendas estrechas se enredaban sus patas y se iba al suelo, con el riesgo de rodarse en esas laderas donde vivíamos. Era demasiado manso, pero marrullero. Uno, con un simple lazo, lo cogía en cualquier lugar y se montaba sin ninguna dificultad. Casi siempre lo empotreraban en el camino hacia la finca de don Benito, un potrero a los lados del camino lleno de piedras, en medio de barrancos.
Cuando me mandaban por el patitorcido, lo enlazaba y lo colocaba junto a un barranco y de un salto me acomodaba en su lomo. Lo enfilaba hacia la casa y lo hacía trotar, nunca le conocí un galope. Salía con su paso lento, se asomaba en los barrancos como si fuera a bajar con cuidado, y, en toda la orilla, cuando tenía el cuello hacia abajo, se frenaba y uno salía por el cuello y rodaba al camino. Siempre caíamos en su trampa. Pero no se escapaba de sus jinetes, porque volvíamos a treparnos en su espinazo. Algunas veces me iba con Juan Bautista a traerlo y dividíamos los tramos, pero él intentaba volarse y yo lo cogía de un pie y lo tumbaba.
A Zepelín, ya viejo, lo enviaron para El Verdal, a la finca de Gonzalo Botero, y allí terminó su vida.
Otro equino con historia en la familia fue un caballo colorado, colimocho, tan brioso que solo lo montaban mi papá y Juan. Era raro un caballar en la familia, fuera de zepelín. Sin embargo, como Juan era tan paciente, tan relajado, acostumbró el caballo a caminar a su ritmo y, según algunos chismosos, el caballo se dormía cuando el tío iba en él. Cuenta Roberto que de tanto andar Juan en el caballo, se volvió tan manso que ellos lo montaban sin ningún problema. También hubo una mula negra, excelente para la silla, pero siendo aún una muleta, se la vendieron a Carlos.
La parte económica era dura, pero mi mamá criaba gallinas y echaba las culecadas para tener huevos y carne, pues se dejaban las hembras y se mantenían uno o dos gallos, y los pollos se consumían cuando estaban de gasto. Era una pobreza sin hambre. También engordaban cerdos, los cuales se vendían en Arboleda y, de vez en cuando, se sacrificaban para el consumo de las familias. Ahora bien, en esa época no había gastos suntuosos y con la comida y la ropa básica era suficiente. La sociedad de consumo todavía estaba muy lejos de nuestras vidas. Con las gallinas había una práctica sencilla para encontrar los huevos cuando algunas rilosas ponían en el monte: examinarlas si iban a poner y amarrarlas con una cabuya ceñida a las patas, para cuando estuvieran a punto de largar el huevo, ellas empezaran a jalar (halar) la cabuya. Uno las soltaba y las seguía con mucho sigilo, porque las matreras daban rodeos, observaban si las seguían y se hacían las bobas. Era un arte de espionaje seguirlas, pero el disfrute al encontrar las nidadas era sensacional. Algunas veces no se encontraban los nidos y las gallinas aparecían con los pollitos. Así mismo, por mi velocidad y astucia me encargaban la cogida de las gallinas para sacrificar. Fue tanta la fama de cogedor de gallinas, que Adela me contrataba para cogerlas, y yo le exigía como contraprestación una coyuntura: un muslo.
Desde niño, como mis hermanos mayores, participaba de las faenas del campo: conseguir leña, encerrar los terneros y traer la vaca para ordeñarla, traer y cuidar las bestias e, inclusive, coger café; pero la actividad más aburridora era la garitiada, o sea, llevarle los alimentos a los trabajadores, por cuanto eran transportados en utensilios poco prácticos: ollas con tapas que no ajustaban bien y había que amarrarlas con cabuyas o inmovilizarlas con un palito que se colocaba entre las dos orejas. En ellas se transportaban los alimentos calientes y muchas veces el líquido se salía por los bordes y caía sobre nuestros pies. En otras vasijas, por lo general botellas de vidrio, tapadas con un pedazo de tusa, se llevaba limonada o claro para la sed y la aguapanela o café para la sobremesa. Muchas veces, la elaboración de los alimentos se retardaba y los trabajadores, incluyendo a mi papá, nos recriminaban por la demora. De todos modos, yo prefería ir al corte que servir de garitero, pero cuando estaba en el corte, y a mí me tocaba esperar, sobre todo el almuerzo, al acercarse la hora esperada y como no llegaban a tiempo los gariteros, no trabajaba por mirar el camino por donde debían llegar.
Todos los años, en navidad, mi papá sacrificaba un cerdo o un ovejo. Cuando vivimos en esta vereda, los conseguía en El Higuerón, en la finca de José Henao. Varias veces me envió con Horacio Botero a traerlos. Nos facilitaba una mula, en la cual, a la ida, Horacio me llevaba al anca de la bestia. Al regreso, me tocaba llevar al carnero, detrás de la mula, más o menos hasta La julia, sitio desde donde largábamos al ovejo, el cual seguía detrás de la bestia como si fuera un perro y Horacio me montaba al anca.
Cuando ya estaba en edad de estudiar, hacia los ocho años, me enviaron a Pensilvania, a la casa de algún familiar, porque mi papá se propuso que todos los hijos estudiaran, para que no tuvieran que trabajar tan duro como le tocó a él. Así, ninguno de mi familia estudio en una escuela rural. A lo mejor, también sería una opción económica, por cuanto se mermaba la carga familiar, al no tener que alimentar todo el año a los doce hijos. Durante mis siete años en Pensilvania viví donde mi mamá Susana Jaramillo, mi abuela Susana Mejía, donde Juan y Aura, donde Rosita y donde Carlos Botero, desde cuya casa decidí abandonar los estudios por motivos baladíes, porque a pesar de que recibí mucho apoyo, las dificultades de Oliva, la esposa de Carlos, para criar los hijos pequeños y atenderme a mí, tanto que algunas veces me tocaba irme para el colegio sin desayunar, porque ella no se había levantado. Además, nunca tuve la perspectiva de ser un profesional, más bien me veía como un campesino acomodado, disfrutando de una buena finca. Simplemente la vida marca derroteros no esperados.
En las vacaciones llegábamos todos a la casa y participábamos activamente en las actividades agrícolas. De esa labor surge una de las anécdotas más significativa de la vida familiar y que muestra el talante y la inteligencia de nuestro padre. Quizá el oficio de mayor prestigio en la región era el de arriero, y las condiciones de vida donde los familiares, a pesar del apoyo y solidaridad, eran duras, porque todos eran tan pobres como nosotros. Tal vez a Libardo, cuando estuvo donde Francisco y Julia, le tocó un poco más cómodo. Eso explicaría la intención de Roberto de abandonar los estudios y dedicarse a la arriería, decisión que le contó a Benjamín, quien le chismosió a Arturo, porque no se atrevía a confesársela a mi papá. Como el tío le comento a mi papá la intención de Roberto, al otro día de llegar de Pensilvania a vacaciones, lo llamó a las cuatro de la mañana y, sin tocarle el tema, se lo llevó a trabajar al corte de caña, y dejó instrucciones para que les lleváramos los alimentos. De los trabajos más fastidiosos es el de la caña. Sus hojas son aserradas y cortan la piel como si fuera una sierra; además, el dulce se pega por toda la piel y, como las cañas son tan lisas, son muy difíciles de agarrar y transportar. Me imagino que durante la faena intensificaron el trabajo, en medio de un día bastante caluroso, en el cual la ropa se pega de la piel, generando mucha incomodidad. Roberto aguantó hasta después de la hora del almuerzo, porque si algo habíamos aprendido era a no demostrar el cansancio ni la pereza. Pero estalló, muy difícil en él: “¡Esta es una vida muy hijueputa! y mis hermanos en la casa bien cómodos”. A lo que mi papá le contestó: “Me dijeron que no quiere seguir estudiando, esta es la vida que le espera, escoja”. Y Roberto respondió: “Yo sigo en el colegio”. No hubo que echar cantaleta, sino dar una lección de vida.
La siguiente es la versión de Roberto: La historia real es la siguiente. Como yo antecedí a Ignacio en la llevada y recogida de las mulas del tío Carlos y otros arrieros a San José—Alto de Marianita—, fuera del ancestro campesino, me encariñé con las mulas y todo lo relacionado con el campo; además, reconociendo que el estudio, para mí, no era muy ameno, le comenté a Benjamín, quien seguro le trasmitió a Arturo mis intenciones, y como era lógico, porque Arturo viajaba con frecuencia a la Arboleda y le podía contar mi idea más rápido a mi papá. Al otro día de llegar a vacaciones, a las cuatro a. m., me levantó mi papa y cuando le pregunté para qué, me contestó que nos fuéramos a trabajar. Mandó a los trabajadores para otro sitio a desempeñar sus labores y nos fuimos falda abajo a cortar caña. Después de almorzar (sancocho de yuca, papa y plátano con gordo de pecho y, de sobremesa, claro), mi papá armó dos bultos de caña, uno grande para él y uno más pequeño para mí; iniciamos el ascenso, siempre mi papá adelante, con ese calor del medio día tan verraco, los brazos rayados por las hojas de la caña, y se me fue subiendo “el Henao” y eché a rodar el bulto y manifesté: “Esta es una vida muy hijueputa”. Mi papá recostó su bulto contra un palo de café, se sentó y más o menos a los dos minutos me preguntó: “Es mejor esto o estudiar”, y le contesté: “mañana me vuelvo”. Mi papá nunca me contó que lo hubieran enterado de mis intenciones. Yo resalto que mi papá, a pesar de su temperamento, guardara tanta calma. Excelente lección.
De todas maneras, Roberto ejerció la arriería durante las vacaciones. A mi papá le dio por comprar unas mulas, y como nunca fue buen negociante, era una recua desigual, con una mula negra muy buena y el resto de mala calidad. Yo era su ayudante. Por lo general salíamos de El Anime hasta Pensilvania, cuando lo aconsejado era partir la jornada: en un día ir hasta Guacas y al otro hasta Pensilvania. Tal vez por eso, las mulas se cansaban y nos daba dificultad subir hasta el páramo de Miraflores, antes de bajar al pueblo. Muchas veces nos tocaba darles chusco, para ver si recuperaban las fuerzas. En uno de los viajes, un macho amarillo, de los más grandes del grupo de acémilas, cuya carga era un viaje de envases, demasiado liviano, se fue de espaldas y quedó patas para arriba en mitad del camino. Roberto pensó que le había dado un infarto. Decidimos descargarlo y solicitar en una casa cercana que nos guardaran la carga y nos permitieran empotrerar al desmayado. No supe al fin como terminaría esta historia, pero era parte de la cotidianidad de los arrieros. Igual que con los carros, las bestias se enferman, se cansan o les da malicia. El viaje con las mulas era lento, no se podían acosar. De Guacas a Pensilvania duraba unas ocho horas, por tanto se tomaba algo en una fonda de Quebrada Negra y después en Miraflores. Como las mulas no se
podían dejar solas, los arrieros comían de afán y se tomaban el chocolate caliente. Así aprendí a bogar candela, como decía mi mamá.
Durante el tiempo vivido en El Anime sucedieron otros hechos dignos de contar. Como Miguel era tan enamorado, lo patio la novia. Él tenía unos dos años y era muy inquieto y se movía por todos lados. Y estábamos un día en la casa muy tranquilos, cuando va entrando, sin llorar, echando abundante sangre por la cabeza. Al preguntarle que le había pasado, contestó que lo había patiado la novia. Y ante la extrañeza de todos, contó que le había metido un palo de leña por el culo. La novia era la mula más peligrosa, ni siquiera le herraban las patas. Desde ese día Miguel lleva tatuado en la frente ese recuerdo.
Pero, quizás, el recuerdo más dramático fue la rodada de Libardo por una ladera, camino a la ramada de don Benito. No sé la razón para no haber estado en la recocha, a lo mejor estaba en otra parte, cuando primos y primas se fueron de paseo a jugar a la manga. Según contaron, Eva encontró un pájaro muerto y se puso a perseguir a Libardo, quien del susto se rodó por una ladera y cayó al camino y su cabeza chocó con una piedra. Del golpe se le hundió el cráneo y quedó inconsciente. La parte interna de uno sus ojos se lleno de sangre. Lo trasladaron para Arboleda, a la casa de Carlos, pero en el caserío no había médico. Por fortuna, se encontraba en el lugar un mediquillo, bastante borrachito, pero, según decían, acertado en sus tratamientos. A mi me tocaba todos los días ir por la ropa sucia y a llevar la limpia, a lo mejor llevaba frutos de la finca, para aportar algo. Libardo cuenta que le dieron pollo en abundancia, los cuales a lo mejor los enviaba mi mamá. Después de un tiempo, se recuperó, pero debido al accidente un pie le creció menos y, por eso, anda cojo. De esa cojera fui víctima. Cuando mi cuñado Jaime se iba a casar, sus padres estaban lejos, por tanto, a Stella y a mí nos tocó apadrinarlo. Yo decidí que no justificaba comprar un vestido para una simple ocasión, por lo mismo, pensando que Libardo y yo somos de estatura parecida, le solicité un vestido prestado. Así ocurrió. Sin embargo, él y yo somos iguales por el pie más cortico y en el otro me lleva centímetro y medio. Por eso, ya en la ceremonia y en la fiesta, yo arrastraba una bota, y me tocaba subirme a cada rato el pantalón.
La vida en el campo era simple y rutinaria. Había pocas comodidades y el trabajo era duro. No había energía eléctrica y a las casas llegaba el agua por gravedad desde las fuentes, por lo general, pequeños arroyos. Se conducía por medio de unas acequias labradas en la tierra y, cerca de las viviendas, como el terreno por donde
venía el agua era más alto que las casas, esta se recogía en canales de guadua que llegaban hasta el lavadero. Una vez Sofía estaba jugando con una pelotica y esta le brincó a la canoa. Muy ágilmente se subió por la chambrana, y al ir a coger la pelota, se cayó al patio y se fracturó. Como en ese tiempo no había médicos ni enfermeras, buscaron un sobador de apellido Tabares para que la compusiera. Medio le arreglaron los huesos, pero el genio le quedó algo torcido.
Según Roberto, en El Anime vivimos alrededor de ocho años. Allí nacieron Rogelio, Miguel e Ildefonso. Durante la permanencia en ese lugar nos tocó participar de la vida tradicional de los campesinos. Como vivíamos a la orilla del camino entre Pensilvania y Arboleda, todos los días veíamos pasar a los arrieros con sus muladas, los domingos a los feligreses que iban a mercar y a misa en el pequeño poblado de solo dos calles y una plaza amplia, con tiendas surtidas para satisfacer las necesidades básicas y en las cuales vendían el café. Había más cantinas que negocios de abarrotes y unas pocas carnicerías, en las cuales sacrificaban reses de la misma región, por lo general vacas en edad de jubilación. Eran negocios tan poco lucrativos que a veces partían una res entre varios carniceros. De ahí surge una historia simpática. Había una persona, según Roberto fue el papá de Magnolia, que no comía carne de toro. Cuando se dio cuenta de que su carnicero había comprado un toro para sacrificar; decidió comprar la carne en otra parte, no sé si donde Jaime Henao, su yerno. Cuando llegó al expendio le dijo al propietario: “Véndame usted la carne, que ese cochino de Pedro Pablo mató un toro”. El vendedor lo atendió y el escrupuloso se fue feliz con su compra. A los ocho días Jaime le preguntó cómo le había salido la carne, y ante la respuesta de que muy buena, le contó que él había partido el toro con Pedro Pablo.
Como Pedro Nolasco, el esposo de la tía Bernarda, vivía en la misma vereda, a una hora más o menos de El Alto, los visitábamos con frecuencia, para compartir y jugar con los primos y, a veces, para que Pedro Nolasco nos motilara, con una máquina que en vez de cortar arrancaba el pelo. Ellos tenían una situación económica mejor, producían café, tenían ganado y varias bestias de silla. Allí, en unas vacaciones, cuando todavía vivíamos en Pensilvania, a Roberto, tirándose con sus primos en una pila de capacho, se le clavó una estaca en la ingle, casi le coge la femoral, y estuvo un tiempo enfermo.
Cuando yo todavía no había entrado a estudiar, iba con cierta frecuencia a visitarlos, sobre todo para compartir con Vianor, mi contemporáneo. Él recogía las
hojas de balso y les recortaba el pecíolo de la hoja, para hacer tabacos, que fumábamos a escondidas. En una ocasión, cuando ya me volvía para la casa, él se vino conmigo una parte del camino porque debía ir por una mula, a un potrero cerca de la escuela. Era un poco antes de las ocho de la mañana y alcanzamos a las muchachas que iban a estudiar, entre las que estaban unas de apellido Montoya, de la finca colindante. Yo no sé si el Mono tenía algún inconveniente con ellas, porque empezaron a insultarnos. El Mono, muy valiente, dijo que en el carriel tenía una navajita y las muchachas salieron corriendo y nos amenazaron con que le iban a poner la queja a doña Carlina, así se llamaba la maestra.
Yo, por precaución, no seguí el camino, para no pasar por la escuela, y di un rodeo por las cabeceras, para no encontrarme con doña Carlina, quien tenía fama de brava. Sin embargo, no me salvé, pues el domingo siguiente, la maestra iba para Arboleda, y cuando pasó por El Alto, les puso la queja a mis papas y me gané la pela. Además, Carlina era tan ordinaria, que para sacar la plata, se alzaba la bata y yo no supe en dónde la guardaba. De todas maneras, al escuchar Camino viejo siempre recuerdo esa escuela del Anime.
Otra de las de las actividades comunes cuando vivíamos en El Anime era ir a la ramada de don Benito por miel, cachaza (subproducto del proceso de la caña, no la de Brasil) para darle a los cerdos o a participar en la molienda cuando la caña era de la finca. En el trapiche a todo el que llegaba le regalaban miel para llevar, le permitían hacer alfandoque, poner a cocinar plátanos maduros en los fondos donde la miel estaba a punto de convertirse en panela, comerse los llamados conejos (chisguetes de miel convertidos en caramelo), tomar guarapo con limón. Era un entorno solidario y de camaradería.
Yo conservo una imagen borrosa de la ramada, pero al recordarla me parece una posibilidad de valorar la capacidad de esos lugareños para aprovechar el entorno y la calidad del suelo. El trapiche lo movía una noria (rueda) de madera, empujada por la corriente del agua de la quebrada, que nosotros denominábamos de don Benito, a través de canoas de madera. El agua prestaba su energía a la rueda sin sufrir ningún cambio en su composición, más bien se aireaba y seguía su camino para calmar la sed de plantas, animales, personas y servir de morada a los peces, entre ellos las sardinas que Abelardo pescaba. En el siguiente enlace hay un entable parecido, pero más rústico. https://www.youtube.com/watch?v=vaGPS27AWew
Cuando vivíamos en esa vereda, mi papá entretenía su tiempo libre, los fines de semana, jugando tute, en el local de la casa de Berardo, donde por épocas había carnicería. Muchas veces, con la habilidad para jugar, obtenía la carne para la semana. Yo me entretenía viéndolos jugar y admiraba la habilidad para llevar la cuenta de las cartas que habían jugado y en deducir quién tenía las que faltaban para determinar cómo jugar.
Según Roberto, la finca era de Juan, y se la vendió a Carlos Castro, un hermano de Pedro Castro, al que se la habían comprado. No supe las razones para venderla, pero me imagino que lo hicieron para pagar las deudas, porque nunca volvieron a comprar otra tierra y ni a demostrar alguna capacidad económica. De El Alto nos fuimos para La Española, ya en Antioquia, en donde mi papá administró una finca de don Alfonso Uribe. Allá duramos alrededor de tres años.
La Española
Cuando se dio ese cambio tan brusco, ya Pedro y Rodrigo vivían en Medellín y, al poco tiempo lo hizo Roberto. Desde que vivíamos en El Anime, Berta decidió quedarse en la casa para ayudarle a mi mamá, mientras los de edad escolar permanecíamos en Pensilvania. Incluso Rodrigo volvió del noviciado e hizo la última parte del bachillerato allí.
Cuando nos fuimos para la Española, Rogelio, Miguel e Ildefonso estaban pequeños y Matilde nació en ese lugar; es decir, mi papá solo contaba con la capacidad de trabajo de sus hijos en vacaciones, tiempo en el que socolábamos, tumbamos monte y guaduales; sembrábamos caña, café, maíz, yuca y pasto; además, laborábamos con las bestias y el ganado. Cuando yo estaba en Segundo de Bachillerato, como conté antes, me fui a trabajar allí. Mientras estábamos en esa finca, nos tocó la siembra y cultivo de extensos cañaduzales, la construcción de la ramada y la renovación del cafetal.
Era una finca inmensa, iba desde el río Samaná hasta el páramo de Sonsón, en plena Cordillera Central. Estaba entre las quebradas Las Nutrías, desde el nacimiento hasta la desembocadura en el río y La Española, en la parte baja, porque hacia la cabecera había más propietarios. La mayor parte del terreno era virgen, puro bosque. En todo el recorrido de Las Nutrias no había una sola vivienda y su cauce en invierno conservaba su color y nunca se desbordó; en
cambio, La Española, en verano era un hilo de agua, que se pasaba de un brinco, pero en invierno su lecho impedía el paso, tenía una amplitud desmesurada para una quebrada y sus orillas se llenaban de piedras de varias toneladas. Esa diferencia es un ejemplo de como la mano del hombre, con la erosión, deteriora la naturaleza. Ya, en 1800, Humboldt dijo, en relación con la erosión causada por los humanos, lo siguiente:
Cuando los bosques se destruyen, como han hecho los cultivadores europeos en toda América, con una precipitación imprudente, los manantiales se secan por completo o se vuelven menos abundantes. Los lechos de los ríos que permanecen secos durante parte del año, se convierten en torrentes cada vez que caen fuertes lluvias en las cumbres. La hierba y el musgo desaparecen de las laderas de las montañas con la maleza, y entonces el agua de lluvia ya no encuentra ningún obstáculo en su camino: y en vez de aumentar poco a poco el nivel de los ríos mediante filtraciones graduales, durante las lluvias abundantes forma surcos en las laderas, arrastra la tierra suelta y forma esas inundaciones repentinas que destruyen el país.
Alexander von Humboldt, en Wulf, Andrea (2020, octava edición, p. 86). La invención de la naturaleza. El Nuevo Mundo de Alexander von Humboldt. Bogotá: Taurus.
En la parte cercana al río estaban la casa principal y los potreros para el ganado; un poco más arriba se sembraron los cañaduzales y se construyó la ramada; en un nivel más alto estaban Las Encimadas, con una casa campesina junto al cafetal y a las zonas de cultivo, en las cuales se tumbaron extensiones amplias de guaduales y bosques, para sembrar maíz y posteriormente pasto. Cerca de la ramada había una casa para trabajadores, donde vivía María Pérez con tres hijos: Luis (Paleto), Joaquín y Fidel y, a veces, cuando no estaba preso, Pedro, un hermano de María, a quien apodaban Calzones. Posteriormente, entre la casa del río y la de Las Encimadas, don Humberto Zuluaga, yerno de don Alfonso, construyó una casa.
Entre los recuerdos, no se me olvida un cultivo de maíz de varias hectáreas, que implicó socolar, tumbar inmensos árboles y, cuando estaba el rastrojo seco, quemarlo para facilitar el trabajo. Allí, cuando las mazorcas maduraron, hubo necesidad de construir una troja para almacenarlas. En esa troja, mientras descapachábamos las mazorcas, con Abelardo y Pedro Calzones, Abelardo le fue preguntando cuántos había matado. Con la frialdad más absoluta, nos fue enumerando sus crímenes. Al primero lo mató en una pelea. Y como ya en la cárcel, no se lo podía quitar de la cabeza, entonces le consultó a otro detenido como hacía para borrarlo de la memoria. Este le aconsejó matar otro y así lo hizo nuestro interlocutor: asesinó a un preso. Según nos dijo fue el remedio para su miedo. Ya no lo volvieron a perseguir sus víctimas. Cuando regresó de la cárcel, tenía un enemigo, a quien espero en un volcán (derrumbe) donde el camino era más estrecho, entre la casa de la playa y Las Nutrias, y como este venía a caballo, le metió una puñalada a la bestia y lo tiro con caballo y todo al río. Mientras Calzones narraba sus hazañas, yo temblaba de miedo y me daban ganas de mentarle la madre a Abelardo, aunque me rebotara. Uno en esas soledades, en manos de un psicópata y el sapo de Abelardo dándole cuerda. Cuando todavía vivíamos allá, en El Sandal, a todo el frente, pasando el río, Calzones mató a una persona enferma, que no se podía levantar de la cama, para vengarse, porque en un bazar había herido a Joaquín, su sobrino.
En un comienzo vivimos en la casa de la playa, rodeada de potreros y, hacia el río, a mano derecha, de guayabales, abundantes en zonas por donde el río corre cuando cambia de rumbo, algo común en este tipo de corrientes. Allí se amañaban los cerdos, a los cuales les gusta mucho la guayaba. En esa época teníamos una cerda de cría, bastante mañosa, la cual, cuando las vacas de leche estaban echadas, se pegaba de las tetas a mamar. Por alguna razón, tal vez porque los cafetales y las zonas de cultivo quedaban en la parte alta de la zona productiva, nos pasamos para la casa de Las Encimadas, a la cual llevamos la cerda en mención. Era tal su habilidad que me tocó verla arrancando una mata de yuca, tirando del palo, como las arrancamos los humanos. No le gustaba entierrarse. Además, cogió otra maña bastante molesta: bajaba a los guayabales a disfrutar de su alimento predilecto, pero no volvía a la casa y tocaba ir por ella. También, como en Las Encimadas no había potrero, nos tocaba bajar todos los días a ordeñar la vaca cuya leche nos correspondía, si la mañosa marrana no se la había tomado.
Mientras vivimos en las dos casas, mi mamá seguía criando gallinas, mucho más en la casa de la playa, porque las aves se alimentaban básicamente del pasto y los bichos abundantes en esos potreros. De vez en cuando el gavilán también cenaba de cuenta de nosotros, pero era tal la abundancia de animales que no hacía mella. Ya en Las Encimadas era más difícil la crianza de aves, por cuanto al gavilán se le juntaron chuchas, tigrillos y otros depredadores.
Como las casas no tenía cielo raso, las vigas estaban expuestas. Resulta que Abelardo se cayó sobre un azadón y se cortó el codo, y cuando movía la mano, se llenaba de sangre, por tal motivo se mantenía quieto. Pero una noche, mi mamá sintió unos ruidos extraños, y cuando fue a ver, encontró a Abelardo colgado de una viga, sin que le saliera una gota de sangre. Explíqueme esa.
En esa casa nació Matilde, cuyo parto debió preocupar a la familia, tal vez por la edad de mi mamá, por eso buscaron un comadrón experto y no una comadrona, como era lo normal. Era un señor de edad, quien permaneció varios días, hasta el nacimiento de la niña. Yo no sé cómo hacía mi mamá para ocultar los embarazos, pues nunca recuerdo haberla visto embarazada, o era tan ingenuo que no reconocía ese estado en una mujer. Además, como en La parábola del retorno de Barba Jacob: “Nos hicieron alejar” y al volver ya había nacido Matilde, a quien, al otro día llevamos Abelardo y yo hasta Arboleda, para bautizarla, por si ocurría una desgracia, no cayera al limbo. Aunque todos somos de cultura paisa, ella es la única propiamente antioqueña de los doce hermanos.
Cuando residíamos en la playa, convivíamos con don Alfonso, todo un personaje lleno de picardía. Tenía un ojo afectado y una mano tiesa, pero eso no le impedía montar a caballo y realizar algunas actividades. Le gustaba oír a Los Tolimenses, lo cual incomodaba a mi mamá, por su puritanismo; sin embargo, sospechamos que no se perdía los chistes, por cuanto detrás de su mojigatería escondía su picardía. Inclusive, después de habernos venido para Medellín, seguimos con una relación muy estrecha con él y su familia, hasta el punto de que una vez llamó a Rodrigo y le dijo, sin haberle consultado: “Me debe tanto, acabamos de comprar en Concordia una finca en compañía”. La tuvieron varios años, pero también la vendió sin consultar con nadie. Ese viejo tenía la chispa adelantada, el mismo decía que había quedado mal arrendado. Una de las anécdotas más conocida se refiere al niño que llegó llorando, pues el toro lo había embestido. A don Alfonso le pareció muy extraño, por cuanto el animal era muy manso. Cuando preguntaron por qué, otro niño contestó: “Fue que le jaló las bolas”, a lo que don Alfonso contestó: “A mi también, el que me jale las bolas me tiene que matar”. Don Alfonso se caracterizaba por el apunte oportuno. Rodrigo cuenta una anécdota y la sitúa en la Feria de Ganado de Medellín, cuando sus acompañantes le decían papá: “Sí, todos ellos son hijos míos, pero de distinta mamá”; sin embargo, hay otra versión, ubicando los hechos en la fonda situada en la entrada a la finca de Concordia. Estaban mi papá, Gonzalo Henao, Gerardo Henao y Ovidio Gómez. La dueña de la tienda se extraño con el trato de abuelo y le dijo: “Todos son nietos, y este por qué tan moreno”, señalando a Ovidio. Con su picardía, le contestó: “También, como le parece que un hijo mío se acostó con la trabajadora y mire lo que salió”.
En esa época, la familia estaba dispersa. Rodrigo y Pedro en Medellín, Roberto, Abelardo, Libardo, Sofía y yo estudiando en Pensilvania. El viaje de Pensilvania hasta la finca duraba más de doce horas. Salíamos a la cinco de la mañana y llegábamos al anochecer. Una vez, después de pasar por El Alto, camino de Campo Alegre, decidimos arriesgarnos a irnos dizque por un deshecho, cuya ruta llegaba en línea recta a La Torre, sin necesidad de ir hasta Arboleda. Nos ahorraríamos más de una hora de viaje. Nunca encontramos el sendero, pero obstinados como buenos Henao, seguimos adelante, trillando monte. No tuvimos la habilidad del bisabuelo Manuel. Perdimos más tiempo del que quisimos ganar. Pero llegamos. Cuando estaba en Segundo (Séptimo ahora), me retiré y trabajaba intensamente con mi papá y, en vacaciones, nos ayudaban Rodrigo, Roberto (en un corto tiempo) y Abelardo. Recuerdo la tumba de un guadual, de varias hectáreas, en el cual sembramos maíz. Derribar las guaduas es un arte y un peligro si no se saben cortar, pues si no se hace adecuadamente, el tronco se puede desastillar y cortar al operario. Un mecanismo para minimizar los riesgos consistía en realizar un corte pequeño en lados opuestos, en hileras de guaduas, de tal manera que se sostuvieran en pie; después se cortaban las de la parte superior, las cuales al caer arrastraban con su peso las previamente cortadas. Verlas caer como en oleadas era majestuoso. Era duro pero bonito participar en esas faenas.
Durante nuestra permanencia allí, a veces nos visitaron Pedro y Roberto, pues la presencia de Rodrigo era habitual en todas las vacaciones. Cuando los hermanos iban de visita, bajábamos a Puente Linda a recogerlos en una bestia, actividad que por lo general me correspondía. Como el bus salía de Medellín a las once de la noche, llegaban a Puente Linda al amanecer, por tanto, era necesario viajar el día anterior y dormir en unos hotelitos sencillos, manejados por gente muy amable. En una de esas idas, no pude atajar a Argos, un perro con pinta de labrador, el cual me acompañaba a todas las actividades. A lo mejor, también quería su compañía. Argos tenía un problema, no pasaba por ningún puente, incluyendo los de cemento, por donde uno pasaba a caballo. Esa semana las lluvias arreciaron y los ríos estaban crecidos. En el paso de El Guaico, junto al puente colgante, pasó sin dificultad, pero al cruzar a Puerto Venus, ya el caudal del Samaná era inmenso; de todas maneras, mi fiel compañero no quiso pasar por el puente detrás de la mula, y se lanzó a la corriente, con tan mala fortuna que el raudal se lo llevó. Lo vi desaparecer y me bajé a buscarlo por ahí durante una hora. Como no salió, lo di por muerto, y, con mucho pesar, seguí el camino. Llegando a Puente Linda me alcanzó, cuando logró salir del agua, siguió el rastro de la mula.
En otra ocasión me tocó llevar una vaca recién parida para venderla en Arboleda, en una especie de feria. Como se vendía para leche, no se le dejaba mamar al ternero, y, así, el animal mostraba su ubre plenamente. Al ternero se le daba leche de otras vacas y se le ponía un bozal. Era necesario madrugar para llegar a tiempo al pueblo y, además, para aprovechar el fresco de la mañana y evitar el calor, bastante molesto para los vacunos. Iba sin ningún problema, pues el animal era manso; sin embargo, al llegar al puente colgante en El Guaico, para cruzar el Samaná, la vaca se negó a pasar. Yo sabía que pasando el ternero ella seguiría detrás de nosotros. Cogí la cría y la pasé empujándola hasta la manga, después del puente; pero su madre se quedó al otro lado. De manera ingenua, dejé el ternerito y me devolví por la vaca, la cual pasó sin ninguna dificultad. Pero al llegar al otro lado no estaba el ternero, se encontraba en medio del río, afortunadamente en el charco debajo del puente, por tanto la corriente no lo arrastró a una muerte segura. No sé si salió solo o cómo salí del apuro, lo único que recuerdo fue haber cumplido la misión: ambos animales llegaron al pueblo.
También, ese puente me trae otro recuerdo molesto. Una mula, muy buena de silla, en un viaje con don Humberto Zuluaga, al pasar por el maderamen, se quebraron una tablas y el animal se clavo entre el piso. La pudieron rescatar sin ninguna lesión física, pero en su cabeza persistió el miedo, y no había poder humano para hacerla pasar. Solo se podía utilizar en verano, con el río bajito, como decíamos nosotros, o sea, con poco caudal, para poder pasar por el agua. A mí, este hecho me ayudó a entender la diferencia entre reflejo condicionado y concepto. Para la mula el puente siempre era un peligro, no tenía la capacidad conceptual para verificar si el puente estaba en buen estado.
En el corto tiempo pasado en La Española, nos correspondió ver crecer los cañaduzales y construir la ramada, colaborar en la instalación del motor y participar en la producción de la panela, arrastrar la caña para procesarla y disfrutar y padecer el empalagoso olor de la miel, el calor del horno, el riesgo de una quemada, el cansancio de una jornada que empezaba a las dos de la mañana y podía terminar a media noche. Cuando había molienda, el jueves lavábamos los fondos, aprestábamos la leña y las cáscaras de balso, de las cuales, al machacarlas, se extraía el jugo (mucílago) para echarle al guarapo con el fin de limpiarlo de las impurezas (pero ahora no recomiendan su uso por razones ecológicas y porque hay mucílagos más efectivos y con mayor presencia en el medio).
El sábado (viernes por la noche) nos levantábamos a media noche, mi papá hacía una especie de desayuno y por ahí a las dos bajábamos a la ramada a esperar a los trabajadores. A mí, por lo general, me tocaba cargar el bagazo fresco y arrumarlo en las pilas y, a la vez, llevar el seco a la boca del horno para que el atizador mantuviera el fuego. Una vez, mientras sacaba un manojo de bagazo seco, fue saliendo de la pila una serpiente cazadora, de color azulado, de unos tres metros. Nunca le tuve miedo a las serpientes, por lo mismo, me conformé con verla salir y alegrarme porque cazan ratones.
En la molienda participan personas especializadas en cada una de las etapas de la producción: un encargado de meter la caña en la máquina movida por el motor, cuya destreza requiere mucho cuidado, porque al menor descuido la mano puede incrustarse en la maza; un cargador de bagazo fresco y seco; un atizador experto que mantenga el fuego; unos encargados de los fondos, con sus remellones, especializados en las distintas etapas de la transformación del guarapo en miel; y cuando esta da punto, el encargado de remover la miel en el recipiente donde se vuelve panela y, antes de que se seque, darle la forma redonda o cuadrada. La calidad de la panela dependía del suelo donde se cultivaba, de la variedad de la caña y de la vigilancia en todo el proceso.
En una de las moliendas sucedió un episodio cargado de miedo. Ese día llegó uno de los trabajadores y nos contó que el día anterior habían asesinado a Carlos Jaramillo, el arriero de mayor prestigio en toda la región, y que su cuerpo aun estaba tirado a la orilla de la quebrada La Española, pues las autoridades no habían hecho el levantamiento. La quebrada pasaba cerca de la ramada. Para completar, como faltó un trabajador, mi papá me envió por Abelardo con el fin de suplirlo; me entregó un farol, hecho con una caja metálica de galletas, a la cual, en su interior, se le pegaba un mocho de vela, y la boca amplia de la caja permitía la salida de la luz. Por más miedo, el respeto a la autoridad paterna primaba, por tanto, no había alternativa. Todo el viaje hice fuerza para que no se apagara la vela, pues me parecía estar viendo el cuerpo del muerto tirado en la quebrada; además, todo el trayecto entre la ramada y la casa era por entre un rastrojo bastante alto. Al regreso, por lo menos venía acompañado. Más adelante contaré la historia completa.
Mientras estuvimos allí, mantuvimos una excelente relación con don Humberto y su esposa, doña Matilde, hija de don Alfonso. Eran serviciales y educados; en cambio, con Carlos Uribe, hijo también de don Alfonso, nunca hubo afinidad. Era un ser solitario y cascarrabias, casado con una hermana de don Humberto. Él tenía su propia tierra, colindando con la de su papá; además, cultivaba plátano y administraba parte del cafetal de La Española. El agua para la casa venía desde muy lejos y pasaba cerca de la casa de Carlos, se conducía por canoas de guadua, en medio de un extenso guadual, cuyas hojas caían en las canoas, impidiendo el paso o mermando la cantidad del líquido. En forma permanente debíamos limpiarlas. Pero, muchas veces, la señora de Carlos nos quitaba el agua y era necesario ir a echarla, como decíamos. Una vez no me aguanté y le hice el reclamo. Esa misma semana, cuando estaba ordeñando las vacas donde don Humberto, Carlos me pegó una humillada, cuyo rencor duró mucho tiempo.
Así como mi papá era regular o malo para los negocios, lo era así mismo para contratar trabajadores. Con pequeñas excepciones, se rodeaba de los más perezosos o marrulleros. En La Española los trabajadores permanentes eran los hijos de María Pérez y su hermano Pedro, ya mencionado. Joaquín tenía unos dientes de oro, era callado tanto como su hermano menor Fidel; en cambio, Luis, apodado Paleto, era activo y arriesgado, no le tenía miedo a nada. Era común verlo atravesando el río crecido, lo iba cruzando sesgado, dejándose arrastrar por la corriente, pero avanzando poco a poco, hasta llegar a la otra orilla. Su habilidad la demostró una vez cuando me lo encontré en la manga junto al arroyo pequeño que la cruzaba y, me dijo: “Quiere sardinas”, ante mi incredulidad, pues no tenía ningún utensilio de pesca, se agachó en toda la orilla y me avisó: “Recoja”, y metía las manos entre el agua y me tiraba las sardinas al pasto. Los cuatro tenían un problema adicional: eran pendencieros. Nunca tuvimos dificultades con ellos, pero más adelante contaremos el final de Luis y de Fidel.
Otra de las actividades en las cuales colaboraba tenía que ver con algo inconcebible en esa finca. A veces me tocaba ir a Samaria, donde Nicanor Trujillo, un familiar lejano, a traer racimos de bananos, sembrados en el amplio solar de su casa. No entiendo como no se cultivaban en los inmensos terrenos de La Española. Tampoco se cultivaba buen plátano y, por lo general, cortábamos racimos todavía biches para suplir las necesidades. Otras veces me enviaban a Samaria a traer cosas livianas o a llevar razones, y, en esas ocasiones, como iba caminando, para ahorrar tiempo y distancia, bajaba por el deshecho angosto y difícil diseñado por entre el bosque que bordeaba la quebrada de Las Nutrias. Era hermoso viajar por debajo de árboles inmensos, disfrutar de su sombra y del silencio, interrumpido a ratos por el canto de las aves, especialmente de los diostedés (tucanes) abundantes en ese lugar. Varias veces me encontré con grupos de tatabras, que retozaban juguetones entre el follaje. El camino a Samaria, al cruzar la quebrada, pasaba por Montecristo, una finca bonita, con árboles a la orilla del río, un potrero inclinado, la casa ubicada en medio de la falda y, hacia la cordillera, los cultivos; el resto del camino a Samaria era pedregoso, por toda la orilla del río, pero con poca pendiente. Entre Las Nutrias y la casa de la playa se caminaba por un inmenso derrumbe (volcán), debido a que el río se recostó contra la ladera y dejó un talud donde construyeron un sendero estrecho, por el cual era difícil y azaroso caminar, inclusive a pie.
Otra de las actividades era pasar a El Coral, cuando el río lo permitía, la vereda del frente, por limones rugosos, donde Rosa Pérez. Desde ese tiempo desarrollé una cierta habilidad para cruzar esos caudales de agua torrentosas. No sé si era muy temerario o le aprendí algo a Luis Paleto. En las vacaciones en La Bamba, Javier Jaramillo, su propietario, me encargaba de orientar las bestias cuando debían cruzar al lado de Antioquia, porque temía se las llevara la corriente.
Si bien en El Anime y Arboleda se daban manifestaciones de violencia, no tenía comparación con la encontrada en La Española. Ya mencioné el caso de Pedro Calzones y el asesinato de Carlos Jaramillo, pero son apenas la punta del iceberg. Un día, todavía estaba oscuro, y como era habitual, me levanté y encontré a mi papá conversando con Aicardo, quien estaba acostado en el suelo en un tendido, como si hubiera dormido ahí toda la noche. Era un vecino con cuya familia se conocían desde la época de El Higuerón, familiar de los Montoya, la familia más adinerada de la región. Yo no sé si en ese momento iba huyendo o volvía de la cárcel, acusado de haber asesinado a un hombre de apellido Muñoz. Según logré captar, el victimario se vio en la necesidad de actuar, debido a que el muerto estuvo a punto de matar a Julio, su tío. Los hechos ocurrieron durante un bazar, programas dizque para recoger fondos para la escuela, pero en realidad se convertían en cantinas donde los asistentes aprovechaban para dirimir las rencillas personales, surgidas por cosas insustanciales. Este episodio fue el despertar a un entorno donde no había ley ni Dios.
Como ya había mencionado el caso de Carlos Jaramillo, voy a resumir lo acaecido. Era el mejor arriero de toda la región, a la cual llegó durante la época de la violencia, no sé de adónde. Su accionar principal era entre Arboleda y Pensilvania, porque en ese tiempo, la relación comercial con Nariño, el pueblo vecino por el lado antioqueño, era escasa. Ya consolidado en Arboleda, decidió montar un negocio de abarrotes en La Española, algo aparentemente normal; sin embargo, empezó a politiquiar a favor del partido liberal, en una zona con predominio conservador, donde, si bien no hubo la violencia liberal conservadora, quedaban vestigios de la confrontación lejana. Carlos encontró eco en los integrantes de una familia Cardona, de El Guaico, quienes nunca habían tenido problemas de ninguna índole y eran muy apreciados por sus vecinos. No sé si por celos comerciales o por política, gente poderosa de la región decidió eliminarlo.
En un primer intento falló el paviador (sicario). El camino entre la quebrada La Torre y El Guaico pasa por una zona de peñas, en donde labraron un sendero estrecho y resbaladizo, por el cual los animales deben pasar con sumo cuidado. Del camino hacia abajo está el río y, hacia arriba, bosque virgen, bastante tupido y con árboles enormes. El asesino, de quien hablaré más adelante, se camufló en el follaje, asegurando un disparo seguro, a poca distancia del objetivo. Carlos iba con uno de los Cardona, arriando sus mulas. Cuando pasó por el lugar de la emboscada, al momento del tiro, se cruzo su acompañante y recibió el disparo. El herido rodó hacia el río, con la fortuna de que un árbol lo atajó. Las heridas no fueron graves y se recuperó con facilidad.
No entiendo cómo el arriero, después de este aviso, siguió en la región. Al poco tiempo, un hermano de Aicardo le picó arrastre, como dicen en parlache. Lo contrató para traer madera de una finca ubicada a la orilla de la quebrada La Española, a la cual se llegaba por un camino construido por toda la orilla del riachuelo. A su alrededor no había casas cercanas y pasaba poca gente, por lo mismo, el sitio se prestaba para una emboscada, como al fin ocurrió. Dicen que el tirador espero el regreso, ya con las mulas cargadas con la madera, para que la víctima tuviera menos movilidad y, así, el tiro sería más certero. También cuentan que le pegó doce postas en todo el corazón. Muñeco, el asesino, no fallaba disparos.
En el pequeño caserío vivía don Rafael Ríos, un cazador empedernido, quien podía seguir detrás de una guagua toda una semana. Cuando uno pasaba por el frente de su casa, lo invitaba a tomar algo o a comer. Allí probé por primera vez la guagua, una carne deliciosa. Ese vecino solidario y amable, también fue víctima de Muñeco. Y a lo mejor esta acción rebasó la copa de sus mismos patrocinadores.
El apodo hace honor a la figura de este personaje. Era excesivamente delgado y bajito. Vendía agujas, botones y otros cachivaches por la región, y nadie se imaginaba cómo debajo de esa figura, en apariencia insignificante, se escondía un criminal de esa laya. Se volvió un asesino tan implacable, tan peligroso, que sus mismos patrones organizaron la manera de eliminarlo. Lo invitaron a participar en un convite, reunión de los vecinos para una actividad comunitaria y, en plena labor, otro de los concurrentes, hijo de una de las víctimas, le pegó un tiro. Extraña esa complicidad.
Medellín
En enero de 1960 la familia salió de La Española hacia Medellín. Viajamos desde Puente Linda en un bus escalera, con los pocos bártulos que teníamos de alguna utilidad en una ciudad. Fue un viaje caótico, con casi todos los pasajeros mariados, por una carretera destapada en casi todo el trayecto. Solo en La Ceja aparecía el pavimento. La entrada a Medellín era por Loreto, y como la casa que mis hermanos alquilaron estaba ubicada en el Barrio Cristóbal, atravesamos toda la ciudad. Para un campesino acostumbrado a ver unas cuantas casas y unos pocos carros, cruzar y cruzar por calles llenas de viviendas era un descubrimiento asombroso. Al fin llegamos a nuestro nuevo hogar. Una casa de un solo piso, en toda una esquina, con ventanas tanto hacia la carrera como a la calle. Fue el despertar a un mundo lleno de contrastes, donde el choque entre lo rural y lo urbano trastoca las experiencias vitales.
La familia no estaba preparada para vivir en la ciudad. No teníamos camas, ni utensilios de cocina, ni muebles. Era empezar de cero. A los pocos días de haber llegado nos visitó alguien de la familia. Mi mamá me envío a una casa vecina por unos pocillos para servir un tinto. Hasta donde me acuerdo, inclusive trajeron cueros de ovejo para tendidos. Otro choque fue con los jóvenes del barrio, quienes nos acusaban de montañeros. Yo les respondía: “De dónde viene lo que ustedes comen”. Ese ha sido un problema constante en mi vida desde niño: la dificultad para quedarme callado, mucho más en un país lleno de hipocresía.
Una ventaja en el nuevo domicilio fue la cercanía con unos paisanos de apellido Pineda, quienes se convirtieron en nuestros primeros amigos y con los cuales jugábamos fútbol en las mangas vecinas. Todos los alrededores del Barrio Cristóbal eran matorrales o mangas. Santa Mónica y Simón Bolívar estaban deshabitados o eran pequeñas fincas; inclusive, Belencito estaba separado del Barrio Cristóbal. Durante los seis meses que vivimos allí, todos los domingos íbamos al estadio, en barra, con el grupo de amigos. Casi desde la iglesia de La América hasta el estadio estaba deshabitado, se caminaba por entre rastrojeros llenos de adormidera, y en el recorrido brincábamos de pared a pared por la canalización, jugando a no dejarnos caer al agua. Ya en el Atanasio, nos uníamos a los niños de primaria, quienes tenían entrada gratis, rogándole al profesor guía para que nos dejara colar. A veces, perdíamos la ida. Nacional y Medellín eran los únicos equipos profesionales en todo Antioquia, con la diferencia de que en Nacional todos los futbolistas eran criollos, con un rendimiento regular en el campeonato. Igualmente, los salarios y los contratos eran irrisorios. En Huracán, un equipo amateur, dirigido por Roberto, jugaba un excelente delantero, empleado de un banco, y de Nacional y Medellín intentaron vincularlo, pero siempre se negó porque ganaba más en la entidad financiera. Cuando jugué en un equipo que llegó a ser reserva de Nacional, algo así como la categoría de ascenso, el club fue embargado por la Liga de Antioquia, y al solicitar mi pase para jugar en El Sena, pidieron 500 pesos por él. Al mejor futbolista de Colombia, Orlando Mesa, compañero de equipo, lo vendieron al Cali en 3.000. Preferí no volver a jugar en equipos de la liga que pagar por lo que uno sabe.
Por influencia de Pablo Salazar, tío de mi mamá y profesor del Liceo Antioqueño, me matricularon en esa institución. Fue otro choque brutal. Yo había cursado el primero de bachillerato (sexto en la denominación actual), lo cual se convirtió en una barrera, por motivos inexplicables. La intensidad horaria de materias como música, dibujo y otra cuyo nombre olvido, era distinta en Caldas y Antioquia, razón por la cual me obligaron a validarlas. De música no sabía nada, y cuando me pusieron a dibujar un pentagrama en clave de sol, creo que hice un corrosco con cuatro rayas, obviamente saqué uno con cinco, se me fueron las luces; el profesor de dibujo era el pintor Jorge Cárdenas, quien me pidió un dibujo con sombras y no sé qué más. El que quedó viendo sombras fui yo: otra validación perdida. Y de la otra ni me acuerdo.
Además, surgió algo lógico en la inocencia de un campesino recién soltado en la urbe. El Liceo Antioqueño, como era una dependencia de la Universidad de Antioquia, desde esa época, se caracterizaba por un movimiento estudiantil muy fuerte. Al momento de elegir representante al consejo estudiantil, me nombraron de suplente, por mamar gallo, con la mala fortuna de que el principal se cambió de grupo. O sea, resulté yendo a la primera reunión, más embolatado que gallina criando patos. Durante mi permanencia en el Liceo asistí a varias reuniones intrascendentes para mí. No entendía los temas ni los motivos de las reuniones. En una de las últimas sesiones decidieron decretar paro, ni supe la razón. Cada uno de los representantes debía ir a su salón a sacar a los compañeros. Yo llegué al aula y les dije: Todos para afuera, estamos en paro. El profesor me miró desconcertado, pero los compañeros, acostumbrados a esos tejemanejes, salieron. Me fui para la casa y volví a los tres días. Al regresar, cuando entré al salón, en la primera clase, el profesor me preguntó por qué no había vuelto. Con la inocencia más absoluta, le conteste: porque estamos en paro. Los otros estudiantes habían vuelto por la tarde. Como sería el revuelo con ese estudiante tan radical, que Pablo llamó a la casa para solicitarles mi retiro, pues lo estaba haciendo quedar mal. Para ese tiempo ya vivíamos en Niquitao con la 41, donde me ocurrió algo simpático. Mientras estudié en el Liceo y viví en el Barrio Cristóbal, cogía un bus hasta el centro y caminaba hasta la Plaza de Zea, donde cogía el bus municipal contratado para llevarnos. Casi todos los días nos tocaba empujarlo, vivían varados. Además, viajaban atestados, y una vez un policía de tránsito iba a multar al conductor por el sobrecupo, y le supo a cacho. Nos bajamos todos esos bochinchosos del Liceo y no tuvo más alternativa que dejar seguir el carro. Al regreso, al salir del colegio, para no ir hasta el centro caminaba desde el Liceo hasta la calle San Juan, donde cogía el bus para el barrio. Como a la 41 nos pasamos por la noche, no ubiqué bien el sitio ni apunté la dirección. Solo me acordaba de la escuela del frente: La Vicentina. Cuando estaba en clase me puse a pensar cómo iba a volver, si no tenía la dirección ni claridad sobre el lugar exacto de la casa, ni por cuáles calles transitar y tampoco había un teléfono para llamar. Entonces, al regreso, decidí subirme hasta el barrio más alto, Las Palmas, desde donde divisé La Vicentina.
Al año siguiente, por intermedio de Álvaro Naranjo, me matricularon en la escuela del Ferrocarril de Antioquia, en Bello, a estudiar mecánica. Allí estaban los talleres y en la escuela preparaban su fuerza laboral. La empresa tenía transporte para los obreros y para los estudiantes, además nos daban una ayuda económica y el almuerzo. El estudio duraba dos años y los egresados se vinculaban como técnicos en los talleres o en otras empresas del país, pues eran muy apetecidos por la calidad de los egresados. En el primer año me fue muy bien, sobre todo con el profesor de mecánica, Nino Paniagua, quien me escogía para hacer los trabajos más delicados. Me decía: “Venga Henao, usted es el gallo, vaya con Álvarez, y me hacen esta pieza”. Ya en el segundo año comencé a reflexionar sobre el ambiente de los mecánicos. Muchos no lavaban su ropa, eran un manojo de grasa desde los zapatos hasta la cabeza, y los lunes era común ver algunas esposas en la puerta esperando a sus cónyuges para reclamarles por no haber ido todo el fin de semana y no llevar lo necesario para la familia. Además, entre los compañeros había personas de todas las edades y con todas las mañas, por tanto, decidí abandonar el estudio, pero tenía un problema, cómo decirle a la familia, sería la tercera deserción. El dilema lo resolví con facilidad: necesitaba hacerme expulsar. Dejé de asistir a las clases, no realizaba ninguna actividad en el taller. Cuando Nino me invitaba a trabajar, animándome, algunas veces le colaboraba, pero la decisión estaba tomada. Al fin me echaron y orienté mi vida por otro rumbo. Nunca me imaginé lleno de grasa, con una mujer reclamándome el mercado para los hijos.
Al año siguiente, por intermedio de un familiar de don Alfonso Uribe, me consiguieron puesto en el Liceo Gilberto Alzate Avendaño, ubicado en Aranjuez. Era una institución recién creada, cuyas sedes eran dos casas distantes. En la primera, localizada en San Blas, estudiábamos los de los primeros años y el resto estaba en una casa entre Campo Valdés y San Cayetano. Los salones eran piezas estrechas, conectadas con las calles, por lo mismo, el ruido y las interrupciones eran constantes. A veces, las amigas se acercaban a un lado de la ventana, y mientras el profesor daba clase, nosotros conversábamos con ellas. Una vez, el profesor de matemáticas y Coordinador se tropezó con un estudiante de la primera fila y lo mandó a estudiar desde la ventana a lo Marco Fidel. Otra vez, un compañero me pegó una palmada, jugando, y para evitar mi respuesta, salió corriendo, y le pegó un rodillazo en los testículos a don Ramón. Él lo cogió con ira y le dijo que eso no se quedaba así, pero el compañero, falto de verraquera, dijo que yo lo había empujado de aposta. Desde ese día don Ramón me cogió ojeriza. Más adelante narraré algunos episodios con ese personaje.
La institución tenía un rector, don Manuel Tiberio González, con una visión de la educación bastante avanzada. No estaba de acuerdo con los uniformes y nos decía que el uniforme era dejar bien la imagen del colegio con nuestro comportamiento. Cuando íbamos a misa o a reuniones oficiales nos permitía ir caminando en forma individual, porque no éramos borregos. Estaba dirigiendo la construcción de una sede moderna, en los límites de San Cayetano con Santa Cruz, en terrenos del antiguo manicomio, donde hoy se encuentra localizado. Dada la precariedad de las sedes alternas, nos pasamos sin haber terminado la obra. Solo estaban los salones, las oficinas y los laboratorios. Los patios y alrededores estaban sin pavimentar, sin organizar. Cuando llovía, el patio se volvía un lodazal, en el cual jugábamos unos partidos de fútbol tan intensos, que las directivas decidían no dar clases y vernos patinar entre el barro.
Cuando todavía estábamos en la sede de San Blas, tuve un contratiempo bastante aburridor. Cerca de la sede vivía una enfermera retirada, amante de un médico de Aranjuez, en cuya casa vendían cremas. En los descansos pasábamos a comprar y la señora algunas veces nos atendía en brasieres. Yo tenía un compañero de apellido Gutiérrez, originario del Tolima, con quien durante todo el bachillerato tuve una excelente relación. Vivía por El Bosque, hoy Jardín Botánico. A pesar de lo joven, ya tenia experiencia con mujeres. Una vez, cuando la señora nos vendía las cremas, nos dijo que nos iba a coser unos calzoncillos, y el compañero le comentó que si le iba a tomar la medida. Esa parecía una charla sin ninguna trascendencia. Pero, al otro día, nos llamaron de la Rectoría y nos mandaron para la casa por los padres, porque habíamos tratado mal a la mujer. Yo no quería contar en la casa, los días siguientes me iba para el colegio y me quedaba en los alrededores. Como al tercer día, me vio el profesor Gerardo Carvajal y me preguntó por qué estaba afuera. Le comenté la situación y dijo: “A la que hay que echar de la zona es a esa señora”. Me sugirió llevar a mi papá y que él hablaría con don Manuel Tiberio. Con ese consejo, comenté en la casa y fuimos a conversar con el Rector. Me dio algunos consejos y autorizó mi regreso a clases. Al poco tiempo nos pasamos para la sede nueva y no volví a ver a esa señora. Hoy sigo sin entender su actitud y agradecido con el profesor Carvajal.
La jornada escolar estaba dividida en dos jornadas. Entrábamos a la 8 y salíamos al mediodía para regresar de 2 a 5. Como algunos estudiantes vivíamos lejos, en el Club Astorga nos vendían un almuerzo muy barato, subsidiado por Caritas, dirigida por el padre Barrientos. El Alzate tenía un profesorado variopinto. Una vez, en la sede de arriba, nos tocó ver una pelea entre el profesor Domingo, de Español, excelente, con el de sociales, de apellido Soto, un vivo. A veces, durante el descanso de medio día se ponían a beber en la tienda de don Arnoldo y, ya borrachos, sacaban a relucir sus problemas. El profesor Domingo, bastante corpulento, le pegó un puñetazo al de sociales, y cuando nos vio, se justificó: “Pa’ que jode este hijueputa”. Parece que estaba asediando a su mujer.
El Coordinador de la sede nuestra, de apellido Cardona, había terminado Derecho, pero a lo mejor no ejercía. Era medio alocado, pero simpático. En los exámenes finales, cuyo valor era del cuarenta por ciento, los profesores sacaban el original en esténcil, para imprimirlo en un mimeógrafo. El material tenía papel carbón y, por descuido, lo botaban a la basura y se podían leer los puntos. Lo más fácil. Lo complejo era cuando los profesores lo escondían, pero entre los compañeros había delincuentes expertos en abrir puertas y escritorios sin dejar huella. De noche, entraban a la rectoría y del escritorio del rector sacaban los puntos. Una vez le encontraron los calzones de la bibliotecaria, los reconocieron porque vivía mostrándoselos a los estudiantes.
Don Ramón nos daba Biología y fue uno de los exámenes hurtados. A mí me llamaron a decirme los puntos, pero, ya me sabía las respuestas. Él se dio cuenta de lo ocurrido y fue a quejarse con el Coordinador, quien le contestó: “Para que es tan bobo, tiene que hacerles el examen a los muchachos”. Y el Coordinador, mientras contestábamos las preguntas, pasaba por los salones y nos decía: “Contesten ligero antes de que este viejo pendejo se arrepienta”.
Cuando estábamos en Quinto (Décimo), el profesor Mario Valencia, de Química, a quien le perdía más del cincuenta por ciento, nos humillaba diciéndonos que si éramos inteligentes sabríamos las preguntas del examen. Los pícaros sacaron los puntos y organizamos la manera de responderlo para que el vivo ese no pudiera anularlo. Acordamos que los estudiantes que requerían más nota, contestaran las preguntas necesarias para ganar y los que necesitábamos menos, respondiéramos mal algunas preguntas. El profesor se pilló lo ocurrido y nos decía: “Ustedes cogieron los puntos, porque no me pueden ganar todos”. Nosotros le devolvimos la humillación: “Usted nos dijo que aplicáramos la inteligencia y eso hicimos, nos imaginamos los puntos”. Entre los que pudieron ganar Química con ese robo estaba Libardo, más juicioso que yo para el estudio, pero flojo para Química; en cambio, a mí me iba muy bien. En el Sexto (once), le perdió más del sesenta por ciento. Entre los perdedores estaba un muchacho de apellido Giraldo, quien había perdido también Psicología con Alejandro Guzmán, un profesor de Pasto, mentiroso y perseguidor, a quien se sentía incapaz de ganarle la habilitación, y, con Química, perdería el año; en cambio, si solo perdía una materia, una norma establecía que el estudiante podía habilitarla hasta ganarla. Me pidió el favor de hablar con Mario. Le comenté al profesor la situación de mi compañero, y le justifiqué la importancia de la ayuda, pues había pasado a la universidad. Me dijo: “Tráigame a ese iguanodonte y vemos qué hacer”. Fui con el amigo, ni siquiera revisó el examen, tachó la nota y le puso la que necesitaba.
Como el gobierno quería estimular el ahorro entre la población, establecieron la asignatura de Ahorro, con una hora de intensidad, con la ingenua creencia de que los valores se enseñan y no se trasmiten desde la práctica. Mario Valencia estudiaba Administración en La Medellín y, por lógica, lo encargaron de la materia. Al ser tan poca la intensidad la consideramos un relleno y no le parábamos bolas. Ante la negligencia de los alumnos, Mario se emberracó y nos reunió en el laboratorio de Química y me dio una lección sobre evaluación mucho mejor que la recibida en la Universidad durante la Licenciatura en Educación. Nos dijo: “Quieren que les ponga más difícil Ahorro que la Química”. Y lo podía hacer. Cualquier materia se puede convertir en una tortura para los estudiantes, sin servir para nada. En mi vida de profesor, muchas veces los alumnos me decían que Español era muy fácil; en cambio, las biológicas y las matemáticas eran difíciles. Yo les contestaba, puedo hacerles Español más difícil que esas materias, sin embargo, esa dificultad en vez de resultar útil, más bien es una pérdida de tiempo.
En los cinco años de estudio en el Alzate, jugué en el equipo de basquetbol, en el de fútbol y el de voleibol; también pertenecí al Consejo Estudiantil; además, era jefe de redacción de Orbita, el periódico estudiantil, cuya edición sacábamos en una imprenta, cuando lo más común era imprimir unas hojas en un mimeógrafo. En un comienzo sacaban unas hojitas, y en una de las ediciones hicieron una caricatura de Constantino, un buen profesor de matemáticas, pero muy gruñón. Él era calvo y siempre iba de sombrero. En la caricatura él le pregunta a un alumno si le estaba tomando el pelo, el estudiante le responde: “Tratando, tratando, profesor”. En una de las clases regañó a un estudiante y este le contestó: tratando profesor. Su reacción fue inmediata: “Ustedes están muy grandes, a mí el que me vaya a tomar del pelo me tiene que agarrar de los de abajo”.
En esa época, Coltejer realizaba el concurso para elegir el mejor bachiller, y el Rector, tirándosela de demócrata, a lo Juan Manuel Santos, nos solicitó elegir los dos representantes. Nos eligieron a un compañero de apellido López, brillante, y a mí. Así como en el plebiscito, decidió borrar los nombres con la disculpa de algunas anotaciones y nombró en reemplazo a Libardo y a otro, cuyo nombre no recuerdo. Al fin pude terminar bachillerato, nos graduamos Libardo y yo. A la ceremonia de graduación fue Roberto en representación de la familia. Al regresar a la casa, encontramos encima de la mesa del comedor una torta, pero no había nadie. Ya un simple bachiller no tenía importancia.
Pasé a Zootecnia en la Universidad Nacional. En el primer semestre tuve excelentes profesores, y me devolvieron la matrícula, por haber obtenido uno de los mejores promedios. Química me quedó en 4.8. Pagué la más alta, porque figuraba en la declaración de renta de Rodrigo. En el segundo semestre tuve un desencanto con los profesores de Zootecnia, quienes nos estaban enseñando nociones superadas por los avances en el área; además, el profesor de Química 2, llegaba a clase y, de pronto, mientras escribía las reacciones en el tablero, decía: “Esto está muy aburridor” y se iba. En el primer parcial solo ganamos dos. Saqué 3.2 y un compañero 3.0. El desánimo y la situación económica de la familia, influyeron para salirme a trabajar. Me vinculé a la Federación de Cafeteros, con un contrato por tres meses, cuya duración renovaron varias veces.
Volviendo a la familia, el primer trabajo de mi papá en Medellín fue como portero en los teatros Aladino y Sinfonía, dos salas de menor categoría. Las películas se estrenaban en el Lido, el Avenida o en Junín, después de un tiempo se proyectaban en esas salas más económicas, pero menos confortables. Yo le llevaba los alimentos y algunas veces lo reemplazaba recibiendo las boletas. De vez en cuando, me dejaba ver películas. Posteriormente, se vinculó como celador en el Banco Industrial Colombiano, en la sede de Bolívar con San Juan. Le tocaba el turno de la noche y, afortunadamente, nunca estuvo en riesgo. Con el fin de matar el tiempo en esas noches eternas, aprendió a realizar el encaje (no sé que es) y, por la mañana, el encargado de hacerlo ya tenía la tarea hecha. Al tiempo, Rodrigo en compañía de otros ingenieros de la Texas compraron una finca en Santander, cerca de Puerto Boyacá, por Caño Zambito, de unas ochocientas hectáreas, y mi papá se fue a administrarla.
En unas vacaciones, recién comprada la finca, fui a visitarlo. El viaje era eterno. De Medellín a Puerto Berrio, al otro día se cogía una canoa, a las seis de la mañana, para Caño Zambito. El recorrido duraba todo el día. La casa, más bien un rancho, quedaba a unos diez minutos a caballo del puerto sobre el río Magdalena. Llegué hacia las seis de la tarde. El rancho tenía piso de tierra y se dormía en una especie de mezanine, para huir de las serpientes. El agua se recogía de un pozo situado a casi cien metros de la vivienda. La tierra bastante fértil, el pasto crecía tanto que el Uribe lo tapaba a uno, inclusive a caballo. En la casa había un trabajador joven, buen conversador, instruido; para mí, un guerrillero o un fugitivo de la justicia.
Mientras estuve allá, a un kilómetro, la guerrilla mató un soldado y mi papá me contó que pocos días antes, a llegar al puerto, mandó por la mula para irse y, cuando estaba ensillando, el amigo donde dejaba la bestia le dijo: “Don Roberto, usted no se me va. Ya está oscureciendo, en el camino lo pueden matar los muchachos o el ejército”. Le tocó amanecer y viajar al otro día. Además, en la finca apenas tenían 70 reses, cuando su capacidad era para más de mil animales. En esas condiciones no se podía vivir. Al regreso, me vine por Puerto Boyacá con mi papá y de Dorada viaje a Medellín por Sonsón. Como habían matado una tatabra, traje un poco de su carne, salada para soportar el calor y el tiempo.
Al llegar, le comenté a Rodrigo la necesidad de traer a mi papá de esa zona. No valía la pena arriesgar su vida o su seguridad por unos pesos. Así se hizo. Al tiempo, Rodrigo y Pedro compraron La Luz. Una finca, localizada en la vereda El Verdal. Tenía una parte semiplana en la orilla del Río Dulce y unas lomas bastantes pronunciadas hasta el lindero con don Elías Robledo. En el medio estaban los cafetales y en una orilla, había un cacaotal viejo y enfermo, el cual fue necesario eliminar. Tenía cuatro casas, todas en regular estado. Por todo el medio de la propiedad estaba construido el camino de Arboleda, muy pedregoso y profundo. Se la compraron a don Roberto Múnera, un gran señor, con quien mantuvimos una excelente relación hasta cuando nos vinimos de esas tierras. Comparada con la de Caño Zambito, era una pichurria, pero desde el punto de vista emocional, la disfrutamos todos los de la familia y mi papá fue feliz. A mi modo de ver, no era rentable, con mayor razón administrada con la visión de don Roberto, como todo el mundo le decía.
Don Roberto Múnera fue una persona demasiado decente y honrada, por lo mismo, abusaban de él. Tenía la finca abandonada, con más reses de las indicadas de acuerdo con la cantidad de pasto; los potreros estaban enmalezados; el cafetal deteriorado y viejo. Solo tenía de propiedad dos caballares bastante buenos y casi todo el ganado estaba a utilidad. Era de don Félix Arias, comerciante de Nariño. Al tomar posesión de la tierra, surgieron dos posibilidades con el ganado: dejarlo en compañía o que se lo llevara don Félix. Tomamos una decisión equivocada: decidimos recibir una parte, pues no había pasto para todo el lote. A mí me tocó recibirlo y, en el proceso, don Félix me sugirió liquidarlo por debajo del valor, para tumbar a don Roberto. Yo le respondí que lo recibíamos por la cantidad acordada con el propietario de la tierra. Como sería la situación de los animales, en la liquidación el ganado valió menos de lo acordado cuando lo recibieron. De las reses recibidas se murieron varias y logramos recuperar otras moribundas. Aplicamos parte de lo aprendido estudiando Zootecnia. Una vez, uno de los vaqueros de La Italia me preguntó por unas novillonas, cuando se las mostré, no creía verlas vivas y bien bonitas.
Una de las tareas era conseguir trabajadores. Con la bondad de mi papá, se dejó engrupir de un “amigo”: Horacio Hurtado, a quien conocíamos desde El Anime, pues vivía en la vereda vecina: Campo Alegre. Le recomendó contratar a su propio agregado, quien tenía cuatro hijos adultos. Se llamaba Manuel Vélez, y era de Palermo, Támesis, y por su comportamiento, había rodado por medio país. Al comienzo mostraron su capacidad de trabajo, su amabilidad, pero a los pocos días aparecieron las mañas y la amenazas. Ponía problema por todo. Si una res se metía a la huerta amenazaba con demandas, si se arreglaba el cafetal se quejaba de la cosecha. Como sería su actitud, que a los tres meses de estar trabajando le trajo a mi papá una citación de un juzgado de La Dorada. Yo acompañe a mi padre a la cita y fue demasiado gracioso el careo. El juez le preguntó a Vélez cuánto pedía de indemnización por los daños en la producción. Fue tan desorbitante la cifra, que le contestó: “Cambiemos de trabajo, yo renuncio a mi puesto porque gano más allá”. Al fin, acordaron dejarlo coger la cosecha y desocupar la finca. Ellos vivían en la casa más pequeña, cerca de la principal. Una vez, a media noche, se aparecieron los cinco a tocarnos la puerta, para avisarnos dizque había ladrones en la manga. Preguntaron por armas, les contestamos que no teníamos, pero mi papá se levantó con la carabina debajo del poncho y yo salí con el machete en la mano. Nos estaban midiendo el revuelto, a ver si nos daba miedo. Con amigos como el vecino de Campo Alegre, para que enemigos.
Al abandonar la Zootecnia me fui un tiempo a trabajar con mi papá, y a veces me tocaba encargarme de toda la propiedad. Al comienzo tuve una relación tirante con él. Al aconsejarle ciertos métodos de trabajo, me contestaba: “Que me va a enseñar a mí, que llevo cuarenta años en esto”. Al comentarle a Rodrigo la situación, me dio un consejo extraordinario: “No pelee con él, demuéstrele”. Yo le había aconsejado partir los potreros, pues de esa manera rinde más el pasto y las reses lo comen fresco. Y siempre se negaba. Un día le propuse ensayar con un potrero. Así lo hicimos. Los resultados fueron tan buenos que dividimos toda la finca. Otra vez le aconsejé capar los terneros más tiernos, porque sufrían menos. Ensayamos con seis y se convirtieron en unos novillos tan hermosos, que eran la admiración de todo el mundo. Cuando le ofrecieron una plata por ellos, los vendió, sin dejarlos madurar como esperaba. Así mismo, le aconsejé rotar los potreros antes de que se agotara el pasto, pues los animales ante la escasez empiezan a buscar las orillas y se pueden rodar. Al fin se convenció. Una vez el toro, buscando comida, se rodó por un monte. Era muy manso. Bajé con cuidado y para ayudarle a subir le puse la soga en los cachos y empezó a brincar y a rodar más. En esas llegó mi papá y me dijo: “Suéltelo, que él sale solo”. Le hicimos un caminito y por ahí salió. La lógica del animal es instintiva y se sintió amenazado. Cuando vivíamos en la playa, cada rato se ahogaban los terneros al nacer, por cuanto las vacas buscaban la sombra de los árboles en la orilla del río, y las crías al comenzar a caminar de manera instintiva, rodaban al agua. Le recomendé construir un corral amplio, cerca de la casa, con agua corriente, para encerrar a la parturientas próximas a criar. No se volvió a perder ninguna cría.
Recién comprada la finca, invité al Práctico de la Federación de Cafeteros asentado en Arboleda, un vago irresponsable, a quien los otros vagos de Arboleda le firmaban las actas de visita, exigidas por sus jefes. Las visitas eran un requisito de los bancos para realizar los préstamos. Él bajó, pero con mi experiencia en la Federación, indicaba los pasos a seguir para mejorar la producción. Don Roberto había sembrado un caturral en triángulo, a 90 centímetros de distancia entre cada palo. Como ya estaban viejos, exigí cortar un caturro de cada dos. Manuel Vélez protestó porque la cosecha se iba a disminuir. Fue al contrario, los árboles reverdecieron, su florescencia aumentó y ese año dio cerca de sesenta cargas. La máxima producción en toda la historia, inclusive después de la resiembra y de las nuevas áreas cultivadas. El refrán de que más sabe el diablo por viejo que por diablo no se cumplió. Más sabe el que lee y se instruye y, además, pregunta.
Con el ganado recibido a utilidades a don Félix Arias hubo necesidad de luchar demasiado para obtener alguna utilidad. Les dimos vitaminas, aplicamos antibióticos, conseguimos pasto en el vecindario. Cuando se liquidó, a pesar de la muerte de varias reses, dio algo de renta. Del ganado recibido había una vaca en tan malas condiciones, que cuando caminaba por un pantanero, se quedaba pegada y requería empujarla, pero cuando salía: a correr, lo perseguía a uno. La engordamos y la vendimos para carne. Después, se le compraron unas reses a un negociante típico de la región: Alcibiades Muñoz, quien nos metió en el lote un toro, tal vez ciclan, el cual no cogía las vacas y se perdió un tiempo precioso. De todas maneras, había una vaca muy fértil, criaba cada año unos terneros de mucha calidad. En uno de los partos, como vivía suelta en el potrero, no nos dimos cuenta de que había parido. Por casualidad, caminando por el cafetal, encontraron la cría, la cual se había rodado al nacer. No se supo cuanto tiempo permaneció sin mamar, a lo mejor unos dos días. El ternero era muy bonito y blanco, por ello, lo pusimos el Mono y, lo levantamos en la casa a punta de tetero. La falta del calostro y de alimento en los primeros días afectó su crecimiento, pero por su fenotipo y genotipo, se dejó para toro.
Hablando de ganado, en uno de los viajes de Rodrigo desde Neiva, llevó un ternero, comprado en una de las ganaderías más reconocidas de Neiva y del país. Se crío con mucho cuidado y se volvió tan manso, que una vez Elías subió todo acelerado a decirme que el torete estaba enfermo, pues no se levantaba. Bajé presuroso y preocupado. Lo vi echado en el camino, le pegué una palmada en la nalga y se levantó sin ninguna dificultad. Con el tiempo se convirtió en un hermoso toro, cuyas crías demostraban la calidad de sus genes; pero como era muy enamorado, no había alambrado que lo atajara, por eso lo vendieron para carne. La razón era otra, mi papá quería saber cuánto pesaba.
No sé cuánto tiempo permanecía mi papá en la finca, pues estaba más interesado en servirle a los vecinos y amigos que en los quehaceres de la propiedad. En un día normal se levantaba a las cuatro de la mañana, hacía tinto, mandaba por la mula y se iba a operar terneros, toros, cerdas, muletos o a politiquiar. Por lo general, solo cuando estábamos los hijos permanecía en la casa, porque era la ocasión para vacunar, bañar el ganado, operar los terneros, separar los animales por edad y utilidad: las reses para engordar y las terneras para cría. También era la ocasión para darle rienda suelta al mal genio, en especial Pedro y don Roberto, quienes competían a ver cuál se enojaba más.
Los trabajadores de La Luz
Ya mencioné la experiencia con Manuel Vélez y sus hijos. Cuando se fueron, mi papá vinculó a Polo y su cuñado Pedro Luis, hijo de Filomenita, quien vivió un tiempo en la casa principal. Una viejita querida, con mucha habilidad para criar animales. En cambio, su hijo y su yerno eran trabajadores maliciosos, sin iniciativa y bastante resentidos, en especial Polo, quien vivió en una de las casas de El Brasil. En una de las idas a la finca, arrime a la casa de Polo y vi una fruta de aguacate retoñada en la mitad del patio. Le dije, por qué no la ha sembrado en la huerta, y me respondió: “Pa’ qué hijueputas si a uno no le va a tocar”; le respondí: “Preste un recatón” y sembré el árbol en la huerta. Por ahí a los tres años, el aguacate tenía una cosecha estupenda y Polo seguía en la casa y disfrutaba de la cosecha; entonces, le dije: “Pa’ que hijueputas siembra uno”. Me respondió: “Uno qué va a saber”; a lo que repliqué: “Por eso, Polo, hay que sembrar, no importa que no le toque a uno, a otros les servirá”. De todas maneras, Polo era ingenioso para su beneficio. Construyó una casa de guadua, desde el piso hasta el techo, lo único distinto eran los clavos. No sé cuánto duró, ni cuánto tiempo vivió en ella, pero lamento no haberle tomado una foto.
En la otra casa de El Brasil vivió Ramón Morales con su esposa y sus hijos Chucho y Elías. Ramón trabajaba poco y estaba más interesado en beber chicha que en las labores. Su esposa, una mujer menudita y desaseada, hablaba poco. Chucho era guapo para el trabajo y organizado; en cambio Elías, el peón de estribo de mi papá, era desordenado, bebedor y marrullero; pero de un servilismo absoluto. Si mi papá le decía que estuviera a las cuatro de la mañana con la mula lista para salir, a esa hora sentíamos la tosesita para avisar de su llegada. Era tal su desaseo, que mi mamá, tan solidaria, le tenía tasa y plato aparte para servirle. En su boca quedaban pocos dientes y siempre contestaba con un murmullo. Uno de los problemas con ellos era la falta de control de mi papá. Si él no vigilaba, los trabajos no rendían y como salía tanto, no se veían avanzar las tareas. En una finca tan pequeña, con tan poca producción no se justificaban tantos trabajadores. Ahora bien, mi papá vivió feliz y nunca tuvo como finalidad enriquecerse. Su meta fue servir a los demás y educar a sus hijos, y a fe que lo consiguió.
Por lo general, el cafetal se entregaba en compañía a familias con varios trabajadores, quienes se encargaban de las desyerbas, la recolección, la descerezada, la lavada, la secada y, cuando estaba seco, la selección del café, para descartar el de mala calidad, pues pagaban menos por ese tipo de producto. Se descartaba la cacota y la pasilla. Una de las familias que manejo el cafetal fue la de don Bertulfo, también de Palermo, Támesis, pero muy distinta a la de Manuel Vélez. Si bien era un poco agrio, se caracterizaba por su honradez y su capacidad de trabajo; además, tenía mucha experiencia en el manejo de los cafetales. En la finca había un lote, lindando con La Ceiba, una finca vecina, donde no se cultivaba nada. Él les propuso sembrar un cafetal a utilidad, lo cual le aceptaron. Al alcanzar la plena producción se le vendió en condiciones favorables y pasó de simple jornalero a propietario.
Con el tiempo, Pedro y Rodrigo compraron un lote de la finca El Porvenir, colindante, pero al otro lado del río. Son vegas muy fértiles, en las cuales la grama, combinada con otros forrajes, carga muchos más animales que en la loma, en donde la maleza crece de manera exponencial; en cambio, en la playa, la maleza se controla con facilidad. En ese lote construyeron una casa prefabricada, bastante incomoda y caliente, en la cual vivió mi papá mucho tiempo, por lo bien ubicada para moverse por todas partes. En esa época, en La Luz vivía don Abrahán, un señor de Sonsón, tal vez el mejor trabajador de toda la etapa en La Luz. Al final, le vendieron esa parte de la finca, la cual compró con un hermano, quien vendía ropa en un puesto callejero del Centro de Medellín.
Posteriormente, Pedro, Rodrigo y Roberto compraron La Popa, colindante con Las Playas, y también parte de El Porvenir. Allí estuvo un corto tiempo Abelardo como administrador, pero los desencuentros con mi papá y con Pedro les impidió seguir trabajando juntos. Intentaron un cultivo de peces, pero el suelo poroso no permitió construir el estanque; sembraron árboles de aguacate injerto y naranjos y limoneros seleccionados. Con la salida de Abelardo descuidaron estos cultivos, a pesar de producir unos aguacates de calidad y unos cítricos excelentes. Al fin la maleza se tragó una fuente de ingresos importante. Después vendieron Las Playas y lo que quedaba de La Luz y siguieron con La Popa; sin embargo, con la llegada de las FARC decidieron vendérsela a Gerardo Henao, el hermano de Gabrielita.
No se puede entender nuestra relación con La Luz sin tener en cuenta a La Brisa. Cuando Pedro y Rodrigo adquirieron la finca, una de las primeras adquisiciones fue la de La Brisa, una muleta cuyo primer propietario fue Gerardo Henao, quien tenía una finca en el municipio de Santo Domingo. Era de color moro, y tan mansa, que siendo todavía una muleta, normalmente inquietas y matreras, Pedro observó como uno de los hijos de Gerardo se cayó de la mula, y esta se quedó quieta, algo poco usual en estos animales; por tanto, decidió comprarla para mi papá, a pesar del costo y de tener que pagarle transporte hasta La Luz. Mi papá la puso La Brisa, tal vez por su paso suave y su andar ligero, con cuyo movimiento se sentía en la cara la caricia del viento.
Normalmente, las bestias de color moro, en su juventud, con los años se vuelven blancas, tal como terminó la mula, hasta el punto de que siempre la conocimos como la mula blanca y no como La Brisa, su nombre original. Era tan briosa que no aceptaba las espuelas ni nunca las necesitó, por cuanto con un simple taloneo animaba el paso. Uno, cuando iba en ella, siempre sentía su energía y su rítmico andar. Una vez, en La Iguana, estaba con uno de los Duque, los mejores vaqueros de la región, recogiendo un ganado. Una novillona, demasiado arisca, no la habíamos podido integrar en la manada, y como la bestia en que andaba el vaquero era muy lenta, por tanto, me pidió prestada la mula, pero le advertí que debía quitarse las espuelas, pues la mula no las toleraba. Me contestó con la soberbia propia de un chalán experto, que no había mula capaz de tumbarlo. Cuando La Brisa sintió las espuelas casi lo tumba, por lo mismo, aceptó quitárselas. Ya sin la tortura de semejantes chuzos, la mula se comportó como una experta en vaquería y pudimos integrar al redil a la díscola novillona.
La Brisa se convirtió en una de las mejores bestias de silla de toda la región y muchos de los más adinerados quisieron comprarla y ofrecieron una cantidad significativa por ella. Cuando mi papá le propuso a Pedro venderla, él le contestó que si no podía darse el lujo de andar en una buena mula de silla. Así, la mula blanca se quedó el resto de su vida en La Luz, y la orden de mi papá fue que no la fueran a vender ni pa’ carranga y la dejaran acabar sus días pastando en las playas. Así fue.
De todas maneras, con los años cogió dos resabios: se volvió pajarera, o sea, uno iba muy tranquilo en su lomo, y en el momento más inesperado se espantaba y daba un salto y lo podía tumbar a uno; por lo mismo, era necesario estar pendiente de sus reacciones. Posiblemente se debía a un problema de visión o a una experiencia traumática. En un viaje de la finca hasta Arboleda, al pasar por El Verdal, de uno de los potreros muy pendientes se desprendió un bulto de chamizas, el cual le cayó al pie y alcanzó a golpearle las patas. El otro resabio fue que le dio por perseguir a los ovejos africanos, camuros, y los mataba con las manos. Fue un comportamiento tardío, pues antes no los molestaba.
Fue mucho el gusto que nos dimos a lomo de La brisa y posiblemente haya sido la mejor bestia de silla que en toda su vida tuvo la familia Henao Salazar.
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/foto-mula.jpg?w=591)
También recuerdo a Rocinante, un caballo flaco y blanco que entró en el negocio de la finca. Se usaba en forma esporádica y duró poco. Era tan flaco que una vez Miguel se montó en pelo y los dos salieron averiados. Miguel escaldado y el pobre animal con una peladura. Fue un choque de huesos.
Uno de los problemas habituales cuando íbamos de vacaciones era la insuficiencia de caballares para todos los visitantes. De todas maneras, se prefería a los niños y a las mujeres, pero como no había galápago apropiado para las damas: cachito para cruzar la pierna, estribo corto para uno de los dos pies y falda larga, mi mamá subía caminando. Como sufría tanto de los pies, era un problema. El inconveniente se solucionó con una amenaza de mi papá. Si no se ponía pantalones, no la volvía a llevar a la finca. Santo remedio, le pudo más el amor al campo que el pudor. De todas maneras, usaba unas sudaderas tan anchas, bien holgadas, que una vez, en un paseo a Santafé de Antioquia, mientras caminaba atrás del grupo de paseantes se le cayó al piso la sudadera y se la subió a la carrera. Contaba, con su picardía: “Nadie se dio cuenta, pues iba de última”. Moraleja: No se puede confiar en los resortes.
Chiquitín
Este perro fue fruto de una traición canina. Darío Plata, compañero de cacería de Rodrigo en Neiva, tenía una perra cazadora muy buena; sin embargo, no le cuidó un celo y se le juntó con un pastor alemán. Se sintió tan engañado, que resolvió desprenderse de todas las crías. Una fue Chiquitín, bautizado así por Diana, por lo pequeñito. Siendo un cachorro, lo llevaron para La Luz, donde lo acabamos de levantar, especialmente por la mano de Filomenita. Se convirtió en un excelente cuidador, por sus reacciones sentíamos con antelación a las personas o animales que subían por el camino, espacio no visible desde la casa. Por alguna razón, Filomenita y sus hijos se fueron y llegó Belisario Muñoz, quien tenía un niño todavía gatiando. Era tan inquieto, que se le metió al recipiente del perro a sacarle comida. El perro le gruñó y alcanzó a rayarle el pecho con un colmillo. Se armó la de Troya. La señora, una señora muy amable, reaccionó con miedo y me dijo: “Si no se llevan el perro, nosotros nos vamos”. Mientras conseguía un lugar para llevarlo, hice algo que he aborrecido toda la vida: amarrarlo. De todas maneras, empecé un proceso de convencimiento con la señora, indicándole la importancia del perro, la necesidad de la vigilancia y la solución: vigilar al niño mientras el perro comía. A los días, era la más encariñada con Chiquitín, su compañía permanente. Ese niño era tan necio, cuando comenzó a dar los primeros pasos, se subía a la canoa para cuidar los animales y se orinaba.
Sigifredo
Como mencionamos en la parte dedicada a El Higuerón, es bastante común que las ovejas abandonen a las crías recién nacidas. Rodrigo trajo de Neiva unos camures, denominados ovejos africanos. Por temor a los perros, los animales se mantenían en la cabecera de los potreros, inclusive se escondían entre el monte. Por eso, algunas madres las encerrábamos en un corral junto a la casa, con el fin de estar pendientes del parto y de las crías. En una ocasión, una oveja no quiso alimentar la cría y nos tocó llevárnosla para la casa y alimentarla con tetero. Era colorado, hermoso y muy juguetón. Lo pusimos Sigifredo, por si molestaba mucho poderle decir sijueputa.
Lo acostábamos en unos camarotes ubicados en la parte de atrás de la vivienda. Apostábamos carreras con él en el patio y nunca abandonó la casa ni sus alrededores. Como fue en unas vacaciones, y nos encariñamos tanto con él, al llegar la hora de venirnos, surgió la inquietud de dónde dejar a Sigifredo. Le comentaron el caso a don Roberto Múnera, quien decidió recibirlo en su casa de Puente Linda. En el viaje para Medellín, yo lo bajé en el cacho del apero hasta la playa, allí lo desmonté y siguió el paso de las bestias tal como lo hace un perro. Ya en Puente Linda, como desde la casa de Alonso Granada, hasta la de don Roberto no había carretera, lo soltamos y se fue caminando al lado nuestro. Don Roberto y su esposa lo cuidaron con cariño, pero Sigifredo, con el paso del tiempo, se les volvió un problema. No bajaba ni al patio, se mantenía en los corredores, se les comía el cuido de las gallinas y las desplumaba. Por lo mismo, decidieron sacrificarlo. El día en que mi papá lo sacrificó, ellos se negaron a verlo.
Yira
Cuando me casé con Stella, ella tenía a Gina, una perra pastor alemán. Me dio más dificultad ganarme su cariño que enamorar a Stella. Pero al conseguir su apego, se convirtió en una compañía inigualable. Como a tres casas de la nuestra, en La Cabañita, vivía Felipe Saldarriaga, un pintor, quien era propietario de Martín, el mejor labrador negro de Antioquia. Los Echavarría le llevaban hembras. Varias veces, cuando salían de paseo, nos dejó encargados de darle la comida y ponerle agua. En un celo de Gina, la cruzamos con ese labrador y nacieron ocho cachorros, siete machos y una hembra, todos negros, con el fenotipo del padre. Uno de los machos se lo regalamos a mi papá, pensé que lo nombraría Argos, pero, por el color de su pelo, lo puso Congo. Fue su compañero en la casa de Las Playas. Para donde salía, iba a su lado, y si íbamos en grupo, le daba vuelta a todos. Quiso sacarle descendencia, y Rafael Alzate, un pariente de Pensilvania, propietario de Yira (título de un tango de Enrique Santos Discépolo) 1, una perra Pastor Alemán, se la prestó por un tiempo para cruzarla con Congo. Tuvieron una camada y mi papá devolvió la perra.
1En el Diccionario de lunfardo de Athos Espíndola (2002) de Planeta, la definen como prostituta, pero al leer la letra del tango, surgió una duda sobre su sentido. Además, me parecía cruel que un animal tan hermosos tuviera esa mancha en su nombre. Por eso, le consulté a Oscar Conde, un amigo experto en lunfardo y tango de la Universidad de Lanus, quien me envío el siguiente mensaje. “Querido Nacho: en el tango Yira… yira… el significado de yirar es el mismo que el del italiano girare: dar vueltas. No hay la menor alusión a la prostitución callejera, ámbito en el cual yirar es caminar la calle en busca de clientes”.
En ese momento, la carretera desde Pensilvania solo llegaba a la cordillera, a un sitio denominado Los Suárez, el apellido de los propietarios de una finca con tienda, lugar donde se dejaban las bestias y se conseguía algo de comer. De ahí la montaron en la escalera y se la entregaron al propietario en su casa. Al otro día, cuando mi papá se levantó, la perra estaba echada en el corredor de la casa. La pregunta: ¿Cómo hizo para orientarse cuando iba en la escalera? Después la volvieron a llevar y se le perdió el rastro. Uno de sus hijos remplazó a Congo.
La manga de Pioquinto
Parte de nuestra niñez en Pensilvania está asociada con la arriería. En esa época, la única carretera era la que conectaba la cabecera municipal con Manzanares y Manizales. Todos los otros lugares tenían caminos de herradura como conexión con el pueblo. Las recuas de mulas llegaban por todos los costados: desde Marulanda, San Félix, Samaná, Arboleda. Mientras de las zonas frías traían papa, de las cálidas traían café; así mismo, envases de gaseosa y de cerveza (todos de vidrio en esa época) y del pueblo volvían con abarrotes, gaseosa y cerveza.
Las que siempre admiramos eran las mulas de Ramón (Moncho) Franco (según Carlos el hombre más rico de Pensilvania), las cuales venían de Marulanda con papa y eran comandadas por una líder con una campana colgada del cuello, cuyo tintineo orientaba el repique de las demás, que entraban a la plaza en perfecto orden y su rítmico andar se escuchaba como si fuera música. Era como decíamos en esa época: una mulada. Las otras recuas no tenían la soberbia y el cuidado de las de Ramón, quizás más tarde las de Carlos Jaramillo (El Oso) y las de Virgilio y Reinaldo Gallo, pero esas son otras historias.
Mi tío Carlos se inició como arriero para Arboleda y, con el tiempo, puso un negocio de abarrotes, de textiles y de compra de café. Su hermano Arturo, también tenía una pequeña recua de mulas y de ahí solo vino a cambiar cuando su familia se instaló en Medellín y su hijo Guillermo compró una tierra en Puente Linda, en donde pasó sus últimos años de vida. En un principio, Carlos arriaba sus propias mulas, pero cuando el negocio prosperó, consiguió arriero. A mí me tocó entenderme con Elmo García, hermano del eterno Inspector de Arboleda Ovidio García, casado con una hermana de Magnolia, la esposa de Carlos. Yo era uno de los encargados de empotrerar los animales donde Píoquinto, quien tenía una manga enmalezada, por los lados del alto de Marianita, en la vereda El Guayabo. Lo que menos tenía era pasto, las acémilas iban simplemente a descansar. La llevada no era problema, el lío comenzaba con la traída.
Las mulas debían estar en la pesebrera entre las cinco y las seis de la mañana, para que tuvieran tiempo de comer una ración de caña, salvado o de miel; de vez en cuando les daban maíz. La levantada era otro lío, por cuanto no teníamos acceso a ningún reloj y solo nos orientaba la luna, cuando había. De resto, era adivinando. A veces nos levantábamos a la una o dos de la mañana y, para matar tiempo, nos entrábamos al matadero a ver sacrificar las reses, esperando las cuatro para seguir rumbo al potrero, cuyo viaje era una aventura, por múltiples razones. Primero, había que pasar por la quebrada El Chimborazo, ubicada en una curva cerrada de la carretera. Allí, junto al riachuelo, don Rufino Ramírez construyó un ataúd de cemento en homenaje al hijo, a quien un caballo, que se desprendió del camino, mató en ese sitio. Tan pronto uno llegaba a la curva de la carretera, lo primero que veía era esa mole blanca con su enorme cruz dominando el paisaje. Además, por el pueblo corría el siguiente rumor: por las noches, del ataúd, salía un perro negro arrastrando cadenas y echando fuego por la boca. Nunca lo vi, porque cuando iba solo, cerraba los ojos y pasaba corriendo, con el riesgo de irme a la quebrada. Al cabo del tiempo, cuando volví al pueblo en unas vacaciones, a la orilla de la carretera y en sus alrededores se habían construido muchas casas. Una de ellas era de Carlos Botero, a quien visitaba con frecuencia. Y una vez, como me cogió la noche para volver al pueblo, tuve que pasar por el sitio y sentí la misma sensación de la infancia: miedo. Normalmente, la escasa luz del pueblo se reflejaba en la carretera, menos en la temida curva, ya que la sombra la hacía ver más terrorífica. Y cuando disponíamos de una linterna, por lo general tenía pilas viejas y su chorro alumbraba poco.
Después de pasar el susto, subíamos por un desecho, a través de un potrero, hasta alcanzar el camino de herradura para llegar a los abandonados dominios de Píoquinto. El viaje comenzaba en la casa de la abuela materna, Susana Jaramillo, ubicada en una de las esquinas de la calle más pendiente de Pensilvania, a una cuadra de la plazuela y a dos de la Plaza Principal. Después de la bajar por la lomuda calle se llega a la Plazuela, relativamente plana, en cuya parte central había un parque infantil. Más o menos a cien metros estaba la bomba de gasolina; posteriormente, cerca del puente sobre el río, a mano izquierda, había una casa vieja en la cual funcionó la planta eléctrica, cuya capacidad era tan limitada que apenas se veían los bombillos; a mano derecha, encima de un barranco estaba el matadero municipal. Después de cruzar el puente sobre el río solo había una casa, localizada en la intersección del camino al Guayabo y la carretera, al pie del cerro Piamonte. Era la vivienda de don Heliodoro Urrea, quien, según las malas lenguas, era tan puritano que cuando se cambiaba la ropa, volteaba los cuadros de los santos para que no lo vieran desnudo. De ahí hasta el potrero no había ningún viviente, solo el rumor de la noche, los rugidos lejanos de los toros, el croar de las ranas y la soledad, acompañando la fantasía de niño, para el cual los ruidos más inocentes eran amenazas de seres extraños, magnificados en las historias contadas en las esquinas durante las oscuras noches de la infancia.
Al llegar al potrero comenzaba otra lucha: descubrir las mulas escondidas entre los matorrales de chilca. Y si eran de color oscuro, era más difícil encontrarlas. A veces se quedaban quietas y había prácticamente que tropezarse con ellas. Las contábamos, y si faltaba alguna, no podíamos volver hasta encontrarla. Esa rutina duró varios años, y casi todos los arrieros me buscaban, porque cumplía a cabalidad con la tarea. Una vez Elmo me dijo: tráigame usted las mulas, porque la semana pasada mandé a su primo y como no venía con ellas me fui a buscarlo, y lo encontré escampándose con el culo pegado a un barranco. Así lloviera y tronara, las mulas había que traerlas.
De esa época conservo un recuerdo triste. Cuando Elmo tenía que viajar con muchas mulas, por lo general traía como ayudante a Chorros de Humo (nunca supe su nombre), hermano de Horacio Montoya. Cuando él venía, siempre íbamos juntos por la recua. Tenía más o menos la misma edad mía, alrededor de doce años. Su familia vivía en la vereda La Española, en la cual vivimos nosotros varios años después en la finca del mismo nombre, propiedad de don Alfonso Uribe. Resulta que el joven se enfermó de parásitos y la familia le dio un purgante de sal glober (glauber), sustancia utilizada en animales. No sé si se les fue la mano en la cantidad, porque Chorros de Humo se murió.
Así mismo, al recordar las madrugadas a la manga de Pioquinto, me pregunté si le pagaban a pioquinto o cómo lo hacían, por cuanto nadie recibía los animales, ni constataban cuántos salían ni cuándo entraban. Dos veces le pregunté a Carlos y me dio dos versiones. La primera era que Pioquinto veía pasar los animales por las calles del pueblo y después les cobraba; la segunda, que el pobre hombre vivía tan pelado que se contentaba con cualquier cosa.
Las madrugadas trajeron también otras anécdotas: Una vez, al llegar al puente sobre el río Pensilvania, vi unos ojos que brillaban, un poco encima de la vieja casa donde alguna vez funcionó la planta eléctrica. No sé la razón, pero recordé que a los únicos animales que les brillan los ojos es a los tigres. El miedo me impidió reflexionar y emprendí una carrera tan veloz que ni Usain Bolt me hubiera alcanzado. Cuando llegué a la Plazuela, reaccioné y esperé hasta que amaneciera, pues el miedo no había desaparecido. Ya con la luz del día bajé hasta el puente y el tigre se convirtió en un caballo, al cual le brillaban los ojos por el reflejo de la luz de un farol ubicado en la entrada al matadero.
Otra vez, en el mismo lugar, vi un novillo canelo, de raza cebú, echado en la mitad del puente. El día anterior, habían traído un lote de ganado de Marquetalia, de la finca de un señor de apellido Estrada. Debido al cansancio, los animales se echaban y no los hacía parar nadie. Por tanto, era lógico encontrarse uno sobre el puente. Yo pensé que si cruzaba al lado de esa fiera, me embestiría y de pronto me mataba. Era mejor que dijeran que ahí huyo un cobarde y no que murió un valiente. Por tanto, como en el primer caso, también me devolví a esperar el amanecer. Cuando regresé, el temible novillo era un tubo oxidado que habían retirado del alcantarillado, y estaba tirado en una cuneta a más de diez metros del puente. Con razón dicen que por la noche todos los gatos son pardos.
Otro asustado fue Roberto. Cuenta: Otro recuerdo que tengo es cuando subía por el camino hacia la manga de Pioquinto, vi en el alto un guerrillero sentado, que balanceaba el arma de lado a lado; eran más o menos las tres de la mañana, y el miedo me hizo esperar el amanecer y, cuando aclaró, el guerrillero era una mata de salvia. En esa época donde mamá Susana Mejía se oían historias sobre la violencia en las cuales mencionaban a Sangrenegra, Desquite, Chispas, entre otros bandoleros, y, obviamente, vivíamos sugestionados. Siempre, en el pueblo rondó el temor de un ataque, por la cercanía al municipio de Marquetalia y al departamento del Tolima, epicentros de la violencia en la zona. Además, en la esquina, por la noche, hablábamos de espantos, aparecidos y otras historias espeluznantes. Una vez, después de una sesión macabra hasta avanzada la noche, los fantasmas me siguieron persiguiendo y me tocó decirle a Roberto que me permitiera dormir con él, pues no podía conciliar el sueño.
Otra vez, en la manga de Pioquinto me ocurrió un hecho singular. Cuando llegué a recoger las mulas, la patiblanca, la más pequeña de toda la recua, pero la más temible de todas, ni siquiera le herraban las patas por su fiereza, estaba patas arriba en una pequeña zanja. Su barriga estaba inflada como un globo. Yo no sabía cómo librarla de tan incómoda posición sin riesgo de ser agredido. Al fin, tomé la decisión de empujarla de las patas y salir corriendo. La faena tuvo éxito, pero el pobre animal salió tan apabullado, botando aire como cuando se desinfla una bomba, que no tenía la menor capacidad de reacción. Cuando le conté hace poco la anécdota a Carlos, la recordó como una de sus mulas más guapa y trabajadora. A pesar de su tamaño, ninguna carga le quedaba grande.
Recuerdos Sueltos
Alfonso Henao
Si bien Alfonso es primo de mi papá, se levantó como un hermano, pues vivió con ellos mucho tiempo y se casó con Carlina, hermana de mi mamá. Con ellos y con la familia de Juan y Arturo nos une un parentesco demasiado fuerte. Alfonso se caracterizó por su amabilidad y honradez. Esa amabilidad jugó en su contra y en su favor. Tenía en Pensilvania una zapatería, la cual se convirtió en el centro de reunión de las personas más destacadas de el pueblo, entre las que sobresalían Javier Ramírez, médico y alcalde; don Rufino Ramírez y don Salvador Murillo, etc., quienes convirtieron en tertuliadero la zapatería, y ya los campesinos, la mayoría de clientes, les daba vergüenza medirse unos zapatos en medio de estos personajes, o sea, arruinaron a Alfonso. Ante esta situación, se consiguió el puesto de Director de la cárcel de Manzanares, donde permanecía detenido, como decía Gonzalo Henao. De ahí lo trasladaron a El Fresno, pueblo donde vivió muchos años. No se lo imagina uno manejando guardianes y presos con un temperamento como el de Alfonso. Pero las apariencias engañan, pues junto a su amabilidad y afecto, siempre manifestó firmeza en sus actos y una ética a toda prueba. Fue tanta su entereza para manejar un ambiente tan complejo, que una vez, en El Fresno, un detenido muy peligroso, acostumbrado a volarse de las cárceles, le dijo: “No me vuelo para no ponerlo en problemas, porque nunca he tenido un director que nos tratara como personas”. Como en su juventud fue arriero como mi papá, madrugaba demasiado. En una visita a Pensilvania, le propusimos subir a Piamonte, y nos preguntó a qué horas. Cuando le dijimos que a las ocho, nos recriminó: “Muy tarde”, nos tocó subir a las cinco de la mañana.
Álvaro Naranjo
Una vez fue Álvaro Naranjo a la finca de La Luz y nos fuimos para Arboleda y nos tomamos unos aguardientes. Por la tarde, bastante prendidos, llegamos a la casa de Mario Henao, cuñado de Álvaro. Yo alcancé a subirme a una hamaca, la cual estaba colgada en el corredor junto a la chambrana. De un momento a otro se me devolvió el portacomidas y empecé a vomitar. Ante la escena, Mario reunió a los hijos y les dijo: “Vean lo que produce el trago, aprendan”. Por lo menos serví de ejemplo, aunque negativo.
Aura
La tía fue la hermana más cercana a mi mamá, con cuya familia convivimos mucho tiempo y nos unen unos lazos de sangre tan grandes, que compartimos los mismos genes. A diferencia de mi mamá, tenía un temperamento fuerte, necesario para afrontar el cúmulo de adversidades que la golpearon a través de la vida. Sus hijas mayores se casaron pronto; Juan Bautista, el mayor, se murió relativamente joven, de un cáncer, y Juan, su esposo, falleció de repente en el trabajo. Los últimos años de su vida los vivió en Las Brisas, barrio de Medellín, colindante con Las Cabañitas, donde vivimos nosotros. Los divide una quebrada profunda, y en esa época no había puente para pasar, la cruzábamos por un tubo de agua, relativamente angosto. El Mono, la pasaba a cargada para ir a visitarnos. Como Elvira y Gilma, las únicas hijas solteras, se fueron de monjas, quedó sola con cuatro hombres: Conrado, Fernando, Eduardo y Orlando. Conrado trabajaba en El Incora y pasaba la mayor parte del tiempo fuera de la ciudad. Un día le pregunté a la tía qué pensaba de las novias de sus muchachos y me dijo: “Uno cría hijos para que venga una vieja y se los lleve”. Conrado me contó que Orlando durmió con Aura hasta que a esta comenzó a darle miedo. La tía tuvo un final dramático, pero ideal. Le dio un infarto mientras viajaba en una buseta de Bello, cuando regresaba de visitar a Emilia Alzate. No sufrió. También Conrado murió de infarto, llegando a su casa en La Cabañita.
Bodas de oro
La fiesta de los cincuenta años de casados de mis padres la celebramos en el Club de Caza y Tiro El Hato, por los lados de Girardota. Asistieron casi todos los hermanos de doña Sofía y don Roberto y muchos familiares; además, algunos allegados como don Alfonso Uribe. Durante la reunión se presentaron dos hechos que vale la pena resaltar. El primero, de la familia solo faltaba el Mono, quien llegó por ahí a la una de la tarde, cuando no lo esperábamos, y nos lleno de alegría poder reunir a toda la familia. Según contaron, venía desde Norte de Santander, donde lo habían contratado para repoblar el mundo; el segundo, fue la declaración de Roberto. Ya avanzada la reunión, se arrodilló delante de Pedro y le dijo: “Primera vez en la vida que lo veo más borracho que yo”. También don Alfonso Uribe no faltó con sus apuntes. El vivía por Ecuador, cerca de La Metropolitana, en un segundo piso, con la esposa, una hija y la trabajadora. Según él, la vida familiar era un desastre: la empleada mandaba a su hija Ligia, la hija mandaba a su esposa Margarita y las tres lo mandaban a él. Además, mantenían un radio y un televisor prendidos a toda hora. Un día, desesperado, decidió tirarse del segundo piso, pero pensó: ‘!Si no me mato, no quedo peor!”, entonces mejor siguió soportando el trío de cantaletosas. El mismo don Alfonso contaba que una persona, al pasar frente al manicomio, saludaba: “Señores Uribe”.
Boletas
Al acabarse las vacaciones, de El Anime, salíamos en grupo para Pensilvania. El día anterior organizaban el fiambre y mi mamá hacía panelitas de leche y pandequesos para sus hermanas. El fiambre nos lo comíamos en la primera curva del camino, desde no nos vieran desde la casa. Seguíamos, llenos pero sin provisiones ni plata para comprar algo en el camino. Después de unas tres o cuatro horas de viaje, por los lados de La Torre, con el hambre más atroz, nos comíamos los pandequesos y las panelitas; no obstante, era necesario leer las boletas, una hoja de cuaderno medio doblada, para saber si les comentaban de las golosinas, en caso de que les contara, la solución era romper las boletas.
Canazo de Roberto
Aunque no le crean, no fueron los menores los únicos rebeldes. Roberto lideró una huelga cuando estudiaba Estadística en la Universidad de Medellín, por divisiones políticas del partido Liberal. Fue un movimiento masivo, con movilizaciones reprimidas por la autoridad y muchas detenciones. Ante la radicalidad del movimiento, el gobernador, Octavio Arismendi Posada, citó a los dirigentes a una reunión en la Gobernación y, cuando los incautos estaban en la oficina, los detuvieron y los llevaron a Permanencia, por los lados del Jardín Botánico. Estuvo detenido varios días y yo le llevaba los alimentos. Esos rebeldes de la Medellín fundaron la Universidad Autónoma Latinoamericana, en la cual Roberto terminó Contaduría.
Carecuca
Como todo pueblo, Pensilvania se ha caracterizado por unos personajes bastante singulares. Recuerdo a Polito, quien se mantenía por la calle Rial, protegido por los dueños de los comercios y olía a mil diablos. A Belarmino, vecino de mi mamá Susana Jaramillo, vivía a unas tres casas de la de la abuela. Después de ser una persona normal hasta los cuarenta años, se le corrió la teja. A diferencia de Polito, era una especie de dandy. Usaba chaleco y corbata, sus vestidos permanecían impecables y tenía de oficina el café Pilsen, donde los clientes y el dueño le daban tinto y hasta trago; además, se caracterizaba por ser un buen conversador. Una vez, con otro enajenado decidieron contraer matrimonio, y de gancho se dirigieron a la iglesia; pero cuando estaban subiendo las escalas del atrio, Belarmino le preguntó a su pareja quién haría de mujer (quién pucha), y el otro lo señaló a él. Al instante, respondió: “Se daño este matrimonio”. De todos los insanos, para mí, el más singular era Carecuca, quien vendía las mejores cucas que haya disfrutado en mi vida, quizá porque los sabores de la infancia no se olvidan nunca. Alto, flaco y desgarbado, recorría el pueblo con una canasta limpia y bien cubierta, repleta de cucas frescas. Como no aceptaba darle la acera a otra persona, nosotros nos juntábamos varios, pegados a la pared, para hacerlo bajar; y en vez de pisar la calle, se ponía a llorar como un niño chiquito. Éramos malos. Gracias a la solidaridad de Virgilio Vélez y Leticia Henao (hija de Félix Henao, tío de mi papá), quienes lo acogieron en su hogar, pasó los últimos años de su vida en una ambiente cálido y, al parecer, fue feliz.
Caridad con uñas
El abuelo Benjamín era el encargado de recoger en la fundación San Vicente las donaciones para los pobres. La sede quedaba en la calle donde vivíamos las familias Henao Salazar, a pocos metros de la plaza. Por lo general, le daban alimentos y frutas, muchos de las cuales eran devorados por los nietos. Al fin y al cabo, casi toda la población de Pensilvania era pobre, pero no aguantaba hambre. Por eso, la donación del abuelo no era corrupción sino solidaridad. Recuerden que andábamos descalzos. En ese tiempo gobernaba Rojas Pinilla, y su hija Maria Eugenia creo el programa Sendas, cuyo objetivo era donarle ropa a los más pobres. A mí me dieron una pantalones cortos, como se usaban en esos tiempos. Yo me alargué el pantalón cuando entré al bachillerato. Al tomarme las medidas, un sastre de Campo Alegre me preguntó por la medida para la bota. Le respondí que lo mismo que de cintura. Imagínense la risa.
Carmen sofío
Cuando Libardo tenía la casa en Fredonia, coincidíamos con alguna frecuencia las dos familias. Carmen Sofía era muy traviesa, y durante un tiempo, estando muy pequeña, se nos aparecía a las seis de la mañana, descalza y en piyama, y se acostaba con nosotros. Luego se levantaba a jugar y a dañar matas, rayar las paredes, coger los frutos sin madurar y sacar huevos de la nevera para quebrarlos detrás de la casa. Una vez encontramos unos huevos quebrados y Stella le preguntó si había sido ella. Nos contestó que había sido un animal, a lo cual le respondí: “Se llama carmen sofío”, al instante, respondió: “Yo no me llamó carmen sofío”. Como se amañaba tanto con nosotros, le sugerí hablar con los papás para que nos la regalaran. Ahí mismo, desde el cerco, le gritó a la mamá si la regalaba. Gabriela rechazó la propuesta y Carmen Sofía se puso a llorar inconsolable. Ante esta reacción, le dije a Gabriela que le siguiera la corriente y aceptó. La negrita se calmó y la mandé por la ropa, a lo cual respondió: “Usted me compra en El Éxito”. Estuvo todo el día y, por la tarde, cuando ellos se iban a venir para Medellín, pegó un grito: “Mi papá y mi mamá”, y salió corriendo para la casa.
Chucho Morales y el finaito
Creo que Chucho ya no trabajaba con mi papá, ya se había casado y tenía su propia finca, en Pueblo Nuevo. De todas maneras, teníamos buena relación con él y con Elías, su hermano menor. A Chucho le dieron unos terigios que requerían operación y decidió venirse para Medellín y estuvo en la casa de La Cabañita más de una semana. Mientras permaneció en Bello, todos los días se iba después del desayuno a ver pasar carros en la autopista, subía a la hora del almuerzo y del algo, como si fuera una actividad laboral. Para un campesino debía ser algo fantástico ver pasar esa inmensa cantidad de carros. En ese tiempo, yo viajaba en buseta de la Universidad a la casa y, al bajarme, lo encontraba sentado en las escalas para bajar a la vía. Hacía poco tiempo del asesinato de Elías, y le pregunté por qué lo habían matado. Me dijo que el finaito ese día bajó a Pueblo Nuevo a mercar y quedó de subir temprano, pues le traía unos cuadernos a su sobrino, el hijo de Chucho, pero el trago lo atraía más que la responsabilidad y se quedó todo el día bebiendo. De regreso, por la noche, tuvo algún problema con sus compañeros de beba, y, cuando Elías intentó sacar el machete, le dieron un machetazo en la mano, impidiéndole defenderse. Le causaron numerosas heridas y lo dejaron tirado en una manga cerca de la casa de El Porvenir. Chucho dijo que donde le hubieran dejado sacar su arma, los muertos hubieran sido otros.
Uno no se imaginaba ese comportamiento en una persona tan dócil, realmente servil, como Elías, quien era el peón de estribo de mi papá. A la hora indicada estaba en la casa, sin importar si era de día o de noche. Sin embargo, un poco antes de su muerte, estuvo detenido en Arboleda, porque hirió a una persona. Mientras la detención, por su buen comportamiento, lo encargaron de las vueltas de la Inspección y solo dormía en la celda. A diferencia de Chucho, quien se mantenía limpio y bien vestido, Elías no se preocupaba por su presentación personal ni por su aseo. Era parco en sus palabras, por lo general, contestaba con un murmullo. Como le gustaba tanto la cerveza, uno le decía si quería una y solo contestaba con una sonrisa y un ji ji. Siempre acompañaba a mi papá en los viajes a los lugares donde él se demoraba varios días para volver, para regresar con la mula. Me lo imagino a caballo, sintiéndose dueño del mundo, con unas cuantas o muchas cervezas encima. En algunas ocasiones, cuando lo mandaban a traer algo en las bestias de carga, no volvía a tiempo porque se emborrachaba, y llegaron a encontrar abandonados y cargados los animales en el camino. Cuando hablé con Chucho sobre su muerte, me llamó la atención la excelente relación de Elías con su sobrino, a quien le enseñó a pescar, a nadar y por quien se afanaba en cuestiones de estudio. Lo que más lamentaba Chucho de la muerte, era la tristeza de su hijo. Viendo el comportamiento de Elías, se me viene a la memoria la siguiente cita:
Observadas desde otro planeta, las conductas humanas parecerían muy sorprendentes. El hombre es una de las raras especies animales que mata a sus semejantes de manera deliberada. Mejor dicho, por un lado condena el crimen individual, por otro condecora a los responsables de crímenes colectivos o a los inventores de atroces máquinas de guerra. Ese absurdo loco lo persigue desde la invención del hacha de piedra tallada hasta la puesta a punto de las bombas termonucleares. Ha resistido todas las religiones y todas las filosofías, hasta las más generosas. Como subraya A. Kostler (1967), está sólidamente incrustado en la organización del cerebro del hombre. Pero el hombre también ha pintado la Capilla Sixtina, ha compuesto La consagración de la primavera, ha descubierto el átomo. “¿Qué quimera es, pues, el hombre?
¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, que motivo de contradicción, qué prodigio! ¿Qué tiene, pues, en la cabeza, ese homo que se atribuye sin vergüenza el epíteto de sapiens? Changeux, Jean-Pierre (1985, pág. 11). El Hombre neuronal. Madrid: Espasa Calpe.
Chuscaleños
Siempre me llamó la atención el apodo de los hijos de Bernarda: Chuscaleños. En el encuentro de la familia de Juan y Aura, le pregunté a Susanita y me contó la razón: Don Vicente, papá de Pedro Nolasco, tenía una finca denominada El Chuscal, donde vivieron un tiempo. Eran los de El Chuscal, de ahí el sobrenombre para todos los García. Era una familia muy numerosa y la mayoría de sus integrantes vivían cerca de Pedro Nolasco. Se caracterizaban por ser muy pacientes. Un hermano de Pedro Nolasco, viajaba a La María, una zona más allá del Río Dulce, por el camino a Pensilvania, y al pasar por una casa, los muchachos le azuzaban los perros (cufiaban). Un día les dijo a sus sobrinos, le voy a cantar la tabla a esos bribones. Al regresar de una visita venía feliz y les dijo a los chuscaleños: “Les canté la tabla”. Cuando le preguntaron qué les había dicho, contestó: “No se pongan a cufiar los perros que los enseñan a bravos”.
Columpiada costosa
En unas vacaciones, estábamos en La Luz, y recibimos la razón de que a Carlos Alberto, el de Pedro, lo había cogido un machine en Neiva y le destrozó un pie. Salimos a las tres de la tarde y llegamos a Neiva a las dos de la mañana. Rodrigo se fue con los muchachos a visitar un campo petrolero y los muy curiosos empezaron a columpiarse en los machines. Mi hermano los hizo bajar, pero en un descuido se volvieron a subir, con la mala fortuna de que a Carlos lo agarró la polea y, prácticamente, le trituró un pie. La lesión era tan grande, que a Rodrigo, en la clínica, le pidieron autorización para cortárselo. Pidió un compás de espera mientras llegaba Pedro. Al otro día, decidieron traerlo a Medellín en avión, mientras Socorro y yo nos volvíamos en la camioneta. Yo tenía el pase vencido y, para solucionar el problema, Rodrigo habló con sus contactos en El Tránsito y me dieron un pase provisional. En esa época, se necesitaba una foto, la cual se demoraba más de un día para entregarla. La solución fue un fotógrafo callejero, de los de caballito y ponchera. Mientras me tomaban la foto, Rodrigo atajaba a los transeúntes para que no se atravesaran. Al día siguiente, me vine con Socorro y después de pasar por Ibagué se desinfló una llanta. Le sugerí devolvernos a montarla, por el riesgo de otra varada, pero ella, con razón, estaba apurada. Así mismo, en el Retén del transito, me iban a partir por la falta de señales en caso de una varada. Me pareció extraño no encontrarlas, pues Pedro cargaba todo un taller en el carro. Le dije al agente que venía para Medellín y era un inconveniente volver por el pase. En mis adentros pensé: “Le dejo ese pase provisional y sigo tranquilo”. Como cosa rara, me pidió para gaseosa, y le di el equivalente a diez mil pesos. Llegamos a Medellín por ahí a media noche.
Corrupción
Mientras vivimos en La Española, el tío Arturo fue Inspector ocasional en Arboleda. En una ida al pueblo, lo visité en la Inspección y me regaló un machete viejo que le quitaron a un borracho. En un encuentro reciente con Diego, el hijo de Arturo que vive en Estados Unidos, le conté la anécdota, y me dijo: “A mí también me regaló uno”. Nos va tocar pedir cupo en la JEP.
Débora
Este nombre estaba proscrito en Pensilvania, en todo el pueblo esta mujer trabajadora y caritativa no tenía tocayas. De estatura bajita, pero de complexión recia, parecía una mujer muy fuerte. Vivía cerca del área urbana y todos los días iba a lavar las cantinas del pueblo, y, por ahí, a las cuatro de la tarde salía para su vivienda, caminando por la carretera. A veces, durante el recorrido, como obra de caridad iniciaba a los jóvenes en el amor y a los adultos satisfacía sus afanes. Decían que los favores valían diez centavos, usando como tálamo cualquier rincón detrás de una mata de chilca a la orilla de la carretera. Uno de los clientes era un profesor de la escuela de varones, cuyo nombre prefiero callar. Vestía de manera desaliñada. Un día llegamos a la escuela, el Director reunió en el patio a todos los alumnos, actividad propia de momentos solemnes, y salió el susodicho docente con cara de energúmeno y soltó este desahogo: “Hijueputas que no lo dejan a uno ir a rezar al cementerio”. Según comentaron, algunos estudiantes le tiraban piedras cuando estaba en la faena. En toda mi experiencia como estudiante o como profesor no había visto una mayor afrenta a la educación y a la decencia. No entiendo la razón para que el Director de la escuela se prestara para ese circo.
Diana
Con Diana, Hugo y su familia hemos tenido una relación estrecha. Cuando hemos viajado a Cali nos reciben con cariño, lo mismo hacemos nosotros en nuestra casa. Sin embargo, ella recuerda cuando la ahogué. Estábamos en una piscina en Neiva, tendría unos cuatro años y, como era tan delgada, el flotador le quedaba grande. Estaba sentada en el borde de la piscina y jugando la empuje al agua, pero se deslizó por entre el flotador y se hundió un poco. Ahí mismo la saqué, pero le quedó la sensación de haberse ahogado.
Don Escolástico
Ya el nombre de por sí es chistoso. Fue otro personaje picaresco de Pensilvania, el ascendiente de una familia de empresarios y comerciantes exitosos. Los Escobar de Pilas Varta y Acesco y abuelo de Óscar Iván Zuluaga Escobar. Los hijos se fueron a Manizales y a Bogotá a montar sus empresas y el viejito se quedó en el pueblo criando bestias y rumores. Ya Rodrigo contó varias anécdotas, pero le faltó una que retrata en cuerpo y alma el talante de don Escolástico. Vivía a una cuadra de la Escuela Boyacá, en una casa sencilla y me tocó verlo trajinando con sus bestias en la calle, picando pasto y caña para cuidarlas. Resulta que el hombre se preparó para su muerte y mandó construir un ataúd sencillo, y lo mantenía en el rincón de la cama. Para sus hijos, bastante ricos, era una ofensa. Todas las sugerencias para hacerlo cambiar de opinión se estrellaron con su terquedad. Ante la imposibilidad de convencerlo, apelaron al cura del pueblo, quien les aconsejó dejarlo tranquilo y ya muerto lo podían enterrar como quisieran.
Don Rufino
A mi siempre me llamó la atención la apariencia de don Rufino. Hasta donde recuerdo, era visitador de la Caja Agraria y tenía una finca entre Miraflores y Guacas. Siempre andaba en unas mulas briosas y grandes. Tenía fama de quedarse dormido, inclusive cuando iba a caballo. Como se amañaba tanto en la zapaterita de Alfonso, muchas veces, al llegar de las correrías, en vez de entrarse para su casa, al lado de la zapatería, se entraba para donde Alfonso, sin siquiera quitarse las espuelas. En una de esas visitas, se sentó en un taburete, se quedó dormido, y al ir a pararse, se le enredaron las espuelas en el travesaño del taburete y terminó en medio de la calle. Otra vez, entró al baño en un café y se quedó dormido. Tuvieron que llamar a la policía para abrir la puerta, pues pensaron que se había muerto.
Doña cruz
El tío Carlos tuvo una fábrica de confecciones de camisas con doña Cruz Uribe, hija de don Alfonso, con la chispa adelantada, como la de él. Era dicharachera, simpática, tomadora de aguardiente y muy trabajadora. Carlos le solicitó a mi papá colaborarle trabajando allí, como una manera de realizar algún control. Doña Cruz Uribe tuvo una relación pésima con la familia de su esposo, especialmente con un cuñado, quien la había maltratado, hasta el punto de poner a calentar al sol un revólver, para que no le fallara el día en que se lo encontrara. Ese día llegó. Estaban en la fábrica, él entró, pues mantenían la puerta abierta. Tan pronto doña Cruz lo vio, fue tanta la ira, que cogió la varilla con la cual trancaban la puerta y lo encendió a varillazos, hasta cuando mi papá se la quitó. Menos mal, de la ira, se le olvidó el revólver.
Dos valientes
Pedro tuvo una relación muy cercana con Horacio, desde jóvenes hasta los últimos días de vida. Inclusive, aunque Horacio murió primero, Pedro lo siguió pronto. Cuando vivíamos en El Anime, ellos se metieron a la propiedad de don Pedro Gómez, el vecino, a robarse unas naranjas. Como Horacio era más ágil, se subió primero y lo seguía Pedro. Cuando Horacio estaba llegando a la copa del árbol, donde crecen los mejores frutos, le gritó a Pedro: “Permiso, permiso, permiso”, y empezó a descender apurado. Pedro le preguntaba: “Qué pasó”. “Un permiso, gritaba Horacio” y se le tiró por encima, casi lo tumba. Cuando ambos estaban en el suelo, Horacio pudo modular: “Allá arriba hay una culebra”. Eso les pasó por robar naranjas.
Duelos
Matilde, la primera esposa de Arturo, se murió, posiblemente en un parto, estando Arturo, el hijo, muy pequeño. Lo recuerdo jugando mientras en una pieza velaban la mamá y en otra atendían a Elvia, quien deliraba y decía ver a Matilde caminando por algunas zonas rurales del pueblo. Aunque era joven, me impactó el contraste entre la indiferencia del niño Arturo y el drama familiar. A raíz de la muerte de la tía, cuya familia vivía en la casa vecina, hacia la plazuela, Pedro acompañaba por la noche a los hijos cuando Arturo estaba viajando. Un día, Guillermo le dijo a Pedro que lo llamara a las cuatro de la mañana para preparar un examen. Tal vez preocupado por no despertar a tiempo, a las doce de la noche, dormido, llamó a Guillermo, y como no se levantaba, lo sacó de la cama y lo sentó en el patio y le cerró la puerta.
Roberto cuenta: También tengo fresco el recuerdo cuando murió la abuela Susana Mejía. Mi abuelo Benjamín estaba en el Anime y Juan, el tío, se encontraba donde Pedro Nolasco. Se organizó el viaje a Pensilvania, más o menos a media noche. Salieron de El Anime mi papá con el abuelo, y nos mandaron a Abelardo y a mí a avisarle a Juan. Nos encomendaron que de pasada recogiéramos la mula colorada, de Pedro Nolasco, muy brava, para que se fuera Juan en ella. Abelardo y yo salimos con susto, preocupación y no sé qué más, y en esas condiciones no vimos la mula y entonces a Juan le tocó irse en un caballito blanco colimocho, bastante inseguro. Felizmente llegó a Pensilvania.
Algo similar ocurrió cuando murió la abuela Susana Jaramillo. Juan estaba construyendo una casa en Campo Alegre, en una finca denominada La Esperanza, de una familia Giraldo. A mí me tocó ir a llamarlo. Esa finca posteriormente fue de Carlos, nuestro tío.
La agonía de mi mamá fue corta pero intensa. Ella tuvo una salud excelente toda la vida a pesar del nacimiento de trece hijos y algunas novedades, como decía. A diferencia de mi papá, era parca para comer. Cuando le servían los alimentos en las visitas, antes de empezar, apartaba las porciones que no se iba a comer y las entregaba con toda la delicadeza. Le gustaba caminar y podía realizar largas jornadas. Ocasionalmente le daba erisipela, y nos enviaba por barbasco con el fin de hervirlo para bañarse con esa agua. Al final de su vida, comenzó el deterioro. Se le hincharon los pies, mis hermanas la llevaban donde un bioenergético, quien le formuló para los riñones (yo, antes de la consulta, al verle los pies hinchados le pregunté si tenía problema de riñones). Al no dar resultados los remedios, le dijo que el problema era del hígado y, como no atinó, sugirió llevarla a un cardiólogo, porque estaba mal del corazón. Le conseguimos la consulta con Javier Correa, uno de los mejores cardiólogos de Medellín, quien le implantó un marcapasos. A pesar del marcapasos, la salud siguió deteriorándose y le descubrieron un cáncer de páncreas, enfermedad muy agresiva. Estuvo unos tres meses reducida a la cama, en un proceso en el cual su cuerpo se disminuía todos los días, pero le crecía el vientre. Nunca la vimos desesperarse, como toda su vida, mantuvo la serenidad. Cerca del final, nos llamó a los hijos para despedirse. Solo faltaba Rodrigo para el adiós. Al final quedó inconsciente, pero miraba continuamente para la puerta. Dicen que los moribundos necesitan aceptar separarse del mundo, para morir en paz, para no seguir aferrados a la vida. El marcapasos y la mirada hacia la puerta le seguían manteniendo un hilito de vida. Al ver esta situación, llamé a Rodrigo, quien se encontraba en el Eje Cafetero, a invitarlo a despedirse de nuestra madre, para que muriera tranquila. Así lo hizo y a los pocos días descansó. Por casualidad, a Berta, a Stella y a mí nos tocó verla partir. En ese momento subía las escalas un empleado con un tanque de oxígeno, al cual le dije que ya no lo necesitábamos y le pregunté por el valor para pagarle, y me respondió: “Nada”. La medicina es compleja y mucho más cuando se ejerce con criterios poco científicos, cuando se apela a criterios ideológicos o religiosos, que en vez de curar o aceptar lo inevitable, prolongan innecesariamente la vida, ya sea por razones económicas o de otro tipo.
El único de nuestros hermanos fallecido es Pedro, quien duró más de la cuenta, según vaticinaron los médicos, para quienes no llegaría ni a los veinte años. Siempre tuvo problemas de bronquios y necesitaba usar inhaladores. A pesar de esta dificultad y de ser un poco tieso para moverse, en sus cacerías, pegaba largas caminatas detrás de cualquier avichucho. Yo nunca lo vi delicado ni en una cama. Solo al final, cuando lo operaron del corazón y posteriormente le dio un infarto, que lo dejó hemipléjico, su vida se redujo a vivir al lado de Socorro, quien se convirtió en su apoyo incondicional. Varias veces estuvo hablando con San Pedro, pero volvía y se levantaba. Una noche me llamaron al amanecer, a decirme que Pedro había descansado. Como vivíamos cerca, fui en seguida a su casa y encontré a Socorro a su lado y él extendido cual largo era en una cama. Su rostro mostraba serenidad. La escena parecía un cuadro de un pintor renacentista.
En un país de desaparecidos, la familia no se escapó de este flagelo. A Efigenia, la tía mística, quien fue expulsada de dos conventos, digo yo, por exceso de rezo o porque como comía tanto, era costosa su manutención, se le perdió el rastro en Neiva. Ella estuvo un tiempo donde Rodrigo y de ahí se fue a vivir en una casa del Obispo de Neiva, en donde una vez la visité. Cuando le pregunté de quien era la casa, me dijo que del jerarca de la iglesia, pero me advirtió: “Él viene muy poquito por aquí”. Nunca más volvimos a saber de ella. Era tal su fanatismo religioso, que en casa del abuelo, me ponía a rezar arrodillado sobre granos de maíz. Así mismo, mientras veía telenovelas, mantenía una costura en la mano, para taparse los ojos cuando los protagonistas se besaban.
Una de las muertes más dolorosa y cruel fue la de Humberto el de Alfonso y Carlina, asesinado por las FARC. Por su oficio como personero, le correspondía acompañar a las autoridades en algunos procesos, por lo tanto, fue sentenciado a muerte por la guerrilla. Cuando se casó, estuvo en la Costa Atlántica de luna de miel, y al regreso, nos visitó en La Cabañita. Me contó que en Pensilvania, en un operativo dieron de baja a un guerrillero, a quien le encontraron entre las botas un plano del pueblo, en el cual estaba marcada su casa. Le aconsejé irse inmediatamente de Pensilvania, porque el enemigo era demasiado poderoso. Al año lo asesinaron de manera infame.
El carrito de John Jairo
En unas vacaciones, Rodrigo fue a La Luz y no llevó carro, por eso, para el regreso, lo llevé hasta Bogotá en la camioneta de Pedro. John Jairo se pegó en el viaje, con su arsenal de carritos. La camioneta tenía las llantas tan acabadas, que con solo pisar una colilla prendida se pinchaban. En el viaje a Bogotá montamos llanta tres veces y al regreso otras tantas. A la venida, como pasábamos cerca, decidimos ir a visitar, en El Fresno, a la familia de Alfonso, la cual estaba en una finca cerca del pueblo, en la vía a Petaqueros. Allá amanecimos y madrugamos a coger la carretera, pues volvíamos a la finca, por Dorada. Cuando estábamos llegando a esta ciudad, John Jairo se dio cuenta de que le faltaba un carrito y me pidió el favor de regresar por él. Lo tranquilicé diciéndole que ellos se lo enviarían, como en realidad ocurrió. Seguimos el viaje y entre Dorada y el río Samaná, se nos atravesó un Hippie en plena carretera como a la una de la tarde. Abrió los brazos y se plantó de tal manera que no dejaba espacio para seguir; o sea, me lleva o me mata. Lo recogimos, era un chileno, flaco y desgarbado. Más adelante paramos a tomar algo en un estadero y cuando le pregunté al pasajero si quería algo, nos dijo que no había desayunado. En el resto del viaje volvimos a pinchar y el hippie ni siquiera se bajó del carro. En Puente Linda lo dejamos, pero antes de irnos le dimos comida en la fonda de Alonso Granada.
El chalán
A Carlos siempre le gustaron las mulas enérgicas, temperamentales, que requerían un manejo especial. Yo tendría unos ocho años cuando llegó en una de las visitas periódicas al pueblo. Me entregó la mula para empotrerarla y no me hizo ninguna advertencia. Yo simplemente la tiré del cabezal, la arrimé a la parte más alta de la acera y con gran agilidad me trepé en su espinazo, en pelo. El animal no hizo nada extraño, salió calle abajo con el intrépido jinete en sus costillas. Comenzó un trote suave y yo tiraba del cabezal, pero era como jalar un camión. Su fuerza superaba el poder de mis manos. Si no ha sido por un señor que subía por la calle y tomó con fuerza la cuerda, tal vez este jinete no estaría contando el cuento. Y la mayor frustración como chalán, fue llevar de cabestro el animal hasta el potrero. En unas vacaciones, fui a visitarlo en una tienda que tenía en Puerto Machete, un poco más arriba de Puerto Venus. Ya se pueden imaginar la razón del nombre. Los campesinos resolvían sus rencillas a machete limpio. Me prestó la mula para subir a Arboleda, pero me advirtió: “Tan pronto se monte, ella empieza a corcoviar, usted le clava las espuelas (nunca me gustaron), y se pone como una sedita”. Preciso, al subirme pegó unos saltos, le rayé las espuelas, casi se lleva la puerta del corral por delante y en todo el viaje no demostró ningún resabio. Mientras estuve allí, por la noche dormíamos sobre el café arrumado en una pila, para evitar el posible robo; así mismo, como tenían carnicería, me envió a derretir el sebo, para lo cual debía prender un fogón de leña. Iba con el petróleo en una botella de gaseosa para echarle a la leña e incentivar la llama, cuando Marina, la de Arturo, quien también estaba allí, me pidió gaseosa. Le advertí que era petróleo y me trató de amarrado. Le extendí la botella, pensando que olería el contenido del recipiente, pero se tomó un trago grande. Duró como dos días en cama.
El curubo
La casa de mi abuelo Benjamín era amplia, con una entrada principal en la calle que da a la plaza y una secundaria, por la pendiente hacia el tanque de agua. Fue construida en madera y en toda la mitad del patio construyeron un baño en cemento. En esa época no lo veía raro, pero hoy no entiendo quién pudo diseñar algo tan absurdo. La propiedad tenía un solar amplio, en el cual, junto al patio, se levantaba un ciprés, por cuyas ramas trepaba un curubo. Como era tan alto, casi nadie subía a la parte más elevada, punto en le que brotaban las frutas más grandes y sabrosas. Yo me daba ese lujo y las degustaba trepado en la copa el árbol, para que no me las quitaran. También en ese solar crecían ochuvas y pepinos; además estaban sembrados manzanos y chirimoyos. En la parte alta sembraban papás, arracacha, pero el lote intermedio no producía sino maleza, en especial lirios, cuyos bulbos utilizábamos como arma para agredirnos o espantar los novios de las tías. Como a unas dos cuadras de la vivienda, junto al tanque de agua estaba el potrero donde pastaba la vaca y, a veces, se encerraban las bestias. Para llevar o traer los animales se subía por la calle pendiente, pero a pie se podía ir por la calle principal hacia un desecho en el potrero del tanque, con trayecto más corto. En el cerco del potrero crecían durumocos (dulumocos), cuyas frutas disfrutamos. También, en el pequeño solar de la casa de Susana Jaramillo, lindando con la de Arturo, crecía un papayo silvestre (tapaculos), y con la corteza de los frutos hacían un dulce delicioso. Decían que la semilla produce estreñimiento. Yo fui mucha la que comí y nunca tuve problemas.
El derrumbe de Petaqueros
En un puente festivo, el tío Carlos me invitó a visitar a las muchachas (Julia y Carlina) allí en Pensilvania. Como estábamos en un invierno pavoroso, decidí acompañarlo, pero en transporte público, con el fin de no correr el riesgo de quedarnos atrapados si viajábamos en nuestro carro. Salimos de Medellín en una Van de la Empresa Arauca y, cuando paramos a desayunar cerca de La Pintada, le pregunté al conductor por el derrumbe de Petaqueros, un alud constante que había causado muchas víctimas. Me respondió que no existía ningún problema. En Manizales cogimos una buseta de la misma empresa que hacía la ruta a Pensilvania. Preciso, antes de llegar a Petaqueros, estaba taponada la vía en el famoso derrumbe. En la otra parte del deslizamiento se encontraba la buseta que venía de Pensilvania, por tanto, los conductores decidieron intercambiar los pasajeros. Pensando en el regreso y en la crudeza del invierno, le propuse al tío devolvernos, pues sospechaba que el lunes, al regresar, íbamos a tener el mismo problema. Me contestó que me devolviera yo, que él seguía. No tuve otra alternativa: acompañar a ese viejo testarudo. Desde ahí hasta el pueblo no tuvimos inconvenientes. El lunes salimos a las seis de la mañana y, por ahí a las nueve llegamos a Petaqueros y, otra vez, la vía estaba taponada: pero nos dijeron que habías dos máquinas despejando el derrumbe. Como quedaba a unos cien metros del caserío donde estábamos, invité a Carlos a ver la remoción del alud, para determinar si esperábamos o nos veníamos por Dorada. Al llegar al sitio vimos las dos máquinas trabajando y faltaba poco para remover toda la tierra. Así como lo hicimos nosotros el primer día, la gente pasaba por encima del derrumbe y los motociclistas eran ayudados por unos campesinos para pasar las motos. El deslizamiento se originaba en un potrero demasiado pendiente encima de la carretera, en el cual los animales, con sus pisadas, fueron formando como eras, plenamente visibles desde la carretera. Mientras veíamos trabajar los buldóceres, observamos como las eras del potrero se contoneaban y, de una, como una exhalación, bajó una avalancha de tierra, que nos pasó a unos tres metros. Después del impacto, vimos a cuatro metros a un señor con un pie dentro del alud y el otro libre. Pensé: “A este no le pasó nada”; se lo llevaron en una camilla y lo reportaron entre los heridos. A unos doscientos metros abajo, se veía la cabeza de una persona con el resto del cuerpo atrapado entre la tierra. Al momento subió una joven, a quien previamente vimos en el restaurante, con un casco en la mano y nos preguntó si su novio había alcanzado a pasar. Realmente, nosotros lo vimos acompañado de un lugareño arrastrando la moto y creímos que estaban al otro lado. Eso le dijimos. Ante la emergencia, nos devolvimos para el caserío y tuvimos la fortuna de que Pachito y Socorro, hijos de Julia, quienes iban para Bogotá, nos llevaron hasta Honda. Allí alcanzamos a tomarnos de a cerveza mientras pasó un bus para Medellín, en el cual encontramos puesto. El conductor andaba apurado, tratando de pasar a tiempo por Doradal, pues por los problemas de seguridad, las autoridades cerraban la vía entre este punto y Santuario, para evitar secuestros y asaltos. Solo en Santuario paró y pudimos comer y tomar algo. Como yo sabía que las noticias informarían sobre la tragedia, alcancé a llamar a Stella para decirle que su cónyuge se salvó de arepa. Ya en la casa, por la noche, vi en las noticias que la muchacha seguía buscando a su novio, al que encontraron al otro día; también se murió la persona a la que solo se le veía la cabeza y otros dos heridos se recuperaron. Ese alud ha causado infinidad de víctimas. En una ocasión arrastró un bus con 21 estudiantes, otra vez se llevó varios taxis, causando unas diez víctimas.
El fornidito
La bisabuela de Gabriela, doña Rita, estaba de mucha edad y vivía con doña Aura Jaramillo, al frente de la Estación de Bomberos, al pie del cerro de Las Palmas. Era muy religiosa y se iba para misa, cuando se podía mover libremente, a la iglesia de Buenos Aires. Llegaba a la misa de ocho y volvía, muchas veces, después de las once. Al preguntarle por la demora, explicaba que al terminar la misa de ocho, empezaba la de nueve y después la de las diez y, entonces, se quedaba oyéndolas; sin embargo, Gilberto decía que se quedaba dormida y al despertar se venía para la casa. En ese tiempo, Libardo comenzó el noviazgo con Gabriela y sus cuñados lo pusieron Constantino, por la regularidad con que la visitaba; además, como son tan necios, cuando lo veían venir, decían: “Allá viene ese güevón”. En una visita a la casa de doña Aura, Gabriela le comentó a Olid los comentarios de sus hermanos, en especial el trato de güevón, delante de doña Rita, pensando que como estaba tan sorda, no oía. Tan pronto oyó la palabra, comentó: “Y así es de fornidito que se le nota tanto”.
El hijo calavera
Berardo Agudelo era fuerte, capaz de mover cargas demasiado pesadas, mas era tan zángano, que don Benito le tenía unas mulas para trabajarlas, pero en cada viaje se le mataba una. Ante esto, don Benito le exigió traerle una mano de la mula cuando eso ocurriera. Poquita desconfianza le tenía. Durante un tiempo, le ayudaba en los oficios domésticos Rubelio Gallo, quien se casó con Sorany Gómez, una prima bastante bonita. Ese matrimonio tuvo un final poco feliz, pues Rubelio era gay.
El Negro Quintana
Con Pablo Maya fue uno de los integrantes de la picaresca de Pensilvania. Durante un tiempo trabajó en rentas, una especie de policía encargada de perseguir a los cultivadores de tabaco y a los fabricantes de aguardiente de contrabando. En uno de los recorridos se alojaron en la casa de una viejita que siempre les daba posada y por la noche tinto, pero esta vez no les dio y se acostaron enojados; por la noche, como venganza, se le orinaron en el pilón. Al otro día, la viejita les dio tinto y, cuando terminaron de tomárselo, les dijo: “Perdonen lo poquito, el agua del pilón era muy poquita”. También le correspondía vigilar el sacrificio de reses en el matadero, actividad que se realizaba durante la noche, por lo mismo, para defenderse del frío se ponía una gabardina. En una ocasión, unos días después de haber estado en el matadero, sintió un olor nauseabundo en la casa. Al buscar la causa, encontró en el bolsillo de la gabardina pedazos de cueros, que los matarifes le habían echado, para desquitarse. Lo mejor fue cuando mi papá, en una visita a Cali, se puso a mirar al Indio Amazónico vendiendo menjurjes (menjunjes). Al observar con cuidado, se dio cuenta que debajo del gorro con plumas se escondía el Negro Quintana.
Elvia
Al contrario de Efigenia, Elvía, la tía medio corrida por el lado de los Salazar, expresaba su picardía en todo momento. Cuando estaba cansada se quitaba los zapatos y decía: “Descansen deditos jijueputicas”. Su característica más sobresaliente fue la solidaridad. Sacrificaba su bienestar personal por servirle a los demás. Donde había un enfermo allá estaba, donde había alguien necesitado, allá acudía. El caso más notable fue su entrega a la familia de Nidia. En la práctica, se convirtió en otra madre de los tres hijos de la prima, casi tía. Recorría con ellos las casas de los parientes en Medellín, buscando apoyo para sus nietos (eso eran los hijos de Nidia para Elvia). A pesar de los sufrimientos, mantenía su alegría. Durante un tiempo vivió en Pensilvania, en la casa de Julia, de la cual salía después del desayuno a visitar a los parientes o para acompañar a los enfermos. Volvía por la tarde a comer y a dormir. Le encantaban los cachivaches. En una visita a Pensilvania, la llevamos a la finca de Carlos Botero, en la vía a Manzanares. En el camino, le regalamos unos pesos, y, al regreso, se negó a irse para donde Julia y se bajó en la Plaza, y le dijo a Stella: “Acompáñame, que vi un reloj muy bonito en un almacén”. Tenía uno puesto y a los mejor más en la casa. En sus últimos años vivió casi hasta el final con mis hermanas, quienes le mantenían una dieta rigurosa por su diabetes. A veces me la llevaba para la casa y le compraba cigarrillos y le dábamos un algo. Se comía con gusto todo y se ponía feliz, sentada en las escalas, a fumar; cruzaba las piernas como si fuera una diva y echaba a volar el humo. Yo le decía a Stella: “No tiene familia, démosle un gusto pasajero, porque si vive menos, por lo menos disfrutó un poco la vida”. Al final, murió en un asilo.
Entereza
Mario Henao, antiguo novio de Efigenia, tenía una finca en El Verdal, cerca de La Luz. Estaba casado con Alicia Henao, hija de Luis, hermano de mi abuelo Benjamín. Fue un personaje rezandero, pero de una honestidad y verticalidad a toda prueba. Obdulio Franco, su vecino, compró una nueva finca al otro lado de la de Mario, y sin pedir autorización construyó un camino, partiendo la finca de Mario. Este habló con Ovidio García, corregidor de Arboleda, solicitándole intervenir para solucionar el problema. Como no hizo nada, Mario se fue para Pensilvania y se quejó ante el Alcalde, y lo amenazó con viajar a Bogotá a solicitarle ayuda a su hermano Silvio, jefe de Planeación Nacional en el gobierno de Lleras Restrepo. El Alcalde, inmediatamente llamó a Ovidio y le advirtió, que si no solucionaba el lío, peligraba su puesto. Ante esto, llamó a las partes a negociar. Acordaron una indemnización y, cuando Obdulio, le iba a dar un cheque, Mario le dijo: “A un pícaro como usted no le recibo nada. A su hermano Benjamín, que sí es honorable se lo recibo; además, me dijeron que usted me iba a matar. Lo único que le digo es que no vaya a fallar, porque yo si lo mato”. Dicen las malas lenguas que nunca lo volvió a molestar. Con Mario trabajó durante mucho tiempo Esteban, un indígena de Mutatá, quien llegó a la región y se convirtió en una persona querida por todos. Aunque intenté enseñarle a leer, no pude.
Equipo de basquetbol
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/equipo-baloncesto.jpg?w=600)
En la familia tuvimos un equipo de basquetbol de los hermanos, integrado por Pedro, Rodrigo, Roberto, Abelardo e Ignacio. Como Rodrigo trabajaba lejos, a veces, nos reforzaba Hugo Valderruten, un amigo de Roberto. Por lo general, entrenábamos en la Universidad de Medellín. En unas vacaciones jugamos en Pensilvania contra el equipo del colegio y los dobletiamos. El fenotipo de los jugadores y su capacidad atlética lo hacía competitivo. La estatura de Pedro, la habilidad y velocidad de Rodrigo e Ignacio, la fortaleza y experiencia de Roberto y la tenacidad de Abelardo. Inclusive, jugamos contra equipos de cierto nivel aquí en el Valle de Aburrá sin sentirnos apabullados. Miguel también jugaba buen basquetbol, pero por su juventud nunca estuvo en el equipo.
Está apagado
Rosana Jaramillo, tía de mi mamá, nunca montaba a caballo, porque se mariaba; en cambio, el vicio del tabaco no le hacía nada, hasta el punto de que en su agonía, cuando le estaban aplicando los Santo Óleos, al acercarle el cristo para besarlo, exclamó: “Está apagado”.
Gerardo Henao
Era hijo de Eugenio, tío de mi papá, y se caracterizó por ser un negociante demasiado vivo. Durante un tiempo fue correo para Arboleda, y cuando arrimaba a la fonda de Quebrada Negra a tomar algo, pagaba con un billete de alto valor, para que las viejitas de la fonda no tuvieran devuelta. Ellas apuntaban en un cuaderno, esperando el próximo paso. Él volvía con el mismo cuento, hasta cuando una de las señoras, cogió el billete y lo partió en dos y le dijo: “Llevase ese medio, yo me quedó con la otra mitad hasta que nos pagué”. El vivo sacó billetes de menor denominación y pagó. Siendo todavía menor de edad, en Guacas, se interesó por un caballo, el cual montó en pelo en el potrero a escondidas del dueño, a quien le propuso comprárselo a ciegas (sin conocer el objeto producto del negocio). El propietario le vendió el animal y después se arrepintió, pues se sintió engañado; por tanto, le hizo el reclamo a Eugenio, dizque porque un negocio con un menor no tenía valor legal, a lo cual Eugenio contestó: “Si el engañado hubiera sido mi hijo, también haría lo mismo”. Ante la respuesta le tocó aguantarse el varillazo.
Gonzalo Botero
Según el Mono, el hombre más feo del mundo. Con él y su familia tuvimos una relación familiar bastante cercana. Como se comentó antes, enviudó tres veces. De joven, fue aserrador en la finca de don Luis Betancur en Quebrada Negra, con Alcibiades Salazar. Cuentan que Gonzalo se quejó de la comida, y, Alcibiades, en ese tiempo novio de Clara Betancur, le contó. Clara, molesta por el reclamo y sin pelos en la lengua, dijo: “Espere el sábado, que matan ovejo, y yo lleno ese hijueputa”. Así fue. Ese día le sirvió un platado de sancocho bien lleno, al acabar le preguntó si quería más, y ante la respuesta afirmativa, le llenó de nuevo el plato; después le sirvió un platado de morcilla y el mismo que devoró, le repitió la dosis y el glotón no se frunció para comérselo; por último, se zampó dos tasadas de mazamorra con panela. Ante esta voracidad, Clara exclamó: “A este hijueputa no lo llena nadie, si le sigo dando comida se me ensucia en la cama y la jodida soy yo”.
En el país, el servicio de salud era pésimo, la mayoría de las personas apelaban a los vecinos y a los remedios naturales. En casos especiales recurrían al puesto de salud, y si la gravedad era mucha, al hospital de la cabecera municipal. A la gente la dejaban morir en la casa. En unas vacaciones estaba en La Bamba y decidí subir a Arboleda por el desecho directo a la finca de don Elías. Al pasar por la casa de Gonzalo, entré a saludar y me encontré con un drama familiar. Él había enviudado hacía poco, Sofía, la hija mayor, era una niña y sin una mujer al frente del hogar, el desorden en la casa era absoluto. En una cama estaba agonizando una de las hijas, Amanda, la Canelita, por el color de su pelo. Toda la familia esperaba el fallecimiento sin hacer nada. Regañé a Gonzalo por su pasividad y le sugerí llevarla al caserío, donde había médico. Me hizo caso, la atendieron en el puesto de salud y su única enfermedad era una desnutrición severa. Esa vida la salvé con un simple consejo.
Grados
El estudio fue el eje central del accionar de la familia, pero a los grados se les daba poca transcendencia. Tal vez al de Rodrigo, por ser el primer graduado en una universidad, se le dio importancia, inclusive timbraron tarjetas de invitación y organizaron una comida. Pedro, quien vivía también en la 41, a una cuadra de nuestra casa, se negó a asistir porque no le enviaron tarjeta. Distinto sucedió con Abelardo, cuando se graduó de Agrónomo, se apareció con dos profesores a la casa sin avisar con antelación. Mi mamá y Berta no sabían qué hacer. Al fin se fueron. No sé la razón, pero ese día Abelardo y yo quedamos solos. Le dio por celebrar su grado con una media de pisco, un licor con muchos grados de alcohol, utilizado para cocteles. Posiblemente lo trajo Rodrigo, porque a Roberto también le regaló una botellita de ese licor, el cual, según decía Pedro, es tan bravo que ni siquiera Roberto fue capaz de tomarlo. No sé si Abelardo se tomó muy rápido la botella, porque lo agarró un ardor tan intenso en el aparato digestivo, que se acostó y me envió a la tienda por unas sodas, para tratar de apagar el infierno que le subía por todo el cuerpo. Cuando Libardo y yo terminamos bachillerato, el mismo día y en el mismo colegio, después del grado, volvimos a la casa y no había nadie. Sobre la mesa del comedor estaba una torta, de la cual nos comimos dos pedazos para matar el hambre. No recuerdo ninguna otra celebración de grados en la familia.
Gravedad
Estábamos muy tranquilos en la casa, cuando se recibió una llamada desde Nariño, Antioquia, informando que traían a mi papá grave. Según los médicos, no llegaría con vida. Pedro y Roberto se fueron a esperarlo en la carretera y lo encontraron pegado de una bandeja paisa en La Frontera, un restaurante ubicado en las partidas para Abejorral. La historia fue más o menos así: ese día, como siempre, madrugó a operarle unos novillos a don Gerardo Bermúdez. Según dijeron, desde el inicio de la faena empezaron a tomar aguardiente, todavía en ayunas. Avanzada la mañana, a lo mejor sin comer nada, perdió el conocimiento. Lo llevaron al hospital de Nariño, y por la gravedad, lo remitieron a Sonsón y de allí para Medellín, al San Vicente. No fue extraño ver al moribundo comiendo. Henao que no coma, está grave o muerto. En los últimos años de vida, como permanecía en la casa, lo invitaba a Fredonia. Siempre mis hermanas me advertían que no le diera mucha comida. Consejo imposible de cumplir, pues siempre, a la ida, entrábamos al Rancherito. Pedía un plato de fríjoles, yo le sugería que se comiera medio y respondía: “Entero”, lo mismo decía para la carne y la mazamorra con panelitas. Me decían que volvía enfermo, pero les planteaba: “Cómo le voy a restringir la comida, para eso no lo invito”; así mismo, al empacar los frutos de la tierrita, seleccionaba un costal para él y otro para mí. Repartía proporcionalmente los productos en ambos costales, y cuando creía que no lo estaba viendo, sacaba del mío y los echaba en el de él. Siempre se preocupó por traer comida para todos, no importaban las incomodidades. Esas alforjas llegaban repletas de frutas y aguacates.
Hipólito
El bisabuelo por el lado paterno tenía fama de buen lector, tradición seguida por nuestro padre y la mayoría de sus hijos. Dicen que cada mes le llegaba la prensa, en esos tiempos de escasos medios de comunicación. Mi papá, en sus cambios de residencia, siempre andaba con una caja de libros. Entre ellos recuerdo El médico de las locas (El médico de las locas novela escrita en francés por Xavier de Montepin, versión castellana de Joaquina G. Balmaseda, segunda edición. Disponible en http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000144931&page=1) y La marquesa del pinar. El bisabuelo también tenía fama de vertical y honesto. En un viaje de Samaria a Pensilvania, cuya duración podría ser de más de diez horas, iba con uno de los hijos y su perro. En el trayecto, la mayoría del territorio estaba sin colonizar, por lo tanto, no vendían alimentos en el camino; por eso, debían llevar fiambre. El bisabuelo, a la hora del almuerzo, buscó una sombra y una fuente de agua para calmar la sed. Le fue a entregar el fiambre al hijo, quien le dijo que no quería, a lo mejor de mala manera. Acto seguido, el bisabuelo se lo dio al perro. Cuentan que, en los otros viajes, el primero en recibir la vianda era el hijo resabiado. Imagínense el resto del camino, con las tripas sonando y ni modo de pedir nada. Samaria debe ser la vereda más alejada de la cabecera municipal; inclusive queda a unas cuatro horas de Arboleda. Tenía o tiene más cercanía con San Félix, corregimiento de Salamina.
Otra anécdota del bisabuelo se relaciona con la percepción y la experiencia. La primera vez que un avión voló por encima de la finca, estaban empradizando y, al sentir el ruido de la aeronave, Hipólito se quito el sombrero para espantar a un abejorro zumbador. Así mismo, cuenta Roa Bastos que, en Paraguay, una comunidad indígena veía pasar todos los días, a la misma hora, un avión. Para ellos, era su Dios que les daba vuelta diariamente.
Incendio
El 21 de julio de 1955 se incendiaron la mayor parte de las edificaciones de la calle Rial de Pensilvania. Fue al amanecer. El incendio iluminó todo alrededor, parecía de día, hasta el punto de que Inés se levantó y se organizó para irse para la misa. Yo recuerdo el calor tan intenso y como al otro día encontrábamos las botellas de vidrio derretidas. A Roberto le tocó verlo desde el camino a la manga de Pioquinto, cuando iba por las mulas de Carlos.
José Henao
José Henao, tío de mi papá, era tartamudo, y cuentan que para hacer un negocio nuestro abuelo Benjamín hacía de traductor. Estaba casado con Camila Maya, con la chispa adelantada, como su hermano Pablo. Fue dueño de la finca colindante en El Higuerón. Después compró una propiedad cerca de Guayaquil, decían que muy buena. Cuando ya la tenía montada y en plena producción, sus hijos, entre ellos varios hombres, lo presionaron para venderla. Les dio gusto, pero al recibir la plata, le propusieron partirla. No les dio un peso, se tuvieron que abrir. Algunos terminaron en la costa, donde prosperaron. Gago y todo les dio sopa y seco.
Joven
En una visita con Stella, al preguntarle a mi mamá como estaba, respondió que mal, pues su mejor amiga se murió en esos días. Cuando Stella le pregunto si viejita, a lo que ella respondió: “Joven, como yo”. En ese momento tenía 77 años. Es decir, todo el que sea menor que uno es joven y viejos los de más años.
Juegos infantiles
Nosotros no tuvimos dispositivos digitales, pero si teníamos imaginación y agilidad física para jugar en cualquier terreno. La calle y las pesebreras eran los lugares de juego. El trompo y las bolas (canicas) se realizaban en los sótanos, por lo general con piso de tierra y excrementos de animales, los cuales hacían parte de la cotidianidad, por el permanente manejo de mulas y vacas. Con las bolas jugábamos al pipo y cuarta. El pipo consistía en lanzar la bola contra la del contrario y pegarle, con la intención de darle duro y desastillarla; se podía lanzar desde el suelo, juntando el pulgar con el índice, para darle impulso a la bola, pero los más diestros, lanzábamos la bola desde el aire, dándole mayor impulso, pero con mayores posibilidades de fallar; si se acertaba el golpe era más fuerte. La cuarta, consistía en quedar a menos de una cuarta de la del rival, en ese caso se podía repetir la jugada o en caso contrario, entraba en acción el rival. El que perdía pagaba con bolas. Cuando jugaba, tenía un acuerdo con Josefina, quien se asomaba a la ventana de la casa de mi abuelo Benjamín. Si yo iba ganando, para poderme ir sin que los rivales se enojaran, le hacía señas para que me gritara que me necesitaban para un mandado. Así me podía retirar, de resto, en el juego hay una ley: el que va ganando no se puede ir. Podíamos jugar horas y horas sin cansarnos, y parte del orgullo era tener una colección de bolas de todos los colores y tamaños. A veces, Esaú, mucho mayor, se quedaba con las ganancias.
Con los trompos se podían elegir distintas modalidades: ponerlo a bailar, tirarlo y recibirlo en la mano sin que tocara el suelo; inclusive, algunos eran muy hábiles: lo recibían en la uña. También se tiraba y se recogía con la pita, envolviéndolo del herrón, para trasladarlo a otro lugar. Parte esencial del juego dependía del amarrado del cordel. Si se dejaba flojo, al tirarlo, salía disparado, convirtiéndose en un arma arrojadiza. Por lo general, poseíamos varios trompos: los nuevos se contemplaban como joyas y solo se usaban para lanzarlos, pero cuando se competía con otros, sacando un objeto de un círculo, se usaba uno viejo para que recibiera los castigos cuando se fallaba en el intento. El juego consistía lanzar el trompo contra un objeto ubicado en el centro de un círculo, a veces enterrado, y se tiraba del cordel para sacarlo del redondel; si quedaba encerrado, se pagaba una condena, consistente en un número determinado de herronazos (fierrazos o miletes), para lo cual se ponía el más malo. De ahí sale la locución: el trompo pagador.
Jugábamos también bandera. Se colocaba un trapo, por ejemplo un pañuelo, en un palo, el cual se enterraba un poco, se trazaba una línea a unos diez metros, a la cual debía llegar el jugador encargado de arrancar la banderas sin que los otros jugadores lo tocaran. Era un juego espectacular para desarrollar reflejos. Lo jugábamos mucho en la escuela, porque requería un espacio amplio y plano.
Otro juego era el de pelota quemada. De acuerdo con el número de jugadores, se hacían unos hoyos en el suelo, parecidos a los de golf. Se le asignaba a cada jugador un hoyo, se tiraba la pelota, y según el hoyo en que cayera, el jugador cogía la pelota y se la lanzaba con fuerza al que eligiera con el fin de quemarlo. Había unas pelotas más consistentes, cuyo quemón duraba varios días. Lo jugábamos en la calle junto al barranco del solar de mi abuelo Benjamín. No sé cómo brincábamos descalzos por semejante terreno sin volvernos miseria los pies. A veces, la pelota no daba contra alguien y se estrellaba en las ventanas o en la pared de las casas ubicadas frente al barranco. Entre ellas la de doña Clementina, quien les prohibía a sus hijos jugar con nosotros o montar en carros de ruedas. Era lo que se llama una amargada, pero sus hijas eran bonitas.
A mi mamá le gustaba mucho sun sun de la calavera, consistente en hacer una rueda, cogidos de la mano. Una de las personas asistentes cogía una rama y daba vueltas alrededor del círculo, diciendo: “sun sun de la calavera, el que se duerma primero le pego una pela”, y, al descuido, depositaba la rama a los pies de uno de los jugadores. Si este se daba cuenta, cogía la rama y perseguía al que la dejó; este debía correr hasta el hueco dejado por el perseguidor y, si llegaba a tiempo, no le podían pegar; si no se daba cuenta, al girar la persona encargada de depositar la rama, le pegaba con ella.
También le encantaba la pisingaña, el cual consiste en recitar la siguiente retahíla: Pisingaña
Pisingaña, pisingaña
Jugaremos a la araña.
¿Con cuál mano? Con la cortada.
¿Quién la cortó? El hacha
¿Dónde está el hacha? Cortando la leña.
¿Dónde está la leña? La prendió el fuego.
¿Dónde está el fuego? Lo apagó el agua.
¿Dónde está el agua? Se la bebió la gallina.
¿Dónde está la gallina? Poniendo un huevito.
¿Dónde está el huevito? Se lo comió el gallito
¿Dónde está el gallito?
Detrás de las puertas del cielo
Tilín, tilín, tilín
Corre niño, que te pica ese gallo Con orejas de caballo. Al terminar, se pellizcaba la mano del jugador.
El escondidijo se jugaba casi todos los días y participaban, a veces, las niñas. Una vez, en unas vacaciones en La Bamba, cuando todavía era de Samuel Alzate, nos pusimos a jugar por la noche, y nos escondíamos en el cafetal, ubicado a unos cien metros de la casa. Cuando Samuel se enteró, filó los hijos e hijas y les pegó una pela, y a los demás nos tocó disimular para no hacerlo enojar más. La disculpa fue el temor a las culebras.
La cauchera fue otro entretenimiento nefasto para la ecología. Su construcción era toda una faena. Se buscaba en el matadero un cacho largo, con una punta apropiada para la cauchera, ni muy delgada ni muy gruesa, con suficiente porción maciza para hacer la horqueta, donde se pegaban los cauchos con cera de abeja. En el pueblo trabajaba un cerrajero, Bernardito Zuluaga, cuya fundición quedaba en la Plazuela, junto a la casa de José Henao, el tío tartamudo de mi papá. Conseguí un cacho apropiado, pero necesitaba una sierra para poder hacer la horqueta, y busqué al cerrajero. El mismo empezó a labrar el cacho. En el primer intento se le quebró una hoja y pensé: “Aquí terminó todo”. Bernardito exclamó un lamento suave y cogió otra hoja, la cual también se partió. Con una tercera terminó la operación, le pregunté cuánto le debía, sabiendo que no tenía como pagarle. Me respondió: nada. Si hay cielo, debe estar acompañando a Peralta el personaje de En la diestra de Dios padre. Esa cauchera me sirvió para dos cosas. La primera, Margarita, la hermana de Alfonso, me hizo una sopa con un pobre pinche que maté. Creo que no sabía a nada. La segunda, una pela. Un día, en Anime, mientras hacía un mandado donde don Javier Giraldo, el suegro de Susanita, en el trayecto de regreso vi un carpintero a demasiada distancia. Le disparé una piedra por molestar, de todas maneras, el suicida voló y se posó en una rama encima de mi cabeza. Lo bajé de un caucherazo. Muy ufano, llegué a la casa con mi trofeo. Apenas don Roberto me vio, se quitó la correa y me dio una clase de ecología: los pájaros no se matan. Otra vez me encontré un nido de sinsontes con dos pichones, camuflados entre el rastrojo y el pasto yaragua. Con dificultad me subí por el barranco, salí con ellos para la casa, y otra zurra. Y devuélvalos al nido.
Kinder
Cuando vivimos en Pensilvania, me entraron al kínder de Doña Clotilde, la viuda de Jesús María, hermano del abuelo Pedro, a quien le compraba la carne la abuela. La jaula para párvulos estaba ubicada en la misma cuadra de la casa familiar. A la media hora me volé por debajo de la puerta, una especie de chambrana. Debo haber sido muy flaco para salir por ahí. Desde ese momento, empecé a ser un desertor escolar. Según Rodrigo, también estudió allí, pero a diferencia mía, debió ser muy juicioso.
La bamba
Casi todas la vacaciones, mientras vivimos en Medellín, las pasé en La Bamba, inclusive cuando era de Samuel Alzate y Senelia, prima doble de mi mamá. Era una de las fincas más hermosas y productivas de la región. Situada a la orilla del río Samaná, en territorio de Caldas. Se extendía desde el río hasta la vereda El Verdal, con algunos potreros bastante faldudos, el cafetal y la zona de cultivos de pan coger; en la parte baja cubría una amplia extensión a la orilla del río, toda cubierta de pasto. Producía aguacates, zapotes, guanábanas, guayabas, naranjas, cañafístulas. Samuel era negociante de ganado y de bestias. Una noche, llegó tarde con unas bestias, las empotreró en Damas, un potrero retirado unos doscientos metros de la casa. Al otro día me envío por una potranca. Cogí una soga, fui al potrero y la enlacé, me acomodé en su lomo y, tan pronto sintió mi peso, salió despavorida, pero sin brincar; llegó al cerco de guadua del corral, midió el impulso para salar por encima y se contuvo. Yo si pasé de afán. De ahí hasta la casa la llevé de cabestro y le pregunté a Samuel si era muy briosa, y me contestó: “Está cerrera” (sin amansar).
Al tiempo, la finca la compró Javier Jaramillo, esposo de Ana Elia, otra prima doble de mi mamá. Con ellos disfruté mucho más esa tierra. A pesar del temperamento fuerte de Javier, aprendí a manejarlo y sabía cuando no se le podía hablar y me alejaba. Él permanecía poco tiempo en la casa, por sus negocios, y nos dejaba tareas que cumplíamos a medias, con el fin de disfrutar del río, en cuyas aguas pasábamos horas y horas, por lo general en el charco de La Escalera, sereno en una parte y borrascoso en otras. Si el río iba un poco crecido, nos bañábamos en una orilla y si llevaba mucho caudal no nos arrimábamos ni a su ribera. Mientras permanecí en la finca, le mantenía leña y revuelto en abundancia a Ana Elia; ordeñaba los vacas y participaba en el manejo del ganado. Como los hijos de Javier eran menores, me tocaba orientar los trabajos. Una vez crio una vaca muy grande y brava, llamada La Lancha, junto a la casa. Era necesario entrar al ternero, para protegerlo de los gallinazos y del sol. Enlazar la vaca era un peligro, entonces acordamos que los muchachos la atraían y se subían a una piedra alta, ubicada en medio del potrero; mientras ella los perseguía, yo cargaba el ternero hacia la casa. En unos tres envites llegué hasta el corral, cerré la puerta, y cuando descargué el ternero, pasó por encima de la puerta semejante animal. De arepa y del susto alcancé a subirme al corredor.
Con Diego Salazar compartimos varias vacaciones; además, era, de los primos contemporáneos, con quien tenía mayor afinidad. Desde el punto de vista atlético nos parecíamos bastante, a diferencia de Juan y Fernando, menos ágiles y veloces. Por razones de estudio, él no había vuelto, hasta un atardecer, ya en la penumbra, que fue llegando con una maleta en la mano. Al preguntarle por dónde había cruzado el río, nos señaló el puente abandonado, por donde se pasaba en otro tiempo. Nos parecía imposible, por cuanto las guaduas ya estaban desechas, tal vez estaban los cables que las sostenían. Al otro día fuimos a mostrarle el puente por donde había pasado sin darse cuenta, y se desmayó.
Mientras disfrutaba las vacaciones, me tocó constatar el temperamento voluble de Javier. El más evidente fue su obstinada lucha con el Río Dulce, el cual, en invierno, socavaba los potreros; por eso, en los veranos nos íbamos a un punto cerca al lindero con Henry Gallo a sacar piedras del lecho y a tirarlas a la orilla para formar una barrera. Mientras el río llevara poco caudal, permanecía en ese cauce, pero en invierno volvía a recuperar el anterior y se perdía el trabajo. A pesar del fracaso, cada año retornaba a luchar contra la corriente. En otra ocasión, llevábamos un ganado desde La Bamba para Los Encuentros, donde todavía no había construido la casa frente a Charco Redondo. Casi todo el camino iba bordeando el risco junto al río, cubierto en algunos pedazos por un bosque tupido. Entre el ganado llevábamos unos terneros para destetar, los cuales intentaban devolverse a buscar a sus madres. Uno de ellos se tiró al monte y Javier nos gritó a Alberto, su hijo mayor, y mí, que lo echáramos a rodar. Salimos detrás del animal con el fin de ayudarlo a bajar al río, porque no tenía otra salida. Lo teníamos agarrado de la cola, dejándolo caer despacio hasta el agua, cuando escuchamos la voz de Javier, quien bajaba agarrado de los árboles para no rodar con su pesado cuerpo: “No me lo vayan a matar”. Así mismo, por su temperamento, le gustaban los caballares briosos. Tuvo un caballo blanco, de gran alzada, el cual debe haber sido utilizado en pruebas de salto, porque no se mojaba los cascos en las pequeñas lagunas, sino que daba el brinco de orilla a orilla; por lo mismo, era necesario andar atento a sus brincos. Javier se dormía en cualquier parte, hasta el punto de necesitar compañía cuando iba a misa, para que lo chuzara con un alfiler si lo vencía el sueño. En uno de los viajes a la finca, se fue por el camino de La Pradera, o sea, la margen derecha del río, para no cruzarlo por el agua. Iba tan dormido, que al llegar a la puerta del potrero de la casa, como no la abría, el caballo saltó por encima y siempre lo aporrió.
La cacería
La tradición de cazadores de la familia solo la heredaron Pedro y Rodrigo, tal vez por haber vivido su infancia y adolescencia en un ambiente donde la caza de animales hacía parte de la cultura alimenticia de los pobladores. El resto de los hijo más bien fuimos alérgicos o enemigos de esta costumbre. Si bien acompañe a Pedro y a Rodrigo en algunas cacerías, solo hice una vez un tiro. Pedro estaba matando mirlas (su ociosidad preferida) en el Alto Minas y lo acompañaba con una escopeta terciada en el hombro. De pronto, vi una pajarito posado en una rama, casi encima de mi cabeza; por descaro, decidí dispararle, y como sería mi puntería, que el ave hizo un mohín con la cola y se quedó en el mismo punto. Me pasó como a don Quijote con los leones. En otra ocasión, estábamos en las cercanías de Neiva buscando venados, y llevábamos alrededor de dos horas sin encontrar rastro; cuando de la manera más inesperada, vimos uno pastando a unos cien metros de nosotros. Por la dirección del viento, ni él nos sintió ni los perros percibieron su olor y su rastro. Al verlo tan cerca, los otros cazadores le dispararon, yo solo me puse a verlo correr. Al rato, los perros lo ubicaron y Pedro lo cazó; sin embargo, yo me quedé con el trofeo: el cuero, el cual ya curtido, estuvo en La Cabañita durante mucho tiempo. Igualmente, en otra cacería en Neiva, más hacia la cordillera, recibí dos advertencias de Darío Plata, el amigo cazador de Rodrigo. La primera: “Cuidado me mata el perro colorado. La otra vez traje un buñuelo como usted y confundió el perro con un venado y me lo mató”; la segunda: “No le dispare al primer animal que vea, pues nos daña la cacería”. Estuve como dos horas con una escopeta entre las piernas, a la orilla de un riachuelo, viendo a unas coconas comer piedritas como a tres metros y me tuve que aguantar las ganas de dispararles, con mi buena puntería. Ese día mataron una guagua venada, cuya carne deliciosa disfrutamos. En las cacerías con Darío Plata, el encargado de orientar a los perros o azuzador era una señor de apellido Guevara. Por mi inexperiencia, me mandaron con él. Íbamos subiendo por la orilla de un arroyo, cuando vimos un venado muerto a la orilla del agua. El viejito sacó el machete y le pegó un machetazo en la cabeza, por si se estaba haciendo el muerto. Al parecer, murió de carbón, porque al tocarle la ingle se sentía como si fuera cáscara de huevo. Ese día los cazados fuimos nosotros, pues no matamos nada, pero llegamos llenos de garrapatas de los pies hasta la cabeza.
La guandoca
A Roberto y a Alberto, el de Bernarda, los metieron a la cárcel, porque salieron por la noche y había toque de queda para los menores. Según cuenta Roberto, mi mamá Susana y Elvia estaban preocupadas porque Carlos no había llegado, y los mandaron a buscarlo, a pesar del riesgo. Los detuvieron, y, de acuerdo con él, las dos mujeres amanecieron llorando y apenas a las cinco de la mañana fue Alfonso a la Alcaldía y los liberaron. Resulta que Carlos ni siquiera había viajado.
La hernia de Pedro Nolasco
El esposo de Bernarda tenía una hernia y decidió venir a operársela en Medellín, por cuanto contaba con la colaboración de Pablo Salazar, el médico hijo de Pablo. Lo operaron en la Clínica El Rosario. Una de las noches fui a acompañarlo, y si él no me despierta, me coge la tarde para ir al colegio.
La Italia y El Porvenir
La Italia y El Porvenir eran dos fincas colindantes y las más importantes de la zona. La Italia tenía unas tres mil hectáreas y abarcaba desde El Porvenir hasta Puente Linda, cubría el suelo de Pueblo Nuevo y subía hasta la cordillera. Su historia es rocambolesca. Su propietario, de apellido Navarro, estaba tan endeudado que la abandonó; uno de los acreedores era don Alfredo Arango, un tinterillo y negociante de café de Fredonia. Él se apropió de la tierra y nombró mayordomo a Alfredo Bernal, un campesino de la zona, analfabeta, pero con más espuelas que todos nosotros juntos. Don Alfredo Arango hacía visitas esporádicas y, en una de ellas, liquidaron el ganado con el otro Alfredo, y resultó que este era el propietario de la mayoría de las reses. No sé si a raíz de este inconveniente, el propietario envió unos paisanos para administrarla. Se llamaban Wilson y Carlos Tangarife, de Fredonia. Sobresalían como chalanes y Carlos, además por marihuanero. En una de sus turras se metió al El Samaná crecido y lo arrastró con mula y todo. Él logró salir, pero la mula se ahogó. Tan pronto la reforma agraria cogió impulso en Colombia, el propietario real le entregó la tierra al Incora, y la entidad parceló la finca. Alfredo Bernal se quedó con las mejores tierras, las vegas a la orilla del río y con la casa principal, y muchos campesinos adquirieron su parcela. De ahí viene el progreso de Pueblo Nuevo. Cuando los Tangarife administraban La Italia estuve a punto de meter las patas. Ellos tenían fama de ser poco escrupulosos y en una contada de ganado me faltaban seis reses en el potrero junto a la finca de Gonzalo Henao. Las busqué por toda la finca, en las fincas vecinas y nada. Llevaba unos dos días en esa búsqueda y me contaron que los Tangarife, en esos días, cargaron en unos carros un ganado. Ante esta información, salí a poner la denuncia, menos mal que en la playa me encontré con un cazador y le pregunté si había visto los animales. Me indicó que los buscara en el monte encima del potrero, pues en sus cacerías los encontraba pastando entre los árboles. Allá los encontré. En una época, ese terreno fue un micay y lo dejaron enrastrojar y este pasto crecía en forma abundante entre el bosque; además, corrían pequeños arroyos, por tanto, las reses permanecían varios días sin necesidad de salir. Ese cazador convivía con dos hermanas y con ambas tenía hijos y nunca supe de problemas en esa relación a lo árabe.
El Porvenir con menos tierra, tenía una casa más bonita, con un patio cercado de piedra. Los potreros casi todos planos y unas pocas lomas tendidas. Uno de sus propietarios fue un médico, a quien los negociantes lo cogieron de minga al venderle los animales caros y, a veces, con defectos, como ocurrió con una mula ciega. Era un animal de buena estampa, alta y bien hecha. Los vendedores, entre ellos Emilio Alzate, pariente lejano, le decía: “Doctor, póngale ojo, y es la mejor mula de la región”. Se las compró cara y, cuando se dio cuenta del engaño, les hizo el reclamo, a lo cual los pícaros respondieron: “Nosotros le advertimos. Póngale ojo”, o sea, no le mintieron. En relación con el sentido de la palabra hay una anécdota bastante simpática. Totico Vásquez, un habitante de Arboleda, era muy borracho. Un día el cura del caserío lo estaba aconsejando para que dejara el trago. Le dijo: “Totico, usted no piensa en el porvenir”. La respuesta es de antología: “Para serle sincero, padre, yo si pienso mucho en esa finca, pero vale mucha plata”.
La loca
Cuando Magnolia iba a tener a Marta Eugenia, le consiguieron una trabajadora loca, insana del todo. Cuando intentaron prescindir de ella, les dijo que no se iba porque ahí pasaba muy bueno. De alguna manera, la convencieron para irse a trabajar con nosotros, en el apartamento de Maturín. Era una mona alta, de unos cuarenta años. Llegó, no hacía nada y nos dijo: “Yo siendo ustedes, vendía todo esto para comprarlo en joyas” y me iba a vivir a los tugurios de La Iguaná. Duramos como una semana para deshacernos de ella. La única manera fue decirle que no le podíamos pagar.
La misa
Una vez Arturo, un domingo en El Anime, como a las cinco de la mañana, le dijo a mi mamá: “Yo debía irme para misa de nueve allí a Pensilvania”. Ella se alegró y le dijo: “Llévese a este muchacho”, y me empacaron para misa. Ese trayecto a caballo se hacía entre cuatro o cinco horas, tiempo similar para un buen caminante. Arturo, al ser arriero, tenía buen estado físico. Se pueden imaginar la trotada para alcanzar la misa. Como pude, seguía el paso del tío, pero subiendo a Miraflores del cansancio me agarraba del pasto para impulsarme. Pude descansar un poco cuando nos encontramos con Orencio Salazar, hijo de Metodio, quien iba para Guacas. Llegamos al pueblo antes de las nueve a donde mi mamá Susana Jaramillo. La abuela, a pesar de su genio y su altivez, tuvo compresión de su agotado nieto. Dijo: “Pobre criatura, como estará de cansado”, me dio el desayuno y me acostó. Con esa penitencia ya me gané el cielo.
Cuando íbamos a Concordia a pasar vacaciones, un día, a las cinco de la mañana, mi mamá me levantó para irnos para misa de seis, al pueblo. En ese momento, la iglesia había cambiado la liturgia; por obvias razones, mi mamá se la sabía de memoria. Como el cura apenas se estaba familiarizando con el nuevo ritual, no le seguía el ritmo a doña Sofía. Como ya el sacerdote oficiaba de frente al público, miraba a mi mamá desconcertado. Esa misa la disfruté viendo los apuros del pobre cura.
Por nuestra posición ideológica, ya no asistíamos a eventos religiosos; no obstante, decidimos no disgustar con mi mamá, pues ella no cambiaría su religiosidad ni nosotros la propia. Por ello, con Rogelio, Miguel e Ildefonso salíamos los domingos dizque para misa de siete, en San Antonio. Como vivíamos en un apartamento profundo, en un edifico en la calle Maturín, abajito de la carrera Abejorral, no se veía la vía. Muy contritos, en grupo, decíamos: nos vamos pa’ misa, pero al salir a la calle enrumbábamos nuestros pasos en sentido contrario. Unas noches visitábamos a Magnolia, en Buenos Aires; otras, nos quedábamos donde doña Aura Jaramillo, al frente de la Estación de Bomberos. Votábamos corriente, tomábamos tinto y, calculando el tiempo del oficio religioso, retornábamos a casa. A veces nos entreteníamos y regresábamos más tarde. Tal vez estas demoras pusieron en alerta a doña Sofía, hasta que un domingo, con su picardía, cuando empezamos a subir por Maturín, oímos una voz: “Por allá no queda la iglesia”. Pillados infraganti, le confesamos nuestro pecado y las razones para hacerlo. No siempre con regularidad, seguimos visitando a nuestro tío y a doña Aura. Con esa peladez, ese era el programa de los domingos, pero disfrutamos mucho.
Siempre en las fincas, antes de acostarnos, tomábamos tinto y se rezaba el Rosario. Estábamos en La Luz y mi mamá cogió el rosario, y yo le dije: “Que encore mi papá, que reza ligero”, a lo cual, ella respondió: “Es que reza sin devoción”. Pueden imaginarse la rebotada de don Roberto. A veces mi mamá se dormía mientras rezaba el rosario o leía una novena; pero lo gracioso, era que al despertar seguía en la parte donde iba.
Mi mamá fue de las pocas personas que practicaba lo que predicaba. Si tenía una galleta, la repartía entre todos los presentes; se quitaba la comida de la boca para dársela a un hambriento; no permitía que se hablara mal de nadie, por eso, cuando me echaba cantaleta (consejos), le decía: “O sea, que los únicos malos somos sus hijos”. Su bondad y religiosidad fue aprovechada por algunos curas, para quienes recogía huevos y hacia empanadas los domingos, en el poco tiempo que le quedaba libre. También me reprochaba mi falta de religiosidad con esos nombres tan religiosos: José e Ignacio. Yo le respondía que con esos nombres ya me había ganado el cielo. Solo la vi quejarse de su tío Rodolfo, a quien encargaron de manejar el dinero dejado por su padre (Pedro Salazar), pues al poco tiempo los dejó a la deriva. El abuelo surtía de ganado de carne a los carniceros de Pensilvania. La versión de Carlos, quien a la muerte del abuelo tenía tres meses, es distinta. Según cuenta, Arturo estaba manejando el capital y se dedicó a politiquiar (faltan otros datos); entonces, Metodio le dijo a Rodolfo que lo manejara él. Durante unos seis años aportó para la manutención de la familia de Pedro y no volvió a darles nada. Según Carlos, pasó de simple aserrador a ser uno de los ricos de Manzanares.
La niguatera
Cuando era niño, pululaban las niguas entre las personas del entorno. Recuerdo ver a mi mamá Susana sacándole las niguas a Nidia, tal vez la más dulce para estos animalitos. Con una aguja le escarbaba debajo de las uñas de los pies, para sacar los huevos. Parecía arrancando papas, dado el tamaño de los huevos. Después le untaban una pomada negra. Como ya las niguas han perdido vigencia, tal vez porque ya no abundan los sótanos llenos de polvo y excrementos de animales, como la pesebrera que había en los bajos de la casa de la abuela, donde jugábamos bolas, trompo y chucha, y como nos manteníamos descalzos era factible ser invadidos por los bichos; sin embargo, nunca me dieron. De todas maneras, como para la mayoría de las personas la misma palabra nigua es desconocida, que se tomen el trabajo de consultarle al que todo lo sabe: google, con el fin de saber algo de tan temible plaga.
La po
Estaba sembrando unos palos de café con Macaco, un trabajador también oriundo de Támesis. En medio de la faena divisamos una culebra trepada en un palo de café en la sementera del frente. Su cabeza asomaba en el copo de árbol y más o menos la mitad del cuerpo quedaba en el suelo. Medía unos cuatro metros de largo y tenía el grueso de una guadua madura. Era una po o boa constrictora. Al verla, Macaco cogió el sombrero y salió corriendo. Cuando le dije que era mansa, el muy valiente agarró una piedra para tirarle. Lo regañé y le di la orden de cuidarla, por su papel benéfico en los ecosistemas. Decían que debajo de las inmensas piedras localizadas en el entorno se escondían unas culebras po tan grandes y pesadas que no se podían mover; por tanto, esperaban el paso de las presas para atraparlas, inclusive se podían comer un perro o un ternero.
La trapecista
Después de haber estado unos días con la familia en la casa de Las Playas, ya de viaje para Bello, nos vinimos para Charco Redondo a caballo y, como el río Dulce llevaba poco caudal, lo cruzamos por el agua. Tan pronto pasamos el río, mi papá se encontró con un amigo y tenían necesidad de conversar sobre algún asunto. Como Stella tenía en la mano las riendas de la mula colorada, bastante briosa, le dijo: “Suéltele la rienda”. Eso hizo. Resulta que al mismo tiempo regañó a Congo, el perro negro, el cual se había venido, indicándole el camino de regreso a casa. Con el regaño al perro, acompañado de un movimiento del poncho, la mula se asustó y salió trotando por entre unos palos de guayabo. Uno de ellos tenía un brazo grueso, extendido en forma horizontal, con el cual se iba a estrellar Stella, pues la mula, muy pequeña, cabía por debajo. No sabemos cómo, Stella se colgó de la rama, sacó los pies del estribo, y la mula siguió sin problema, y ella quedó como una trapecista. El susto se convirtió en risa, al ver la habilidad de Stella. Me tocó ponerle el hombro para ayudarla a bajar. Esa mula era pequeña, pero excelente para silla y para carga. Sin embargo, saltaba los cercos sin ninguna dificultad. Cuando quería entrar a la pesebrera a buscar cuido, brincaba por encima de la puerta de trancas. Una vez me fui para Arboleda en ella, y como me quedaba hasta el otro día, la empotreramos en la manga de Alcides. A la mañana siguiente, al ir por ella, estaba en el potrero vecino, comiendo micay. El problema era sacarla, pues la puerta se mantenía con llave, y nos encartábamos con el Ronco Osorio, su propietario, si se la pedíamos para abrir la puerta. Optamos por llevar herramientas para zafar el alambrado, sin que los dueños se enteraran.
La venganza
Cuando vivíamos en El Anime, me tocó ver pasar unos novillos para el matadero, los traían de una finca cerca de la vereda Río Dulce. Como a las dos horas vi pasar de regreso una de las reses, la cual se les había devuelto a los arrieros ya llegando al pueblo. Pero lo gracioso fue que bajando a Santo Tomás, el animal alcanzó a un carabinero poco estimado por la gente, y lo echó a rodar con mula y todo. Era el mismo policía que le aplicó la ley de fuga a Chusilas, bajando de Miraflores. En el lugar del asesinato levantaron un calvario, costumbre popular usada para recordar a las personas muertas de manera accidental o asesinadas. Como un homenaje, todo transeúnte debe tirar una piedra sobre el piso de la cruz o del altar erigido y rezar una oración. Como el asesinato fue cometido en todo el desecho, si iba solo, prefería seguir por todo el camino y dar esa vuelta tan larga.
Las tejas de eternit
Don Roberto fue un politiquerito sano. Nunca consiguió algo para él, tal vez un puesto para Abelardo en Manzanares y una medalla como concejal. Al morir dejó una vaca y un cerdo. Mientras fue concejal, buscaba aportes para los caminos, los puentes, las escuelas, para la gente. Una vez estábamos en la casa de la playa y se acercaban las elecciones. Por el camino pasaba una señora, quien le gritó: “Quiubo don Roberto de las tejas, recuerde que son seis votos”. Mi papá se disculpó: “Hay que esperar a que pasen las elecciones”. Como político fue seguidor de Luis Alfonso Hoyos y de Óscar Iván Zuluaga, de quien decía que llegaría a la presidencia. Si Santos no le roba las elecciones, se hubiera cumplido su pronóstico. También fue bastante politiquera nuestra tía Bernarda, quien se convirtió en un enlace entre la clase política y la gente del pueblito de Arboleda. Luis Alfonso Hoyos, en sus correrías, se alojaba en su casa. Poco antes de morir, en una visita a Medellín, le dijo a Stella que no se podía perder el voto de doña Alicia, la mamá, quien estaba mal de salud. Proponía llevarla en silla de ruedas; sin embargo, el voto perdido fue el de ella: se murió antes de elecciones.
Limosneras
Como mi mamá era tan caritativa, al apartamento de Maturín, todos los días, arrimaban tres señoras, siempre vestidas de negro, a desayunar. Como a nosotros nos tocaba barrer y trapiar la entrada del edificio. Un día le sugerí a mi madre solicitarles el favor a las viejitas, que mientras ella les preparaba el desayuno, le trapiaran la entrada. Santo remedio, le contestaron que para eso pedían limosna, para no trabajar, y nunca volvieron.
Los marranos son aves de corral
A Rafael Osorio, un campesino de Arboleda, con un nivel de escolaridad mínimo, algo común en este tipo de funcionarios en esa época, lo nombraron Inspector, un cargo inferior al del alcalde. Era tal su ingenuidad, que una vez Javier Jaramillo le solicitó el favor de exigirle a un vecino vigilar los marranos, porque le estaban dañando la huerta. En forma olímpica, le dijo: “Bien pueda mátelos, como los marranos son aves de corral, no tienen ley”. Ante esta licencia, Javier mató los cerdos y al pobre Inspector le tocó pagarlos. Su inocencia era tan grande, que cargaba el revólver en una jíquera y la colgaba del cacho del apero y dejaba la mula sola. Todavía lo está buscando. Con razón este país vive a la deriva. En Nariño (Antioquia) fue concejal don Félix Arias, uno de los comerciantes del pueblo, con una instrucción mínima. En el Concejo estaban debatiendo la necesidad de echarle cloro al agua del acueducto. Al terminar la sesión, don Félix le comentó a otro concejal: “Yo voté a favor, pero no entendí nada. Lo único que entendí es que eso coge un bollo y lo vuelve mierda”.
Luis Paleto
El hábil Paleto orientó su capacidad hacia la delincuencia. Se convirtió en un matón a sueldo. Fue el responsable del asesinato de don Gilberto Gómez, hecho ocurrido después de pasar Charco Redondo, antes de La Iguana, en un pequeño monte que bajaba hasta el río. La víctima iba con un hijo en el anca de la mula, y el asesino disparó con tanta puntería que no le pegó al niño. El cuerpo de don Gilberto rodó casi hasta el río y el niño quedó en la mula. Al tiempo, Paleto también fue asesinado y, como consecuencia de esas venganzas, a Fidel, hermano de Paleto, lo mató en Puerto Venus un pariente bastante lejano de nosotros. Con don Gilberto tuve una relación lejana, era muy serio, pero sí con su familia, en especial con Olid, una excelente conversadora, con quien el tiempo pasaba de manera agradable. Con ella tuvimos un noviazgo pasajero, sin embargo, no quería un compromiso serio; y, para tratar de esquivar su presión sin que se molestara, le dije: “Me preocupa la opinión de su papá”. Ella le comentó, y la respuesta fue: “Si es hijo de don Roberto, debe ser buena persona”.
Malicia
Si Esteban era un excelente trabajador, su hermano Carlos era lo opuesto, la marrulla en pasta. Una vez estaban los trabajadores empradizando la manga lindante con la casa de La Luz y Carlos se hizo una pequeña herida en la rodilla, ni siquiera le salía sangre, pero quedó inconsciente. Como no volvía en sí, se organizó una camilla, se bajó hasta Charco Redondo, para llevarlo al hospital de Nariño. Lo montamos en la camioneta de Pedro, de afán, sin tomar algo para la sed. Al llegar a El Recreo, la bomba y restaurante cerca al pueblo, viéndolo inconsciente, decidimos bajarnos a tomar gaseosa para calmar la sed. Cuando estábamos pidiendo los refrescos, oímos una voz desde el carro: “Para mi una cerveza”, nos dieron ganas de echar a rodar a ese zángano manga abajo.
Manuel Botero y Rosita
Fueron los padres de Carlos y Margarita, en cuyas casas viví un tiempo. Don Manuel era flaco y alto, con una calvicie acentuada, quien se burlada de mi frente estrecha. Me decía que tenía frente de ovejo y yo le contestaba que la de él era de burro. Su oficio de zapatero lo ejercía en la casa y, por mis recuerdos, compartía con Alfonso parte de los trabajos. Llegó a Pensilvania expulsado de su casa. Como era habitual en esos tiempos, los jóvenes se iban de la casa a recorrer mundo. Un día decidió largarse desde su natal Sonsón. A los años, regresó y, cuando tocó la puerta, salió el papá, y le dijo: “Un hombre cuando se va, no vuelve nunca”. Salió como perrito regañado y nunca más volvió. Por eso terminó en Pensilvania. Cuando los conocí, Carlos ya estaba casado con Oliva y manejaba el camión de don Mauro Mejía, comerciante del pueblo. Margarita también trabajaba con el calzado, era la guarnecedora, quien manejaba la máquina para coser el cuero. Rosita era una mujer cariñosa. Sus últimos días los vivió con la familia de Carlos, en una finquita por los lados del Alto de Marianita. Recuerdo que en unas vacaciones los acompañé durante la agonía de Rosita, quien no se levantaba de la cama; sin embargo, un día se recuperó, estuvo en el jardín observando las rosas y a los dos días falleció. Como los mayores se fueron para el entierro, me dejaron con los niños, a quienes me tocó hacerles el almuerzo. Comentaron que nunca se habían comido uno más bueno.
Hay una anécdota de Carlos digna de recordar. En uno de los viajes con café para vender en Honda, iba con don Mauro, quien le tenía prohibido recoger pasajeros por temor a los asaltos, algo común en esa zona del Tolima. Al descender hacia Honda, en la zona rural de Mariquita, por ahí a las dos de la tarde, Carlos vio en la orilla de la carretera a una mujer con un embarazo bastante avanzado, en compañía de un hombre. Ellos le pusieron la mano y, por encima del rechazo de su patrón, quien iba en el carro, los recogió. Le contaron que estaban desde las seis de la mañana y todos los conductores se negaron a llevarlos. Los dejó en el hospital y se fue a descargar el camión en la trilladora. Cuando estaban en esa tarea, apareció el marido buscándolo para preguntarle cómo se llamaba. Decidieron como agradecimiento ponerle su nombre al niño que habían tenido.
Masoquismo
Cuando vivíamos en Pensilvania, a veces, los fines de semana, los muchachos se iban a bañar a los charcos de la quebrada El Dorado. Yo no sé de dónde sacaban la capacidad para soportar el frío. Una vez me fui con ellos a verlos bañarse, porque realmente no había donde nadar. Me senté en una piedra y por descuido caí al agua y me mojé la ropa. Me tocó poner los trapitos a secar y mientras tanto permanecer desnudo, acurrucado al sol. Con razón le tenía miedo al agua. A veces, nos íbamos a bañar a un charco, al pie de Piamonte, a un lado del matadero municipal, en el cual si se podía nadar, pero era igual de frío.
Miss Universo
Ahí donde veían a mi mamá, ella tenía aspiraciones de reina y de modelo. Con su característica picardía, con esa sonrisa que precedía todas sus historias, nos contó el siguiente sueño. Soñó que la seleccionaron para representar a Colombia en Miss Universo, pero la trasnochaba un pequeño inconveniente: el desfile en vestido de baño, pero no crean que la preocupación era desfilar en vestido de baño. No, era mostrar las piernas llenas de várices. ¿Qué diría Freud? Lo de modelo nos lo contaron. En Pensilvania se reunió la familia Salazar para celebrar algo en honor de Monseñor Olimpo Aristizábal Salazar, un sacerdote nieto de Rodolfo. Según narraron, mi mamá se alojó donde Julia y, por la noche, antes de acostarse, les desfiló en combinación. Así mismo, en esa reunión, con Monseñor a bordo, se pusieron a contar cuentos verdes y doña Sofía estaba feliz, riéndose y, a lo mejor, contando alguno de los escuchados a los Tolimenses, cuando vivíamos en La Española. Dicen que don Roberto no se aguantó esa alegría y se fue todo berraco para la plaza. Me imaginó que exclamó: !Sofía!
Motilada
A mi papá le dio un día por aprender a motilar, para ahorrarse uno pesos con tantos hombres en la casa. Se compró una máquina arranca pelos, y empezó el aprendizaje conmigo. Me sentó en un taburete, puso la correa al lado, para que no me volara, y arrancó la motilada. Al momentico, exclamó: “Aquí se me fue una carretera”, al rato: “Aquí se me fue otra”. Como a la tercera equivocación, me dio unos pesos y me dijo: “Vaya y se hace motilar”.
Noviazgos
Mi tía Inés se consiguió de novio un policía altísimo, cuyas piernas parecían zancos. Cuando subía la cuesta, era como si trepara un soldado alemán, a grandes zancadas. Yo no sé si por celos o porque en ese tiempo de la violencia se odiaba a los policías, los muchachos no lo queríamos, y nos subíamos al solar de la casa de nuestro abuelo Benjamín a tirarle terrones o bulbos del lirio, que parecen una piedra. Yo no sé si alguna vez sospechó de sus atacantes, porque mi hipocresía me permitía recibirle los cinco centavos que me daba, cuando me lo encontraba, para que le llevara saludes a Inés. Yo me gastaba en mecato la plata y le hacía pistola. Inés se enteró hace unos años de las saludes, cuando estaba cerca de su final: llegaron un poco demoradas. Me regañó y me contó que el pretendiente frustrado, a lo mejor por culpa mía, los había visitado hacía poco.
También cuentan, y lo veo muy factible, que Gabriela, nuestra tía sordomuda, tuvo un pretendiente, a quien engañaron durante un tiempo. Como los noviazgos eran de lejos, y las parejas conversaban desde la distancia, esto facilitó el engaño. Gabriela se ubicaba de manera visible e Inés se escondía detrás de la puerta a contestarle al ingenuo, a quien no sé durante cuanto tiempo engrupieron. Ahí se ve reflejada la picardía de nuestras tías. A Gabriela, el ser sordomuda no le impidió comunicarse y realizar acciones increíbles. Era demasiado hábil para tejer, una artista. Una vez alguna vecina no quiso compartir una puntada, y todas las personas que intentaron descubrirla fallaron en el intento, hasta cuando Gabriela observó el tejido y lo repitió sin ninguna dificultad. Otra vez, Stella la felicitó por unos individuales que le habían encargado. Le ofreció uno, el cual no quiso recibir. No sabemos cómo, pero al Stella abrir la cartera, ya en la casa, ahí estaba el individual.
Y hablando de noviazgos, Efigenia, nuestra tía desaparecida, fue novia de Mario Henao. Se pueden imaginar la belleza de pareja, cuál de los dos más sonso. De todas maneras, mi mamá Susana Mejía me ponía a vigilarlos. La casa queda en una esquina, con vista a la calle que baja hasta el parque principal, por este lado, tiene dos pisos; y, por el otro, da hacía una calle pendiente, una verdadera loma, que conduce hacia la parte alta del pueblo y a un tanque de agua, y tenía un solo piso y una puerta para entrar al patio. En esta parte de la casa estaban la cocina y el comedor, con una ventana como a dos metros de la acera. Mario se paraba en la acera y Efigenia se asomaba a la ventana y yo me sentaba en una silla del comedor. La charla era insustancial, lo más erótico que les escuché fue cuando Mario le contó a Efigenia que en la finca había criado una vaca. Se pueden imaginar si se hubieran casado esos dos místicos.
![](https://miscelanea932597085.wordpress.com/wp-content/uploads/2024/02/casa-abuelo.jpg?w=587)
Y de matrimonios, vale la pena recordar el comentario de Mercedes Botero, esposa de Carlos Alzate (El Cojo), padres de Javier, Nohemí y Marino, quien con Horacio, fue otro casi hermano de Pedro. Ella comentó que Dios hacía muy bien las cosas, al lograr que mi papá se casara con mi mamá y Aura con Juan, porque de lo contrario, Roberto y Aura, con su temperamento, se hubieran matado; y Juan y Sofia, con su paciencia, a lo mejor no hubieran tenido ni hijos. Era tal su picardía, que en un paseo, la mayoría de los paseantes iba caminando y llevaban una bestia para los cansados. Al verla muy agotada, le ofrecieron montarse y, como iba de falda, fue diciendo: “Yo me subo, estos hombres que van con nosotras ya han visto mucha nalga”.
Pablo Maya
Fue un personaje pleno de picardía. Tenía un ojo de vidrio, y como bebía tanto, en medio de las borracheras se le perdía. Una vez, en Arboleda, me tocó ayudarle a buscarlo. Como el piso de la cantina era de madera, al caérsele rodó y se coló por una hendija y cayó a un sótano lleno de basura. Casi no lo encontramos. En ese tiempo trabajaba como correo entre Pensilvania y el corregimiento. Por su oficio, un día el Padre Gallego, párroco, un vivo de siete suelas para esquilmar a los feligreses, pero ingenuo con los negociantes, lo encargó de llevarle un caballo ensillado hasta Pensilvania, con la condición de llevarlo de cabestro. Arboleda está en la cima de un ramal de la Cordillera Central, por tanto, desde allí se divisaba el camino por donde debía viajar Pablo. El párroco, se asomó al balcón de la casa cural para cerciorarse si seguía lo recomendado. Lo vio muy acomodado en la silla. Esperó el regreso para hacerle el reclamo. La respuesta de Pablo fue: “En mi casa hay negociantes, curas, monjas y borrachos como yo, pero, hasta ahora, ninguno bobo”. Otra vez, en una cantina de Pensilvania dos personas estaban jugando billar y apostaron un dinero. Por lo general, para garantizar el pago, depositan la plata en alguno de los asistentes. Decidieron entregarle la apuesta a Pablo. Terminaron el chico y por ninguna parte estaba el depositario. Como a las dos horas llegó todo borracho y les preguntó: “Quien de este par se ganó esta rasca”.
Pacho sin miedo
Otro personaje fue Pacho, el contrabandista de tabaco, quien afirmaba no sentir miedo por nada. Vivía después de pasar el boquerón de Miraflores, a más o menos una hora de la cabecera municipal. Se quedaba hasta altas horas de la noche y los amigos lo reprendían por esa tranquilidad. Un día resolvieron darle una lección y Toño Morales, uno de los amigos, se fue con antelación a esperarlo en el boquerón. Por ahí a media noche, cogió Pacho su mula y se encaminó para su casa. Al llegar al boquerón vio una sabana que se movía. Con la serenidad más absoluta, sacó el revólver, apuntó al bulto blanquecino y le dijo: “Si es ánima de la otra vida, dígame qué quiere; y si es de esta prepárese para irse para la otra”. Y el espanto contestó, muerto de miedo: “No me vaya a matar, yo soy Toño Morales”. En una ocasión, traía el tabaco escondido en el tronco de un yarumo (Un árbol cuyo centro parece un tubo). Se encontró con los guardas de rentas y les dijo que lo necesitaba para un cerco en la casa. En algunos tramos se lo ayudaron a llevar. Al otro día, les dejó el tronco partido en dos, en medio de la plaza.
Paciencia
Arturo fue muy buena vida y parecía no tener afán para nada. Cierta vez, Diego y yo íbamos con él, tal vez a vacaciones. Arrimamos a tomar algo en Quebrada Negra, en un negocio atendido por unas señoras, para mí, de edad un poco avanzada. Cuando Diego y yo terminamos, nos fue diciendo que siguiéramos con las mulas y nos alcanzaría pronto. Seguimos, confiando en sus palabras. Avanzábamos y él no llegaba. Ya cerca de La Torre, después de un largo trecho, a punto de empezar a descender a Guacas, la carga de una mula empezó a ladearse. Como éramos tan pequeños, no teníamos la fuerza suficiente para requintarla. No tuvimos más alternativa que arrimarla a un barranco y entre los dos tener la carga con nuestras débiles manos, a esperar la llegada del tío. Por ahí a la hora de habernos separado, llegó y no mostró el menor signo de preocupación. También Pedro Nolasco se caracterizaba por la tranquilidad y porque le gustaba andar de noche. Era común oírle decir que se iba ese día y cuando lo veíamos a las tres o cuatro de la tarde en el pueblo, le preguntábamos por qué no se había ido, y contestaba: “Ahora me voy”. Él tuvo durante muchos años una mula colorada, llamada la Venada, en la cual salía con plena confianza a cualquier hora del día o de la noche.
Pago de la finca de Concordia
Como se contó antes, don Alfonso Uribe vendió la finca de Concordia sin consultar previamente a Rodrigo, su socio. La vendió con un plazo muy amplio y unos intereses irrisorios: 0.5 %. En los vaivenes de los negocios, don Alfonso le vendió la deuda que le correspondía a Gonzalo Henao. Pacho Gaviria, el comprador, se atrasó en el pago de los intereses y Gonzalo lo demandó, litigio que se ganó. El acreedor consiguió un préstamo en la Caja Agraria para amortizar la deuda. El día acordado para recibir el pago y firmar los papeles me tocó acompañar a Gonzalo en esa tarea. Salimos de Medellín, a las seis de la mañana, en la camioneta Chevrolet de Pedro, a la cual no le funcionaba el arranque, por lo cual había que parquearla en bajada, para prenderla en segunda. Cuando íbamos por las areneras de Caldas, encontramos un derrumbe obstaculizando el paso de los carros. A las nueve nos dieron vía y al rato de nosotros pasar se vino la montaña y tapó alrededor de 25 personas. Previamente a la vuelta en Concordia, debíamos sacar el registro de la propiedad en la Registraduría de Andes. Allí, la funcionaria nos dijo que volviéramos a los quince días por el documento y, cuando le planteamos las dificultades para volver, nos propuso que le pagáramos algo, que ella trabajaría durante el tiempo del almuerzo. Le dimos la plata y ahí mismo dijo: “Vuelvan dentro de media hora por él”. Ya con el documento seguimos para Concordia, pero nos resultó un problema adicional: andábamos con tan poco dinero, que Gonzalo decía: “Si le echamos gasolina al carro, no nos queda con que comer”. En el pueblo, nos reunimos con el acreedor en la oficina de la Caja Agraria, en la cual se debían firmar unos papeles para legalizar el préstamo, pero él se empecinó en que se le rebajaran los intereses, una bicoca. Gonzalo se opuso y empezó a caminar de un lado para otro en esa oficina. Yo le decía que por tan poca suma no valía la pena seguir con ese problema. Al fin aceptó. Ya con la plata en la mano y el acreedor libre de la deuda con Gonzalo y Rodrigo, nos invitó a tomarnos unos tragos en la finca; a lo cual nos opusimos y, además, lo veíamos riesgoso. Para solucionar en parte la peladez, a Gonzalo le cambiaron un cheque en la Caja Agraria. Salimos tarde de la diligencia y nos fuimos hasta Venecia, donde el comprador de café de la Federación había tenido el mismo puesto en Sonsón y era muy amigo de Gonzalo. Al otro día, nos vimos obligados a irnos por Fredonia, subir por Puente Iglesias a Palermo (Támesis), para salir a La Pintada, porque la carretera en las areneras estaba tapada.
Picacañas
Cuando vivíamos en El Anime, la carne se la comprábamos a Ceno (Nacianceno) Salazar, tío de mi mamá, quien los sábados mataba una res y, a lo mejor, un cerdo. El lugar era cerca de la casa, pasando la quebrada Chicalá, un poco más allá de la casa de Carlos (Filote) Aristizábal. Casi siempre yo era el encargado de traerla. Una vez, Cenito, como le decíamos, me entregó un calabozo, al cual le habían cortado el pico, para que le picara caña a la yegua, mientras él organizaba el encargo. Creo que nunca había picado caña, apenas tendría unos seis años, y por inexperiencia, el primer calabozazo me lo di en el dedo índice de la mano izquierda, cuya consecuencia fue una alteración de la yema de crecimiento y se formó un dedo que parece la cabeza de una culebra venenosa. Es una marca para identificarme con facilidad. Al llegar a la casa con el encargo, Libardo gritaba: “!Bendita carne!”.
Por chismosos
El día que mataron a Fidel, fui a llevar a Carlos hasta Puerto Venus, pues había viajado con nosotros. Pedro y los otros viajeros se quedaron en Charco Redondo, cargando las mulas, mientras volvía. En el camino, recogimos un conocido de Carlos, quien nos contó lo de la muerte. El tío estaba muy interesado en la historia, pero al pasajero le interesaba otra cosa. Se bajó antes de llegar a Puerto Venus y no observamos nada raro. Cuando llegamos, Carlos buscó un bulto con ropa para vender que llevaba y ya no estaba, el conocido se lo robó y no nos dimos cuenta. Eso le pasó al tío por entretenerse con chismes.
Primera comunión
Esa fue la primera vez que me puse zapatos, prestados por la familia de Juan, con los cuales Juan Bautista recibió el mismo sacramento. Hasta en eso nos parecemos. Sin embargo, me tocó soportar toda la ceremonia el dolor en los pies, pues me quedaban estrechos o mis pies acostumbrados a la libertad se sentían incómodos con el cuero opresor. En ese tiempo, la costumbre era regalar estampitas, o, por lo menos, fue lo único que me dieron.
Recorrido de El Anime a Pensilvania
Viajamos tantas veces desde El Anime hasta Pensilvania, que podemos reconstruir los lugares por donde transitamos. Uno salía de El Alto, bajaba un poco hasta la quebrada Chicalá, seguía por un camino plano hasta las casas de Carlos Aristizábal (Filote) y de Ceno Salazar, desde donde se inclinaba levemente el terreno hasta la ye que divide los caminos para Guacas y para donde don Chucho Duque y Las Encimadas, la finca de Pedro Nolasco. Se descendía hacia el Río Dulce, por un terreno bastante inclinado. Del río se ascendía a Guacas, pasando por las fincas de los Nieto, quienes de vez en cuando visitaban el corregimiento de Arboleda y los veíamos pasar en hermosas mulas, bien aperadas. En Guacas saludábamos a Tulio y a Manuel José y seguíamos trepando hasta La Torre, un sitio demasiado frío y con muchos pinos a la orilla del camino. De allí, por un camino ondulado, se bajaba a Quebrada Negra, en el cual estaba la fonda donde comíamos algo caliente; de allí se andaba hasta Olivares, la propiedad de don Salvador Murillo, en la parte baja del páramo de Miraflores. Este alto es el punto más elevado de todo el trayecto y posiblemente de Pensilvania. En toda la cima quedaba una fonda, en la cual tomábamos algo caliente, con el riesgo de quemarnos, pues el frío insensibiliza los labios y no se percibe bien el calor. Después seguía un boquerón, donde intentaron asustar a Pacho sin miedo. Estos boquerones se forman en los caminos de suelo blando, por el uso se hunde formando una especie de caverna entre dos paredes demasiado altas. Ahí sentíamos silbar al viento en verano, y por el cielo despejado y azul podíamos contemplar el inmenso paisaje circundante, tanto hacia Pensilvania como hacia Arboleda. En ese páramo crecían silvestres las moras de castilla, cuyos frutos maduros y negros degustábamos. Nunca he vuelto a consumir moras más sabrosas. Desde Miraflores se descendía hasta el pueblo, pasando un poco más abajo de la cima por el calvario de Chusilas, ubicado en un desecho, en medio de los árboles; siguiendo por el camino se encuentra la ye para El Higuerón. Un poco más abajo, ya en zonas de cultivo y de pasto se encontraba Los Jazmines, de don Julio Henao, padre de Mario y Mariela, tal vez la finca más bonita de toda la región. Seguíamos descendiendo hacia La Divisa, la propiedad más cercana al pueblo, cuya ubicación nos permitía ver las corridas (si se puede llamar así a unas vacas viejas persiguiendo a un simulacro de torero) que se celebraban en la escuela de varones.
Hicimos con mayor regularidad el recorrido entre El Anime y Arboleda, porque la mayor parte de la actividad económica y social se realizaba en este corregimiento. De El Alto seguía la casa de don Javier Giraldo, dos de cuyos hijos: Hernando y Manolo, se casaron con dos chuscaleñas: Bernarda y Susanita. Él tenía una tienda y una buena finca, cerca de la escuela de Campo Alegre. Con sus hijos tuvimos una excelente relación y algunos fueron compañeros de estudio, como Javier y Luis José. Más adelante, estaba la finca de don Francisco Hurtado, desde la cual se desprendía el camino para La Esperanza y otras fincas ubicadas cerca del Río Dulce. Siguiendo hacia Arboleda, vivían varias familias de apellido Alzate, primos por el lado materno, con quienes manteníamos relaciones fraternas. Al empezar a descender a la quebrada Santo Tomás, vivía Huberto Alzate, casado con una prima de mi mamá, quienes tenían unas hijas bastante bonitas. Desde esta casa hasta Arboleda estaba todo deshabitado, solo había potreros y rastrojos. Siempre me impresionó el cruce de la quebrada, sitio rodeado de árboles, por lo cual permanecía en penumbra, como si fuera un espacio maléfico. Al entrar al caserío se pasaba por los lavaderos, lugar con pequeñas fuentes de agua, que algunas mujeres del pueblo aprovechaban para lavar ropa, y a la izquierda se encontraba el cementerio, localizado en toda la salida para La Torre y La Española. Al entrar al pueblo, por una calle larga, rodeada de casas, casi todas, de un solo piso, construidas con madera. Las de la parte izquierda estaban sostenidas por postes de madera como si fueran zancos, debido a lo pendiente del terreno en que estaban construidas; en cambio, la mayor parte del suelo a mano derecha era plano, por lo mismo, las viviendas eran mejores.
Rodrigo Henao Vélez
Hermano de Gonzalo, mucho más alto y delgado, quien siendo muy joven se cayó con caballo y todo en una calle de Pensilvania, sufriendo la fractura de una pierna, y, como consecuencia, una pierna le quedó más corta. De este hecho sale un anécdota con su hermano Gonzalo. Estaban en Puerto Venus, en la fonda de don Gilberto Gómez, tomándose unos tragos y a Rodrigo le dio por decirle a Gonzalo que se iba a matar. Al este preguntarle la razón, le dijo: “Porque tengo una pierna más corta que la otra”. A lo cual respondió Gonzalo: “No me he matado yo que tengo las dos corticas, ahora usted que no tiene sino una”. Rodrigo era amigo desde la infancia de César Alzate, quien trabajó en la policía hasta su muerte. En un tiempo, estaba laborando en Arboleda y Rodrigo subió a visitar a su amigo. Se pusieron a tomarse unas cervezas en una cantina y, de pronto, Rodrigo se acordó del asesinato de su hermano Jaime, causado por un policía, y comenzó a decirle a César que se quitara ese uniforme. La situación se puso tensa y agresiva, por cuanto otros policías estaban observando la conversación. Al ver el ambiente tan peligroso, César me solicitó el favor de bregar a llevármelo para evitar problemas, porque si sus compañeros se enojaban más, podría ocurrir una tragedia. Convencer con ideas razonables a un borracho es tarea imposible, por lo mismo, busqué una estrategia acorde con la situación. Le dije que debía bajar a Puerto Venus y si él era tan verraco y me llevaba al anca. Ahí mismo se sintió retado y dijo que la mula en la que andaba podía con los dos y mucho más. Andaba en la mula en que iba Jaime cuando lo asesinaron. Como la bestia estaba amarrada en la puerta de la cantina, nos montamos y arrancamos para Puerto Venus. A la salida de Arboleda, en el lugar donde asesinaron a Jaime, se bajó y se puso a llorar y casi no logró arrancarlo de ahí. Yo, en el viaje, iba demasiado incomodo, porque dos adultos quedan estrechos en un animal. Además, ya bajando la loma para llegar al río Samaná, le dio por hacer descender la mula por los desechos, por entre los barrancos, de tal manera que me tallaba mucho más con el apero. Descansé cuando llegamos a la fonda de don Gilberto.
Rogelio
La casa de la 41 tenia dos pisos y vivíamos en el segundo; en el primero vivía doña Teresa, quien le alquilaba piezas a estudiantes. Su hija, Luz Elena, era enfermera y nos colaboraba con asuntos de salud. En el pollo de la cocina había unos agujeros para guardar carbón de piedra, los cuales no se utilizaban. Una noche, por ahí a las siete, Rogelio, quien se encontraba enfermoso, tal vez por la fiebre, se levantó con una cobija sobre el hombro, camino hasta la cocina, haciendo un ruido irreproducible, se acercó a unos de esos huecos, y orinó ahí. Por lo menos en el recorrido no mojó a nadie, porque el pobre policía de la bola no se escapó. Como la policía se mantenía sin oficio, parte de la rutina era perseguir a los muchachos que jugaban fútbol en la calle. Rogelio estaba con sus amigos jugando en la cuadra de abajo, cuando apareció una bola llena de tombos. En vez de correr como los otros, se sentó en la entrada de la casa de los González. Mi papá estaba observando desde el balcón, con la correa lista. Uno de los policías alzó a Rogelio para montarlo al carro y ahí mismo lo largó. A don Roberto le pareció muy raro y se puso a verlo subir hacia la casa. Al acercarse, descubrió la razón para que el policía lo largara: se le había orinado encima. Le dio risa lo ocurrido y guardó la correa: Ya había recibido suficiente castigo.
Silvio, acompañante peligroso
Cuando Carlos se fracturó las dos piernas en un accidente bajando del Páramo de Sonsón, fue hospitalizado en la clínica El Rosario, donde estuvo mucho tiempo en recuperación; por lo mismo, necesitaba acompañamiento permanente. Silvio Botero se ofreció para ir. Parte de la función con el paciente, era sostenerle el pie en el cual sufrió tres fracturas. En esas estaba Silvio, pero se desmayó y quedó colgando de la pierna de Carlos y este bien encartado para llamar a la enfermera para que lo salvaran de su acompañante. A lo mejor, el benefactor no resistió la pestilencia que salía de esa pierna enyesada, con varias heridas. Cuando me tocó a mi ayudarle, olía a diablo. Otra anécdota en la misma clínica fue con Ana María, mi hija, a quien operaron allí dos veces de los ojos. En la primera no quería dormir en la habitación sino irse para la casa. Como estaba hospitalizada en la sección de maternidad, una monjita le dijo que si se quedaba, le daba un niño para llevárselo. Aceptó, pero le exigió a Stella que a los visitantes sin regalo no los dejara entrar.
Sirirí
Cuenta mi mamá que yo no la dejaba en paz ni en la madrugada. Ella se levantaba al amanecer, a prender el fogón de leña. Cuando iba caminando para la cocina, una mano la cogía de la bata a pedirle los tragos. Imagínense la dificultad para encender el fuego, a veces con leña apagadora, con un llorón inconsolable pegado de la bata. Ante esta situación, intentó solucionar el problema levantándose en silencio, pero de nada le valió, porque al llegar a la cocina, ya iba colgado de su bata.
Sobrevivió
Los últimos años de mi papá fueron duros. Mis hermanas lo llevaron donde un yerbatero por los lados del aeropuerto de Rionegro. El culebrero les indicó que tenía azúcar y le restringieron la comida, hasta el punto de parecer un esqueleto. Al ponerse tan flaco, lo llevaron al ISS y en los exámenes lo encontraron sin ese problema. De todas maneras, le indicaron una dieta especial, la cual le administraban con rigor. Un día lo visité y lo encontré muy recuperado. Cuando le pregunté la razón, me dijo: “Yo me levanto a las cuatro de la mañana, me hago un desayuno, lavo los trastos muy bien, y cuando me dan el otro desayuno, también me lo como”. Le sirvieron las madrugadas de arriero y de toda la vida. Igualmente, al final, cuando estaba en silla de ruedas, seguía tan goloso. Para evitar que comiera panela, la guardaban en el mueble debajo del pollo de la cocina. Una vez lo encontramos clavado en medio del mueble. Había arrastrado la silla hasta la puerta, la abrió y al agacharse a coger el tarro con la panela, la silla se voltió. Así mismo, una persona acostumbrada a viajar constantemente, reducido a una silla era muy duro. Una vez me dijo: “Lléveme al solar”, lo llevé. Después me dijo: “Lléveme a la puerta”. Lo asomé a la calle, miró un rato y me dijo: “Lléveme al costurero de Berta”. Al notarlo aburrido, le dije: “Adónde lo llevo” y me contestó: “Ya no sé”. Afortunadamente tuvo una muerte tranquila. Se acostó relativamente bien y, por la mañana, Berta lo encontró muerto.
Terapia
Mi mamá no podía ver a una persona sin hacer nada y le buscaba oficio. Si no había una tarea para realizar, revolvía arroz, maíz y fríjoles y nos ponía a separarlos. Ella creía que de esa manera se espantaban los malos pensamientos, pero más bien era al revés, se acrecentaban.
Un macrosueño en Tolemaida
El 21 de julio de 1969 casi cuelgo los tenis. Trabajaba con la Federación de Cafeteros en un censo para establecer la producción en cada región. Me encontraba en el Tolima, visitando los municipios cercanos al Espinal. Ese fin de semana, decidí visitar a Rodrigo en Neiva. El lunes debía recoger a un compañero en Melgar a las siete de la mañana. Por eso, debía salir de Neiva a las dos de la mañana. El 20 de julio alunizaron los astronautas, y por la bulla dormí muy mal. De todas maneras, salí a la hora prevista. Después de Girardot empecé a sentir sueño y, tal vez, por el sentido de responsabilidad aprendido en la familia, quise cumplirle al compañero y no descansé lo conveniente. No sé exactamente cómo ocurrieron los hechos. Desperté en el hospital de Melgar, dos soldados me tenían cogido de cada brazo y la ropa, blanca, estaba toda ensangrentada. Mi primera reacción fue preguntarles: “Yo qué hice”, pensando que me habían detenido por algo grave. Me dijeron lo del accidente y que yo venía manejando. Me les enojé, les dije: “Yo no manejo”. Poco a poco fui recobrando la conciencia y entendí parcialmente lo ocurrido. Un excelente médico me cosió las heridas, necesité alrededor de cuarenta puntos. Por fortuna, la mayoría de las heridas fueron en el cuero cabelludo. Solo cerca a la sien tenía cuatro puntos. En una revisión, el médico que me atendía, dijo: “A usted qué mago lo cosió, no le quedaron cicatrices”. Enterados los funcionarios de la Federación, me consiguieron una cita en el Hospital Militar de Bogotá. Me tocó viajar de pasajero en un taxi, que me dejó en el hospital. Allí me debía esperar una enfermera de la Federación, la cual todavía no ha llegado. Por fortuna, tenía el dinero para pagar la consulta. El galeno me preguntó dónde me habían pegado esa machetiada. No encontró nada grave y solo me dijo que me había salvado por cabeciduro. Al pedirle la incapacidad, me la hizo, y cuando la entregó, comentó: “Por si trabaja”. Solo otras dos veces tuve una atención tan poco ética y profesional. Del hospital me fui para donde doña Teresa, la suegra de Rodrigo, muy querida, donde me alojaba cuando iba a Bogotá. Al abrir la puerta y verme todo vendado, exclamó: “Se mató este muchacho”. Me demoré un tiempo para tratar de entender lo ocurrido. No sé si intenté sobrepasar un carro del ejército, y cuando lo pasé, me alcanzó a dar un golpe en la parte de atrás del campero Gaz y me envió a la cuneta, en la cual el carro dio una vuelta de campana. Como era carpado, las varillas me hicieron las heridas. Fui muy de buenas, si me envía al lado contrario, hubiera caído al río Sumapáz. A los días, al revisar el carro en el taller, le observé un hundido en la parte de atrás, sin ningún rayón. Inferí que me golpeó levemente el carro militar y, además, los soldados declararon que me encontraron afuera del carro. Inconsciente, no podía salir. Durante un tiempo me acompañó la preocupación por las secuelas del accidente. Ante cada dolor de cabeza, me ponía nervioso, hasta que un neurólogo me dijo: “No se preocupe, a usted le duele la cabeza como a cualquier hijo de vecino”.
Un tira en la familia
Por increíble que parezca, Pedro fue una especie de Sherlock Holmes criollo. Su primer oficio en Medellín fue en el Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC), el Das de esa época. Duró, afortunadamente, poco tiempo. En uno de sus operativos, al saltar un muro detrás de un forajido, se cortó las dos manos con los vidrios colocados encima del muro.
Vicio
Mi abuela Susana Mejía fumaba día y noche, unos cigarrillos negros que nosotros denominábamos piernegus (pata de gallinazo), los cuales le comprábamos en la tienda de la esquina, de don Arnoldo. Ella se mantenía con dolor de cabeza, por ello, a cada cigarrillo lo acompañaba con un mejoral. No sé si por el dolor, los ojos eran brotados y mantenía un pañuelo amarrado en la cabeza. En cambio, Susana Jaramillo fumaba tabaco y las cuscas las echaba en la vacinilla, y, por la mañana, regaba las matas con los orines acumulados durante la noche. El tabaco le espantaba las plagas y el orín las fertilizaba.
Vio la cara de Pedro
Según Carlos, Pedro nació en El Vergel, pero si Pedro nació en Pensilvania, se puede inferir que los recién casados vivieron en el pueblo, porque la mayoría de los nacimientos se daban en las residencias, recibidos por comadronas. Mi papá arriaba bueyes para Honda, cuyo recorrido duraba alrededor de quince días. Preferían los vacunos a las mulas por su capacidad para caminar por terrenos enfangados y por su resistencia. Sin embargo, eran más lentos y había que madrugar, por su menor resistencia al sol. Cargaban a las dos de la mañana y paraban a las once. En un viaje tan largo, debían llevar un buey con mercado y un toldo para acampar. Durante uno de los recorridos, al pasar por Manzanares, un policía borracho mató a su compañero de arriería. Ante el hecho, mi papá desarmó al agresor y le apuntó con el revólver, al ir a disparar, vio la cara de Pedro, quien estaba recién nacido. Ante esa aparición, bajó el arma y se conformó con echar a rodar al asesino por un potrero.
Vuelta fallida
Carlos Salazar tuvo la intención de conseguir una vivienda a través del Instituto de Crédito Territorial, y para realizar la solicitud necesitaba una copia de la declaración de renta. Arnaldo Salazar le hacía la declaración y la presentaba en Pensilvania y el tío no manejaba ni siquiera una copia. Por eso, un sábado por la tarde, me pidió el favor de ir a Pensilvania por una, pero debía viajar y volver el domingo, porque el se venía el lunes para Medellín. Con el fin de llegar el mismo día, debía coger la escalera en plena cordillera Central a las seis de la mañana del domingo, y retornar en la de la tarde. Como siempre, el tío tenía una excelente mula y me envió en ella. Con la intención de acortar camino, ese mismo sábado me fui a dormir en Cundinamarca, la finca de Pedro Nolasco y Alcides. Sin embargo, yo tenía dos problemas que resolver. Primero, no tenía reloj para determinar con precisión la hora de salida: dos de la mañana; segundo, no conocía el camino entre Cundinamarca y el sitio donde se cogía la escalera. Dormí un rato y me levanté sin saber la hora y fui por la mula al potrero, al lado de la casa. Por fortuna, era una noche de luna, lo cual facilitó la cogida del animal. En cuanto al camino, Carlos me indicó que la bestia me llevaba porque era de la zona y solo debía estar atento cuando intentara entrarse a una finca, donde la había comprado. Ensillé y salí sin ningún problema rumbo a la cordillera; sin embargo, como estábamos en un invierno descomunal, el sendero tenía unas partes demasiado enfangadas, sobre todo en los canalones que se forman cuando la tierra es blanda. En algunos pasos, la mula se enterraba del tal manera que parecía nadando y me tocaba descender para ayudarla a salir, teniendo la precaución de no hundirme en el fango. Preciso, antes de llegar a la cumbre, la bestia intentó entrarse a una casa, pero sin ninguna dificultad la mantuve en la ruta indicada. Llegué al lugar por ahí a las cuatro de la mañana, a esa hora en la fonda todo estaba cerrado, y en medio de ese frío tan intenso, me abrigué en una piecita donde picaban la caña. Antes de las seis, encorralé la mula, guardé el apero y cogí la escalera rumbo a Pensilvania. Llegué sin ninguna dificultad, Arnaldo me entregó un sobre cerrado y me vine en el carro de las dos de la tarde. Al llegar a la fonda, fui a buscar la mula y en el corral se encontraban unas cincuenta, casi todas del mismo color; y apenas tenía una vaga imagen de su figura. Solo recordaba que era negra, una más entre ese montón. Corriendo el riesgo de enlazar otro animal, me arriesgué y cogí la más parecida. Tuve suerte. Al regreso al caserío no tuve contratiempos. Arribé como a las ocho de la noche y le entregué el sobre a Carlos, quien, al abrirlo, descubrió que Arnaldo mandó otros papeles. Todo ese viaje tan caótico se perdió y me gané el regaño de Carlos por no haber abierto el sobre. Aún sigo sin entender por qué Arnaldo mandó los papeles equivocados, pero a Carlos tampoco le quedaba bien una casa del Crédito Territorial.
El hijo de Fernando Ossa
Del hijo de Fernandosa conocí solo sus botas de caucho, las pantaneras que los campesinos usan para evitar la humedad. Ese día habíamos salido de Medellín con mi papá e Isabel Cristina desde el Barrio Colón, en el Centro de Medellín, donde se localizaban, en esa época, la mayoría de las empresas de transporte de pasajeros. Para ir hasta la finca La Luz, nuestro destino, ubicada en el corregimiento de Arboleda, era toda una faena, porque salíamos a las seis de la mañana en un bus, y alrededor de las 10 de la mañana se llegaba a Sonsón, donde los pasajeros para Dorada y lugares circunvecinos se pasaban a una escalera o chiva, en la cual podían viajar hasta Nariño, y a las dos de la tarde tomar otra escalera hacia Puerto Venus, o seguir hasta Puente Linda, en donde esperarían el mismo vehículo en un ambiente más cálido y agradable. De ahí, hacia las cuatro, se salía hasta Charco Redondo, donde esperaban las mulas para llegar a la finca, alrededor de las seis de la tarde, cuando las sombras de la noche comienzan a oscurecer el camino.
El viaje debe haber sido en vacaciones de mitad o de final de año, por cuanto Isabel Cristina, de unos ocho años, viajaba con nosotros, lo cual hubiera sido imposible en otro tiempo. Ella ya montaba sola. Yo la amarraba con un poncho de la silla, sin ningún temor, porque los caballares andaban a paso de mula de carga, pues casi siempre llevábamos algunos productos utilizados en la producción de café o para el manejo del ganado; por tanto, se minimizaban los riesgos de una caída. Para llegar a la finca era necesario cruzar dos veces El Río Dulce. El primer paso era junto a la casa de Javier Jaramillo, ya sea por el puente colgante, de madera, o cuando el río arrastraba poco caudal, para no dar la vuelta por El Porvenir, seguíamos por los potreros de Javier, algo que le disgustaba mucho, y vadeábamos en río sin ninguna dificultad.
En esa época, la casa principal quedaba en la mitad de la ladera, a la orilla del camino de Arboleda. Como se hacía tarde, no entramos a la casita de la playa, sino que seguimos de largo. A esa hora ya se percibía la penumbra, y afanábamos a las mulas con el fin de evitar la noche, ya cercana; sin embargo, cuando cruzamos por segunda vez sobre el Ríodulce, ya en la finca, y cuando trepábamos por unas peñas bastante resbalosas, al salir del puente, en el lugar más complicado de todo el camino, las mulas se resistían a seguir y un olor nauseabundo impregnaba el ambiente. El camino estaba circundado por el rastrojo, que crece a la orilla de los alambrados, al lado de arriba, y por un guadual y los árboles de la orilla del río, hacia abajo. Al sentir el ambiente nauseabundo, sospechamos que una res se había rodado y muerto sin que los encargados de su vigilancia lo hubieran detectado. Nos tocó espolear a los animales para que siguieran la marcha.
Al salir de la zona boscosa y abrir la puerta del potrero, un extraño paisaje se abrió ante nuestros ojos. En medio de la manga, a unos cincuenta metros de la casa de Ramón, uno de los trabajadores de la finca, había un cajón, una especie de ataúd, del cual sobresalían unas botas de caucho, que, debido a la estatura del muerto y lo pequeño del estuche, no cupieron en el recipiente. El ganado pastaba lejos del extraño objeto, recelosos pero indiferentes al trágico paisaje. Sin detenernos a observar al difunto, arrimamos a la casa de Ramón y nos contó, que, debido a los olores, se arrimaron al rastrojo junto a la orilla del potrero buscando una res muerta y descubrieron el finado, cuya identidad desconocían.
Como iba oscureciendo cada vez más, seguimos a la casa principal de la finca, localizada en la mitad de la falda del camino hacia Arboleda, con la incertidumbre de quién podría ser el muerto. Ese mismo día, como a medianoche, subieron con el difunto en una mula, amarrado a la enjalma, de tal manera que los pies colgaban de un lado y la cabeza del otro. Me lo imagino dando tumbos contra los barrancos, debido a la estrechez de algunas partes de la vía. Entre los encargados de llevar al muerto estaba Horacio Montoya, muy allegado a mi papá, quien le confesó que el muerto era hijo de Fernando Ossa, y que le dispararon en la cabeza. Ese espectáculo del fallecido transportado como si fuera carne para el matadero era deprimente, mucho más la ausencia de alguna autoridad, que le diera algún viso de legalidad a esa acción voluntaria de algunos vecinos solidarios.
La historia no termina con el desplazamiento del occiso hasta Arboleda, quien fue dejado en el matadero del corregimiento, para no importunar ni a los residentes ni a las autoridades con el nauseabundo olor que despedía el cadáver.
En realidad, lo ocurrido se supo al poco tiempo. El hijo de Fernando Ossa cayó en lo que se denomina picar arrastre. En la región, si usted no tenía enemigos, podía transitar a cualquier hora del día o de la noche sin ningún riesgo; pero en caso contrario, no tenía un momento de sosiego, por cuanto en cualquier momento podía ser atacado. Las enemistades se conseguían por motivos tan baladíes como: un lindero, una deuda, por enamorar a la joven que le gustaba a otro, por cambiar el disco que otro estaba escuchando en la pianola de la cantina, por venganzas familiares que se trasmitían de generación en generación, por demandar a quien había causado daños y realizado robos. Los motivos eran lo de menos. En este caso, el difunto fue contratado por un amigo para paviar (asesinar desde el monte) a Carlos Aristizábal, quien venía siendo perseguido no sé por quiénes ni por qué, solo que era una cacería implacable. Por alguna razón, la posible víctima se enteró de los planes y organizó la manera de eliminar a su posible asesino. Contrató al otro sicario, quien, sin que el compinche sospechara nada, propuso la emboscada en el sitio donde se encontró el cadáver. El punto donde se ubicaron los asesinos era ideal para el objetivo. La víctima (Carlos) se podía observar desde que venía a unos doscientos metros, debía pasar el puente y subir con dificultad por el peñasco, en el cual se habían construido unas escalas burdas y lisas, por tanto, las bestias de carga o de silla pasaban con mucho cuidado y lentitud, lo que facilitaba el ataque. Además, los agresores se ubicaron en un barranco localizado en el potrero, donde quedaban ocultos por el rastrojo, de tal manera que ellos veían con facilidad a los transeúntes, sin ser vistos por estos.
Lo que no sospechaba el agresor, sentado en el barranco, con la inocencia más absoluta y con el arma preparada para disparar cuando la víctima estuviera cruzando por el frente, era que la presa era él. El otro, con la tranquilidad más pasmosa, se ubicó detrás de su compañero de fechorías y le descargó un tiro en la parte de atrás de la cabeza. No necesitó más. De todas maneras, al tiempo, Carlos Aristizábal fue asesinado. Y la cadena de muertes absurdas siguió en la región.
Ahora bien, la gente se extrañó de que un hijo de Fernando Ossa se prestara para dispararle a una persona a traición, porque él siempre se caracterizó por luchar de frente, dándole la cara al enemigo. En el pueblo era un mito y se hablaba de su valor con orgullo. Se decía que no permitía abusos por parte de la policía contra los campesinos humildes y cuando constataba un atropello se enfrentaba con las autoridades. Y con el fin de evitar ser asesinado cuando lo llevaran detenido a Pensilvania por su acción, el mismo se presentaba en la cabecera municipal a responder por sus actos. Inclusive, un pariente lejano dejó constancia de la valentía y la sangre fría de Fernando Ossa al enfrentar una agresión. A pesar de ser amigos, cuenta que, en medio de unos tragos, quiso verificar si era tan guapo como decían y lo acometió con un cuchillo. Cuando le tiraba los lances, él los eludía dándole con el sombrero y diciéndole que no molestara, que dejara la necedad; pero como el agresor seguía atacando, Fernando Ossa fue abriendo el carriel para sacar la pistola con el fin de defenderse, y le rogó a su contrincante que no se hiciera matar pendejamente. Así, el pariente lejano dejó la tontería y reconoció el valor de este personaje. Lo irónico del caso fue que no murió en alguna de las innumerables trifulcas en las que participó, sino como consecuencia de una borrachera con tapetusa, un aguardiente artesanal elaborado por él.
No sé cuántos hijos tuvo, solo conservo una vaga imagen de su porte, con la distorsión con que un niño recuerda a las personas. Me parecía alto y grueso, pero con movimientos ágiles. Al que si recuerdo es a su hijo Omar, arriero de profesión, quien también murió trágicamente. Era callado y muy organizado, algo poco común entre sus compañeros de profesión, por eso no entiendo todavía su muerte, a manos de Euclides Gómez, quien lo acusó de robarle ganado, junto a Jaime Cardona, quien también fue asesinado en el mismo evento. Cuentan que estaban sentados tomándose unas cervezas y el victimario entró y les disparó sin mediar palabras.
Euclides era un personaje extraño. Pertenecía a una de las familias más ricas de la región, dueños de la finca La Cristalina, la más extensa de toda la comarca. Él se encargaba de administrarla mientras sus hermanos de dedicaban al negocio de compra de café y la venta de abarrotes. Tenía fama de violento y de haber participado en la violencia liberal conservadora cuando estuvo en El Valle. Yo nunca había conversado con él, hasta un día en Arboleda, cuando al entrar a una de las cantinas, lo vi tomándose una cerveza. Estaba solo y me invitó. No recuerdo de qué hablamos, pero me pareció un excelente conversador. Nos tomamos varias cervezas y, recuerdo, que pidió un sancocho para matizar los tragos. De todas maneras, durante la conversación, hubo un momento en que me preocupé. Se quedaba en silencio y sus ojos se iban poniendo colorados, como si tuviera una inmensa tensión interior. Yo alcancé a preocuparme, pero al avanzar la noche, tomó su mula y se dirigió a Puerto Venus, su lugar de residencia. Nunca lo volví a ver. Al tiempo supe de su trágico final. Silvio Gallo, otro arriero, que trabaja con la familia Gómez, escuchó que lo acusaban de haberse robado un ganado, y conociendo los antecedentes de Euclides, lo vio tomando en una cantina. Como un cobarde es más peligroso que un valiente, le clavó un cuchillo en la espalda y cuando el agredido volteó el cuerpo, le abrió el brazo de una puñalada. Dicen que murió desangrado mientras lo llevaban para el hospital de Nariño.
Homenaje a doña Sofía
Al leer el siguiente cuento, me parecía estar viendo a mi mamá y reconocer el papel de la literatura para profundizar en la realidad.
Francisca y la muerte
Onelio Jorge Cardoso
Al poeta, compañero y amigo moldavo, Petru Zadniprn, quien me contó esta respuesta de su mamá.
—Santos y buenos días –dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer. ¡Claro! Venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla al bolsillo.
—Si no molesto –dijo–, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
—Pues mire –le respondieron, y asomándose a la puerta, señaló un hombre con su dedo rudo de labrador.
—Allá por las cañas bravas que bate el viento, ¿ve? Hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.
«Cumplida está» pensó la muerte y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana en que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.
«Menos mal, poco trabajo; un solo caso», se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver caer la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida subiendo de las flores.
Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nido, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así, pues, echó y echó la muerte por los caminos hasta llegar a la casa de Francisca:
—Por favor, con Panchita –dijo adulona la muerte.
—Abuela salió temprano –contestó una nieta de oro, un poco temerosa aunque la parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
—¿Y a qué hora regresa? –Preguntó.
—¡Quién lo sabe! –Dijo la madre de la niña–. Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.
—Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
—Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer o la noche misma.
—«¡Contra!» pensó la muerte, «se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla». Y levantando su voz, dijo la muerte:
—¿Dónde, al fijo, pudiera encontrarla ahora?
—De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
—¿Y dónde está el maizal?, –preguntó la muerte.
—Siga la cerca y luego verá al campo arado detrás.
—Gracias –dijo seca la muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltose la trenza la muerte y rabió:
«¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!». Escupió y continuó su sendero sin tino.
Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la mujer se topó con un caminante.
—Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?
—Tiene suerte –dijo el caminante– media hora lleva en casa de los Noriegas. Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
—Gracias –dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriegas:
—Con Francisca, a ver si me hace el favor.
—Ya se marchó.
—¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto?
—¿Por qué tan de pronto? –Le respondieron–. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿A qué viene extrañarse?
—Bueno…, verá –dijo la muerte turbada–, es que siempre una hace su sobremesa en todo, digo yo.
—Entonces usted no conoce a Francisca. —Tengo sus señas –dijo burocrática la Impía. —A ver; dígalas –esperó la madre. Y la muerte dijo: –Pues…, con arrugas; desde luego ya son sesenta años…
—¿Y qué más? –Verá…, el pelo blanco.., casi ningún diente propio…, la nariz, digamos. ¿Digamos qué?
—Filosa.
—¿Eso es todo?
—Bueno…, por demás nombre y dos apellidos.
—Pero usted no ha hablado de sus ojos.
—Bien; nublados…, sí, nublados han de ser…, ahumados por los años.
—No, no la conoce –dijo la mujer– Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, a quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada, sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando pangola para la vaca de los nietos. Mas, sólo vio la muerte la pangola recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados. Y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
—¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren! Y echó la muerte de regreso maldiciendo.
Mientras a dos kilómetros de allí, escardaba de malas hierbas Francisca el jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le tiró a su manera el saludo cariñoso
—Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
—Nunca –dijo–, siempre hay algo que hacer.
Abril de 1973.
Onelio Jorge Cardoso
Cuba
El texto literario se caracteriza por crear una realidad propia. Además, porque su objetivo central es entretener, recrear la realidad, o sea, inventarla. Los textos orales tienen tanto valor literario como los escritos. Un buen narrador popular puede crear obras literarias de interés para el público. El cuento Francisca y la muerte es una historia imposible en el mundo real. Es imaginada y narrada por el autor. El relato se apoya en palabras del idioma cuyo significado conocemos. Quizás desconocemos algunos términos propios del español hablado en Cuba, especialmente los relacionados con plantas; pero el hilo de la historia lo captamos sin ninguna dificultad.
El relato es fantástico, juega con las palabras, establece relaciones completamente inesperadas y algunas palabras nos remiten a una significación absurda. Pero no siempre lo literario es fantástico. Muchas veces se parece tanto a la realidad que los lectores creen que los hechos ocurrieron tal como los presenta el autor. Pero para alcanzar la categoría de literario tiene que ser una creación del escritor.
En el texto literario las palabras tienen valor no sólo por su significado sino por su sonoridad, lo que nos obliga a fijarnos en ellas: “Había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz”; a veces presenta hechos absurdos “Venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla al bolsillo”; y por los múltiples significados que evocan: “Tiene menos tiempo en la mirada”.
Además, el texto literario juega con el lector. Por lo general, el autor nos desconcierta, y a veces desconocemos lo que sigue; ese es parte del encanto que tienen. En el proceso de lectura vamos prediciendo la continuación y nos imaginamos el final. Casi siempre, los buenos libros nos sorprenden con los finales, como ocurre con el cuento de Cardoso.
En el texto literario predominan los significados implícitos y los complementarios. El significado literal sirve de puente para llegar a los otros significados. Aunque seamos muy crédulos, nadie ha visto a la muerte con su trenza y su guadaña caminando en busca de sus víctimas, por senderos llenos de dificultades para transitar.
La historia en sí necesita tener un contexto que le sirva de marco para que los lectores puedan captar el sentido de la obra, en este caso, del cuento. Cuando los lectores abordan la obra tienen un conocimiento del mundo y de los textos que les sirven de base para entender los significados y para mantener el hilo de la narración; además, toda esta experiencia cultural los capacita para trascender la historia, o sea, para relacionarla con otro conjunto de experiencias y expectativas que en ese momento sean importantes para ellos.
Retomando el cuento, en una ciudad como Medellín y un departamento como Antioquia, donde la muerte se ha convertido en una protagonista de la vida diaria, una experiencia vital como la de Francisca reconforta el espíritu. También, en nuestra vida cotidiana encontramos mujeres, como la protagonista, que nos reconcilian con la vida. La lectura nos ayuda a encontrarnos a nosotros mismos, a entender la problemática de la vida personal y de la sociedad, a encontrar modelos positivos o negativos que nos sirven para orientar el rumbo propio y el de las personas sobre las cuales podemos tener alguna influencia.
El cuento de Onelio Jorge Cardoso cumple muy bien este papel. Nos abre un camino de esperanza entre tanta desesperación. Una palabra representaría el mundo de Francisca: solidaria. Y una persona como ella puede estar llena de arrugas, tener el pelo canoso; pero siempre tendrá la mirada joven. Esa mirada está asociada a la vitalidad, puesta siempre al servicio de los demás. En el fondo, el personaje de la muerte no es más que el telón que permite resaltar la figura extraordinaria de la protagonista.
Francisca representa esa madre-abuela universal, dispuesta al servicio de sus hijos, nietos y vecinos; sin más exigencia que sentirse plena de vida. Esta figura es tan útil que pensamos en su inmortalidad y no aceptamos cuando la muerte toca a la puerta. No entendemos por qué emprenden el viaje sin regreso con tantas cosas para hacer en esta tierra. Por eso, el escritor moldavo le contó esta historia a Cardoso para que la escribiera en español como un homenaje a la madre y yo la reproduzco aquí como un homenaje a nuestra madre.
4 Recuerdos de Miguel
Por Miguel Henao Salazar
Algunos recuerdos de mi trasegar
Nací en el Anime, de ese sitio no tengo ningún recuerdo, pero si una impronta indeleble que es casi mayor que yo y que durante muchos años traté de ocultar con relativo éxito con un mechón de pelo que me cruzaba la frente, al punto que personas con las que compartí largo rato nunca notaron esa cicatriz y en las señales particulares, cuando saqué la cédula, no aparece mencionada. Hoy esa parte del cabello no existe y la susodicha cicatriz es más notoria.
Esa fue, creo, la primera de una serie de lesiones que me han afectado, pero que afortunadamente no me han inmovilizado, aunque últimamente si han ralentizado mi movilidad.
Mis primeros recuerdos de infancia son en La Española, pero no suficientemente claros o resaltables como para mencionarlos.
Luego llegamos a Medellín, recuerdo un poco de la casa en La América, quedaba, si no estoy mal en una esquina y en la noche me inquietaba un poco con el silbato de los celadores.
Luego nos trasladamos a la casa del barrio Colón donde vivimos unos ocho años. Era una casa en un segundo piso, con balcón, situada en la calle 41A No 44 – 25, tel. 2429658, en un principio sin el 2, que al aumentar el número de cuentas fue anexado a todos los números de teléfono por allá en esos 60.
Creo que a mi mamá y a algunos más, en esos días, les saqué canas verdes. Reconozco que era algo más que inquieto. Creo que algunos recuerdan las constantes escapadas por el balcón o por las escalas. Era mi forma de tratar de huir de las pelas que eran frecuentes. Recuerdo que mi mamá, antes de castigarme, con la correa en una mano y con la otra agarrándome una mano para que no me volara, empezaba diciendo: con el dolor en el alma… un largo discurso, que a veces se más hacia más pesado que la pela. Vale mencionar que los correazos de la viejita nunca fueron fuertes, a diferencia de los del viejo, pocos, pero marcantes, al punto que a veces Rogelio y yo, pocas veces el mono, comparábamos las huellas que dejaban los correazos.
Cerca a la casa quedaba un taller de carros y el mono, que poco participaba de los juegos de los demás muchachos del barrio, podía estar horas parado viendo arreglar carros.
De esa época es la historia del trencito… Nos juntamos un poco de muchachos, no sé, digamos diez, por poner un número, en cabeza iba yo y cerrando Nelson Gaviria, vecino de más o menos mi misma edad y quien vivía en la casa de en seguida, hacia arriba. Después de correr por el barrio y que la mayoría se fueran retirando del juego, quedamos Nelson y yo. En algún momento, llegamos a la calle San Juan, la 44, con el Palo, la 45. Nos paramos en un separador en San Juan y cuando yo pasé, Nelson se quedó, total, el carro que pasó se llevó el lazo y nos junto atrás. No me asusté tanto por la situación, sino que cuando el carro paró, ya en la 45, empezando el huevo, vi entre el público que miraba la escena al tío Carlos, total, pela segura. Cuando llegué a la casa ya sabían: me pelaron. Yo lloraba y al mismo tiempo escuchaba llorar a Nelson en la casa de al lado. Bajo el balcón de mi casa pasaban los cables de la energía, que también cruzaban bajo la ventana de los Gaviria. Total, me fui gateando por los cables, bastante pendientes porque seguían el nivel de la calle, hasta la otra casa. Compañeros en el juego y compañeros en el llanto.
Algún domingo en la mañana pasó una competencia de marcha atlética, por el mismo sitio del trencito, total, siguiéndolos, Nelson, su hermano Hernando y yo conocimos por primera vez el Atanasio Girardot, por fuera. Cuando regresamos varias horas después, Rogelio, muy solidario, me dijo que ya sabían que había estado por el estadio, ni idea como se enteraron, y que me iban a pegar. Total, de esa pela me salvé porque el viejo se la pegó a Rogelio, por haberme avisado. Una vez, estábamos en unas mangas, en Belén las Violetas, cerca a la casa donde vivía Horacio Botero, donde pasamos el día. Algo me molestó y salía pie hasta el barrio Colón. Cuando llego el resto de la familia, me dieron la consabida pela y me dijo el viejo que tenía en cuenta que ya me había ido una vez hasta la casa de Pedro, junto a lo que hoy es la estación San Javier, también sin avisar.
Alguna vez mi mamá tuvo que ir hasta el barrio Manrique a recogerme, porque me había ido hasta la casa de Eugenio Henao y la viejita solo tenía un pasaje para el regreso; entonces, yo le dije que tranquila que pagara el de ella y yo me colaba por detrás. Solo que al bajarnos el conductor le recordó, en buenos términos, que solo había pagado un pasaje. Otra vez, iba con el balón bajo el brazo, llegando a lo que hoy es el Premium Plaza, con un grupo de amigos, cuando sentí que me tocaban el hombro, era mi mamá y me dijo: usted no pidió permiso, total, pa’ la casa, entregue el balón y vamos.
Era común que la viejita nos sacara de un partido en la calle para ir a misa. Es de anotar que esos partidos podían durar varias horas o todo el día.
Pedro llegó a vivir a la cra. 45 con 41A, esquina, en un segundo piso. Alguna vez, nada raro, me dio por subirme por una ventana que había en el primer piso en el lado de la 41a, con un perrito en la mano izquierda y teniendo que pasar por entre los alambres que pasaban bajo una especie de ventana.
Otro día, cuenta Bertha, llegaron los amiguitos del barrio a poner la queja que yo me había colado en el circo. Bertha le dijo a mi mamá, no le vaya a pegar, ellos vinieron a poner la queja porque no se pudieron colar. Desde ese día Bertha es mi abogada favorita.
A Rogelio y a mi alguien que no recuerdo, revisar con él, nos invitó a ver un partido de beisbol al estadio, de seguro que la ida era a pie; cuando llegamos, nos mostró la reja y dijo: nos toca entrar por ahí. Desde ese día vimos más de un partido, imagino que en el diamante los domingos esperaban la llegada de los pelaos que entraban por la reja y se habían tornado habituales en las tribunas.
El juego de fútbol en la calle era entre la 44A y la 45, porque era menos pendiente que la cuadra en que vivíamos nosotros. Abajo del taller de los Madrid, se pasó a vivir una familia que tenía dos perros grandes y como que no simpatizaban ver los muchachos jugando fútbol en la calle. Un día decidieron echarnos los perros; nos hicieron “volar” y se acabó el partido. Alguno de nosotros, bastante molesto, propuso que la próxima vez todos estuviéramos armados con piedras. El juego empezó y los perros salieron, solo que esa vez los que salieron huyendo fueron los animalitos, que ni por error, volvieron a salir a la calle cuando nosotros estábamos jugando.
Al frente de la casa vivían dos señoras, dona Esperanza y su mamá. Cuando alguna pelota caía en la casa, cuya puerta se mantenía abierta, era pelota perdida; además, algunas veces nos echó la policía. Hay una anécdota con Rogelio en una de esas situaciones.
En la manga que separaba la acera de la calle, en el costado de la escuela Vicentina, tuve dos lesiones por cortadas con vidrios que gente, digamos descuidada, dejaba en la manga. Una de ellas me seccionó un tendón, dejando el apoyo plantar totalmente descompensado. Hoy en día, casi 60 anos después es un factor limitante grande. En el Hospital San Vicente, solo cosieron piel, realmente se necesitaba una cirugía, tenorrafía, para recuperar el tendón. Además de ello, mis autocuidados en la recuperación fueron mínimos.
Alguna vez recuerdo después de una pela, me pasé la tarde en un voladito encima del balcón, solo que nadie sabía que estaba allí.
De los paseos a la Arboleda y Samaná me quedaron de recuerdo dos situaciones con palos de aguacate.
El primero en la casa de Arturo Restrepo y Lilia Jaramillo, un árbol de aguacate servía como gallinero. Yo me subí y, por descuido, me senté en la vara en que se paraban las gallinas. De pronto, vi subir un palo de café caturra que había al pie del aguacate; la verdad, era que yo iba bajando. Caí sentado y cuando me pude reponer, salí derecho para la casa de Carlos y sin que nadie se diera cuenta, me metí en una cama. Al poco rato llegaron de la casa de las Restrepo a preguntar como seguía.
La segunda fue en La Bamba, la finca de Javier Jaramillo y Anaelia Salazar. Allí, en vacaciones, llegábamos tantos que la dormida era como gusanos en cosecha en colchones en el piso. Un día yo desperté solo en un colchón, me pareció sumamente raro. Apoyé los codos en el piso para levantarme y el dolor me hizo abrir la boca. Miré, y en cada codo tenía amarrado un pañuelo; además, tenía puestos unos pantaloncillos ajenos, todo sumamente extraño. Yo no entendía que estaba pasando. Pregunté y de respuesta me dijeron que si no recordaba. La verdad, todavía no recuerdo nada. Me contaron que estaba cogiendo aguacates, y una rama se desgajó y caí con rama y todo, solo que los codos recibieron el primer impacto, la cara que estaba sobre la rama también quedó magullada. El tratamiento fueron vasos de jugo de limón puro. Luego me enviaron al Verdal donde el Mono, que tenia fama de buen componedor. Mis codos siguieron funcionando, a veces duele el derecho un poco, pero nunca retomaron su forma original.
Académicamente debo decir que nunca fui un buen estudiante, tenia problemas en las asignaturas donde pedían cuaderno. Solo los tenía al día en febrero y luego en octubre, que empezaba uno nuevo, supuestamente. Perdí tercero de bachillerato y, al repetir, en álgebra, que era una de las materias que había perdido en el primer examen, Constantino hacia uno cada semana, saqué cinco. Yo tenía una manía, hacía el examen en una hoja en blanco y luego la pasaba. Un compañero, en la segunda semana, esperó que terminara el borrador, me lo quitó, lo firmó y lo entregó.
Yo tuve que rehacer el examen. Por supuesto, aparecieron dos exámenes iguales, con la misma letra, con dos nombre distintos. Al compañero le puso cero en ese examen, a mi cero en el mes. Se volvió un reto personal, y, en el final, en el salón en que yo estaba, nadie perdió el examen final. Esa vez yo lo pasé conscientemente y recomendé que tuvieran cuidado.
En el 60, Coltejer hacia un concurso llamado mejores bachilleres y yo fui uno de los elegidos. No recuerdo por qué, pero entre los que íbamos del Alzate decidimos boicotear el examen, llenando las respuestas de cualquier manera. Yo lo hice y resultó que fui el único. Los otros adujeron que les servía de preparación para el examen de ingreso a la Universidad. Yo les dije que lo importante era conocer las preguntas, las respuestas eran otra cosa.
Tuve una relación de pareja con Arnolda Lopera, de esa relación hubo dos hijos. Juan David y Santiago. Juan David esta casado con Ángela Londoño, una muchacha caleña quien ya tenía tres hijos, dos varones y una niña de una relación anterior, solo que los tres niños estaban bajo custodia del padre. Con Ángela, Juan David engendró una niña: Camila Sofia; escogieron ese nombre, porque Camila se pronuncia igual en los dos idiomas, y Sofía porque la abuela fue la “padrina” de Juancho. Los nombres de los hermanos de Camila son Pablo, Anthony y Michelle.
En este momento estoy casado con María Berenice González Mejía. Ella tiene dos hijos: Erika y Alejandro; Erika tiene dos hijos con Carlos Carmona, para quienes soy su abuelo, Emmanuel y Juan Pablo; y Alejandro ayer siete de julio fue por primera vez padre de un niño que llamaron como él, Alejandro.
Otra mujer que me trata de papa es Elisa Patiño, quien de joven nos ayudó a levantar a Juan David y a Santiago. Ella y Dani Carmona tienen dos hijas, Betina y Melisa, quienes también me tratan de abuelo.
Para no alargar este relato quiero terminar contando dos anécdotas con familias campesinas con las que compartí en algún momento. La una, de la que no puedo afirmar que sea del todo cierta, me despierta una sonrisa cada que la recuerdo, la otra todavía me genera sentimientos encontrados.
Las Fosas Nasales y la comunicación
En la finca de un amigo una señora mayor tenía un dolor de oído. El amigo me recomendó diciendo que yo había estudiado medicina, lo cual era en parte cierto. Yo ausculté a la viejita y les dejé un apunte para que consiguieran unos medicamentos, entre ellos unas gotas nasales, con la indicación que le aplicaran unas gotas cada determinado número de horas en cada fosa nasal.
Unos días después, el amigo riéndose me dijo que la señora había mejorado, pero que habían tenido serios problemas con lo de las fosas nasales. Resultó, decía mi amigo, que nadie sabía que eran las fosas nasales, y alguien, supuestamente de los más entendidos, dijo que le sonaba parecido a anales y aunque no entendía que tenía que ver algo en la cabeza con el culo, decidieron seguir las instrucciones como creyeron adecuado. Todavia imagino las peripecias para echarle las gotas por el culo a la viejita.
El otro es …
Rosita y el reencuentro
Rosita era una campesina ya mayor, calculo que estaba en los 60 y pico. Yo la conocí en su parcela y con un dinamismo parecido al de mi mamá. Era un vieja alegre y entregada a las labores que las campesinas desempeñan en su casa y su parcela. Un día, yo estaba en Niquia, me dijeron que estaba enferma y que me la iban a enviar para ver en que podíamos ayudar.
Yo la recibí, ya las huellas de una enfermedad grave se dejaban ver. Amigos profesores del Hospital San Vicente la evaluaron y encontraron cáncer de endometrio en grado avanzado. La viejita yo me la había llevado para mi casa, Arnolda, que era una excelente enfermera, le colaboró bastante; pero ya nos habían dicho que no había nada que hacer.
Un día, ella me dijo que le gustaría volver a ver a dos hijas que hacia catorce años no veía y de las que no tenía ninguna noticia. Creía que estaban en Urabá, si vivían. El Indio, un amigo de Urabá, al que le habían amputado una pierna y vivió unos días en mi casa, me dijo que su familia, a través de las emisoras que había en Urabá en ese momento, si no estoy mal Ondas del Darién y Radio Prosperidad, podían intentar localizarlas.
Un día yo recibí un mensaje que decía que las dos señoras estaban en el Hotel Caldas, en la Oriental, frente a la Clínica Soma. Yo guardé la moto en que andaba, fui al hotel, hablé con ellas, tomamos un taxi hasta Niquia. La viejita que llevaba varios días sin levantarse de la cama, se paró. No lo podía creer. Las dos hijas, más tarde, me contaron que vinieron con mucho miedo, que tal vez las querían secuestrar; pero y si la mamá todavía vivía, como no intentar encontrarla. Además, me dijeron algo que todavía me impacta… Rosita me había dado sus apellidos al revés, a pesar de que estaba completamente lucida. Las tres viajaron a Urabá y un par de meses después me avisaron que había muerto.
Mirando un poco atrás en mi vida, noto que más de una vez la guadaña de la parca ha pasado cerca, desde el Anime, hasta incluso acá en USA, donde ahora resido, pero por alguna razón no ha pasado a mayores.
Solo me resta por decir con Violeta y Mercedes: Gracias a la Vida y continuar con alegría el día a día.
5 Recuerdos de Abelardo
Por Abelardo Henao Salazar
Nació en la finca El Vergel, vereda Quebrada Negra, y no recuerda nada.
El Higuerón. Era selva virgen, en tierra fría, con una parte plana y la otra parte en loma, la cruza el Río Dulce, donde atrapaban con la mano, cuchas, barbados y capitán sabanero.
Recuerdo que nuestro padre, junto con los tíos Juan Bautista, Benjamín, Arturo y Carlos, fueron a descuajar selva para construir la casa y para adecuar la finca. Cerca vivía José Henao, tío de nuestro padre, quien los hospedó y fue el referente para llegar a esta vereda.
Como Juan Bautista era carpintero y aserrador, dirigió la construcción de la casa, la cual era de una sola planta y bastante grande, con muchas habitaciones y corredores en el frente de la casa, con pisos en madera y rodeados de chambranas.
Allí se establecieron las familias y se cultivó papa, hortalizas, fresas, frambuesas, tomate de árbol y curubas.
La principal fuente de carne procedía de la cacería, principalmente danta, pava, venado, conejo, gurre y guatín (un tipo de conejo).
En el bosque había palos de comino tan antiguos que no les entraba el serrucho, solo se podían tumbar con hacha.
El transporte de carga del Higuerón hacia otros sitios fue con bueyes. Para el trasporte de las personas era a pie y a caballo.
Una anécdota, nuestro padre era el castrador de todos los animales del vecindario y llegó a tal punto su habilidad que castraba cerdas para poderlas engordar. Esta práctica terminaba trayendo a nuestra mesa las deliciosas criadillas de los machos vacunos, las que nuestra madre y las tías se hicieron expertas en la preparación de este manjar.
Teniendo Abelardo alrededor de 10 años se fueron del Higuerón para Pensilvania aproximadamente un año y luego se fueron para El Alto del Anime.
Del Alto del Anime hay gratos recuerdos, como la molienda de don Benito Agudelo, el movimiento del trapiche lo generaba una rueda Pelton movida por agua que cogían de una quebrada vecina.
El día de la molienda, la levantada era a la una o dos de la mañana, la jornada terminaba más o menos al medio día, y lo más delicioso era cocinar plátano maduro en los fondos y hacer el alfandoque.
En la finca de El Anime se producía café, cacao, caña de azúcar; parte de la panela, del café y del chocolate era para el consumo propio, para cuya elaboración mi mamá era experta. El café y la panela se vendía en Pensilvania.
Como se tenía buen ganado nunca faltaba la leche, el queso y la mantequilla. Para nuestra madre era muy triste no tener leche (recuerda Bertha, aunque esto sucedía esporádicamente), el suero que quedaba al elaborar los quesos se le daba a los cerdos y los perros.
En el Anime, en la época de vacaciones, Roberto se encargaba de arriar las mulas del tío Carlos para llevar la carga para el negocio desde Pensilvania a Arboleda y viceversa.
En el Alto del Anime se vivió una temporada larga, pues allí nacieron Rogelio, Miguel ángel e Ildefonso. Luego nos trasladamos para las Encimadas en la Española.
La afición de Abelardo por la agricultura se debió a las largas temporadas al pie de mi padre, cuando mis hermanos no estaban en la finca por alguna circunstancia.
En la temporada escolar estaba en Pensilvania estudiando y me alojaba donde la tía Carlina y Alfonso y le garitiaba a Alfonso a la zapatería. Y en vacaciones siempre estaba en la finca ayudando en las labores propias del campo.
Estando en la Española, Abelardo se corto un codo y no se podía mover porque se soltaba en sangre y a media noche sintieron un ruido y estaba horquetiado en una viga y ni una gota de sangre. Luego de la Española viajamos a vivir a Medellín.
En el año 1960 Abelardo se fue a vivir a Salamina donde la tía Amalia y laboró como docente durante un año en el colegio Pío XII.
En el año 1961 Trabajó en la empresa contratista Brown and Root, en la construcción de una represa en Concordia.
En el año 1.963 comenzó a estudiar en la Universidad Nacional de Colombia Ingeniería Agronómica, en la facultad de Agronomía de la sede de Medellín.
Luego de graduarse en la Universidad, viajó a El Espinal a realizar un curso y luego comenzó a trabajar en el Incora en la construcción de un distrito de riego en la misma ciudad.
Conoció a Evelia cuando se fue a estudiar a El Espinal y luego se casó, de allí se fueron a vivir a Duitama porque trabajaba en Proficol, una empresa de agroquímicos. Estando en Duitama se organizó un viaje al Casanare (todavía parte del Meta), pasando cerca al nevado del Cocuy. Estando en Duitama, conoció muchos pueblos y la laguna de Tota, que es de lo mas hermoso que tiene Colombia.
Viviendo en el Espinal, como a los cuñados les gustaba mucho el aguardiente, terminó haciéndoles compañía, para Abelardo era un aperitivo y dice que lo mejor para la sed es un aguardiente. El argumento de Abelardo es que como el pasante era chicharrón, carne, empanadas; por esto no se emborrachaba mucho; en cambio, terminaba repartiendo a los compañeros perdidos en la borrachera y esto le dio pie para dejar de beber, pensó yo que hago repartiendo borrachos. Como dijo chuchito: debemos acabar esto ya.
Cuando celebraron los 50 años de bachillerato, estando en el club de Pensilvania, dijo: “Es un día especial, alcémonos la bata”, y al terminar, como estaba un compañero perdido de la borrachera, le dijo al compañero del lado: “Se acabó la tomata, tengo que llevar el borracho al hotel”.
En Bogotá, trabajaba en Proficol cuando nació Francisco Javier; luego lo trasladaron a trabajar a Bucaramanga y allí nació Carolina.
Trabajando en Bucaramanga viajaba frecuentemente al sur del Cesar, a los santanderes y a Boyacá.
Anécdotas, pasando el cañón del Chicamocha se orillaba para admirarlo y lo consideraba un cañon del Colorado pequeño y desde allí llegaba a San Gil a desayunar o almorzar en el Gallineral, sitio con una differencia muy grande con el cañón, por sus árboles frondosos, con melenas que llegaban al piso y el sonido del las aves y la quebrada que golpeaba las rocas y daba un sonido especial al ambiente, en contraste con suelo desértico del Chicamocha.
En todos los recorridos de los municipios con producción agropecuaria especial, compraba bastante para compartir con los vecinos. Los vecinos don Lope y Elvia , Ofelita y don Salvador, a los cuales recuerda con mucho cariño.
Se realizaron muchos viajes desde Bucaramanga a distintos lugares con la familia, en uno de los viajes lo acompañó nuestro padre a la Costa Caribe.
Con Libardo fue hasta el Cabo de la Vela, pasando por la Sierra Nevada de Santa Marta y el desierto de la Guajira. Esto no lo recordaba, quien se lo recordó fue Libardo.
De Bucaramanga viajaba mucho a Cucuta, Ureña y San Cristobal. Transitó muchos páramos, que también están en la parte de recuerdos que se le borraron.
De Bucaramanga se trasladó a Valledupar, donde trabajó seis meses, pero no recuerda mucho.
Luego se fue a vivir nuevamente a Bogotá, cerca al Hipodromo de Techo y luego vivió en Barrio Villa Luz, en una casa muy grande, en la cual la familia se quedó mientras se fue a laborar de docente en el Politécnico de Pensilvania durante dos años. Renunció al Politécnico para postularse a la Alcaldía de Pensilvania. Luego se fue a administrar durante dos años la granja de Manzanares, entidad oficial.
Luego regresó a Bogotá.
Estando en primaria, sufrió un ataque, que se repitió en bachillerato, esto fue comprobado por el compañero Alfredo Arango. En la Universidad Nacional le repitió y el médico de la Universidad, sin un examen de laboratorio previo, le dictaminó una hipoglicemia.
Y cuando vivíamos en la 41 también le dio un ataque y se pegó de una reja de la ventana de la casa de los Gutierrez.
En Bogotá se acostó y se despertó en la clínica del Rosario, preguntando que había sucedido y le dijeron Evelia y los hijos que le había dado otro ataque. De ahí la EPS solicitó varios exámenes, cuyo resultado mostraba un vaso que se interrumpe y dictaminaron epilepsia y cada tres meses tiene control.
En uno de los controles, el médico general dijo que notaba un soplo en el corazón, no le puso mucho cuidado, en varios controles decían lo mismo. Cuando se hicieron diferentes exámenes vieron que tenía un aneurisma, pero no hacían nada, también le dijeron que tenía una descalcificación de una vertebra y con fisioterapia la ha controlado para que no le duela.
Se Vino a vivir a Envigado donde un amigo: Miguel Cesar Armenta, luego se fue a vivir a Sabaneta con las hermanas. Estando allí, el primer médico general que lo vio en Envigado le dijo que estaba viviendo horas extras. El 15 de abril de … lo operaron del corazón, le quitaron el aneurisma y le cambiaron la válvula aórtica, la cual fue remplazada con una biológica (de cerdo).
En la recuperación quedó en coma, porque le daban medicamento contraindicado para personas que convulsionan, además, no le suministraban el epamin, fundamental para el tratamiento de la epilepsia. Cuando hablan con el coordinador médico, revisan y miran la historia la clínica, corrigen y ya despierta.
Como le siguen dando las ausencias, en una consulta, los cardiólogos le dicen que le debían colocar un marcapasos, y le preguntaron a que hora comió, lo pensaban operar de una vez, pero le dijeron que al día siguiente fuera y lo operaron. Sin hacer ninguna diligencia, por esto el dice que lo secuestran para operarlo. El marcapasos ha sido muy positivo.
Un compañero le dice que si todo esto es una fábula, no le parece real.
Debo recalcar la importancia que ha tenido Sanitas en todo este proceso, pues todo ha sido muy oportuno para mi salud.
Anualmente se reúne con una buena parte de los compañeros de bachillerato; esto lo organiza cada año un grupo diferente, los de Bogotá, los de Manizales y los de Medellín, van a sitios diferente durante tres o cuatro días. Considera que esta reunión es una fisioterapia insuperable .