Historia de la familia Henao Salazar

Junio de 2020

1 Historia de la familia de Roberto Henao
Mejía y Sofía Salazar Jaramillo

Por Rodrigo Henao Salazar

La idea es construir de la manera más fidedigna posible la historia de nuestros padres y
hermanos, incluyendo sitios y fechas, descripción de los mismos, personajes involucrados y
anécdotas. Para ello cada uno de los hermanos contará lo que recuerde, mientras permaneció en la casa paterna, o tuvo contacto con ellos. Lógicamente, podrá haber diferencias entre los recuerdos o percepciones de cada uno, pero considero que no será difícil llegar a un consenso.

Ascendencia

Rita, la señora de Diego Salazar, me envió (Ignacio) un documento que le había
regalado Pablo Salazar y, desenredando los datos, identifiqué los ascendientes hasta
el abuelo paterno de mi mamá.
En la villa de Samitá, de la provincia de Cartagena, España, existió don Pedro de
Salazar, casado con doña Jacinta del Castillo, personas nobles y de distinción, que
fueron los padres de don Antonio de Salazar, casado en Marinilla con doña Juana de
Henao y Lozada; de cuya unión nació Juan Ignacio Salazar, quien se casó con Josefa
Gómez; y de esa unión nació Lucas, casado con Rita Gómez; de ahí nació Ramón,
casado con Josefa Gómez, padres de Jesús; casado con Trinidad Aristizábal y uno de
los hijos de esta pareja fue Pedro Salazar, padre de mi mamá.

Abuelos

Paternos: Benjamín Henao Botero, hijo de Hipólito Henao y Eugenia Botero, y
Susana Mejia Posada.

Maternos: Pedro Salazar Aristízabal, hijo de Pedro Jesús María Salazar y Trinidad
Aristizábal, hermano de Rodolfo, Metodio, Jesús María y Heliodoro. Murió en
febrero de 1924; y Susana Jaramillo Gómez, hija de Manuel Jaramillo e Isabel
Gómez, hermana de Manuel José, Rosana, Clarisa (esposa de Metodio), Antonia y
Anita.

Padres

Papá: Roberto Henao Mejía. Hijo de Benjamín Henao y Susana Mejía. Nació el 19
de Agosto de 1912 en Manzanares (Caldas) y falleció el 21 de Diciembre de 1997 en
Medellín.
Mamá: Sofía Salazar Jaramillo. Hija de Pedro Salazar y Susana Jaramillo. Nació el
6 de marzo de 1916 en Pensilvania y murió el 31 de marzo de 1997 en Medellín.
Se casaron en Pensilvania el 23 de Enero de 1935.

Tíos e hijos

Paternos: Juan Bautista, Benjamín, Susana, Gabriela, Amalia, Matilde, Inés,
Efigenía y Laura (decían que era la más bonita de todas y murió muy joven).
Maternos: Arturo, Aura, Carlos, Julia, Bernarda, Carlina y Elvia

Arriba: Benjamín Henao, Susana Mejía y Susana Jaramillo. 
Abajo: Arturo Salazar, Matilde Henao y familia

Nietos

Bisnietos

Sitios que recuerdo

La Samaria
La Samaria, vereda del corregimiento de Arboleda, municipio de Pensilvania.
Supe por mis padres que yo nací allí, el primero de mayo de 1937. Me bautizaron
en Arboleda. En Samaria, contaba mi papá, vivíamos con el bisabuelo Hipólito y su esposa
Eugenia Botero.

El Vergel
El siguiente recuerdo que tengo, es el sitio llamado el Vergel, tendría unos cinco
años. Allí viví hasta más o menos los siete años. Es decir, hasta el año 1944. Los
recuerdos de esta finca:


Quedaba a unas dos horas caminando desde Pensilvania por el camino que
llevaba a San Félix y poco antes de llegar a Quebrada Negra. La finca era de terreno
ondulado, con una casa grande hecha toda en madera, con techo de tejas de
madera (no había teja de barro todavía en la zona). Allí vivíamos con mis abuelos
Benjamín y Susana, mis tíos Juan Bautista y Benjamín, y mis tías Susana, Gabriela,
Amalia, Matilde, Inés, Efigenía y Laura (decían que era la más bonita de todas y
murió muy joven).


Mi papá y mis tíos hacían las labores fuertes, como tumbar montaña, aserrar, arriar
bueyes y cultivar: maíz, papa, frijol, arracacha, calabazas (a las que llamábamos
vitorias).


Ya en esa época empezó mi papá a viajar a Honda, con recuas de 15 a 20 bueyes,
llevando café, maíz y trayendo abarrotes, como llamaban ellos a lo que no se
producía en la región (chocolate, arroz, harinas de trigo, jabones, cosméticos,
herramientas, loza, entre otras).


Mis tías ayudaban a mi abuela en las labores domésticas

Mi papá y mis tíos fueron muy aficionados a la cacería. Siempre tuvieron perros
cazadores. Venados, borugas (guaguas), ardillas, cusumbos y aves como pavas,
coconas y torcazas, eran las presas favoritas.


A continuación enumero cuatro vivencias de esa época que recuerdo con nitidez:

Tengo todavía clara la imagen de un perro negro, que me parecía gigantesco, pues
podía montar en él, llamado Argos.


Como la mayoría de los hermanos, de vez en cuando nos peleábamos con Pedro y
en una de estas me tumbó del corredor y me rompí la ceja izquierda. Aún conservo
la cicatriz.


Con mi hermano Pedro montábamos en unas canoas que eran la cáscara de matas
de una especie de plátano (heliconia), suficientemente anchas como para deslizarnos
en ellas por el pasto, cuesta abajo.


Un buen día, iba con mi mamá Sofía a pie para Pensilvania y en el camino nos
alcanzó don Manuel Betancur, montando una hermosa yegua blanca, quien tenía
una bonita finca en Quebrada Negra y era muy buen amigo de mi abuelito Benjamín.
Charló un rato con mi mamá y, al despedirse, me cogió del brazo y me montó en
la cabecera de la silla, diciéndole a ella que me dejaría más adelante en la Fonda
de Barro Azul. Me descargo allí, le dijo a la señora que la mamá, doña Sofía, me
recogería más tarde; pagó el “algo” mío y el de mi mamá y siguió su camino. ¡Qué
bellas costumbres las de esa época!

El Higuerón

El  tercer sitio que recuerdo  es el Higuerón:

Quedaba aproximadamente a cinco  horas  a pie de Pensilvania, en el camino  que va a San Félix, corregimiento de Salamina. Si mi orientación es correcta, podría decir que queda  al occidente  de Pensilvania.

Voy a describir brevemente  lo que recuerdo  de esta finca: Era  un terreno bastante ondulado, atravesado por  el río  Dulce, de aguas  completamente cristalinas, a cuyo lado  había  unas  pequeñas  playas. En  una  de ellas  se construyeron dos  casas,  una para la familia de Roberto  y Sofía  y la otra para la de Juan y Aura.

Era  tierra  fría,  posiblemente a  una  altura  sobre  el  nivel   del  mar  de  unos  2500 metros. La  extensión  podría ser de unas  70 a 100 hectáreas. Entiendo que cuando  la compraron tenía un  pequeño  abierto  de no más  de una  hectárea.  Puedo  decir  que mi papá, el tío Juan y los familiares que los acompañaron fueron verdaderos colonizadores, al estilo  de los mencionados en la literatura  paisa.  Ellos descuajaron montañas   de  árboles  inmensos, pues  era  selva  virgen; aserraron   la  madera   para construir sus  casas,  hicieron   caminos,   cosecharon,   principalmente papa;  abrieron potreros,   disfrutaron  sin  darse  cuenta  de  una  naturaleza  pura,   un  aire  fresco  y saludable y una paz  envidiable.

El  procedimiento para  hacer  potreros  era  el  siguiente:  después   de  derribar la montaña,   esta  se  dejaba   secar  y   luego   se  quemaba.   Después  se  recogían   dos cosechas  de  maíz   y  fríjol,  luego  se  sembraba  el  pasto.  Como era  de  esperar,  los árboles   más   gruesos   no  se  quemaban   totalmente   y   se  convertían  en  trampas mortales  para  los vacunos que pastaban  inicialmente en esos potreros.  Varias veces vi  animales que  se  golpeaban en  estos  árboles  y  quedaban con  una  pata  rota  o descaderados;  era  impresionante  ver   los   otros   animales  alrededor  del   herido, mugiendo  lastimeramente. Cuando  sucedía   esto,  mi  papá  avisaba   a  los  vecinos, para  que  vinieran a ayudar a beneficiar  al  animal y  cada  uno  llevara una  buena cantidad de  carne,  completamente gratis.   Esas  eran  las  sanas  costumbres  de  esa época.

Son muchos  los recuerdos  de esa época que trataré de resumir:

Cuando llegó  la  época  de  entrar  a la  escuela,  fuimos a estudiar   a Pensilvania, donde   mis   abuelos   y   tíos.   En   las   vacaciones  siempre   volvíamos  a  la   finca   y ayudábamos  en  las  labores  del  campo,   tales  como  acarrear   leña  para  el  fogón, desyerbar  la  huerta,   llevar   el  alimento   a  los  trabajadores   (garitiar),  apartar   los terneros, llevar  y traer las vacas  de los potreros,  hacer mandados. Algunas veces, en las  mañanas,  era  tan  intenso   el  frío,  que  hacíamos   parar   las  vacas   para  poner nuestros  pies  descalzos y fríos  en el sitio  que dejaba  calientito  el semoviente.  Rara vez  usábamos zapatos.  En  algunas ocasiones  alpargatas hechas con suela de caucho y fique o cotizas  hechas con lona y suela de caucho.

Una   de   las   faenas   que   más   nos   gustaba    era   la   esquilada  de   los   ovejos. Competíamos Pedro,  Roberto  y yo para  enlazarlos, corriendo tras ellos  en el corral, cada  vez  que  los  esquiladores  terminaban uno.  Recuerdo que  en  una  ocasión  mi mamá  le ordenó  a Pedro  traerle  unas  cebollas  de la huerta  y después  de pedírselo tres  o cuatro  veces  sin  que  hiciera  caso,  mi  papá  le  pegó  con  la  soga  con  la  que estaba enlazando. Creo  que teníamos  siete u ocho años y fue la última vez  que vi  a mi padre  pegarle  a Pedro.

En  esa época era costumbre  en el campo  hacer lo que llamaban convites,  que los indígenas  llaman  “mingas”.  Consiste  en  que  varios   vecinos   se  congregan  para tumbar  montaña,  abrir  o arreglar caminos,  etc., sin  cobrar.  Eso  sí,  la  alimentación debía   ser  muy   especial   y,  a  veces,  se  terminaba   con  unos   tragos   y  baile.   Los muchachos debíamos llevarles el almuerzo y el algo; este último  a eso de las dos de la tarde. En  una  ocasión  mi  mamá  nos envió  a Pedro  y a mí  a llevarles el algo  con buñuelos, tortas  de  maíz  y  abundantes arepas;  nosotros  les  repartimos la  comida dejando   escondidos unos  cuantos  buñuelos, con  el  fin  de  comérnoslos después. Grande   fue   nuestra    desilusión   cuando    al   regresar    a   la   faena,   uno   de   los trabajadores  que había  observado nuestra  maniobra, tomó la bolsa  y repartió  entre sus compañeros las tan anheladas viandas.

Una de las actividades favoritas de la época era la cacería. Teníamos un vecino  muy aficionado, llamado Benjamín Valencia, quien  tenía dos excelentes perros  cazadores, llamados Vencedor y Clavel, que estaban especialmente entrenados  para  perseguir venados.  Era  una  faena de todo el día  y con frecuencia  lograban matar  un  venado, el cual  aprovechamos en su totalidad: comíamos su carne  y con el cuero  hacíamos sogas,  delgadas, pero de muy  buena calidad.

Cuando ya  estaba  de  unos  siete  años,  mi  papá  me  enviaba   como  ayudante  a acompañar al arriero  de la recua de bueyes,  alrededor de 10 animales,  en su viaje  a Pensilvania. Por  mucho  tiempo  el  arriero  fue  Darío Henao,   un  pariente  cercano, quien  administró esa finca,  durante  mucho  tiempo,  ya  propiedad de Tulio Salazar. Normalmente el viaje  tomaba  dos  días  de ida  y uno  de regreso.  Llevábamos papa, madera  o carbón  y  traíamos  la comida  para  la casa. Mi  labor  era ayudar a cargar, llevar  y recoger los animales del potrero; ayudar a hacer los alimentos donde pernoctábamos a mitad  del  camino,  normalmente en Quebrada Negra, en la finca de don  Manuel  Betancourt.  La  jornada  empezaba  a las tres o cuatro  de la mañana. Mi mamá  siempre  nos preparaba buñuelos, panelitas  de leche y otros manjares  que apreciábamos de verdad. Esta  labor  la realicé  durante  mis  vacaciones durante  ocho o diez  años.

A Pedro,   a  Roberto   y  a  mí  nos  gustaba   ver  pelear  a  los  toros.  Para   que  no pelearan,  los mantenían en potreros  distintos. En  varias oportunidades, cuando  mi papá  no estaba en la finca,  le abríamos  la puerta  a uno  de ellos,  los  juntábamos y disfrutábamos del  espectáculo.  Durante un  tiempo  tuvimos dos  toros  sumamente corpulentos, uno  normando y  otro  holstein,  cuyas  peleas  eran  nuestras  favoritas. Así mismo,  nos gustaba  empujar  a los terneros a los charcos  del río y verlos  nadar.

A mi  papá  le  gustaba  hacer  chanzas de  vez  en cuando.   Teníamos un  “macho” llamado Dimas, ya  viejo,  que  había  sido  la  cabalgadura  preferida de  mi  abuelo Benjamín. Era  sumamente ladino y  no quería  a los  niños.  Si  uno  de nosotros  se le acercaba, él lo perseguía, pero si escuchaba  la voz  de mi papá  o una persona  mayor, inmediatamente paraba  y  seguía  pastando  como  si  nada.  Un  primo,  Jorge  Botero, estaba de visita en casa y  mi  papá,  entregándole un  cabezal,  le pidió que trajera a Dimas. Nosotros, mi papá,  Pedro,  Roberto  y yo, estábamos  esperando  que el macho lo  corriera.   Nuestra gran   sorpresa   fue  que  el  macho   se  dejó  coger  y  empezó   a caminar detrás  de Jorge; ya iba llegando a la casa cuando  el muy  bandido lo cogió de los pantalones, lo lanzó  a varios  metros de distancia y empezó  a perseguirlo.

Una   de  las   costumbres  de  mis   padres   era  enviarle  tabacos,   quesos   y   otros comestibles   a  los  abuelos  en  Pensilvania. Era  una  jornada   de  seis  a  ocho  horas, cuando  se hacía  a pie y, un poco menos,  si se hacía  a caballo.  Siempre  nos echaban fiambre  para  la mitad  del camino,  pero tan pronto  desaparecíamos de la vista  de la casa  nos  lo  comíamos, como  decía  mi  hermano  Pedro,  mejor  llevarlo puesto.  En uno de estos viajes,  Pedro  y yo nos pegamos  una borrachera  de padre  y madre,  con los  tabacos  destinados a  mi  abuela  Susana   Jaramillo. Creo  que  no  alcanzamos  a fumarnos ni medio,  cada uno.

En  los diciembres hacíamos  natilla,  buñuelos, matábamos  un cerdo o un cordero. Nos    encantaba    participar    activamente   en    estas    labores.    Esperábamos   con impaciencia  los  regalos   del  niño   Dios;   en  algunas  ocasiones,   si  no  llegaban los presentes,   nos   decían   que   era   porque   no   nos   habíamos  manejado   bien,   que esperáramos a los reyes. La  verdad, la mayoría de las veces era por falta de dinero.

Desde  la época de mi abuelo  vivía con ellos  una  familia de color  moreno  oscuro. En el Higuerón nos acompañaban los dos hijos mayores.  Eran  dos corpulentos adolescentes,  uno  de ellos  llamado Camilo —le  decíamos  el “negro  Camilo”—. Su familia era liberal  y el “negro” era bastante belicoso  cuando  se tomaba unos  tragos, cosa  bastante   peligrosa  en  un   pueblo   netamente  conservador.  Un   20  de  julio, Camilo vino  al pueblo  y  nos  ayudó a hacer  los  faroles  para  el desfile  que hacia  el colegio.  A pesar de que mi mamá  le rogaba  que no saliera  a la calle y mucho  menos que  tomara   licor,   el  salió,   se  emborrachó  y  al  otro  día   mi   hermano   Pedro   lo encontró  asesinado en un callejón.  Mi papá  lo recogió  y lo velamos en la casa; en su entierro  no  faltó  quien  amenazara de  muerte  a  mi  papá  por  haber  enterrado  al “H.P.” liberal.

Pensilvania

El cuarto sitio donde hemos vivido, podríamos decir, que fue Pensilvania, pues allí estudiábamos mientras  los  papas  vivían en El  Higuerón, El  Anime y  La  Española. Durante un  corto periodo, creo que cerca al año,  y  después  de vender  la finca  del Higuerón, vivimos todos en Pensilvania. Mi papa hizo  varios  oficios, como participar en  un  censo  nacional y  trabajos  de  albañilería construyendo tanques  de  agua  en cemento y trabajos similares. Creo  que nos acomodamos todos en casa de la abuelita Susana  Jaramillo.

En  Pensilvania  permanecimos, mientras  estudiábamos, desde  el año 1942 a 1960 (fechas  estimadas). Teniendo en cuenta  que la permanencia en Pensilvania sucedió mientras  la casa paterna  estaba en diferentes  sitios,  inserto  aquí  algunas anécdotas vividas en esta ciudad:

Estando en quinto año de bachillerato me aburrí  de estudiar  y le dije a mi papá que no quería  seguir  en el colegio.  Él  me dijo que estaba bien, pero como yo era todavía menor de edad, él necesitaba trabajadores  en la finca. Me pareció  muy  bien y me fui con él a la finca. El lunes siguiente, me despertó a las cinco de la mañana,  me mandó a traer leña, picarla y salir  a las siete de la mañana  con los peones a diferentes  faenas como: coger café, descerezarlo, cortar caña y tumbar  rastrojo. Un día en el trabajo de tumbar  rastrojo,  estábamos  en un  guadual y los trabajadores,  expertos  en el oficio, me envolvieron en la  maleza,  de  la  cual  mi  papá  me rescató.  Hoy pienso  que  mi padre instruyó a los trabajadores  para que me hicieran la pilatuna. Le dije a mi papá: esto es muy  verraco,  yo mejor me vuelvo al colegio.  El  me dijo,  es decisión suya,  si el rector lo acepta puede  volver. Hablé con el rector y me puso  como condición que debía terminar el año con notas por encima  de cuatro. Así fue. La  aventura fuera del colegio  duró  menos  de un mes.

En   nuestra   familia  era  muy   común   comer  cordero.   El   tío  Alfonso Henao   los mataba  con  frecuencia.   Pedro,  Roberto,  Abelardo y  yo  éramos  los  encargados de traerlos  de las  fincas  a Pensilvania. En  algunas ocasiones  el viaje  era de uno  a dos días,  como  cuando  los traíamos  del  Valle Alto,  cerca al municipio de San  Félix. En uno  de estos viajes,  la primera jornada  fue del Valle Alto  a La  Brigada, creo que yo iba  con  Roberto.  Allí la  familia  Valencia nos  hospedó.   El  ovejo  que  traíamos   lo dejamos  en el corral  de los terneros durante  la noche y, al otro día, cuando  fuimos a continuar el viaje,  se soltó  del  lazo  que lo tenía cogido  y  nos  tocó perseguirlo por los  potreros  hasta  atraparlo  de nuevo.  Quedamos rendidos, tanto el cordero  como nosotros.   Estos   animales  son   muy    difíciles  de   conducir,  pues   se   meten   por cualquier senda  que  vean.  Es  una  bendición  cuando   va  alguien a  caballo,   pues normalmente es fácil  que sigan  la bestia, y así rinde  mucho.

Hubo en el  pueblo  un  alcalde  aficionado al  boxeo  y  construyó un  cuadrilátero para tal fin. Varios jóvenes  nos inscribimos para entrenar  y efectuar peleas. Estando en una reunión  con el alcalde,  sin siquiera tocar a la puerta,  entró un personaje muy conocido  en el pueblo  y  dijo:  usted  me mandó  llamar, señor  alcalde,  para  que me necesita. Don  Escolástico, es que unas  señoras  me han puesto  la queja de que usted tiene un burro  padrón  y sirve  las yeguas en la calle. A lo que el acusado  respondió: “No  les ponga  atención  señor alcalde,  eso es envidia de esas viejas  mojigatas” y sin más abandonó el despacho.

En  esa época tuve  uno  de los mayores  sustos  que he tenido.  En  la temporada  de exámenes,  yo prefería  levantarme a las tres o cuatro  de la mañana  a estudiar  en vez de trasnocharme. En la mayoría de las casas de mi pueblo  sus paredes eran de tablas y tenían  entre tabla y tabla una  tablilla delgada llamada guardaluz. Yo me sentaba en una mesa frente a la pared  a estudiar.  Una  madrugada estaba estudiando y poco después  de empezar sentí unos  pasos  en el corredor.  Me levanté  a mirar  y no había nadie. Y así sucedió  tres o cuatro veces. Ya iba a llamar a mi hermano  Pedro,  cuando me di  cuenta  desde  donde  se originaba el susto,  de donde  provenían los pasos  que sentía: al rato de iniciar la actividad, empezaba  a mover  el pie derecho y con él movía el extremo  de la guardaluz, la cual  sonaba  como si fueran  pasos.  A lo mejor estaba prevenido (psicosiado) porque  el día  anterior,  con  otros  muchachos, habíamos ido a ver  la traída  de “chusilas”, a quien  acusaban  de ser un  criminal, al que la policía había  matado  y  lo  traían  como  un  animal colgado de  pies  y  manos.  Decían en el pueblo  que él tenía  pacto  con  el diablo,  y  eso seguramente me tenía  influenciado. Siempre  he considerado que la mayoría de sustos o espantos  tienen una explicación lógica,  si la buscamos.

Volviendo a don Escolástico Escobar,  recuerdo  otras anécdotas  de él, entre muchas que se hicieron  famosas  en Pensilvania.

La primera fue su segundo matrimonio, como a los setenta años: salía una mañana de la catedral  de Manizales y se encontró  con una  señora  del mismo  pueblo,  viuda como  él, de aproximadamente la misma  edad,  con quien  no se veía  hacía  treinta  o cuarenta  años y le preguntó, después  de saludarla, con quien  vivía. Ella  le contestó: “Con mis  hijos,  ellos  son  muy  buenos,  pero  siempre  está uno  arrimado. Y usted, don  Escolástico”. “Pues  sabe que es la misma  historia;  vivo con  mis  hijos,  Alberto y  Tista;  ellos  y  sus  familias son  muy   buenos,  pero  siempre   está  uno  arrimado”. Entonces  le dice  él: “Oiga doña  María,  porque  no  se desarrima, yo  me desarrimo y nos arrimamos los dos”.  Y pronto  se casaron.  Cuentan que cuando  le dijo  a uno de sus hijos que se pensaba  casar, este trató de desanimarlo, diciéndole: “Usted está muy  viejo  y aquí  lo quieren  mucho”. Y él le respondió: “Eso  es cierto,  hijo;  pero  a mi me da pena pedirle a su señora que me sobe la barriga si esta me duele  o, mejor dicho,  que  si  me cago  me limpie el culo”.  Después de la  luna  de miel,  alguien le pregunto como les había ido y su respuesta  fue: nos “peímos” más rico.

La  segunda es la siguiente: estaba yo una  mañana  en la puerta  del colegio  con el hermano  Martín,  rector  del  colegio  y  se acercó  don  Escolástico y  le dijo,  hermano Martín,  vengo  a pedirle una  limosna; nos quedamos de una  pieza,  pues  él era uno de  los  más  acaudalados del  pueblo.  “No  se preocupen, no  es plata,  lo  que  yo  les pido  es que cuando  estén todos  en la reunión,  antes de iniciar clase,  recen un  ave maría  por mí, pues hoy estoy cumpliendo sesenta años”.

En otra ocasión,  siendo  concejal del municipio, el médico  Javier  Ramírez le dijo en medio  de una  discusión: “Lo que pasa  es que usted  es un inepto”.  Don  Escolástico le  respondió: “Yo  no  sé que  es inepto,  pero  si  acaso  inepto  significa H.P.,  queda usted  interinamente inepto,  mientras  yo  le pregunto al  padre  López que  significa esa palabra”.

El Anime

El  quinto  sitio fue El  Anime.

Vereda situada  al norte de Pensilvania, a unas  cuatro  horas  a pie de esta ciudad, en el camino  Pensilvania-Arboleda. La  finca la compró  Juan y tenía una casa grande a orilla  del  camino  real.  Durante un  buen  tiempo  hubo  una  tienda  en la  casa,  un intento de mi abuelo Benjamín. Si mal no recuerdo,  tenía todavía a Dimas, un macho viejo  que  venía  desde  el Higuerón. Como el abuelo  saludaba a todo  el mundo, el animal se acostumbró, en los viajes, a entrar o a parar  en todas las casas y, cuando  el jinete era otro, había  que luchar  con él un buen rato para  evitar  que entrara  a cada casa.

La  finca  tenía una  sementera  sembrada con café y plátano,  que colindaba con la casa y un potrero de micay.  Luego, a la izquierda, seguía  la finca de Gonzalo Botero, un  primo  nuestro,  hijo  de don  Vinicio Botero  y  Cornelia (qué  nombre)  Henao,  tía de mi papá; la parte más grande  de la finca llamada La  Carmelita, se extendía  hasta el río  Dulce. En  esta parte  había  café, caña de azúcar  y rastrojo  para  cultivar maíz y  frijol.  Desde  la casa  hasta  la Carmelita había  unas  seis  cuadras: la sementera  ya mencionada, junto  a la casa, era de aproximadamente una  cuadra,  luego  unas  dos cuadras de sementera  de Gonzalo y, por último,  la Carmelita, de unas  tres cuadras de longitud. En  la finca  teníamos  siempre,  como mínimo, una  vaca  y varias bestias (mulas y caballos).

Había junto  a nuestra  casa  otras  tres  viviendas. La  del  frente  era una  casa  con tienda  de  la  familia Ospina, los  papás  de Reynaldo, el esposo  de  la  prima  Laura; posteriormente la  compró   Berardo   Agudelo; a  mano  izquierda estaba  la  casa  de Gonzalo Botero, junto a la nuestra  y a mano derecha, siguiendo el camino,  la de don Pedro  Gómez.

En  la  casa  vivíamos la  familia de  Roberto   y  Sofía,  por  un  tiempo   mi  abuelo Benjamín y, en vacaciones, algunos de los primos.

Algunas anécdotas  de esa época:

-La  caída  de Libardo (que la cuenten los involucrados).

-La  patada  de la novia  a Miguel… .

-La  caída  de Sofía  desde el lavadero a la casa de Gonzalo.

-Las  moliendas donde  don Benito Agudelo:

Don    Benito   tenía   un   establecimiento   de   caña,   así   llamábamos   a   toda   la infraestructura para  producir panela  a partir  de la caña de azúcar,  cerca de nuestra finca.  Periódicamente, mi  papá  utilizaba estas instalaciones para  hacer  las  famosas “moliendas”.  Todo   empezaba   por   arrancar   la  caña  (la  pelusa   de  la  misma   es sumamente picante  y molesta,  que lo diga  Roberto),  y acarrearla  en bestias hasta el establecimiento. Lo  anterior  podría durar  hasta una  semana.  Cuando estábamos  en vacaciones, Pedro,  Roberto  y  yo  participábamos en estas faenas.  En  general  había tres sistemas  de energía  para mover  los rodillos que extraen el jugo de la caña:

El primero era la tracción animal:  un buey, caballo  o mula  atado al extremo de una viga  dando  vueltas  en una pista  circular. Sistema  muy  lento. En  el trayecto  entre El Alto  y la casa de Pedro  Nolasco, había  un establecimiento de este tipo, cuya  panela era la de mejor calidad en toda la región.

El segundo era la rueda Pelton. Es una rueda de madera  de tres a cuatro metros de diámetro con álabes, los cuales  al llenarse  de agua  la hacen girar.  El  agua  se tomaba de una fuente de buen caudal  y se conducía hasta el tope de la rueda.  Por canoas de madera.  Es un sistema  de velocidad media.

El  tercer sistema  era un motor, generalmente marca  Diesel.  Es el más rápido. Extraído el jugo  de  la  caña  (guarapo), se recoge  en un  tanque,  desde  donde  se.lleva  a las  pailas  de cobre,  generalmente de  cuatro  a seis,  ubicadas encima  de  un horno, que las calienta continuamente, para evaporar el agua y producir la panela. El establecimiento de don Benito tenía rueda Pelton, y yo era el encargado de introducir la caña  en el trapiche.  Pedro,  normalmente se encargaba  del  horno.  Roberto  hacía varios  oficios.  En  cada molienda se sacaban  de diez  a quince  cargas  de panela.

La   molienda  era  todo  un  acontecimiento.  Los   familiares  y  vecinos   acudían  a tomar  miel,  hacer  alfandoques y plátanos  o yucas  en almíbar. Después de estar en la molienda, cómo  se anhelaba  un  caldito  de papas!!!!, que mi  mamá  siempre  nos preparaba. Una  vez  llegó  un  vecino  y  mi  papá,  como  siempre,  le ofreció  miel.  Se tomó tres tasas grandes y  al ofrecerle  una  cuarta  tasa, dijo:  “don  Roberto,  gracias, pero  es  que  no  amanecí   bien  mielerito   hoy”.   Mi  papá,   en  voz   baja,  murmuró: “Gracias a Dios,  porque  si no este hijuemadre se me toma toda la molienda”.

“Convite”. Un  fin  de semana  mi  papá  nos  informó a Pedro  y  a mí  que se había comprometido a ayudar a un  vecino  en un  convite  que haría  la siguiente semana. Fuimos los dos, estuvimos desyerbando un potrero  todo el día,  comimos muy  bien y, por la noche, nos tomamos  unos  tragos. Esta finca quedaba  a una hora de nuestra casa y recuerdo  que regresamos a eso de la media  noche  bastante prendidos y con una luna  estupenda. Fue una magnífica oportunidad de compartir con mi hermano.

“Chucho”. Era  un trabajador  que ayudaba a mi papá  con frecuencia.  Era  de corta estatura y “chapín”, es decir con las puntas  de ambos pies apuntando hacia el centro, pero  sumamente fuerte. Recuerdo que en muchas oportunidades que subíamos de la Carmelita, él con un  canasto  grande  lleno  de café, yuca  o mazorcas y yo  con un bulto  pequeño;  al verme  cansado,  se echaba mi  bulto  encima  de su canasto y subía más rápido que yo. Esto creo que lo hacía con todos mis  hermanos.  En  una ocasión, llegaron a su casa dos  policías a llevarlo a Arboleda a responder una  demanda. Le ordenaron que siguiera adelante  y él les respondió con toda firmeza:  “Mi  papá  me enseñó a arriar  no a cabrestiar”, sigan  ustedes adelante. Así lo hicieron.

La  Española

El  sexto lugar  es La  Española. Está  ubicada aproximadamente a hora y media  de Arboleda,  a  la  margen   izquierda  del  Río   Samaná.   La   finca  era  de  don  Alfonso Uribe.  Tenía  tres casas  y  en una  de ellas  vivíamos nosotros  y  había  potreros  para unas  30 reses;  además,  unos  cafetales  y  sembrados de  caña  de  azúcar.   Mi  papá administraba esta finca.  Allí vivimos unos  cuatro  o cinco  años.  Las  siguientes son algunas vivencias que recuerdo  de ese lugar:

Con  mi  hermano  Pedro,  y  a escondidas de mis  papás,  preparábamos chicha  en tarros  de  guadua que  escondíamos en el Zarzo de  la  casa.  Ya fermentada,  fueron varias las borracheras que nos pegamos  con ella.

Un  día fui a mercar a Arboleda. Al desempacar el mercado  mi papá buscaba  algo, pero  no lo  encontró.  Al  preguntarle que  buscaba,  me dijo:  “Los tabacos”.  Le  pedí disculpas, pues se me habían  olvidado y me respondió, que no me preocupara, que ese era un vicio  que estaba tratando  de dejar.

El  se fumaba  uno o dos tabacos en la noche, después  de la comida  y lo disfrutaba mucho.  Los  dos días  siguientes lo vi  incómodo después  de la comida.  El  miércoles, a las cuatro de la mañana,  ensillé  una mula,  fui al pueblo  y le traje los tabacos. Unos años después,  al terminar una  práctica  de vacaciones que hice en Tibú, le traje una caja de  habanos.  Al  entregárselos, me  dijo  que  se los  diera  a mi  tío  Juan,  porque él lo  había  dejado  definitivamente, pues  era una  vaina  estar quemando la  plata  y, además,  perjudicando la salud.

Después de La  Española la familia paterna  se traslado  a Medellín. Un  poco antes, al terminar bachillerato, Pedro  y yo fuimos a Bogotá a pagar  el servicio militar. A mi me dieron  la libreta  militar, pues  no había  suficiente  cupo  en el Batallón  Miguel A. Caro  (MAC) y, como era el menor de los dos hermanos,  no me seleccionaron, porque se llevaban al mayor.  Pedro  no pasó el examen  físico.  Qué ironía:  yo sí quería  entrar al ejército.

Al volver de Bogotá,  Pedro  se fue a Medellín y yo  a la Guajira. Roberto  terminó bachillerato y nos reunimos los tres en Medellín. Gracias al apoyo  de mis hermanos, yo pude  hacer mi carrera.  Dos  años después,  decidimos que la familia se trasladara a Medellín, estimo que fue en el año 1960.

Por algún motivo, Abelardo y yo fuimos los últimos en viajar  a esa ciudad. Salimos a pie de Pensilvania a la una o dos de la mañana  hacia  Puente Linda, para alcanzar el bus  de las  ocho  de la  mañana,  pero,  por  unos  cinco  minutos, lo  perdimos. Por tanto, se nos retrasó el viaje  y llegamos a Medellín después  de las seis de la tarde y a esa hora  ya  Pedro  y Roberto  habían  salido  del  trabajo y necesitábamos que ellos nos llevaran a la casa, pues no sabíamos  adónde  era. El único  pariente que teníamos era Álvaro Naranjo, fuimos a la casa de él, pero no nos abrieron.  Nos  tocó dormir en una pensión  de mala muerte en Guayaquil, y al otro día Roberto  nos dio la dirección de la casa.

Medellín

Medellín: (Este  es un capítulo que vale  la pena escribir  con detalle).  Son cerca de 60 años.  Hemos estado  en diferentes  sitios,  cada  uno  con sus  recuerdos  especiales. (Aquí cedo la narración a mis  demás  hermanos).

El  primero en vivir en Medellín fue Pedro.  Al siguiente año llegamos Roberto  y yo.   Los    tres   nos   hospedábamos  en   la   pensión    de   don   Godofredo,  que   nos suministraba  alojamiento y  alimentación. Allí  permanecimos un  año  y  luego  nos mudamos a otra pensión,  en la cual  solamente  teníamos  alojamiento.  Esta  era una familia costeña  y  allí  permanecimos unos  dos  años,  cuando  se movió la  familia  a Medellín, posiblemente en 1960. Vivimos en varios  sitios  en arriendo hasta  que en el año 1976 compramos la casa en la Cabañita. En  este sitio  permanecimos hasta el año 2006 cuando  nos movimos al apartamento  de Sabaneta.  Luego vino  la compra en el 2015 del sitio en Girardota y la construcción de una nueva  casa.

A partir  de la muerte  de nuestros  padres,  podemos  decir  que el núcleo  familiar gira  alrededor de las tres muchachas (niñas  de la casa).

Inicialmente, la  familia la  constituimos nuestros  padres  y  los  doce  hijos,  de  los cuales  hay  once vivos. Más tarde, ya en la Cabañita, Sofía y sus tres hijos se unieron a la familia. Yo fui  el primero que dejó la casa,  cuando  me fui  a trabajar  a Puerto Boyacá,  a principios del año 1963. Luego Pedro  se casó en 1960 y Roberto  en 1968, pero ambos  permanecieron en Medellín. Ambos son contadores.  Abelardo terminó su  carrera  de ingeniero agrónomo el año 1965 y  se fue  a trabajar  con  el Incora  en Espinal, donde  conoció  a Evelia;  posteriormente, lo  trasladaron a Duitama, desde donde  viajaba  a visitar a su pretendiente;  más tarde, se vinculó a Proficol, en Bucaramanga; después,  compró  una  finca  en Manzanares, arrendó  terrenos  en los Llanos, para  terminar sembrando sus  matas  y sus  caprichos en Girardota. Ignacio, después  de muchas vueltas,  terminó  Licenciatura en Español y Literatura; posteriormente  hizo   una  maestría   en  Sociología  de  Educación,  cuyo   trabajo  de grado  Clase  social  y  Lenguaje fue  publicado por  la  Universidad de  Antioquia  en 1986; enseñó  en instituciones de secundaria y  universitarias y  se jubiló  en el 2002. Libardo  terminó   Administración  de  Empresas  en  EAFIT y  laboró   en  Fabricato desde  su  época  de estudiante  hasta  su  jubilación; Sofía  terminó  una  tecnología en EAFIT y trabajó un tiempo  en Pepalfa,  se casó el año … pero se quedó  en Medellín. Rogelio, Miguel Ángel e Ildefonso, después  de querer  cambiar  este país,  dejaron  la utopía  y  se reconciliaron con  la  sociedad.  Rogelio estudió  Administración Pública en la ESAP, durante  un  tiempo  trabajó en la Contraloría y de ahí  se vinculó con la Alcaldía de Medellín hasta su jubilación. Miguel, por  razones  personales, no quiso volver a la Universidad a terminar Medicina, carrera  de la que se retiró  en quinto semestre;   en   este   momento    vive    en   los   Estados  Unidos.   Ildefonso,  terminó Psicología y  está vinculado con  la  Alcaldía de  Bogotá.  Matilde terminó Administración en la Nacional, se vinculó a Diesel  hasta su jubilación, y con Berta y Sofía  forman  el trió  de  abuelas  de  los  los  hijos  de  David y  Sergio.  Berta  se retiró temprano   del  estudio,   pero  ha  ejercido  de  líder   de  la  familia,  inclusive  cuando vivían nuestros  padres.

Algunas de mis  vivencias de esa época en Medellín:

Debo  mencionar,  en  esta  etapa  de  mi  vida   a  un  personaje  muy   especial:  don Alfonso Uribe.  Ya mi  papá  había  sido  mayordomo de  él en una  finca  llamada La Española, cerca  de  Arboleda. El  era  un  paisa  de  todo  el  maíz,   nacido  en  Andes, Antioquia. Como buen paisa  era negociante  y amante de los trueques; tuvo  muchas fincas  y  una  de  las  últimas fue  la  mencionada antes. Allí conocí  a don  Alfonso y nos hicimos muy  buenos  amigos. Hacía aproximadamente un año, después  de que empecé  a trabajar,  en uno  de mis  viajes  a Medellín me encontré  con  él y  me dijo: “Rodrigo,  usted   me  debe  $  350.000”  y   al  preguntarle  de  qué,  me  respondió: “Hemos  comprado un  finca  Usted   y  yo”.  Me  explicó que  como  sabía  que  a  mi gustaban   las   fincas    y   yo   era   una    persona    responsable,   había    tomado    esa determinación. Ante  mi  inquietud de  que  yo  no  tenía  la  plata,  me  dijo  que  se la pagara  cuando   pudiera, y  así  lo  hice.  La  propiedad era una  finca  panelera,  en la cual  también  se  cultivaba yuca  para  producir  almidón, ubicada en  el  municipio antioqueño  de  Concordia,  a  unas   cuatro   horas   en  bus   desde   Medellín.  Fue   la primera propiedad  que  tuve  y  allí  se  fue  a  trabajar  mi  papá.  Era  una  hermosa propiedad, muy  acogedora,  y  en ella  pasamos  muchas vacaciones y  conocí  más  a fondo  a don  Alfonso. Voy a narrar  unas  pocas  de  las  muchas anécdotas  que  viví con él:

Precisamente,  en  la  finca  de  Concordia  sembramos un  lote  de  café.  Para  ello necesitamos   construir un  tanque  para  riego.  Durante la  planeación, entablé  una discusión con don  Alfonso, la cual  se volvió acalorada. En  medio  de ella vi  que mi papá  me hacía señas que dejara las cosas así y me callara.  Así lo hice. Al otro día, al iniciar la obra, le pregunté  cómo íbamos  a hacer el trabajo, a lo cual  me respondió: “Así como dijo  usted,  así debe ser”. Dos  lecciones  que aprendí de dos  personas  de experiencia:  nunca   es  aconsejable   tratar  de  llegar   a  un  acuerdo   cuando   se  está acalorado,  y  dejando   calmar   los  ánimos   las  personas   inteligentes  optan   por  la razón.

Tenía  don  Alfonso un  grupo de  amigos, entre ellos  mi  papá,  un  primo  nuestro Gonzalito Henao  y otros tres o cuatro personas  más, que acostumbraban ir a la feria de Ganado en la plaza de ferias de Medellín. Había un sacerdote que recogía limosna para  algunas obras  de caridad. En  una  ocasión  se acercó  a la  mesa  en donde  don Alfonso, quien  era el mayor  de ellos, compartía con sus amigos;  al pedir  la limosna, cada  uno  de  ellos  dijo:  “Mi  papá  es el que  tiene  la  plata”.  El  sacerdote  se quedó mirándolos a todos  y  dijo:  “Pero  todos  son  muy  distintos”, a lo  que  don  Alfonso acotó: “Sí,  todos ellos son hijos míos,  pero de distinta mamá”.

Don  Alfonso, a quien  todos  llamaban el tuerto Uribe,  pues  había  perdido un ojo, era  un  conversador excelente.  Contaba mi  papá  que  en  muchas ocasiones  en  las cuales  viajó  a Concordia con  él, durante  el viaje  de cuatro  a cinco  horas,  siempre encontraba  con quien  conversar en forma  amena y chistosa.

Visité a don  Alfonso en su  casa  en Medellín con  mi  esposa  Jannette, cuando  ya estaba  muy  enfermo  y  casi  ciego.  Escuché que  le  preguntó a su  hija:  “¿Quién  es Ligia?” y ella  le respondió: “Rodrigo”. Entonces,  dijo:  “Esta  es una  vida  muy  h.p., no conocer a un amigo;  si no fuera porque  soy tan de malas y no me mato, me tiraría del balcón”.  No  mucho  tiempo  después,  falleció.  Fue un gran  señor y mejor amigo.

La  finca  de Concordia fue  la  primera propiedad rural  que  tuvimos después  del Higuerón. Hablando de  fincas,  permítanme intentar  hacer  una  clasificación de  la familia  en  dos   grupos:  al   primero  lo   llamo   los   “rurales”,  aquellos  con   alma campesina, con gusto  por  el campo  y que tuvimos alguna vez  una  finca  como  son indudablemente mi  papá,  mi  mamá,  Pedro,  Rodrigo, Roberto,  Abelardo, Ignacio y Libardo. El  segundo grupo, a los  cuales  llamo  los  “urbanos”, con  mayores  gustos por la vida  de la ciudad y son: Sofía,  Rogelio, Miguel Ángel, Ildefonso y Matilde. Y no se me ha olvidado Berta,  a la cual  veo  como  el aglutinante, el puente  entre las dos  tendencias.   No  obstante  lo  dicho   anteriormente,  todos  tenemos  en  mayor   o menor grado  el gusto  por las dos tendencias.

Hagamos un  recorrido rápido por  las  fincas:  Pedro,  Roberto,  otros y yo  tuvimos un   lote  cerca  de  Rionegro,  el  cual   se  vendió  pronto.   Luego  vino   la  finca   de Concordia, después  con  Pedro  compramos La  Luz y  las  Playas y  con  Roberto  La Popa.  Pedro  tuvo  la finca  en Santuario, Ignacio y  Libardo en Fredonia y  Abelardo en  Manzanares. Nuestros  padres   y  la  mayoría de  hermanos,   sobrinos y  muchos familiares  y   amigos  disfrutamos  estas  fincas.   (Me   agradaría  que   los   sobrinos escribieran sobre  La  Luz, Las  Playas, Fredonia , Santuario, La  Luz, Las  playas, La Cabañita, Sabaneta,  y  Copacabana). En  una  ocasión,  después  de  estar  un  año  en Indonesia, fui  a Medellín a visitar a mi familia. En  el aeropuerto  estaban mi mamá, algunos hermanos  y  me extraño  no  ver  a mi  papá.  Me  indicaron un  rincón  y  allí estaba  él,  limpiándose  las  lágrimas;  al  preguntarle  que  le  pasaba,   me  dijo:  “Yo pensé que ya no lo iba a ver más”.  Ese era mi papá,  parecía  ser muy  fuerte, pero en realidad la fuerte era mi mamá.

En  varias oportunidades lleve  a mis  padres  a mis  sitios  de  trabajo.  Estando  en Puerto Boyacá,  me visitó  mi papá, con don Alfonso Uribe  y Rubén  Gómez, un amigo.

Estuvieron  conmigo varios   días  en  el  campamento. Los  invité   a  un  sancocho  de pescado  donde  una familia de colonos  conocida. Compramos yuca,  plátano  y papas y fuimos a la laguna de Palagua a buscar  el bocachico.  Ya en la orilla,  cogí una canoa y remé hasta encontrar  unos  pescadores  amigos que me regalaron los pescados.

En   otra  oportunidad  me  visitaron  mi   papá   y  Pedro.   Estábamos  tratando   de comprar una  finca  y  visitamos una  en Puerto  Boyacá  y  otra en Puerto  Perales.  La primera finca  quedaba  en mi  área de trabajo. Al visitarla, nos sorprendimos al ver que  junto  a  una  casa  vieja  estaba  otra  nueva,   pero  derrumbada. Nos   explicó  el dueño  que en un  ocasión  habían  venido de la secretaría  de salud  a fumigar contra la  malaria y  los  únicos  que  murieron fueron  los  pollos.  En  la  siguiente campaña, ellos  se negaron  a dejar  fumigar, pero  les  notificaron que  en todo  caso  volverían. Cuando  vieron   que  venían   los  fumigadores,  el  papá   y  dos   hijos,   con  hachas, tumbaron la casa y les dijeron  que bien podían hacer su labor.  Poco recomendables para  negociar con  ellos!!!. Visitamos otra finca  en Puerto  Perales.  Era  de un  señor de apellido Henao.  Nos  tenía mulas  en el pueblo  y en el camino  a la propiedad yo iba  adelante  y  de pronto  mi  mula  se paró;  me preguntó que  pasaba  y  le dije  que estaba  cruzando  el  camino   una  serpiente   bastante  grande.   Se  bajó  de  su  mula machete  en  mano   y  diciendo,  debe  ser  la  toche  (nombre   de  una  culebra   muy venenosa  y  agresiva, que  se camufla   en  las  ramas  de  los  árboles)  que  hace  poco mató  a mi  hijo;  pero,  cuando  la vio,  dijo:  dejémosla  que se vaya.  Era  de un  metro con cincuenta centímetros  de longitud, aproximadamente.

Recuerdo muy  bien nuestro  primer viaje  con mi Linda a presentarla  a mi familia en Medellín. Yo estaba  prevenido, pues  era una  situación difícil y  no  sabía  como reaccionarían. Llegamos a la Cabañita, y mi papá al ver que no bajábamos las maletas preguntó por qué y le explicamos que habíamos pensado  irnos  a un hotel. Se puso molesto y dijo que esa era nuestra casa y que éramos bienvenidos. Fue un gesto muy hermoso.  Mi Linda siempre  ha sido  bien querida por toda mi familia.

Hicimos un  viaje  con mis  padres,  mi  Linda y su mamá,  doña  Adelina, y Sarita  a varios  pueblos  de Boyacá  en el año 1995. Sarita  tenía casi tres años. Fueron  casi dos semanas  muy  agradables. Entre  otros  pueblos  visitamos Paipa,  Sogamoso, Chiquinquirá, Villa de Leiva, Cuítiva, Tota, Tibasosa, Nobsa,  Monguí.

En  el octubre  del 2014 hicimos un  viaje  similar con Bertha,  Sofía,  Matilde, Tita  y Tata,  las  dos  hermanas  mayores  de mi  linda,  Sarita  no pudo  acompañarnos por  su estudio.  Escogimos un  sitio  cerca  de  Sogamoso como  base y  de  allí  viajábamos  a diferentes  pueblos.  Fue un viaje muy  agradable y lo disfrutamos al máximo.

(Vale la pena hacer una narración de las actividades de mi papá  como arriero,  de Roberto  como arriero  y de mi mamá  con sus obras de caridad).

2  Mi  vida  en  setenta trozos (tasajos)

Por Libardo Henao Salazar

1.  Mi contexto familiar, homenaje a mi viejo

Parado  en el séptimo  piso  de mi  existencia,  rememoro  tantas  y  tantas  vivencias que he tenido y no me arrepiento  de casi ninguna. No queriendo decir que haya sido fácil  vivir hasta  este hoy.  No  sé cuánto  más  duraré  en esta existencia,  pero  quiero vivir mi  resto de vida  con mayor  gratitud y mayor  desprendimiento de los que he tenido  hasta el presente. No  estoy seguro  de lograrlo, pero deseo que al final  de mis tiempos  me recuerden  sin aprensiones de ninguna naturaleza.

Parte 1

Por   información  de  mis   padres,   de  mis   hermanos   y  tíos,  sé  que  nací   en  El Higuerón,   un    paraje    helado    del    Municipio   de   Pensilvania,   al   oriente    del departamento de  Caldas. Cuando mi  familia se trasladó  hacia  el Alto  del  Anime, paraje  de  clima  medio,  cercano  al  corregimiento Arboleda,  del  mismo  municipio, yo  creo  tenía  menos  de  cinco  años,  de  ahí  que  no  guardo ningún  recuerdo   del Higuerón.

Soy  el octavo  hijo  de  la  familia que  conformaron Roberto  Henao   Mejía  y  Sofía Salazar   Jaramillo.  Él,   oriundo  del   municipio  vecino,    Manzanares,   y   ella   de Pensilvania.  Sin   embargo,   fui   el  séptimo,   de   doce,   que   compartimos  muchos momentos,  llenos de privaciones, limitaciones, pobreza,  esfuerzos, pero nunca desesperanza  ni  deseo  de  tirar  la  toalla.  Mi  madre,   mujer   abnegada,   laboriosa, sencilla,   servicial,  gozona.  Mi   padre,   un   campesino  que   tuvo   la   tentación   de estudiar  en Manizales, pero  su papá  Benjamín y, sobre todo su  abuelo  Hipólito, lo impidieron  porque   se  les   corrompía  el  muchacho  en  esa  ciudad.  Esta   era  la explicación de  mi  papá,  pero  Carlos me  dio  otra  versión; que  don  Hipolito y  el abuelo  no lo dejaron  ir por ser el principal aportante a la economía  familiar.

¿Octavo  o séptimo?  Sí, porque,  inmediatamente antes que yo, nació  Pablo,  quien alcanzó a  vivir unos  ocho  meses,  según   me  cuenta  la  mayor   de  mis  hermanas, Berta. Hasta  antes de saber de este suceso luctuoso,  sostenía  que era el mayor  de la segunda mitad  de la  docena  Henao  Salazar, hijos  de Roberto  y  Sofía.  Y especifico esto, por  cuanto  tenemos  unos  primos dobles  con  la  misma  sucesión  de apellidos que nosotros;  ellos,  hijos  de Juan  Bautista  y  Aura; él, hermano  de mi  papá,  y,  ella, hermana  de  mí  mamá.  En  resumen,  los  doce  hijos  de  Roberto  y  Sofía  fuimos,  en orden   descendente   de   edad:   Pedro,   Rodrigo,  Roberto,   Abelardo,  Bertha,   José Ignacio, Libardo, Sofía,  Rogelio, Miguel Ángel, Ildefonso y  Matilde. Mi  nombre  lo tuvo  primero un hijo de Juan y Aura, pero también  se les murió  muy  niño,  dejando libre  el nombre  Libardo.

En varias tertulias  personales, y algunas grupales, conocí que mi padre no alcanzó a estudiar  los primeros cinco años de básica primaria. Las  condiciones económicas de la familia de Benjamín y Susana,  más la lejanía de la cabecera municipal, le impedían ofrecerles  adecuado estudio.  Mi  papá  confesaba  que  él sí  quería  estudiar,  pero  no tuvo la oportunidad. Incluso, hubo un momento de su juventud que un tío, que vivía en Manizales, le propuso llevárselo para la capital,  pero este proyecto  se malogró por temores de su padre  y de su abuelo.  En  ese momento  se prometió  a sí mismo  que: “si  me caso, haré todo lo posible  y lo imposible para que mis  hijos  estudien  todo lo que deseen”. Y a fe que lo cumplió, para ello recurrió a la colaboración de familiares y amigos. Fue así como los ocho hermanos  mayores,  estudiaron, a su debido  tiempo y  distintos años  escolares,  en  la  cabecera  municipal. Yo realicé  los  tres  primeros años  básicos  (primero, segundo y tercero) en la vereda  El  Congal, a unos  cuarenta minutos de la cabecera municipal. Allí fui acogido maravillosamente por mi tía Julia, hermana  de mi mamá,  por su esposo Francisco Aristizabal y su prole.

Sigo  con mi  padre.  Recuerdo que comentaba  su trabajo de joven,  por los mismos años en que le frustraron su anhelo  de estudiar,  quemar  madera  para hacer carbón. Él  no se ruborizaba al comentarlo y  yo  me enorgullezco de sus  ancestros  y  de sus raíces,  porque   nunca   perdió   el  norte  ni  se  sintió   indigno por  su  trabajo;  él  vio cumplido   su    anhelo    de   estudio    en   sus    hijos    y   nietos;    por    ello,    tuvo    el reconocimiento de muchos  amigos y familiares, aunque  no de todos. Recuerdo que un  familiar lejano,  lo  criticó   por  no  aprovechar  los  hijos  varones   para  poseer  y trabajar    una    buena    finca.    Tendría   nueve    peones    para    sacarla    adelante,    le recriminaba. Mi  padre  le reiteró,  o al  menos  lo  pensó,  “para  mis  hijos,  el estudio mientras   así  lo  quieran”.  Sea  este  el  momento   de  reiterarle   una   muy   sentida gratitud por  parte de todos  los hijos  y descendientes, sé que allá  en el Cielo nos la recibe.

Recuerdo  que  le  gustaba   la  música  de  las   hermanitas  Padilla,  mexicanas,  y protestaba  porque  en nuestra  televisión (en blanco  y negro  casi  toda su existencia) no  las  presentaran, y  que  no  participaran en el concurso  de  la  OTI. Incluso, creo que para ese entonces ya ni siquiera vivían. Era  muy  lector, sobre todo de aventuras de Emilio Salgari, de Julio  Verne y de corsarios;  también  de novelas  románticas de la época de su juventud. Mientras  vivió en Medellín, todos los días  leía la prensa.

Al  igual que  su  papá,   Benjamín,  fue  buen  fumador  de  cigarrillo,  aunque   ya entrado  en  años  y  viviendo de  asiento  en  Medellín se pasó  a fumar  solo  tabaco, hasta  que  tuvo  el desengaño  con  unos  habanos  que  mi  hermano  Rodrigo le trajo directamente  de  Cuba.  Varios  se  le  reventaron  (florearon)  y   botó  el  resto  del paquete a la basura.  Hasta  ese momento  fumó.  Después de esto vivió, creo, más de diez  años.

2.  Del  Alto  del  Anime y más sobre mis  familiares

De mis  primeros cuatro o cinco  años, prácticamente, tengo la mente en blanco. Recuerdos de nuestra  vida  en el paraje el Alto  del Anime, cerca del corregimiento de Arboleda: Lo conformaban varias casas (cuatro),  tres a la vera derecha del camino hacia  la Arboleda. Recuerdo que al frente había  una  casa de dos pisos  y atrás tenía un potrero, más alto que el techo de esa casa. Vivíamos en una casa en forma de L, a la vera  del camino  de herradura que comunicaba a Pensilvania con Arboleda. Para llegar  de Pensilvania hasta  El  Anime había  que subir,  a pie  (caminando), unas  dos horas  largas  hasta el Alto  de Miraflores, bajar hasta el paraje (caserío)  Guacas unas dos  horas,  seguir  bajando  hasta el Riodulce, otros veinte  o treinta  minutos, y subir por  otra  media  hora  por  un  camino  ondulado. Pensilvania tiene  una  temperatura promedio de unos  catorce grados centígrados, el Alto  de Miraflores debe estar por debajo de los diez  grados centígrados y el Alto  del Anime a unos  dieciocho grados. Y del Alto  del Anime a Arboleda, durante  más de una hora, se sigue  por el camino ondulado, se baja hasta un riachuelo y, finalmente, se sube hasta el pueblo.

La  cabecera  del  corregimiento, La  Arboleda, fue  objeto de  agresión brutal  por parte de una columna de las Farc, comanda  por la hoy indultada Karina. Sentí dolor de  patria,  rabia  e impotencia. Mi  abuelo  Benjamín vivió,  por  temporadas, en  El Anime. Creo  que todas, o por lo menos la mayoría, siendo  ya viudo. Recuerdo varias anécdotas  de estas estadías  suyas  con nosotros:

Como el grupo familiar era numeroso,  a pesar de que algunos hermanos  estaban en la cabecera municipal estudiando, me tocó muchas veces dormir con el viejo  (mi querido viejo)  y,  a eso de  las  cinco  de  la  mañana,  mi  madre  se aparecía  con  una tazada   de  tinto  hirviendo  en  una   vasija   de  peltre;  el  abuelo   se  sentaba  en  la cabecera  de  la  cama,  encendía   un  cigarrillo  (generalmente Pielroja   sin  filtro)   y, mientras  se iba consumiendo tinto y cigarrillo, competían  para  ver cuál  echara más humo.   Aprovechando  que  la  casa  quedaba   al  borde  el  camino,   a  don  Benja  le habilitaron un espacio para vender  cigarrillos, gaseosas y unos pocos granos. Fundamentalmente,  se   le   habilitó  para   que   mi   abuelo   tuviera    algo   en   que entretenerse.  Para  ello  recostaba  un  taburete a la entrada  de la tienda  y se ponía  a dormitar y/o a saludar a todo el transeúnte  que por allí  pasara.  Una  tarde, a eso de las  cuatro,  yo  lo  estaba  acompañando sentado  en el piso  de  la  tienda,  cuando   se apareció  un  señor  de  unos  cuarenta  años,  con  una  talega  a la  espalda,  sudado y cansado;  aunque  pasaba  de largo,  mi  abuelo  alcanzó a saludarle y  preguntarle de dónde  venía,  recibiendo por respuesta  “de allí  de Pensilvania”, cosa que me causó y me sigue  causando gracias, pues sabía que llevaba  cuatro horas o más, caminando.

Recuerdo gratamente  el semblante  de don  Benja: De mediana estatura,  pelo muy cano, contextura  delgada; parco  al hablar  y lleno de paz.

De  mi  mamá  Susana  Mejía,  tengo un vago  recuerdo:  Rechoncha, bajita, trigueña, fumadora y bordadora. No más. Sin embargo,  la recuerdo  con gratitud y admiración.

Mencionemos a los hijos  de Benjamín Henao  y Susana  Mejía,  no necesariamente en el orden  cronológico, ya todos fallecidos al momento  de escribir  estas notas:

El mayor  de sus retoños, Susana.  Casada con Santiago Botero, ebanista. Susana  fue desahuciada por los médicos  por problemas cardíacos; no le daban  más de 30 años de vida.  Fue  una  asidua tomadora  de tinto (café amargo  y bien oscuro),  fumadora, costurera  de croché y jugadora de parqués.  Murió alrededor de los ochenta años. A Santiago Botero lo conocí muy  poco, porque, por una parte, él no salía prácticamente de Pensilvania y murió  aun estando yo muy  niño. En mi adolescencia, compartí con esta familia unos  tres  años,  donde  viví sus  penurias económicas,  sus  esfuerzos   y sus ansias  de salir  adelante; sus tertulias,  su positivismo, su alegría.  Añoro todos los alimentos que allí compartí: frijoles, mazamorra, zancocho, chocolate con arepa, etc… Recuerdo con mucha  gratitud a Fernando, su vida  scout,  su dedicación al estudio, su  anhelo  por  ir  al  seminario. También  tengo  en  mi  recuerdo,   en  mi  corazón,   a Josefina,  a Gabrielita, a Rosa  Inés,  a Susanita, a Santiago hijo,  a Gerardo. Mención aparte para Silvio, con quien  compartí, además  de mi vida  con ellos en Pensilvania, muchos  momentos  en Medellín. Le  encantaba  mucho  jugar  billar  y  me pedía  que lo  acompañara; así  lo  hice  innumerables veces,  mientras  manteníamos una  fluida conversación de infinidad de temas, y hasta de fábulas  y sueños.  Paz  en su tumba.

Otro  hermano  de  mi  padre  fue  Benjamín hijo.  Se casó  ya  muy  maduro, pronto se fue  a vivir a Armenia, Quindío, tuvo  hijo  e hija.  Sus  últimos días  los  pasó  en Medellín, hospitalizado, víctima del terremoto, hasta su muerte.

La  segunda de las  hermanas  de mi  papá  se llamaba  Gabriela. Una  linda mujer, que  seguramente  fue  preciosa   cundo   joven.  Lástima que  a  corta  edad,  por  una bañada  acalorada con agua  estancada,  quedó  sorda  en un  ciento  por  ciento  y,  a la vez,   muda   en  un  noventa   y  nueve   y  pico   por  ciento.  Bordaba   y  hacía   croché magníficamente;   con   todo   y   limitaciones,   estaba   atenta   a   todos    y   a   toda conversación. Grato,  muy  grato  recuerdo  de ella  tengo. Aprendí de ella  aceptación y paciencia, alegría  y laboriosidad, respeto y honestidad.

3.  Hermanos de  mi  padre: Juan Bautista

Juan  Bautista,   hermano   e inmediatamente mayor   que  mi  padre.  Era  dueño  de toda, o gran  parte, de la finca  que mi  papá  trabajaba  en el Alto  del Anime. Casado con Aura Salazar Jaramillo, hermana  de mi  mamá.  Mientras  que la familia de Juan y  Aura vivían en  la  cabecera  municipal, nosotros,  la  familia de  Roberto  y  Sofía vivíamos así,  los  estudiantes en Pensilvania y  los  niños  en la  finca.  Sin  embargo, casi  siempre,  las  vacaciones de estudio  de ambas  familias las  disfrutábamos en la finca.  Se  podría decir  que,  al  menos  durante  las  vacaciones, era  una  sola  familia Henao   Salazar  Mejía   Jaramillo.  Juan,   Aura  y  su   familia  se  vinieron  a  vivir  a Medellín  (propiamente a  Niquia-Bello) poco  después  de  nosotros.  Íbamos  donde ellos  con  frecuencia.   Vivían allí  cuando   Juan  falleció   ‘de  repente’,  frustrando un viaje que tenía planeado con mi papá  a donde  Susana,  en Filadelfia, Caldas.

Hijos de Juan  y Aura, o lo que es lo mismo,  hermanos  nuestros  de corazón,  por tener la  misma  seguidilla de  apellidos y  por  compartir tantos  y  tantos  momentos juntos, de alegrías,  de luchas,  de dificultades, de sinsabores, de esfuerzos, de satisfacciones:

Juan  Bautista  hijo.  Un  poco  mayor   que  mi  persona,  pero  compartimos mucho, sobre   todo   en  la   finca,   durante   las   vacaciones  de  estudio.   Juntos   jugábamos, hacíamos   mandados,  peleábamos.   También,  durante   mi  estancia   en  Pensilvania durante  los  tres primeros años  de mi  bachillerato, compartimos muchas vivencias, muchos  ratos,  de  estudio,  de  juego,  de  paseo  por  sus  calles,  de  fútbol  en alguna manga   vecina   o  en  la  misma   calle.  También  en  Medellín,  cuando   ya  vivíamos ambas  familias allí,  fueron  muchos  los momentos  que compartíamos, a pesar  de la distancia existente  entre  el  Barrio   Colón, donde   nosotros  vivíamos, y  las  Brisas, limites  con Bello,  donde  ya vivían Juan, Aura y sus hijos. Se nos fue temprano  Juan Bautista  hijo, luego  de soportar  con altura  ese penoso cáncer en el cerebro. Gratitud permanente  para él y para la linda familia que formó  con Cecilia.

Laura. Me quito  el sombrero  ante esta mujer  tan valiente,  emprendedora, tenaz, fuerte de carácter  y  grande  de corazón.  Desde  siempre  llevando las  riendas  de su hogar  al lado, y muchas veces, a pesar de su marido Reinaldo. Es admirable el grupo familiar y empresarial que tiene a su alrededor con los miembros de su familia, en Cali. Mi admiración.

Marta.  La  recuerdo   como  gocetas  y  llena  de  positivismo. Sé  que  su  esposo  se llama Roberto Botero y que tiene varios  hijos y nietos. Perdónenme por mi desconocimiento, al respecto. Guardo en mi memoria  un paseo de un día  para  otro que hicimos a una  finca  que poseía  a unas  dos  horas,  a caballo,  desde  Pensilvania. La  pasamos  bien, fuimos muy  bien atendidos.

Elvira. Muchos  recuerdos  con  esta prima.  Su  alegría  a flor  de piel.  Su  deseo  de servir,  de ayudar a los  demás,  sobre  todo  a nosotros,  sus  primos y  tíos.  No  se me olvida toda la oportunidad que nos dio,  a los hijos  de Roberto  y Sofía,  de ganarnos unos  pesos  limpiando unas  rebabas  de caucho  de los productos que hacían  donde ella trabajaba. Cuando informó que se haría  monja, no lo creíamos  inicialmente; hoy nos congratulamos y alegramos por  su vocación y su entrega  al servicio del Señor. Y sigue  siendo  gocetas; no se me olvida su compartir durante  la celebración de los noventa  años de nuestra  tía Carlina Salazar Jaramillo, hermana  de Sofía y de Aura y de otras más.

Gilma. Mujer recia de carácter, segura  de sí misma.  Tampoco pensaba que se haría monja;  pero,  cuando  lo  hizo,  nunca  dudé  de  que  lo  haría  muy  bien.  Es  toda  una profesional en su campo,  en su misión. Irradia seguridad.

Conrado. Compartimos mucho.  Vivió con mi familia algunos años mientras estudiaba y,  tal vez,  al empezar su  trabajo.  Con  cuánto  gusto  ejerció  la topografía. Cuántos sinsabores que  vivió por  la  negligencia y  malos  manejos  en el INCORA, donde  ejercía su función de topógrafo.  Con  cuanta  abnegación realizaba su trabajo. Cuanto amor  le dio  a su esposa  Ofelia  y a sus  hijos.  También se nos adelantó  muy pronto.  Paz  en su tumba,  recuerdo  inmenso y gratitud permanente.

Gerardo. Con  este primo  he compartido mucho  menos. Sé que le está yendo  muy bien trabajando  en el Huila, en el sector de la construcción. Muy  poquísimas veces nos  vemos,  pero  cuando  se da  el encuentro  me alegro  y  siento  que  él también  se alegra.  Esta nuestra  hermandad en la sangre  no se puede  ocultar.

Fernando. Igual que con Gerardo, pocas  veces nos vemos,  pero  cuando  se da, lo disfrutamos. Últimamente estamos  compartiendo información positiva a través  del Whatsapp. Gracias Fernando por siempre  estar ahí.

Eduardo. El  negro.  Tampoco tuve  mucho   contacto  con  este primo,   pero  igual, cada  vez  que nos  veíamos nos  alegrábamos y  no podíamos más  que empezar con un  fuerte abrazo,  abrazo  que se repetía  al despedirnos. Paz  en su tumba,  recuerdo inmenso y gratitud permanente.

4.  Alfonso, también hermano de  mi  padre

Alfonso. Biológicamente no era hermano  de mi padre.  Pero se crio  con la familia de Benjamín y  Susana,  al punto  que, para  todos  nosotros,  era nuestro  tío y  un  tío muy  apreciado por todos. Casado con Carlina, sí, la hermana  de mi  mamá.  Fue  tío más cercano y servicial que Benjamín, por ejemplo.  Siempre  preocupado por servir a su  familia, no  solo  la  que  conformó  con  Carlina, sino  con  todos  los  integrantes de los clanes  Henao  Salazar y Salazar Henao.  Personalmente tengo que agradecer  a este grupo familiar la acogida que me dieron  cuando  estudié mis primeros tres años de  bachillerato en  Pensilvania. Sería  completamente desagradecido  y  sumamente desobligante si paso  por alto aquí  la acogida que también  tuve  donde  Juan  y Aura, así  como  donde  Susana  (ya  Santiago había  fallecido), en algunos pasajes  de  estos tres años.

Recuerdos de anécdotas  y vivencias de mi tío Alfonso y también  de mi estadía  en su casa durante  mis  años  de estudio,  son muchas y todas  muy  alegres  y/o gratas, aunque  fueran  duras.

Alfonso  fue  una   persona   muy   reconocida  y  querida  por   todo  el  pueblo   de Pensilvania. La  primera actividad que le conocí  fue la de zapatero.  Pero sería mejor decir  la  de contertulio. Sí,  su  zapatería era el lugar  de encuentro  de muchos  para hablar  de todo el devenir del país: político, económico,  social.  Tenía  muy  buen nivel cultural, buen  trato, buena  conversación. Era  muy  elegante,  al  punto  de  que,  aún ejerciendo   las   labores   de   zapatería,  siempre   usaba   corbata.   Alfonso  tenía   un hermano  medio,  creo  que  por  la  rama  de  su  mamá,  Carlos Botero,  también  muy oportuno   en  sus   apuntes.   Cierto   día,   estando   ambos,   Alfonso  y  Carlos,  en  la zapatería, junto  con  otros  contertulios, llegó  y  se le acercó  a Alfonso un  señor  de nombre   Salvador Murillo,  con  la  siguiente expresión: “Hay  Alfonsito, usted  tan culto  y  tan elegante  y  con  la  corbata  torcida,  permítame se la  arreglo”. Carlos, ni corto  ni  perezoso,  encontró  la  situación propicia y  le expresó:  “Con permiso   don Salvador, yo  le pago  el favor  que  le hizo  a Alfonso”, y  le subió  la  cremallera del pantalón.

Alfonso era tan querido y reconocido en el pueblo  que varias veces le propusieron manejar  la cárcel  de Manzanares. Él  se negó  otras tantas, hasta  que dio  su brazo  a torcer y la aceptó. Duró allí  algunos meses y fue trasladado (promovido, tal vez)  a la cárcel  de el municipio tolimense  de El  Fresno.  Allí estuvo  varios  años. Creo  que así logró  adquirir la jubilación, muy  seguramente por un régimen especial  debido  a lo riesgoso  del oficio.

Cuando se jubiló,  terminó  su  vida  activa  trabajando  la  madera  en un  taller  que montó en los bajos de su casa en Pensilvania, de donde  nunca  se ausentó  su familia mientras  él trabajó en el Fresno  y Manzanares. También madrugaba a moler el maíz y asar las arepas, hasta que le dijeron  que no, pues a la hora del desayuno ya estaban frías.

A los hijos  de Alfonso y Carlina los quiero  tanto como a mis  hermanos.  Alfonso, Soledad, Carlina hija, Rosita,  Marco Antonio, Humberto y Lucila. Compartí con ellos estudio,  juegos,  descanso  en el hogar,  peleas.  Ya, a la  fecha,  la  tía  Carlina está en el  cielo,  lo  mismo   que  Soledad, Marco  Antonio y  Humberto. La  muerte  le  llegó a  Carlina en  Manizales, donde  vivió los  últimos años,  en  compañía de  Rosita   y Carlina hija y cerca de Lucila. Alfonso vive  en Bogotá  y conforma  una linda familia con  Emilita Vélez;  ya  son  suegros  y  abuelos.  Carlina hija  está casada  con  Antonio Botero, señor, muy  conocido  en su pueblo  Samaná  (también  municipio de Caldas y limítrofe con Pensilvania), Lucila también  tiene un bonito hogar  con Rafael  Urrea.

La  llegada de  Soledad y  Manuel   Antonio al  cielo,  no  dudo   que  así  haya  sido, ocurrió  en un  hecho  sumamente luctuoso para  todo el municipio, el departamento y  el país:  la  muerte  de  17 personas  en un  accidente  de  un  bus  escalera,  cerca  de Manzanares, cuando  regresaban  de  un  paseo  al  Fresno,  donde  se había  realizado un  partido   de  fútbol,  entre  seleccionados  de  los  dos  municipios. En  ese  mismo accidente   murieron  profesores   del   Colegio  Nacional  del   Oriente   de   Caldas y algunos compañeros de  estudio,  incluido Ovidio  Salazar, un  primo,  hijo  de  Tulio Salazar  y   Delia   Jaramillo.  Mi   familia  ya   vivía  en  Medellín  y,   desde   allí,   nos trasladamos varios   a acompañar y  solidarizarnos con  el  dolor  de  la  familia y  de todo  este pueblo.  En  una  sola  ceremonia  se dio  cristiana sepultura a los  diecisiete fallecidos, sintiéndose el dolor  desgarrador de toda la ciudadanía que se unió  y los acompañó hasta  el  propio cementerio.  Paz  en su  tumba.  Humberto falleció,  años más  tarde,  asesinado por  las  FARC. Por  su  oficio  como  personero  le correspondía acompañar  a  las  autoridades  en  algunos  procesos,   por  tanto,  fue  sentenciado   a muerte por la guerrilla.

5.  Susana, Gabriela, Benjamín, Matilde e Inés. Amalia y Efigenia

Más hermanos  de mi padre.

Reiteradamente, me cuenta  mi  tío materno,  Luis Carlos Salazar Jaramillo, que la más  linda de las  hermanas  de mi  papá  era Laura, y que fue una  lástima  que haya muerto  tan joven.

Susana  Henao  Mejía

A mi  tía  Susana,   la  recuerdo  mucho  pegada  de  una  costura  ¿de  crochet?,  o al frente de un tablero de parqués,  con un tinto y fumando cigarrillo Pielroja  u otros de menor  calidad. Fue esposa de Santiago Botero, un carpintero y constructor de casas de madera,  muy  conocido  en el pueblo,  quien murió  mucho  antes que ella. Si mal no estoy, Susana  vivió más de setenta años, a pesar  de haber sido  desahuciada por los médicos  porque  estaba enferma  del corazón  y que no viviría ni treinta  años. Hacía muy  bueno de comer, sobre todo frijoles  (incluso con coles), sancocho  y mazamorra pilada.

Cuando viví donde  Susana,  en Pensilvania, ya Santiago, su esposo, había muerto. Fue  una  vida   con  muchas  limitaciones económicas,   pero  nunca   se  quejaban  por ello,  sino  que  buscaban   sobreponerse   a  las  dificultades y  siempre   ponían   buena cara. Se compartía, se hacían  chistes, se gozaba.  Recuerdo con agrado  que Fernando estaba realizando el último  año de bachillerato, con muy  buenas  notas y que ya  se perfilaba para  ir  al  seminario. Tanto  él como  Silvio, y  creo  que  también  Santiago hijo,  pertenecían  a la Tropa Scout.  Con  Gerardo, Santiago y José Jesús  poco  fue mi compartir, no porque  hubiese  alguna animadversión entre nosotros,  quizás porque cada  uno  estaba absorto con los compañeros de la misma  edad,  y en los estudios  y en las labores de la casa. La relación  y trato con las hijas de Susana,  tampoco fue muy intensa, cada una en su rol de estudio  (Rosa  Inés y Susana  hija); creo que Josefina ya trabajaba de maestra y Gabrielita, por sus limitaciones, acompañaba a Susana  en las labores hogareñas.

Fernando sí estuvo  en el seminario, pero duró  poco (menos  de dos años), volvió a Pensilvania; creo que ejerció la docencia  en Filadelfia, Caldas, y luego  se fue a vivir a Manizales y allí se casó. Una vez ha visitado a mi familia, pero no logré verme con él, cosa que lamenté  sinceramente. Con  Silvio tuve  una  amistad  más  prolongada,  que se extendió  hasta  sus  últimos días  viviendo en Medellín. Con  él compartí muchos tintos y algunas cervezas  mientras  lo acompañaba a jugar  billar.  Digo ‘acompañaba’ porque  él lo hacía bien, y yo nunca  pude  ligar  una serie de más de tres carambolas, ni con Silvio, ni con ninguna otra persona.

Creo  que Susana  falleció  en Palmira, cuando  la familia se trasladó  a vivir allí.  En esa ciudad se amañaron, Josefina  se casó y tuvo  una linda y estudiosa niña.  Susana se dedicó  a la docencia,  incluso en el área rural  del Municipio y Rosa  Inés dedicada a las labores de la casa, en compañía de Gabrielita.

Hace   más  de  cuatro  décadas   los  estuve  visitando en  Palmira, por  unos  pocos días,  y  fui  muy  bien  recibido.  Ellos han  venido a Medellín (y/o a Bello,  Sabaneta y  Girardota). Incluso Santiago vivió  una  temporada   en  casa  de  mis  padres,  pero no logró  estabilidad y se regresó  a Palmira. José Jesús, trabaja con el Himat, vive  en Bello, con su esposa e hijos. Muy  esporádicamente visitaba a mis hermanas, mientras vivieron ellas en Bello;  creo que fueron  más las veces, que tampoco  fueron  muchas, que mis  hermanas, incluso yo con mi esposa, lo visitamos en su casa.

Entiendo  que   mis   hermanas    tienen   contacto   telefónico,   con   una   mediana frecuencia,   con  Rosa  Inés;  un  poco  menos  con  Josefina  y  mucho  más  escasa  con Susana,  hija. Rosa  Inés  ha sido  la que más ha visitado a mis  hermanas  (Berta, Sofía y Matilde), un poco menos  Josefina  (¿unas  tres veces?) y Susana,  creo que una  sola vez.   Sin   embargo,   los  recuerdo   con  gratitud  y,  cada  vez   que  nos  vemos   o  nos hablamos, nos llenamos de gozo  mutuamente.

Benjamín

Con  este hermano  de mi papá la relación  fue lejana, en mucha  parte por su manera de ser: inseguro, retraído,  apocado.  Se casó con  una  pensilvense y  se fue a vivir  a Armenia. Tuvieron dos hijos.  Sé que ambos  estudiaron. Que  ella era una  niña  muy bella y esforzada por progresar y ayudar a la mamá y a su hermano.  Con  esta familia me queda  un gran  interrogante, porque  a Benjamín, lo trajeron para  Medellín entre las víctimas del terremoto  de Armenia y murió  en el Hospital San  Vicente de Paul, después  de varias semanas  internado. Nosotros, pero  sobre todo mis  hermanas, lo visitamos y acompañamos varias veces. Paz  en su tumba.

Gabriela

Esta tía fue todo un personaje. Seguramente cuando  niña fue muy  bella, pero muy temprano,  a corta edad,  le vino  una desgracia. Se bañó con una agua  muy  helada  y contenida  de muchos  días, por lo que perdió  el 99 y pico por ciento del habla y 100 % el oído.  Sin  embargo,  siempre  se hacía  entender  y  participaba de  la  vida  familiar con  mucha  naturalidad. Hacía magníficos bordados, remendaba  maravillosamente la  ropa  de  paño,  hacía  crochet  espectacularmente. Si  no  estoy  muy  mal,  vivió un buen  tiempo  con Susana  y, sus  últimos años, bastantes,  donde  Inés,  convirtiéndose en una segunda madre  de los hijos de esta y, también,  de los hijos de Matilde.

Matilde

Primera  esposa  de  mi  tío  materno,  Arturo,  hermano   de  mi  mamá.   Tengo   un recuerdo  lejano, vago,  de ella como una mujer  de bonito  rostro,  tal vez  algo  crespa, blanca.  Vivían en una  casa  contigua a mi  abuela  materna  Susana  Jaramillo, en la loma  que daba  a la Plazuela, tan pendiente  que, el techo de la casa de Arturo y de Matilde apenas  alcanzaba a la altura  del solar  de mi  abuela.  Tuvieron a Guillermo, Olga, Socorro,  Teresa  y Arturo, hijo. Ella  murió,  dejando  a sus hijos  muy  pequeños. Inés se apersonó  de su cuidado.

Guillermo terminó  sus estudios  de bachillerato y se vino  para Medellín, viviendo en nuestra  casa en Medellín, sí, la de Roberto  y Sofía.  Con  mis  hermanos  mayores, tuvo  las cuitas  propias de hermanos  adolescentes,  incluso desavenencias. Mi mayor contacto con él se dio en dos ambientes  complementarios. Por un lado,  coincidimos asistiendo a la  Escuela Bíblica Católica Yeshua, donde  él empezó  primero, y  en la Parroquia de María  Madre  del  Redentor,  del  Barrio  Santa  Mónica,  donde  él ejerce como Diácono permanente  y anima  el grupo de Proclamadores de la Palabra,  al cual fui  invitado por  Guillermo y acepté con agrado.  En  ambas  instancias recibí  mucho apoyo  de él y le he aprendido mucho.

Olga, tiene con su esposo Horacio, una empresa  de confección  de ropa para bebé, de una  calidad excelente.  Y tienen  una  maravillosa médica  cirujana, con especialización en medicina Vascular, con una calidad humana inigualable, Eugenia López Salazar..Socorro  y Teresa,  incansables trabajadoras.  Le  prestan  servicio de confección  a su hermana  Olga. Arturo, ya está jubilado de Bancolombia. Vive con Teresa.

Inés

La  segunda esposa de Arturo. Contaba que cuando  Matilde murió,  ella se dedicó a cuidar los  huérfanos y  se encariñó  mucho  con  ellos.  Tenía  planeado matrimonio con  un  novio   de  varios   años.  Pero,  cuando   Arturo le  propuso matrimonio no  lo pensó  dos veces, por el amor  que le había  cogido  a esos niños.  Obviamente, le tocó soportar  el desengaño  y la protesta del novio  abandonado y ya con preparativos de boda. Hijos de Arturo e Inés: Alonso, Matilde y Gustavo. No importa  que sea apenas lógico,  los hijos  de Arturo con los hijos  de Roberto-Sofía y Juan-Aura, tenemos  los mismos apellidos, pero  trocados  de  par  en  par:  Henao   Salazar y  Salazar  Henao; Mejía  Jaramillo y  Jaramillo Mejía.  Entonces,   también  existe,  una  consanguinidad muy  alta. Inés  fue una  mujer  abnegada y comprometida con estos niños,  y con los que tuvo con Arturo: Alonso, Gustavo y Matilde. Los  tres han sido muy  trabajadores. Gustavo tiene más vuelo  de empresario, ha tenido confecciones  y actualmente  posee unas  carnicerías, Alonso últimamente trabaja con él. Matilde también  ha sido  muy emprendedora, pero  no  ha  contado  con  tanta  suerte.  Ahora está  maquilándole  a Olga. Fue  el ángel  de la guarda de Inés,  incondicional para  todo  lo que su  madre necesitara, y la acompañó hasta su último  suspiro. Sí, todos se preocuparon por Inés y ayudaron de una u otra forma, pero Matilde se comportó  con su mamá maravillosa y amorosamente.

Amalia

Aunque era mi  madrina de  bautizo,  la  conocí  personalmente cuando  yo  estaba casado.  Sí,  ella  vivió casi  toda  su  vida  en Salamina, Caldas. Allí  tuvo  y  levantó  a sus hijos, con su esposo Gilberto Cardona. Al primero que conocí  del clan Cardona- Henao   fue  a Nelsón, quien  estudió  una  temporada   en Pensilvania, por  la  misma época  que  yo  realicé  los  primeros tres  años  de  bachillerato. Actualmente,  somos vecinos  del barrio  Laureles, en le sector de la Iglesia de Santa Teresita.  De cuando  en cuando  me encuentro con él y su esposa Olga Lucía. He visitado su apartamento  dos veces. Hernando es otro hijo de Amalia y Gilberto, estudió  y ejerce la Contabilidad. De  los otros hijos  de Amalia, poco puedo  hablar,  por falta de contacto, esa tarea se las dejo a mis  hermanas, sobre todo a Bertha.

Efigenia

Solo  quiero   decir  de  ella,  que  creo  está  ya  muerta,  que  se  alejó  de  todos  sus familiares, paz  en su  tumba.  Siempre  la  incluyo en mis  oraciones.  Desapareció  en Neiva.

6.  Familia Salazar Jaramillo, primera parte

Recuento  de la familia Salazar Jaramillo, sí, el tronco familiar de Sofía,  mi mamá. No  conocí  a mi abuelo  materno,  Pedro  Salazar. Creo,  incluso, que murió  antes de yo nacer. Tampoco conozco  la causa  de su deceso, pero sí sé que fue relativamente temprano,  al  punto  de  dejar  Viuda a mi  abuela  Susana  Jaramillo, con  ocho  hijos, unos  apenas  adolescentes  y  otros  niños.  (Luis)  Carlos, el  menor  de  los  hombres, apenas  tenía unos  tres meses.

Cuentan que  vivieron varios   años  con  muchas dificultades económicas.  Carlos, aún  muy  niño,  no había  alcanzado los  diez  años,  cuando  le tocó ponerse  al frente de  la  familia para  proveer   lo  necesario.  Ya  Arturo, el  mayor   estaba  casado  y/o comprometido, y no tenía cómo responder por la casa materna.

Hay una anécdota que, vista  después  de que ocurrió,  resulta  muy  simpática, pero que refleja la circunstancia que vivió el clan Salazar Jaramillo. Carlos salió un sábado temprano  a la plaza de mercado  a proveer  lo que le alcanzara con un “Lleritas”, un billete  pequeño,  que  representaba  50 centavos.  Después de  haber  elegido  algunos artículos, fue  a buscar  en sus  bolsillos el tal  billetico  y  no  lo  encontró,  a pesar  de haber  esculcado por  todos  sus  bolsillos, no  lo  encontró  y  le tocó devolverse para la casa, triste, acongojado y apenado  con la mamá  y sus  hermanas.  Parece  ser que, luego  de serenarse, en las horas  de la tarde, lo encontró  y corrió  a la plaza antes de que la cerraran.  Al fin logró  comprar mercado  para la semana.

Hablemos algo  de cada hermano  y hermana  de mi mamá.

Julia

La  hermana  mayor.  Se casó  con  Francisco Aristizabal  y  vivieron la  mayor  parte de su vida  en una  vereda  cercana  a la cabecera  municipal, llamada El  Congal. Allí poseían  una buena extensión  de tierra con ganado  vacuno; por lo tanto, se proveían de leche y queso. También tenían una tienda de abarrotes, billar  y carnicería. Yo hice los  tres  primeros años  de  la  primaria viviendo con  ellos.  Me  trataron  y  me  sentí como un hijo más de Pacho  y Julia.  La  mayoría de sus hijos  aún  viven, a excepción de  Fabiola y  Mario:  Margoth, Raúl,  Elí,  Hernando, Dolly, Alba, Socorro,  Augusto y  Francisco (Pachito). Cuando  estuve  viviendo con  ellos,  en  El  Congal,  compartí con  Mario,  quien  era  la  mano  de  derecha  de  Pacho  en el negocio.  Incluso en los primeros meses dormí con él y, recuerdo  que, al menos  una vez  me caí literalmente de la cama, rebotando  cual pelota para estar otra vez debajo de las cobijas. El Congal era tanto o más  frío  que la cabecera municipal, que para  ese entonces no llegaba  a los 17 grados centígrados. Julia  murió  en Pensilvania, en santa paz,  luego  de haber quedado reducida a su casa y luego,  solo, a su cama. Estuvo lúcida hasta poco antes de morir.  La  última vez  que  la  visité,  después  de unos  tres años,  inmediatamente me vio  me saludo  por  mi  nombre.  Me contaron  que así  era con  todo  mundo, que mantenía  una memoria  prodigiosa, sobre todo para los nombres.

Margoth ya se había casado con Gerardo Quintero, funcionario de la Caja  Agraria en Pensilvania. Desde  antes  de mi  familia venirse  a vivir en Medellín, ellos  ya  se habían  radicado allí, porque  a Gerardo lo trasladaron para la Capital de la Montaña. En  los primeros años de estadía  en Medellín, fue el hogar  más visitado por parte de nosotros,  sobre todo mi mamá  y las muchachas. Aún hoy,  tenemos una muy  buena relación  con esta familia, aunque  los afanes de la vida  y las otras relaciones  sociales hayan  espaciado nuestro  contacto. Gerardo murió  hace como una década,  a la fecha de este escrito, dejando  una muy  buena camada  de hijos y unos pocos nietos. Espero no omitir  ninguno de los nombres  de sus  hijos,  pero, sí, no me atrevo  a mencionar ninguno de los nietos, para no equivocarme ni pecar por omisión: Adalberto, quien vivió en Albania varios  años  y  está radicado en Bogotá,  con  su  familia, creo  que ya  es abuelo;  enviudó hace unos  pocos  años;  una  de sus  hijas,  desde  pequeña  era una  excelente pintora,  sobre todo de rostros.  Alba Lucía vive  hace muchos  años en Cartagena, donde  con su esposo, además  de una linda familia, tienen una ferretería que les ha permitido tener una vida  próspera pero sin excesos. Dora,  toda una artista plástica,  además de bella, ha sido la que más ha acompañado a Margoth. Rosalba, ¿la niña?; tengo la idea que, en su juventud, era el vivo retrato de su madre  adolescente.

Fabiola ya  se había  casado  con Edilberto Salazar, pero  algún tiempo  vivió en su casa  paterna,  al igual que yo  lo hacía.  Recuerdo mucho  a su  Metodio,  que en paz descanse,  cuando  sufría  de eccema en la cara. Varios años  después  se curó  de esta enfermedad  y,  pronto,  le  detectaron  una  insuficiencia renal  que  lo  acompañó  el resto  de  su  vida,  y  que  lo  llevó  a la  tumba,  pocos  años  antes  de  morir  su  mamá, Fabiola. También recuerdo  a Darío, quien  varios  años después  se fue a vivir a Rusia y  allí  estableció  una  familia con  una  dama  de  dicho  país  y  tiene  una  empresa  de importación de flores, desde Ecuador y Colombia. El  resto de los hijos, exactamente hijas,  de  Fabiola y  Edilberto nacieron  después  de  que  yo  terminara   el  tercero  de primaria,  y   ellos   seguían  establecidos    en   la   cabecera   municipal.  Sé   que   mis hermanas   tienen  muy   buena  relación   con  ellas  y  que  algunas  veces  me  las  he encontrado,   en  alguna de  las  escasa  visitas a  mi  pueblo,   recibiendo  muy   buena atención  por parte de ellas.

Mario.   Por  muchos   años  fue  el  fiel  compañero  de  sus  padres,   sobre  todo  de Pacho,  en el manejo  de  la  finca,  la  carnicería y  la  tienda.  Varios años  después  de que terminé  mi tercero de primaria y, creo, cuando  ya esta familia se había radicado en Pensilvania, se casó y tuvo  varios  hijos.  Tengo  muy  buenos  recuerdos  de él y su sonrisa.  Hace  varios  años partió  para la casa del Padre;  paz  en su tumba  y fortaleza a todos los suyos.

Raúl.  El  hombre  de varias vidas, como el gato. Cuando yo viví en El  Congal Raúl estudiaba en Pensilvania, de manera  que en esos tres años fue muy  poco el contacto que   tuve    con   él,   máxime   que,   cuando    terminaba    mi   año   lectivo,    me   iba inmediatamente   para    donde    mis    padres,    en   el   Alto    del    Anime,   cerca   al corregimiento de  la  Arboleda. Sí  tengo  varias anécdotas  de  Raúl,   ya  más  adulto. Fue  novio  de  mi  prima,  prima  también  de  él, Soledad, hija  de  Alfonso y  Carlina. Raúl  tuvo,  que yo  recuerde,  tres accidentes  graves,  al punto  de que en todos  ellos hubo  muertos,   obviamente  no  fue  él  uno  de  ellos.  El  primero  lo  sufrió   por  las carreteras  del  Espinal  (Tolima), viajando en  una  Vans, recién  llegadas al  país,  se volcaron muriendo varias personas;  Raúl  solo sufrió  unas  heridas  superficiales en el rostro y se le dislocó una mano. Un  segundo accidente  lo tuvo  viniendo de Andes a Medellín, cuando  el bus  escalera  se volcó  y quedó  con vuelta  de campana sobre el río  San   Juan;   me  parece  verlo   llegar   a  mi   casa  con  su  ropa   hecha  hilachas  y mugrosa a más no poder;  contó que quedaron dentro  del río y que con esfuerzo  se pudo  salir  del bus y de las aguas;  afortunadamente no es un río muy  caudaloso; en este accidente  creo murieron dos  o tres personas.  El  último,  y más  grave  accidente lo  tuvo  regresando de el Fresno  (Tolima) a Pensilvania, luego  de acompañar a un equipo  de fútbol  de mi pueblo  que enfrentó a otro de este municipio, venían  en un bus  escalera  no menos  de treinta  personas,  se salió  de la carretera  y  rodó  por  una pendiente  unos  veinte  o treinta  metros,  dando  vueltas  de  campana;  Raúl   iba  con Soledad, su novia,  en la segunda banca y esta falleció  mientras  que él solo sufrió  un rasguño en  la  cara.  Obviamente que  el  mayor   dolor   de  él  fue  la  pérdida  de  su novia,  de un  cuñado,  Manuel  Antonio, del  primo  Ovidio Salazar; de los  diecisiete muertos.  Dolor que sintió  toda la ciudadanía, incluso las colonias  pensilvaneñas de todas  partes.  Hoy, Raúl,   tiene  una  muy   linda  familia con  Bernarda,  y  disfrutan gratamente  de nietos.

Elí.  El  solterón  de Julia.  Lo  recuerdo  ya  de adulto.  Vivió algún corto tiempo  con nosotros   en  Medellín, y/o  venía   con  frecuencia   a  mi  casa,  cuando   laboraba   en Postobón   en  algunos de  los  municipios cercanos.  Ya hace  varios   años,  ¿más  de diez?,  se ancló  en la cabecera de nuestro  municipio a disfrutar de su jubilación y a acompañar los últimos días  de su madre,  Julia.  Aparte de los achaques  propios de los años, creo que disfruta de buena salud.

Hernando. El  menor  de los hijos de Francisco y Julia.  Cuando yo fui  a estudiar  al Congal, él prontamente  salió  para  el seminario, no coincidiendo mi  estadía  con los pocos  regresos  suyos  a vacaciones. Incluso, creo que no me he visto  con él más  de dos veces. Sé que tiene una muy  linda familia y que tiene una próspera empresa.

Dolly. La  compañera inseparable de Francisco y Julia.  Abnegada, servicial, atenta. La  vemos  con alguna frecuencia  en Medellín, porque  su hermana  Alba la trae para chequeos  médicos.  Alojándose donde  Margoth y, a la vez,  visitar sus  familiares del tronco Salazar Jaramillo.

Alba. Es el vínculo más estrecho que se tiene entre las familias de Roberto  y Sofía con  la de Pacho  y  Julia.  Sin  dejar  de reconocer  que igual intensidad mantiene  con las demás  familias del clan Salazar Jaramillo. Alba, como nutricionista que es y muy competente,  trabajó en Bienestar  Familiar de Rionegro, y luego  en Medellín. Desde ambas partes compartía con frecuencia  con nosotros, hasta que alcanzó su jubilación y  se asentó  a vivir en Pensilvania. Le  tocaron  los  últimos meses  (¿casi  dos  años?) para  estar  con  su  madre  Julia,  junto  a  Dolly, Elí,   Raúl   y  toda  la  descendencia y ascendencia que vivía en mi pueblo.

Socorro. La menor de las hijas de Julia.  Vivió varios  años con nosotros en Medellín. Hace  más de dos décadas  se radicó  en Bogotá,  cerca de Augusto, Kiko, Hernando, y demás  familiares.

Augusto   y    Francisco   (Pachito).   Mis    tres    años    de    estudio    los    compartí intensamente  con  ambos.  Fueron  muchos  los  mandados que  hice  con  uno  u  otro estando  en El  Congal. Encerrar los  terneros  al  caer  la  tarde,  traer  las  vacas  en la mañana   para   el  ordeño,   traerles   pasto,   …  Recoger   Lengua  de  Buey   para   que Francisco, padre,  se bañara  sus  pies.  Cómo olvidar las  ‘carreteras’  y  carros  de lata de  sardina que  hacíamos   en  el  patio  para  entretenernos.  Las  vueltas   a Colombia con    tapas    de   gaseosa    cubiertas    con    parafina.   Las    canicas…    .   Los    paseos programados  por   la  escuela.   Desde   que  terminaron  el  bachillerato, Augusto  y Pacho,  se radicaron en Bogotá  para  hacer  los  estudios  superiores y  ejercerlos  con lujo de detalles.  Ambos tienen una muy  linda familia y, creo, Augusto ya es abuelo.

7.  Familia Salazar Jaramillo, segunda parte

Carlina

Casada con Alfonso Henao,  sí, pariente  de mi  papá,  casi  hermano.  Al igual que Julia,  Bernarda, Aura y mi mamá,  Carlina era una mujer de hogar,  hogareña;  ese era su  rol,  atender  todo  lo de la casa para  bienestar  de toda  la familia, incluyendo los familiares y amigos que llegaran de paso o por una temporada, como fue el caso mío, que estuve en esta casa casi un año de los tres que estudié en el Colegio Nacional del Oriente  (de Caldas). Alfonso y Carlina, ya fallecidos ambos,  tuvieron los siguientes hijos: Soledad(†), Rosita,  Carlina, Alfonso, Marco Antonio(†), Humberto(†) y Lucila. Compartí con  esta linda familia muchos  meses  durante  mis  tres primeros años  de Bachillerato que realicé  en Pensilvania. Con  todos  y cada  uno  compartí, aunque  en menor cuantía  de tiempo, con Alfonso padre, puesto que fue trasladado a trabajar en la Cárcel de Manzanares. Recuerdo a Carlina mamá  como aquella  mujer  abnegada, trabajadora,  serena, atenta al devenir de todo el hogar  (aseo, alimentación, vestido, tareas  de  los  pequeños,  …, atención  y  acogida a  tanto  visitante que  llegara   a  su casa).  Recuerdo la  responsabilidad de Soledad y  Carlina hija  con  sus  obligaciones de estudiantes (prontas  a realizar sus  tareas, los trabajos  asignados y el estudio  de las  lecciones  del  día  siguiente), sin  dejar  de ayudar a su  mamá  en funciones de la casa. Alfonso también  era buen estudiante  y obtenía buenas  notas, pero encontraba, conmigo, distracción jugando fútbol o bandera, o escondidijo en la calle o en potreros cercanos.

A Rosita  la recuerdo  más acompañando a su mamá que estudiando, porque, desde siempre,  sufrió  mucho  de los pies; aún hoy, tiene que tener un máximo cuidado con ellos  y estar en frecuente  revisión y tratamiento  médico.  A todos  les tengo un gran aprecio,  incluso a los  que  ya  se nos  adelantaron en el camino  al  Cielo. Recuerdo gratamente  algunas tertulias  que hacíamos  todos alrededor del fogón,  con una taza de chocolate  o café, cuando  compartíamos temas  varios,  que nos  enriquecían. Hay una  anécdota  de Carlina mamá  con  su  sobrino  Alcides, hijo  de Bernarda y  Pedro Nolásco García, que contaré  más  adelante.  Carlina, Alfonso y  sus  hijos  vivieron la mayor  parte de sus vidas, en la casa donde vivió y murió  mi abuela Susana  Jaramillo. Carlina hija y Alfonso hijo realizaron sus estudios  universitarios en Bogotá,  Carlina se  graduó en  derecho  y  Alfonso  ¿administración? Carlina  ejerció  la  mayor   parte de  su  carrera  como  Notaria del  vecino  municipio de  Samaná,  Caldas. Ya Alfonso papá  jubilado, vendieron la  casa  de  casi  toda  la  vida,   que  quedaba  a  dos  largas y  pendientes cuadras  de  la  plaza principal y  compraron una  muy   cerca  de  esta; estando  allí,  murió  Alfonso papá.  Lucila se casó  y  está viviendo en Manizalez, y allí  recaló Carlina con su madre  y con Antonio, su esposo y su hijo Nicolás. Carlina mamá  murió  hace unos  dos años.

Aura

Casada con  Juan  Bautista,   hermano   de  mi  papá  y  un  poco  mayor   que  él.  Sus hijos  y  los  de  Roberto  y  Sofía,  es decir,  nosotros,  tenemos  la  misma   sucesión   de apellidos. Por  este motivo, se procuró tener cuidado al  bautizar sus  hijos  para  no repetir nombre. No es el caso mío, porque Juan y Aura tuvieron un niño y le pusieron por nombre  Libardo, y se les murió  muy  joven. Cuando yo nací, este fue el nombre que me pusieron.

Bernarda

Casada con  Pedro  Nolasco García. La  menor  de  la  casa,  le  gustaba  la  política, como a mi papá. Siguiendo la posición de Pedro  Nolasco, los hijos mayores  tuvieron una escolaridad mínima y solo los últimos, especialmente la mujeres,  terminaron la secundaria. Fue  una mujer  admirable, que le tocó padecer  los embates de las FARC durante  la toma, encerrada  durante  tres días  en un sótano.

Elvia

Soltera.  Puñetera.

Nidia

Hija  de Jesús María, hermano  de Pedro, bisabuelo materno y de Antonia, hermana de  Susana   Jaramillo, es  decir,  prima   doble  de  mi  mamá.  Como su  madre  murió durante  el parto, mi mamá Susana  la recibió  como a una hija. Aunque no era hija de sangre  de Pedro  y Susana,  se levantó  en esta familia y se le ha considerado como la hija menor, tanto o más querida que los demás  hijos. Ya es abuela.

Arturo

Sí, el esposo  de Matilde, primero, y a la muerte  de esta, de Inés.  Fue  arriero  casi toda  la  vida   y  finquero   en  Puente  Linda en  sus  últimos años.  Durante un  corto tiempo  fue Inspector  en Arboleda.

8.  Familia Salazar Jaramillo, tercera parte

Carlos (Luis Carlos)

Supe   de  su  nombre   compuesto  ya  viejos   los  dos;  sí,  hace  unos   pocos   años, cuando  lo acompañaba a realizar algunos trámites  financieros en Bancolombia. Fue mi    padrino   de    bautismo,   junto    con    la    tía    paterna    Amalia.   Ha     tenido responsabilidad familiar desde muy  pequeño,  ¿desde los ocho, más o menos?

Fui  consciente  de él cuando  tuve  el accidente  en El  Anime y  me alojaron  en su casa de Arboleda por unos dos meses. En ese entonces era arriero de mulas, fundamentalmente entre  la  Arboleda y  Pensilvania (cabecera  municipal) o  entre aquella   y  la  cabecera  municipal de  Nariño (Antioquia). Lo  conocí  arriero  de  sus propias  mulas    y,   poco   después,    dueño   de   una   tienda   de   abarrotes   que   fue mejorando  y  llegó  a ser una  de  las  principales del  pueblo.  Con  asiento  en ella  se convirtió en un importante comerciante  de café, comprándole a los pequeños caficultores y  vendiéndolo en volumen en Nariño o en Sonsón.  Su  casa  era donde llegábamos los  miembros de  la  familia de  Roberto  y  Sofía,  cuando   uno  u  otro  o varios   íbamos  a  Arboleda, por  un  día  o  por  varios.   Siempre   bien  atendidos por Magnolia y los suyos.

Carlos ha sido  el tío más  cercano  a nosotros;  sí, contando  los  Henao  Mejía  y los Salazar Jaramillo. Y ha  sido  también  un  ejemplo  a seguir  por  su  laboriosidad, su tenacidad, su solícita  disposición para servir  a los demás,  sin importar nada.

Alrededor de los ocho años de su vida  le tocó asumir las riendas  de la familia, sí, de sus  hermanas  y  de su  madre.  Poco  tiempo  antes su  papá,  Pedro  Salazar murió dejando  viuda a Susana  Jaramillo y huérfanos a: Arturo, Elvia, Aura, Sofía, Bernarda, Carlos, e incluso a Nidia, quien  se levantó  en el seno de esta familia. Arturo ya tenía obligación, lo que le hacía difícil ver por ellos.

Me cuenta  que trabajó  con  mi  papá  en El  Higuerón (finca  donde  nací)  y  en sus alrededores  de  este  sector  muy   frío  del  departamento  de  Caldas,  dentro  de  la jurisdicción del  municipio de  Pensilvania. Arriaba bueyes,  quemaba  madera  para hacer carbón, etc.

Accidente del bus de escalera yendo  de Sonsón  a Nariño.

Muchas, muchísimas veces  Carlos usó  el transporte  en bus  de escalera;  muchos fueron  los  recorridos que hizo  en ellas  desde  el paraje  Puente  Linda hasta  Nariño y/o hasta Sonsón;  y, por supuesto,  el recorrido de regreso.  Para  el momento  de este accidente  que narraré,  del Corregimiento de Arboleda (donde  vivía con su familia) hasta Puente Linda se desplazaba a lomo de mula  o de caballo.  Mucha  gente lo tenía que hacer a pie. Recorrido que demoraba  cerca de dos horas.

El  caso fue que, un día partió  en la segunda banca de un bus escalera, de Sonsón hacia  Nariño y, apenas  pasaron  las  partidas para  el Municipio de Argelia, bajando por una  pendiente  empinada, el carro  perdió  los frenos  y el conductor no encontró más solución que tirar  el vehículo contra la barranca  que tenía al lado  derecho  (por la  izquierda  era  ir   al  precipicio).  El   carro   dio   vuelta   de  campana,  dejando   a prácticamente todos  los  pasajeros  y  el  chofer  debajo  de  él,  y  se incendió. Carlos quedó  aprisionado en  los  pies  y,  sobre  todo  en  el  izquierdo estaba  muy   herido, quizás quebrado.  Superando el dolor  que  tenía  y  que  se incrementaba no dejó  de hacer fuerza hasta zafarse y arrastrarse varios metros, temiendo que las llamas se incrementaran o estallara  el motor.

Fue   traído   a  Medellín,  donde   le  hicieron   los  procedimientos  adecuados  y  lo vendaron. En  mi  casa  lo alojamos  por  más  de cuatro  meses  en su  convalecencia y tratamiento   de  las  heridas   de  ambos  pies,  sobre  todo  el  izquierdo.  Magnolia,  en varias  ocasiones   estuvo   con   nosotros   atendiéndolo  y   acompañándolo; alguna familiar o  amiga   se  quedaba  cuidando sus  hijos,  aún  pequeños.  En  la  Clínica  el Rosario, donde  permaneció mucho  tiempo,  era necesario  acompañarlo durante  la noche.  Una  vez  Silvio Botero  se ofreció  para  acompañarlo, pero  a Carlos le estaba yendo  mal.  Parte  del  trabajo  de  acompañamiento era  sostenerle  uno  de  los  pies, enyesado   hasta  más  arriba   de  la  rodilla,  en  el  cual  había  tenido   tres  fracturas. Mientras   Silvio sostenía  el  pie,  se  desmayó  y  quedó   colgado,  dejando   a  Carlos tratando  de llamar a las enfermeras  para  que lo libraran de semejante colaborador. A lo mejor Silvio no aguantó  el olor que despedía la pierna.

Carlos  quedó   con  dificultades  en  ambos   pies.   Tuvo  heridas   que  le  duraron muchos   años   para   sanar.   Aún  hoy   día,   sufre   sobremanera   de  una   deficiencia significativa en  su  rodilla derecha,  que  le  impide  caminar de  forma  normal.   Sin embargo,  nada lo detiene. Este 31 de Diciembre de 2018 cumplió 95 años, con plena lucidez y capacidades, salvo  lo de la rodilla. Lo  celebró  con prácticamente toda su familia en la Costa  Atlántica, por los lados  de Coveñas.

Con  los rendimientos de la tienda  de abarrotes  y la compra  y venta de café, pudo comprar algunas  fincas  y  ganado   vacuno. Hoy  no  posee  nada  de  ello  porque  se desplazó  con   su   familia  a   Medellín,  a   fin   de   darles   educación  a   sus   hijos. Inicialmente vivió  en  una  casa  alquilada en  el  Barrio   Buenos   Aires, cerca  de  la estación  de Bomberos.  Luego compró  casa  en el Barrio  Simón  Bolivar de una  sola planta,  la  que  posteriormente  reformó,   construyendo  un  segundo piso  y  medio, donde  se  trasladó   a  vivir,  alquilando el  primer piso.  Posteriormente vendió  este piso.  Hace  unos  pocos  años,  por  la obligación de evitar  el uso  de escalas,  compró un  apartamento   (tanto  o mejor  que  una  buena  casa)  de  primer piso  en  Laureles, cerca de donde  yo vivo.

La  familia de Carlos y Magnolia

Si  hay  que calificar con una  sola expresión la familia de Carlos y Magnolia, es la sensibilidad social  que tienen, quien  más quien  menos,  pero en grado  sumo,  todos. Su  hijo  mayor,  Carlos Augusto, ha entregado  su  vida  al servicio y  bienestar  de las tribus  indígenas del departamento, por qué no decirlo,  del país.

Su hija mayor,  Alba Lucía, entregó por muchos  años su conocimiento de enfermera a gente humilde de los  departamentos de Nariño y  Cauca, a través  de una  ONG; hoy,  como funcionaria de las Empresas Públicas de Medellín, procura mitigar a las familias más  vulnerables, que  se vean  afectadas  por  el proyecto  hidroeléctrico de Hidroituango.

Carlos tiene un hijo que lo emula  con creces en lo comercial, Orlando, quien  tiene unos  prósperos negocios  en Tierra  Alta,  departamento de Córdoba.

Su hijo, Jaime Alberto, fue un eficiente empleado del tío materno, Alirio Jaramillo, se independizó y fue próspero  comprador y vendedor de tripa para embutidos, pero se sobredimensionó con  la adquisición de una  finca  en Vegachí y  le tocó terminar con negocio  y  con la finca.  Hoy tiene una  buena  empresa  de fabricación de bolsas plásticas.

Alonso Salazar Jaramillo. Sí,  el que  fue  alcalde  de  Medellín en el período  2009 a 2011. Un  excelente  periodista, conocedor  como  el que más  de la problemática de los  barrios  calientes  de  la  ciudad. Con   María  Emma Mejía,  creo  el  programa  de televisión, Arriba mi  Barrio.  Es  el autor  de No  nacimos  pa’ semilla, La  parábola  de Pablo,  y otros. Todo  en él transpira un sentido  social.

Teresa.  Chelesita del  Corazón de Jesús.  Se casó con  su  primo  Gilberto Gómez y tiene una familia echada  para adelante,  incluyendo a Julianita, quien  a pesar de sus problemas de salud,  es un ejemplo  por su tenacidad y empuje.

María  Elena.  Casada con Alberto Cossio, tienen una excelente familia y montaron una fábrica  de confecciones. Ella  se preocupa por sus padres  y sus hermanos.

Fany  Estella.  Labora hace varios  años con Comfama, enamorada de dinamizar la recreación  y el crecimiento a través  de las familias; preocupada de cómo mejorar  el estándar  de vida  de tantas  personas  adscritas a esta caja de compensación, que es líder  en el departamento y en el país, y en la cual Estella  juega un importante papel.

Dora.  Recuerdo mucho  la preocupación de Magnolia por que esta, su niña, se iba a quedar  hablando como en secretos. Sí, hasta los tres años, solo hablaba por susurros. Pero luego  de los tres se normalizó su hablar.  Se casó muy  joven y pronto se traslado a vivir, con su esposo, Jaime,  a los Estados Unidos. Allí tienen un próspero  negocio y ya sus tres hijos son profesionales.

Marta.  La   hija  menor,  es  una  enamorada  del  arte  y  en  este medio   se  mueve. Terminó Comunicación  Social  y  ha  trabajado  en  este campo  en  varias empresas, entre ellas Corantioquia.

Gustavo. Dejé  para  lo  último  este miembro  de la  familia de Carlos y  Magnolia, porque  significó un  momento  de dolor  para  toda  esta familia, para  la  mía  y  para tantos   familiares  de  uno   y   otro  tronco.   Sí,   Gustavo  nos   dejó  muy,   pero   muy temprano,  era apenas  un niño,  quizás un bebé, cuando  murió  al ingerir un poco de gasolina. En  Arboleda no había  los medios  para  contrarrestar el efecto letal de este producto  y   la   lejanía   de   cualquiera  de   las   cabeceras   municipales,   Nariño   o Pensilvania, precipitaron su muerte.

9.  Mi  accidente en  El Anime

Si  mis  cuentas  no me fallan,  era el año 1954, en las  vacaciones de mitad  de año. Finalizando Junio  o principios de Julio.  Yo aún  no estudiaba,  pero mis  hermanos  y primos mayores  (los  de Juan  y Aura) sí estudiaban y disfrutaban con nosotros  sus vacaciones.

Estábamos jugando y  compartiendo en una  manga  arriba  de nuestra  casa, cerca de la Ramada de don  Benito.  Eran  las  primeras horas  de la tarde.  Tal  vez  las  tres. Cuando Eva  se encontró  un  pájaro  muerto  y  amenazó  con  tirármelo; yo,  tratando de esquivarlo, salté hacia  un  desecho  (atajo que se va  creando  por  la pisada  de los humanos cuando  tratan de acortar  los caminos), con tan mala  suerte que caí en un pequeño  montículo de tierra  que  no aguantó  el golpe  y  se desprendió, lo  que  me precipitó barranco  abajo más de veinte  metros. En  algún momento  de ese recorrido perdí  el conocimiento, cayendo  otro metro  y  medio  o dos  sobre  una  piedra  (roca) incrustada en el camino  de herradura. El  golpe  contra la piedra  fue directamente en la cabeza,  lo que me originó un  hundimiento y, afortunadamente, un  rompimiento del  cráneo  encima  de la frente. Digo que afortunadamente, porque  por  ahí  boté la sangre, prácticamente toda la sangre que derramé por el golpe. Sí, creo que no quedó prácticamente nada de ella dentro de mi cráneo.

Todo  esto lo cuento haciendo  composición de lugar  y de circunstancias y acopio de algún comentario de mi familia, porque lo que sí recuerdo  es que: un día me desperté y no fui capaz  de pararme  ni de reclinarme en la cama; y que la sábana y la almohada estaban ensangrentadas. Llamé a mi mamá  a viva voz  y ella acudió  presurosa a mi llamado. Fue  cuando  empezó  a contarme  lo que me había  sucedido. Supongo que a toda mi familia se le aligeró,  aunque  parcialmente, su angustia, puesto  que podía hablar.

Sé  que  ese día  estuve  reducido a la  cama  y  muy  bien  atendido   por  todos  mis familiares. Me cuentan  que alguna vecina  de la vereda  me hizo  unas  curaciones de primeros auxilios, mientras  yo estaba inconsciente.

No   sé  si   ese  mismo   día   o  al   siguiente,  me   trasladaron  a  la   cabecera   del corregimiento (Arboleda,  Caldas),  en  una   camilla  improvisada,  construida  con varas   delgadas y  resistentes  de  algún árbol  y  con  sábanas.  El  recorrido,  por  un camino  generalmente estrecho  y  lleno  de  canalones,  que  dificultaban  el desplazamiento de  los  cargueros con  la  camilla y  el  peso,  aunque  liviano, de  mi cuerpo   y   el   cuidado  de   no   lastimarme,  creo   que   se   duplicó  en   el   tiempo, demorándose más de dos horas.

Creo   que  llegaron  directamente al  puesto   de  salud,   donde   me  atendió   Tulia, enfermera  veterana,  porque  no había médico  ni otro personal paramédico. Tulia me siguió haciendo   curaciones, pero  ya  en  la  casa  de  Carlos mi  tío  y  de  Magnolia, quienes  muy  abnegadamente me acogieron  y  destinaron una  alcoba  para  mí.  Dos

meses largos  fui  carga  para  ellos,  pero  solo  recibí  sus  atenciones  y esmeros  por  mi bienestar.

Pondero sobremanera  la abnegación de Magnolia para atenderme, cuidarme, alimentarme, asearme.  Por  soportar  estoicamente  que  le  tirara  huesos  de  pollo  y sobras   debajo   de  la  cama   cuando   me  fui   hastiando  de  dicha   comida,   por   lo repetida.   Entiendo  que  mucha   parte  de  esos  pollos   los  proveyeron  mis   padres, quienes  se hacían  presentes  con mucha  frecuencia,  a pesar  de tener que atender  la finca (mi papá)  y los quehaceres  de la casa (mi mamá),  ya que aún no estudiábamos mi  persona,  ni  Sofía,  ni  Rogelio, ni  Miguel Ángel; amén  de proveer  alimento  para los varios  trabajadores  que acompañaban a ‘Don  Roberto’,  mi  padre,  en las faenas. Para  ese entonces  no  había  nacido   Ildefonso, ni  mucho  menos  Matilde, quien  lo hizo  en el sector de La  Española, del Municipio de Nariño, Antioquia.

La  primera  consecuencia que  sufrí  del  accidente,  fue  la  pérdida de  movilidad, afortunadamente temporal,  de  mi  mano  y  pie  izquierdos. Sí,  el hundimiento y  la herida  fueron  hacia  el costado  derecho  del cráneo, parte que controla  la motricidad y  sensibilidad de todo  el costado  izquierdo del  cuerpo.  Estuve más  de seis  meses con mucha  dificultad para  caminar y para  usar  la mano  izquierda. Aunque me fui recuperando paulatinamente, quedé  con la secuela  de tener menos  fuerza  y menos masa muscular en el pie y brazo  izquierdo. Desde  ese entonces cojeo y tengo menos motricidad y plasticidad en sendos  miembros. Sin  embargo,  esto no fue óbice para realizar toda actividad de niño,  ni de joven, ni de adulto.  Como niño  no me quedé a la saga de ningún compañero o familiar en los juegos,  caminatas,  varas  de premios. Sí,  jugué  mucho  fútbol,  no tanto en calidad pero  sí  en cantidad. Troté,  jugué  algo de basquetbol  y de voleibol, pero  con poco  éxito.  También lo intenté, aunque  muy torpemente,  jugar  béisbol  y tenis de campo.  No  aprendí a montar  en bicicleta.  Si he sido  muy  buen  espectador  de casi  todos  esos deportes,  sobre todo en las  “grandes ligas”.

Tampoco he tenido  dificultades significativas con la parte intelectual  y emocional. No  perdí   ningún año  lectivo   y  alcancé  título  universitario en  Administración  de Empresas en EAFIT.

Fueron  muchos  los adultos  que, con posterioridad a este evento, me manifestaron que  yo  ‘estaba  viviendo de  flor’.  Quizá estén en  lo  cierto,  pero  yo  siento  que  he tenido  una  vida   normal   como  la  inmensa mayoría  de  los  humanos. Doy   gracias al  Altísimo por  ello  y  a mi  familia porque  nunca  sentí  un  trato discriminatorio ni

preferencial por mi condición.

10.  La  Arboleda (Caldas)

Es  un  referente fundamental de la familia de Roberto  y Sofía  y de muchas otras familias   allegadas  y/o   amigas.  Hace    parte    del    Municipio   de   Pensilvania. Pensilvania  está  en  el  oriente  de  Caldas y,  Arboleda  es  el  más  oriental   de  sus corregimientos. Limita  con  el  Departamento  de  Antioquia, con  el  Municipio  de Nariño en el Corregimiento de Puerto  Venus.

Cuando mi  familia vivía en el Alto  del  Anime (Caldas) y,  luego,  en el paraje  La Española  (Antioquia),  el  punto   obligado  para   mercar,   ir  a  Misa,   tomarse   unas cervezas   o  unos   aguardientes,  encontrarse   con  amigos  y  familiares  los  fines  de semana,  era Arboleda.

Es  un  pueblo  que  la  conforman calle  y  media.  Una  calle  larga  que  va  desde  la entrada   del   camino   de   Pensilvania  hasta   la   salida   para   Puerto   Venus  y   sus alrededores. Y la media  calle es la que está paralela  desde  la plaza por la extensión de una  sola  cuadra.  Dicho de otra manera,  Arboleda está asentada  en todo un  filo de  una  de  las  estribaciones  de  la  cordillera central;  estribación  que  nace entre los ríos Dulce y Samaná  Sur.

El  río Samaná  es el límite  natural,  por  este sector del país,  de los departamentos de  Antioquia y  Caldas. Nace  arriba  del  corregimiento de  Samaria (Pensilvania), pasa  por  los  pies  de  la  vereda  La  Española (Antioquia),  recibe  varios   riachuelos (nosotros  los llamamos ‘quebradas’), también  recibe  del  lado  de Antioquia los ríos Venus  y  San  Pedro   y  el  Riodulce  (de  Caldas). Ya  con  este  caudal   pasa  por  el corregimiento de  Puente  Linda, Nariño, donde  hay  un  puente  alto  que  comunica los dos departamentos, por una carretera aún sin pavimentar, que va hacia  Dorada. Debajo  del  puente  hay  un  muy  buen  charco  para  bañarse  y practicar la natación  y los  clavados.  Esta  fue  por  muchos   años  la  ruta  que  comunicaba a  Medellín  con Bogotá.  Por  ahí  transitaban buses  de Rápido Tolima y  la  Flota  Magdalena. Ahora solo   se   dispone  de   transporte    público  con   la   Empresa   Sonsón-Dorada   que comunica  a  esta  última  con  Medellín. Hay  dos  anhelos   insatisfechos  para   esta región:   Uno,  parece  que  muy   poco  probable,   de  construir una  represa  abajo  de Puente  Linda y  el otro,  seguramente que  sí  se realizará, pero  no  se sabe cuándo,

que es la pavimentación de Nariño a Dorada. A la fecha, de Sonsón  a Nariño, faltan por  pavimentar unos  cuatro  kilómetros, en dos  tramos,  situación que lleva  más  de diez    años   incumpliendo.   El    actual    gobernador,   hace   más   de   dos    años   se comprometió  que  no  demoraba   más   de  un   año  en  realizar  la  pavimentación. Incluso, hace unos  meses circuló la versión de que también  pavimentaría la entrada a los termales  del Espíritu Santo,  para  dinamizar este polo  vacacional. Es  aún,  una promesa  incumplida.

11.  Puerto Venus, Nariño (Antioquia)

Antes  de que hubiese  carretera  de penetración hasta  aquí,  este corregimiento de Nariño (Antioquia), era más  pequeño  que la Arboleda (Caldas) y,  aunque  estaban cerca, menos  de una  hora a caballo,  no era el camino  expedito  para  llegar  a Puente Linda desde Arboleda, porque  era más directo  por el camino  de El  Verdal.

Para  ese  entonces  era  una  plaza al  frente  de  la  iglesia, casas  y  cantinas   a  su alrededor, unas  casas,  no  más  de  ocho  o  diez  a  la  entrada  desde  el  río  Samaná, otras  pocas  casas  saliendo hacia  el sur,  una  casa  grande  al  frente  del  puente  que comunica el camino  hacia  la Arboleda y otras pocas esparcidas.

Desde   que  llegó   la  carretera,   el  pueblo   se  ha  ido   dinamizando,  se  nota  su desarrollo. Ya hay  placa  deportiva, hay  un barrio  con vivienda de interés social.  Ha crecido,  indudablemente, cosa que no puede  darse en Arboleda.

12.  Pensilvania (Caldas)

Municipio  ubicado  al  oriente   del   Departamento  de  Caldas,  limítrofe  con   el Municipio de Nariño y Sonsón  (Antioquia), por el río Samaná  Sur.  También con los municipios caldenses  de  Manzanares y  Marquetalia,  por  el  río  La  Miel;  Samaná, por el río Tenerife;  Salamina y Aguadas por el río Arma.

Aunque  hace   más   de   una   década    hay   carretera   que   comunica  a   Nariño (Antioquia) con  Pensilvania (Caldas), es estrecha,  destapada y  muy  deplorable su mantenimiento.

Marco   Fidel  Suarez pasó   por  esta  población,  camino   a  Bogotá,   antes  de  ser elegido  presidente  de Colombia. Tiene  amplias zonas  cafeteras, también  ganaderas, paneleras  y de pan coger. También se explota  algo  de minería y turismo.

Aunque mi  padre  nació  en el municipio vecino  de Manzanares, desde  antes  de casarse,  centró  su  actuar   en  Pensilvania,  más  propiamente,  en  veredas   de  este municipio. Nuestra familia nunca  vivió en la cabecera municipal, pero sí lo hicieron y  aún  lo  hacen  varios   miembros de  las  familias de  mi  padre  y  de  mi  madre.  De hecho,  fue  en  casa  de  uno  u  otro  familiar que  vivimos muchos   de  los  hijos  de Roberto  y Sofía  mientras  estudiábamos, tanto la primaria como el bachillerato. Por varios    años   coincidieron   en   el   casco   urbano,    mientras    duraba    la   actividad académica, Pedro,  Rodrigo, Roberto,  Abelardo e Ignacio, al igual que Bertha en sus pocos años que estudió,  antes de dedicarse de lleno al hogar  paterno  y materno.

Existían dos  instituciones educativas de bachillerato, ambas  con muy  buen  nivel académico: La  Normal de Señoritas,  regentada  por monjas; y el Colegio Nacional de varones,  dirigido durante  muchos  años por hermanos  lasallistas.

En   la  cabecera  municipal vivieron  por  muchos   años  varios   grupos  familiares cercanos  a nosotros  e inclusive consanguíneos, y, por lo tanto, sus hijos se formaron ahí  académicamente en la educación básica,  esto es, primaria y bachillerato clásico o bachillerato normalista, las mujeres. Para estudiar  en alguna universidad era indispensable desplazarse a Bogotá, principalmente, o a Medellín. De todos los familiares, el único  que estudió  en Manizales fue Fernando Botero Henao.

En  Pensilvania vivieron y murieron Santiago Botero  y, su  esposa,  Susana  Henao Mejía,  hermana  de  papá,  en  Palmira, porque  una  buena  parte  de  esta  familia  se trasladó  a vivir en allí;  ya Fernando vivía en Manizales y Silvio en Medellín.

También vivieron y murieron nuestros  abuelos paternos,  Benjamín y Susana. Igualmente, vivieron Alfonso y Carlina. Aunque a aquel  le tocó trabajar en la cárcel del  Fresno,  Tolima, por  varios  años,  pero  nunca  se llevó  a vivir su  familia, pero  sí pasaron   temporadas  de  vacaciones  con  él.  Alfonso,  ya   jubilado,  trabajaba   con madera    elaborando   ganchos    para    ropa    y   muchos    otros   objetos.   Murió   en Pensilvania. Carlina, viuda hacía  varios   años,  se trasladó   a vivir a Manizales,  en compañía Rosita,  de Carlina hija, su esposo y su hijo; ya para entonces vivía en esta ciudad su hija menor  Lucila con su esposo. Creo  que logró  disfrutar de esta ciudad cerca de cinco  años.  Viviendo en ella,  también  murieron Soledad, Manuel  Antonio y Humberto, hijos de Alfonso y Carlina.

Juan  Bautista,  Aura y  su  prole  vivieron por  muchos  años  en Pensilvania; allí  se les  murió,   muy   niño,  su  hijo  Libardo.  Nombre que  retomaron   mis  padres   para asignármelo a mí.  Después de 1960 se trasladaron a vivir a Bello,  Antioquia,  más precisamente en el sector de Niquia, después  vivieron en Las  Brisas,  un  barrio  de Medellín.

65.  Yavari (Laureles)

Ni Gabriela, ni yo pensábamos algún día vivir en Laureles. Pero, cuando  el 18 de Diciembre del año 2010, doña  Gabriela, mi  suegra  se trasladó  del Barrio  la Floresta a  vivir en  Laureles,  nos  tocó  pensar   en  salir   del  Barrio   Santa  Mónica   2,  donde vivimos por  más  de  35 años  y  donde  nacieron  nuestros  cinco  hijos.  Lo  digo  casi literalmente,  porque  los dos  primeros nacieron  en lo que para  entonces era el ICSS (Instituto Colombiano del Seguro  Social),  pero los tres últimos nacieron  en nuestro apartamento. Así se narra  en otro aparte de esta historia.

Luego  de   haber   buscado    por   muchos   sitios   y   mirado  más   de   30  posibles viviendas para  doña  Gabriela, Amparo, la hermana  de Gabriela, que vivía y sigue viviendo en  Bogotá,  pero  que  había  venido a  colaborar   en  la  búsqueda, sugirió explorar en Laureles, lo que significaba ‘palabras mayores’ para  casi  todo  mundo, incluidos Gabriela y yo.

En  este sector se visitaron unas  tres o cuatro  viviendas, incluso casi  se adquiere una  ‘porcelanita’  de  apartamento   que  encantó  a  casi  todos,  pero  era  sumamente pequeño   para  todo  lo  que  doña  Gabriela  tenía  en  la  Floresta   y  no  había  físico espacio  para  albergar,   ni  siquiera por  un  rato,  a  todos  sus  hijos,  nueras-yernos, nietos.   Tampoco  había   posibilidad  de   realizar  las   rutinarias  reuniones    de   la Comunidad que acogía  doña  Gabriela. Ni qué decir  de sus  muebles  y escaparates; habría  que  salir   de  todo  y  reemplazar todo.  Gabriela, Amparo  y  Olga  Lucía  no conciliaron el  sueño  y  se  levantaron con  la  decisión de  no  adquirirlo. Días   más tarde  se adquirió el apartamento  401 en el Edificio Torrevedra, Circ. 73 nro.  38-19, dos cuadras arriba  de Pepe Ganga de la Nutibara.

Ya definida la ubicación de doña  Gabriela, decidimos proceder  a vender  nuestro apartamento  en Santa Mónica  2 y buscar  cerca de ella. En  Noviembre de 2010 hubo un  acuerdo  de venta  y  Gabriela, ya  cansada  de tanta vivienda que había  visitado, quiso    que   Marcela    nos   colaborará    en   esta   búsqueda.   Gabriela   conocía    un apartamento   en  Laureles, donde  estuvo  recibiendo clases  de  cerámica  y  era  muy amiga   de  la  señora  que  dirigía las  clases,  María  Elena  Mejía.  Para  sus  adentros, había  pensado   desde  que  conoció   ese  apartamento   que  sería  maravilloso  poder tener uno parecido. Y así fue, pero no uno parecido, sino el mismo  apartamento.

Desde    que   se   realizó  la   búsqueda  para   doña   Gabriela  en   Laureles,   este apartamento   tenía  un  aviso  de  arriendo. Por  lo  tanto,  mi  esposa  Gabriela, no  lo consideró,  pero  sí  llamó   a  María   Elena   para  que  le  suministrara  el  teléfono  de David  Figueroa, portero.  Al  indagarle para  qué,  le  dijo  que  quería   ver  si  había algún apartamento   en  ese  edificio   u  otro  cercano  para  la  venta,  a  lo  que  María Elena   le  dijo:  ¿por  qué  no  me  compras el  mío?  Ella   tenía  que  concretar  con  su hermana  Gloria, codueña,  el precio,  y cuando  llamó  a Gabriela, se había  dañado la venta de Santa Mónica.  Le dio pesar, pero deseó que finalmente  pudiéramos vender y  ella  no  haya   alquilado  ni  vendido,  porque   se  sentiría   muy   a  gusto   que  nos quedáramos con él. Cuando logramos vender,  Marcela  quería  explorar otras posibilidades,  pero  no  se  decidía  a  buscar,   hasta  que  yo  le  dije  a  Gabriela  que llamara a María  Elena  si no quería  perder  esa oportunidad. Efectivamente lo hizo  y se alegró  mucho  porque  ya  tenía  una  clienta  para  alquilárselo, pero  que  prefería venderlo y,  con mayor  gusto,  a nosotros.  Se cerró  el negocio,  y  con la cuota  inicial nos  estregó  llaves  y  nos  presentó  la  vecina  del  tercer piso,  Ana  Elisa Espinosa, la que nos recomendó  cuidar porque  vivía sola.

Febrero  22 de 2011, fue nuestra  primera noche  en Laureles, Circular 76 nro. 74-7 apto. 501, Edificio Yavari. Desde  entonces,  no nos arrepentimos y damos  gracias  al Altísimo por  este regalo.  Gabriela estaba lamentándose que ya  no tendría  el canto de los pájaros  que oía al amanecer en Santa Mónica,  ni árboles, ni verde.  La  mañana del 23 de Febrero  de 2011, la despertaron cantos de pájaros  y al asomarse  notó que al frente de nuestra  ventana  habían  frondosos y florecidos árboles; igual pasaba  con el costado  que da al llegar  al ascensor.  No  perdimos nada  de la naturaleza de Santa Mónica,  y ganamos espacio  y comodidad.

Este  es  un  edificio   construido en  1980, con  ocho  pisos  (9  con  el  parqueadero) y  solo  ocho  apartamentos. Cuando  llegamos, estaban  sin  habitar  los  apartamentos del  primero  y  el  cuarto  piso.  En  el  segundo vivían  tres  hermanas, las  Moncada

(Edelmira, Ruth  y Judith), inquilinas. Pronto,  el cuarto  piso  fue adquirido por doña Ligia Moreno,  quien,  luego  de hacerle  unas  pocas  reformas,  se pasó  a vivir con su hermano  Oscar  y Santiago, hijo  de éste. Más  tarde, el apartamento  del primer piso lo remodelaron y habitaron.  Así quedó  todo el edificio  ocupado.

Administraba el edificio  el morador y dueño del sexto piso, don Francisco J. Sierra.

2018

El  año 2018 ha sido  muy  duro  para  el vecindario del Edificio Yavarí, porque  uno de sus  moradores, joven  de apenas  23 años,  piloto  y estudiante  de administración, Santiago Moreno  Santos,  hijo de Oscar  y sobrino  de doña  Ligia,  moradores los tres en el apartamento  401, se le detectó un cáncer en la boca en Julio 2017, concretamente debajo de la lengua.  Aunque parecía  que se le detectó a tiempo  y que no avanzaría, se le  hicieron   dos  cirugías, y  la  última con  cortada  de  lengua,   raspada y  pegada de  nuevo,  que  lo  dejó  sin  capacidad de  hablar.  Varias sesiones  de  quimio que  le aplicaron parece  que no le obraron  nada;  por  lo que cambiaron a radioterapia; sin embargo,  se le detectó  metástasis  en los  huesos  y  le apareció  un  tumor  atrás  del cerebro.

Reconforta  ver la entrega y sacrificio que tuvieron tía, padre, madre, novia  y demás familiares, sin  ahorrar  ni  un  céntimo  de  esfuerzo  por  Santiago. Mas  reconforta  y anima   ver  la  actitud   con  la  que  Santiago afrontó  su  caso,  siempre   dibujaba una sonrisa  a flor  de labios,  frecuentemente  levantaba  el dedo  pulgar de alguna de sus manos  y,  aunque  no  hablaba,  se hacía  entender  y  animaba  a los  suyos.  Arruga  el alma  el deterioro  físico  que sufrió,  lo mismo  que el de todos  los suyos.  Denotaban angustia, desazón, impotencia y falta de sueño. Yo, cada que hablaba  con ellos, solo atinaba  a decirles  que tenían  que sentirse  satisfechos,  que no habían  ahorrado nada para acompañarlo y llevar,  junto con él, esta pesadísima carga.

El   25  de  Septiembre   de  este  2018,  a  las  7:13 pm,  recibí   el  siguiente  texto  en Whatsapp de Oscar  Moreno:  “Santi  ya se nos fue”.  Sí, se fue a disfrutar de la mejor vida,   la  Eterna   junto  al  Padre,   pero  nos  dejó  a  muchos   con  un  fuerte  dolor   de ausencia   temporal.   Para  Gabriela, nuestros  hijos  y  yo,  fue  un  revivir, de  alguna forma,  nuestro  dolor  por la partida de nuestro  Julián, hace más de 13 años.

Quizás para que se lea mañana.

Cada vez  que ojeo estos borradores hallo  nuevos  defectos en las poesías que escribí  después  de 1864. Bien  fácil  es que yo  no tenga  tiempo  para corregirlas. Hoy,  revisándolas por  casualidad, se  me  ha  ocurrido  que puede  caer este libro  en manos  de alguna persona  que no sepa  el poco aprecio  que  tenía  yo  por  los  versos  que  contiene;  y  eso, cuando  de  mí quede  sino  un  poco  de  polvo, podría ser  causa  de  que  no  se  supiera escoger  en estas páginas lo  poco  que  hay  bueno  de  lo  mucho  que  hay malo.  Mis  amigos Ricardo Carrasquilla  y  Miguel Antonio Caro   deben limar  lo que de este libro  quiera  publicarse.

Bogotá  24 de obre (sic)  de 1867. Jorge Isaacs.

Tomado de la separata  Generación de El  Colombiano, Enero  14 de 2018,

página 7.

3  Desgajando recuerdos

Por Ignacio Henao Salazar

En este texto se hace un recorrido por una parte de la historia de la familia Henao Salazar. En la parte inicial se informa sobre los abuelos y bisabuelos; posteriormente se hace un recorrido por las fincas en donde vivimos hasta llegar a Medellín. Esta parte se termina con La manga de Pioquinto, un relato sobre la arriería; después se recogen en orden alfabético una serie de anécdotas sin una conexión precisa y, por último, se narra  una historia cruel ocurrida en La Luz y con el cuento Francisca y la muerte, se le rinde un homenaje a mi mamá Sofía.

Manuel Jaramillo, nuestro bisabuelo materno, uno  de los  fundadores de  Pensilvania

Sobre  la  fundación  de  Pensilvania  y  el  papel   de  nuestro  ascendiente   Manuel Antonio Jaramillo, en la  familia hay  la  siguiente versión: como  el hombre  era  un cazador empedernido, quien  podía  perseguir una presa durante  varios  días,  en una de sus  de cacerías,  divisó, desde  la  cima  de la  Cordillera Central, el camino  entre Salamina  y   Honda,  en  terrenos   de  la   actual   Pensilvania,  por   donde   pasaban después   de  cruzar por  Sonsón,   Nariño, y  zonas   aledañas,   cuando   viajaban por mercancías  que  cargaban  a  la  espalda,   en  un  viaje  de  muchos   días.  Al otear  el horizonte,  descubrió  la  posibilidad de  hacer  el  viaje  en  menos  de  la  mitad   del tiempo   utilizado  en  el  recorrido  tradicional,  y   les  propuso  a  sus   compañeros explorar el nuevo  sendero.

Así, en  el  viaje  siguiente,  se  fueron   por  la  nueva   ruta,  pero  los  compañeros, sintiéndose perdidos,  se  devolvieron. Manuel   Antonio, algo  testarudo   como  sus descendientes, y convencido de que la nueva  vía  era más corta, siguió adelante. Fue tal  la  disminución  del   tiempo,   que  mientras   él  hizo   dos   viajes   a  Honda,  sus compañeros no  habían  terminado ni  uno.  Y como  la  nueva  ruta  cruzaba por  los terrenos  donde  hoy  está localizada la cabecera  municipal de Pensilvania, vieron  la posibilidad de fundar un pueblo,  y emprendieron su creación.

Al observar   el  mapa   de  Caldas,  se  ve  con  claridad  la  precisión  de  Manuel Antonio, cuya  habilidad para moverse  por entre las montañas  le permitió proyectar un   recorrido  más   corto  y   disminuir  en  más   de  la  mitad   el  tiempo   utilizado. Además, el de ser cofundador de Pensilvania.

Nota: A Manuel  Antonio Jaramillo le  otorgaban   la  fama,  hoy  antiecológica,  de haber cazado  la última danta  que había en Pensilvania.

Ancestros Henao Mejía

Como  dice   Rodrigo,  tenemos   sangre   de   colonizadores.  Nuestros  abuelos   y bisabuelos llegaron a Pensilvania a desbrozar la tierra. De todas maneras,  surge  una inquietud: ¿Cómo  se conocieron mi  abuelo  Benjamín con  la  abuela  Susana  Mejía? Ella  nació  en Manizales. A partir  de  un  proceso  de  inferencia, empatando relatos con  anécdotas,  nos  podemos   formar   una  idea,  ya  que  no  hay  quien  nos  dé  una información confiable.  Mi  papá  fue bautizado en Manzanares, pero  con seguridad nació  en  el  área  rural.  ÉL hablaba  de  una  finca  por  los  lados  del  río  Guarinó,  el cual:   “Nace   en  un  humedal  palustre   boscoso  con  turberas,   arbustos   y  maleza. Ubicada en la vereda  El  Páramo,  en la margen  derecha  sobre la vía  Marulanda-San Félix”, a “3.100 m.s.n.m,  y con una extensión  de 835 km2   es una cuenca compartida entre  los  Departamentos  de  Caldas y  Tolima”.  Mi  papá   recordaba   los  extensos cidrales,  con  cuyos  frutos  engordaban cerdos.  Esa  zona  queda  relativamente cerca de  Manizales; además,  el  narraba  dos  anécdotas  de  uno  de  sus  tíos  maternos,  a quien  le gustaba  mucho  el trago y se iba con sus amigos a beber en una fonda  de la vereda  El  Brasil, municipio de Herveo (Tolima), localizada en el Alto  de Letras,  a 3400 metros sobre el nivel  del mar. Me imagino que en ese tiempo  estaba a la orilla del camino,  pues  no debía  haber carretera. En  medio  de la bebeta, salió  a la puerta y les dijo a los amigos:  “Si  apago  la vela  soplando desde aquí,  no me tomo un trago más”.  Por  alguna razón,  la  vela  se apagó.  Ahí mismo,  dijo:  “Hasta mañana”. Sus amigos le decían  que  era una  chanza.  No  lo  pudieron convencer.  Si  podía  salir  a esas  horas  de  la  noche  era  porque   vivía cerca,  en  alguna finca  localizada en  el páramo.  Por  tanto, no quedaría muy  lejos  del  Guarinó, y  como  en ese tiempo  los noviazgos tenían  relación  con la vecindad, es muy  posible  esta explicación. El  otro suceso  ocurrió  en Honda, ciudad situada  en la misma  región.  Debe  haber ocurrido antes de lo de la vela.  Una  noche,  estaba con  un  amigo  tomando  licor  en la parte urbana,   y  para  volver a  la  casa,  debían   pasar   por  un  puente  peatonal   sobre  el Magdalena. Cuando caminaban por la mitad  del puente, el amigo  le dijo  que se iba a  suicidar. Ahí  mismo,   el  tío  lo  alzó  de  la  correa  para  ayudarlo a  sobrepasar   la barrera;  y el presunto  suicida reaccionó  furioso:  “!Ve este hijueputa, me va a tirar!”. Cuando le contó  la  historia a mi  papá,  le dijo:  “Vea Roberto,  yo  sabía  que  no  era capaz  de tirarse,  pero me hacía  amanecer  rogándole que no se tirara”.  Por  lo tanto, las dos familias Henao  Mejía vivían relativamente cerca, en una época en la que los enlaces   se   establecían    fundamentalmente  por   motivos  de   vecindad,  como   se corrobora  con la cantidad de matrimonios entre las mismas familias, que habitaban territorios  cercanos.

El Higuerón

Aunque   los   mayores    decían    que   nací   en   Quebradanegra,   una   vereda    de Pensilvania, mi  primera sensación  de habitar  la tierra  la tuve  en el Higuerón, una finca  que compartían mi padre  y su hermano  Juan,  en plena  cordillera Central. Por tanto, su clima  frío  la hacía  propicia para  el cultivo de papa  y la cría  de ganado  de leche.  Así mismo,   como  estaban  tumbando monte  para  abrir  potreros,  parte  del sustento económico  de las dos familias eran la quema  de carbón  y el aserrío.  Todos los sábados,  mi padre  enjalmaba  los bueyes,  los cargaba  con carbón, algunas rastras de madera,  algo  de papa  y unas  cuantas  libras  de queso,  para  vender  en el pueblo. Con  lo  obtenido  en la  venta,  compraba los  alimentos,  algunas  herramientas y  los tabacos que nunca  le faltaban.

Como son  recuerdos   de  la  infancia, todo  parecía  inmenso.   Era  una  casa  de  un solo  piso,  construida en  madera  y  con  techo  de  astillas   del  mismo   material;  sus piezas  eran amplias y tenían camas de diferentes  alturas,  y las más altas nos servían para  escapar  de Mamatoco,  uno  de los  ovejos  que criaban  en la casa, cuando  eran abandonados por las madres  o estas morían,  y, que, por lo general,  eran bravos.  De todos los espacios,  el más confortable  era la cocina, quizás por dos aspectos: tenía un granero  de madera  de varios  metros de largo,  donde  guardaban los alimentos para guarecerlos de  los  roedores.  Allí nos  sentábamos  a disfrutar la  merienda, comida que  no faltaba  en esa época,  por  cuanto  se desayunaba temprano,  tipo  siete de la mañana,  se almorzaba hacia  las  once y  se comía  a las  cuatro,  cuando  los  hombres regresaban  de sus faenas agrícolas. Además, el otro aspecto que hacía tan confortable la cocina  era su  amplio fogón  de leña,  que nos  daba  calor  para  soportar  el frío  de esos lares, antes de acostarnos.

En  ese tiempo,  como  no había  luz  eléctrica,  nos alumbrábamos con lámparas de petróleo, construidas de manera  artesanal:  en un frasco, como los de mermelada,  se echaba  el petróleo  y  en la tapa  se hacía  una  perforación, por  la cual  se introducía una  mecha  de tela o de pabilo;  igualmente, se utilizaban las velas  de parafina  o de sebo. De todas maneras,  la ida  a la cama era rápido, porque  las labores  empezaban al amanecer. A las cinco  de la mañana  comenzaba el ajetreo.

La  casa tenía un corral  amplio en semicírculo, que a la vez  servía  de patio, donde recogían  las vacas  y los ovejos para  las faenas propias del campo:  ordeñar,  esquilar, castrar   los  terneros,  marcar   los  animales.   El   corral   tenía  dos  puertas   de  golpe, construidas   con   orillos.  La    más   importante   conectaba   con   el   camino    hacia Pensilvania y servía  de entrada  tanto al corral  como a la casa, y la otra comunicaba con los potreros  aledaños  a la casa y al camino  hacia San Félix y a las fincas  vecinas, y   por   ella   entraban   las   vacas   de   leche.   Cómo  sería   el  frío   que,   cuando    los muchachos iban por las vacas  donde  don Aníbal Arango, esposo de doña  Argemira Mejía,  las  hacían   parar   con  el  fin  de  calentarse  los  pies  en  los  espacios   en  que estaban echadas  (andábamos descalzos). El  corral  tenía en el centro un bramadero o botalón,  en el cual  se amarraban los  animales indóciles o que  requerían  cuidados especiales.  Las  vacas  entraban  al corral  bramando para llamar a sus terneros y estos contestaban  formando tremenda  algarabía. Y,  en la  casa,  los  niños  más  pequeños nos poníamos a llorar  por el desayuno, o sea, que entre los bramidos del ganado  y el  llanto   de  los  hambrientos  se  organizaba  un  coro  digno  de  un  carnaval.  Así transcurría parte de la cotidianidad en nuestra  infancia.

Después del  desayuno, los  hombres  mayores  se dirigían a sus  labores  agrícolas: cultivar papa,  sembrar  maíz  y frijol,  derribar monte para  sembrar  pasto  y elaborar carbón  vegetal  con los troncos  derribados. Las  mujeres  se encargaban de todo lo de la casa: darles  maíz  a las gallinas y las sobras  de los alimentos a los cerdos,  cocinar, asear  la  vivienda,  lavar   la  ropa,  cuidar  a  los  niños;   y  estos  se  entretenían   con actividades   simples,   en   una   época   en   la   cual    no   había    ningún  medio    de comunicación, ni siquiera un radio.  Nos  entreteníamos  jugando con los ovejos, abandonados por sus madres,  que se criaban  dentro de la casa, y eran tan mimados que  nunca  salían  a los  potreros;  también  montábamos en argos,  un  perro  grande que  había   en  la  casa;  en  otras  ocasiones,   por   las   tardes,   nos   íbamos   con   las hermanas  y primas más grandes a buscar  fresas silvestres en los potreros.  De resto, corretear  por  el corral,  salir  a los  potreros  cercanos,  ver  correr  el río  y  deleitarnos con el retozar  de los cerdos  que se revolcaban en los pantanos.

A la  finca  la  dividía el  Río   Dulce,  a  unos   treinta  metros  de  la  vivienda,  un riachuelo de poco  caudal,  cuyo  rumor  arrullaba en la noche  a los  habitantes  de la casa,   en  cuyas   orillas  se  formaron  vegas,   sobre   las   que   descansaban  laderas convertidas en pastizales, que competían  con el mortiño,  la chilca  y otras malezas. De   estas,   disfrutábamos  las   moriscas,  que   salían    por   entre   las   peñas.   Eran deliciosas. La  casa quedaba  al lado  izquierdo, siguiendo la corriente  del río. Era  tan pequeño,  que lo podía  cruzar un  niño  de pocos  años,  como  era yo  en ese tiempo. Sin  embargo,  cuando  crecía, era muy  peligroso.

De  esa época, evoco  la convivencia con la familia de Juan,  no sé cómo podíamos organizarnos dos  familias tan  numerosas  en  ese espacio,  que  compartíamos  con perros  y  hasta  con  ovejos.  De  ese tiempo,  me acompañan anécdotas  que nunca  se borran  de mi  memoria. La  primera es ingenua, pero  se convierte  en el despertar  a un  mundo desconocido, extraño  al de la simple  infancia. Recuerdo, iba caminando con  mi  primo  Juan  Bautista  por  la  orilla  del  río,  junto  al  rancho  de los  marranos, vestidos  solo   con  unas   baticas,   que  nos   llegaban  hasta   el  suelo,   posiblemente herencia  de los  mayores.  De  pronto,  entre la corriente  del  río  apareció  un  hombre con un calabozo  en la mano,  persiguiendo a un  ser extraño,  de color  rojo, de patas delgadas, cabeza  erguida y  orejas  en  posición de  alerta.  Fue  tanto  el  miedo,  que corrimos hasta el rancho  de los marranos y allí  nos escondimos un rato.

Cuando creímos  que ya había pasado  todo, nos encaminamos hacia la casa, y cuál sería nuestra  sorpresa:  colgado de una viga  se encontraba  ese extraño animal y a su alrededor se había generado  una agria  controversia por saber quién era el dueño  del venado,  si el trabajador  de la finca que lo mató con su calabozo  o Benjamín Valencia, el cazador experto, quien  con sus perros  había  seguido sus huellas, perseguido por entre el monte y los pastizales hasta obligarlo a descender  hasta el río, en cuyo  cauce el arisco  y  astuto  animal creía  haber  evadido la persecución de los  perros,  que no podían seguir  la huella  dentro del agua.  Al final,  se impuso la ley de los cazadores: el dueño  de los  perros  que  levantan  la  presa  es el propietario de la  pieza  cazada. De  todas  maneras,  con plena  seguridad, conociendo el talante de esos campesinos, ese día  hubo  una  porción  de carne  para  todos  los  participantes en la discusión. El problema real era quien podía  ufanarse  de ser el cazador. Así, de manera inesperada, conocimos a  uno  de  los  animales más  hermosos   de  la  naturaleza y  que  la  caza despiadada borró de esta zona  del país.

Otro  recuerdo  curioso   de  mi  infancia en  El  Higuerón se dio  cuando   reunieron a todos  los  animales de  la  finca  en el corral,  no  recuerdo  para  qué.  En  el recinto juntaron  vacas  con bueyes  y con los ovejos. Entre  el ganado  había un toro, el cual se creía el dueño  del terreno y empezó  a molestar  al ovejo (carnero)  más grande.  Este no se arredró,  a pesar de la inmensa diferencia en peso y fuerza,  más bien desafió  al semental, y se armó la pelea más desigual que he presenciado. El toro escarbaba con sus pezuñas el suelo  y bramaba  desafiante,  el ovejo se retiraba  a prudente  distancia sin  hacer  alardes  de  bravura. Cogía impulso y  salía  a toda  carrera  y  chocaba  su cabeza  contra  la  frente  del  toro,  que  turulato   movía la  testa tratando  de  pasar  el golpe;  el ovejo volvía y repetía la acción, hasta que el valiente  semental  no tuvo  más remedio  que  retirarse  de la  contienda  y  refugiarse entre las  vacas  que  lo  miraban desconcertadas. No  siempre  el más grande  y bravucón es el más valiente.

Otro  día,  tan  pronto  despuntó   el  día,  vimos entrar  por  la  puerta  principal  del corral  a un  tigrillo, caminando muy  orondo,  pues  sus  hábitos  son nocturnos. Ante nuestra  algarabía, se espantó  y buscó  el monte. Su inesperada llegada extrañó  a los conocedores  de sus  mañas,  y solo se explicaba esta conducta  porque  estaba cebado (animal que  frecuenta  el  mismo   lugar   en  busca  de  alimentos). Este  felino  había cogido  tanta confianza, porque  desde  hacía  varios  meses se robaba  las  gallinas del árbol  que servía  de gallinero, al cual  se le arrimaba una  vara  para  que las  gallinas subieran a dormir, y se retiraba  para  que los depredadores (chuchas y tigrillos), no se  subieran;   además,   al   cañón   del   árbol   se  le  pegaba   una   lata   para   que   se resbalaran.  No   obstante  estas  precauciones, desaparecían gallinas  casi  todas  las noches;  por  tanto, mi  padre  no tuvo  más  alternativa que  construir una  especie  de cajón  de madera  para  encerrarlas, con  una  pequeña  puerta  para  la  entrada  de las gallinas, al  caer  la  tarde,  y  lo  encaramó  en el árbol.  De  todas  maneras,  el tigrillo buscó  la manera  de abrir  la puerta  y sacó una  gallina; entonces, mi  papá  amarró  la ventanilla con  alambre  y  el felino  no  pudo  cenar  durante  varios  días;  tal  vez  por eso, esperó la luz  del día  para cazar  a las gallinas al salir  del cajón, con el riesgo  de que su cuero  se convirtiera en un  bolso  para  los hombres  cargar  objetos pequeños. Desde  ese día, nuestro  hermoso  y habitual visitante no volvió.

Hay una  huella  dolorosa  en mis  recuerdos  en El  Higuerón. Era  un  domingo, día en que mi  papá  siempre  volvía de Pensilvania de vender  los productos de la finca y  de  comprar lo  necesario  para  la  supervivencia. Yo no  sé  por  qué  estaba  en  el patio de la casa de Inés Valencia, cercana a la nuestra, cuando  ella salió  llorando. Al preguntarle a mi  mamá  por  qué lloraba,  me dijo  que habían  matado  a Camilo, su esposo. Yo tenía y tengo una vaga  imagen  de él: era trabajador  de la finca, me parece que era un poco más moreno  y más alto que los hombres  de nuestra  familia, y vivía con Inés en una casa más pequeña  y a pocos metros de la nuestra.  En  ese momento no entendía  que era la muerte  ni las lágrimas de Inés,  pero su imagen  de dolor  no se borró de mi memoria  nunca.

Al tiempo,  cuando  me atreví  a preguntarle a mi  padre  por  qué habían  matado  a Camilo, me miró  extrañado por la pregunta y le conté mi  recuerdo.  Él  me dijo  que lo  habían  matado  porque  era liberal,  durante  la  época  de  la  violencia, a pesar  de que en Pensilvania no tuvo  las características dramáticas de otras regiones  del país, tal vez  por ser un pueblo  netamente conservador. La  historia sería así: Camilo  bajó de la finca  con mi  papá  el sábado,  y por  la noche  salió  a tomarse  unos  tragos  y en su  recorrido etílico  se encontró  con Clímaco Vélez,  un  fanático  conservador, quien lo  invitó  a  tomarse   un   aguardiente,  y,   por   debajo   de  la  ruana,   le  metió   una puñalada y lo dejó tirado  en la calle. Así mismo,  me contó que a él y al Cojo  Alzate los amenazaron si lo enterraban  en el cementerio.  Su  entereza  y valor  primó  sobre las  amenazas de  sus  correligionarios, y  por  amistad  y  deber  sepultaron a Camilo con todos los oficios  religiosos. La  relación  de nuestro  padre  con Camilo demuestra su  talante  democrático,  a  pesar  de  su  posición  conservadora, y  hay  dos  hechos relevantes  en esa relación.  Primero, el mero  hecho  de  vincularlo  laboralmente, en plena  violencia, indica su  grado  de tolerancia  y,  segundo, un  día  de elecciones  se encontraron  en la plaza de Pensilvania y mi papá  le dijo: “Camine vamos  a votar”, invitación rechazada por  Camilo con:  “No, don  Roberto”.  Entonces,  le respondió: “Yo sé por  qué  no quiere  venir,  venga  vamos”. Llegaron a la  mesa  de votación, y como  en esa época  los  dirigentes se ubicaban junto  a las  mesas,  mi  papá  le dijo  a uno  de  los  dirigentes del  partido   liberal,   de  apellido Ramírez  y  apodado Tripa, porque  comerciaban con menudos: “Dele  el voto a Camilo”.

Cuenta Rodrigo que en la tarde  del  mismo  día  de su  asesinato,  Camilo hizo  un farol  para Pedro  y otro para él, pues tenían un desfile  esa noche, que si no recuerda mal  era  un  20 de  Julio.  A pesar  de  las  recomendaciones de  mi  mamá  de  que  no saliera, él se hizo  el que iba a acostarse y se escabulló  en busca del aguardientico. Era Camilo un hombre  fuerte, ágil  y valiente.  Sus enemigos políticos temían  enfrentarse con él y por eso lo mataron  a traición.  Pedro  y Rodrigo lo encontraron  tirado  abajo de la Calle Real (Rial). Esa noche había llovido y el agua  removió toda la sangre. Fue un choque violento  que dejó huellas  permanentes  de la vileza humana.

Otro  recuerdo  grato era poder  disfrutar los bienes de la naturaleza, nacidos sin la mano  del hombre.  Por el camino  hacia  la Casa  de José Henao,  tío de mi papá,  cuya finca  colindaba con  la nuestra,  uno  se encontraba  deliciosas granadillas y  curubas silvestres, solo  era tomarlas  de  la  planta  y  degustarlas. Según  Roberto,  el camino entre las dos casas estaba rodeado  de monte en casi todo el trayecto, por eso crecían con toda facilidad este tipo de enredaderas.

Yo era tan  pequeño  en esa época,  que  solo  una  vez  mis  hermanos  me  llevaron a La  Azotea, la zona  donde  cultivaban la papa,  pues  quedaba  un  poco  retirada  de la casa. Otro  hecho  entre doloroso y  cómico  fue el robo  de una  yegua  blanca  y  su potro. Yo no sé si los recuperaron cuando  vivíamos en El  Higuerón o en El  Anime. En  todo  caso,  cuando  al  tiempo  las  autoridades recuperaron los  semovientes, con plena  seguridad volvió la  yegua   blanca,  pero  el  potrillo no  se parecía  al  robado. Era  negruzco y  tenía  una  pata  torcida,  como  si  se hubiera   fracturado y  al  sanar hubiera  quedado chapín.  De  todas  maneras,  como  nadie  reclamó  ese patitorcidito, mi abuelo  Benjamín se quedó  con él. Más adelante  narraré  algunas historias dentro de las cuales  aparece como protagonista Zepelín, nombre  del potrillo de marras.

Miedo al  baño y encuentro con  el  diablo

Dentro   de  la  historia  familiar  hay   un  agujero   negro   entre  El   Higuerón  y  El Anime. Solo  tengo  un  recuerdo  vago  de haber  pasado  un  tiempo  donde  mi  mamá Susana   Jaramillo,  quien   me  asustaba   con  sus   ronquidos,  sus   vestidos  siempre negros  y su imponencia. De  todas  maneras,  hay  dos  asuntos  relacionados que vale la pena  mencionar. Desde  pequeño  resulté  alérgico al baño,  pues  donde  mi  mamá Susana  Jaramillo parecía  más  una  tortura  que  un  momento  de  aseo. Es  necesario indicar que en dicha  casa no había  baño,  solo  sanitario,  algo  común  en un  pueblo de tierra fría,  donde  el aseo era algo  extraño.  A uno  lo sentaban  en el lavadero y le echaban  totumadas de agua  fría, sacadas  del tanque, que parecían  hielo. Cuando ya estaba  sentado  en  el  lavadero no  había  escapatoria,   por  cuanto  quedaba  como  a cinco  metros  de  altura  del  solar.  La  única   posibilidad de  escape  era  cuando   me estaban quitando la ropa, y, así, en calzoncillos o viringo, salía  en estampida para la plazuela o por la calle que baja a la plaza.

Metodio,  un tío de mi mamá,  se burlaba  de este miedo  al agua  y repetía mi frase preferida  a  la   hora   del   baño:   tocadito,   Inacito,   tocadito.   Así  mismo,    cuando emprendía  la  huída, me  amenazaban  con  el  diablo,   un  ser  de  color  negro,  con cachos y cola y que echaba fuego  por la boca. Un  día, salí  huyendo hacia  la plaza y tan pronto  cruce la puerta de la casa y pisé la acera, me topé de frente con el diablo. Era  tal  mi  miedo  que  le vi  cola,  cachos  y  ese color  negro,  extraño  en mi  pueblo, donde  predomina la raza  blanca.  Del  susto  sentí  un  líquido tibio  resbalar  por  mis piernas,  paralizadas de miedo.  Cuando pude  reaccionar, corrí  hasta la casa a contar que  me  había  encontrado  con  Satanás   y  la  risa  de  todos  me  desconcertó   más. Realmente,  me había  topado  con  Abrahán, un  negrito  que  Samuel  Alzate,  esposo de Senelia,  había  recogido en sus  correrías  por  la región  de La  Dorada. A Roberto le pasó  algo  parecido, pero  en El  Higuerón. Don  Samuel  Alzate, el papá  del  otro Samuel,  tenía  una  finca  cerca  de  la  nuestra,  un  poco  más  arriba,  por  todo  el Río Dulce. Un  día  venía  don  Samuel  por el camino  en compañía de Abrahán y, cuando Roberto  los vio,  salió  en estampida a esconderse  debajo de una cama, de miedo  del diablo.

Rodrigo cree  que  después  de  El  Higuerón,  estuvimos durante  un  tiempo  muy corto  en Arenillal, cerca  de  Guacas, en una  finca  de  ganado,  donde  nuestro  papá era el mayordomo. De todas maneras,  reconoce que sus recuerdos  de esa época son muy  vagos.  Según  Roberto,  en esa finca  pernoctaron cuando  Rodrigo se fue  para el  noviciado, pero  allí  vivían unos  familiares. Esa  finca,  durante  un  corto  tiempo fue propiedad de mi  papá  y de Juan; sin  embargo,  no sé por qué ni cuándo  pasó  a manos  de un  hijo  de Víctor  Alzate, y  creo que debe haber  valido poco.  Es  posible que de paso para El Anime se quedara  la familia unos días en Arenillal. Además, esa tierra era tan pequeña  e improductiva que no requería  mayordomo; creo que apenas daría  para la supervivencia de los que vivían ahí. Varias veces la visité,  unas  con mi papá  y en otras para  hacer mandados; además,  algunas veces, cuando  veníamos de Pensilvania, en La  Torre  dejábamos  el camino  de Guacas y encaminábamos nuestros pasos  hacia  Arenillal, donde  vivían unos  parientes,  de la familia Alzate y  Salazar. Era  una  tierra  de clima  semifrío, falduda; donde  crecían  en abundancia el helecho, la chilca,  la salvia, la rascadera  y el espartillo, pero  poco  pasto; si acaso cultivaban algunos productos agrícolas para  la  manutención. Tenían  unas  cuantas  vacas  de leche, de muy  discutible calidad y  unos  cuantos  novillos, que  eran  como  describe Arango Villegas a los de los Llanos Orientales, que no eran sino  cachos  y bolas,  de tal manera  que si les cortaban  los cachos  se iban  de culo  y si los castraban  se iban de cabeza. Realmente  eran unos  cachiporros de muy  mala  calidad, de la raza blanco oreginegro.

Recuerdo que  cuando  íbamos  con  mi  padre  a Arenillal,  dormíamos en Guacas, donde   Manuel   José  Jaramillo,  tío  de  mi   mamá   y  padre   de  Adiela.  Eran   muy amables,  pero se demoraban para servir  el desayuno y, como es obvio,  por ahí a las ocho de la mañana  me ponía  a llorar.  Y cuando  preguntaban qué me pasaba,  tenía que  disimular, diciendo que  me  dolía  el  estómago.  El  llanto  era  mágico,   pues  al escucharme, Carmen  Julia,   la  esposa  de  Manuel   José,  decía:  “Pobre  muchachito, debe  estar  muerto   de  hambre.   Venga  a  desayunar”.  Esos   son  los  recuerdos   de Arenillal, los cuales  se conjugan con los de El  Anime.

En  Guacas tuvo  Tulio Salazar, hijo de Metodio  y primo  de mi mamá,  una tienda  y una  finca  pequeña.  Era  un  sitio  estratégico,  más  o menos  a mitad  de camino  entre Arboleda  y   Pensilvania. Allí   pernoctaban los   arrieros,   por   eso,  muchas  veces amanecí  en esa casa, cuando  iba de ayudante. Tulio se caracterizaba por su seriedad y  honestidad, por  lo  cual  era  apreciado por  todas  las  personas.   Durante  mucho tiempo,  las mulas  de Tulio las arrió  Orencio, su hermano,  quien  se casó con Cecilia, hija   de  Mercedes   y  El   Cojo   Alzate.  Estos   se  opusieron  al  matrimonio,  por   la juventud  de  la  muchacha,  pero  el  pretendiente   se  comprometió  a  terminar  de criarla.  A veces lo encontraba  uno  en el camino,  con un hijo pequeño  en la espalda y arriando las mulas,  mientras  Cecilia, la esposa, iba a caballo.  Eran  hombres  recios, acostumbrados a todas  las  dificultades. En  cambio,  Imelda, una  hermana  de Tulio, se   casó   con   Jaime   Salazar,   una   persona    habituada   a   la   ciudad;   pero,   por circunstancias económicas,  se vio  obligado a trabajar arriando las mulas  de Guacas. Era  tal su desubique, que en vez  de cotizas,  calzado habitual de los arrieros,  iba de zapatos,    en   ese   tiempo    bastante   incómodos.   Una    vez    lo   alcancé   camino    a Pensilvania y  seguí  con  él. En  la  travesía  a Quebrada Negra, una  de las  mulas  se arrimó  al barranco  a comer chusco  (chusque), y el barranco  no pudo  con su peso y se desmoronó, rodando un  poco.  Al ver  el animal enredado  en el chuscal,  a punto de  rodar   por  un  potrero,  se  arrodilló  en  el  camino   a  rezar.  Le  dije:  “Córtele la sobrecarga,  para  que caiga  la carga”.  Así hizo,  la mula  se paró  y salió  del barranco.

Empatamos el  rejo,  cargamos de  nuevo   y  seguimos hasta  el  pueblo  sin  ninguna dificultad. Más sabe un niño  con experiencia que un viejo descontextualizado.

El Anime

El  Anime es una  vereda  de  Pensilvania, situada  entre Guacas y  Arboleda, y  en esa  vereda  se encuentra  El  Alto,  en  esa  época  un  sitio  con  cuatro  casas,  ubicado en la parte  donde  culmina el ascenso  del  camino  de herradura desde  cuando  uno empieza a subir desde el Río Dulce. Ahí quedaba nuestra casa, al frente vivía Berardo Agudelo con  su  esposa  Mariela  Giraldo, un  poco  más  abajo  estaba la  de Gonzalo Botero y siguiendo la ruta del camino,  a mano  derecha,  la de Pedro  Gómez y doña Isaura. Estos  dos últimos participaban poco en la vida  social  del pequeño  grupo de vecinos.  La  relación  más  estrecha  se tuvo  con Gonzalo Botero  y su familia, porque además  había  un  parentesco  cercano  con  él y  con  Adela, su  esposa.  Con  Berardo era de conveniencia, como  buenos  vecinos.  Era  tanta la familiaridad con la familia de Gonzalo y  Adela, que  cuando  ella  tenía  un  hijo  le daba  psicosis posparto  y  se trasladaba con su recién nacido  a vivir con nosotros. Y cuando  sus hijos la visitaban, les echaba la bendición y les decía: “Ni por el putas digan que son hijos de Gonzalo”; además, no podía  ver ni a Oliva ni a Horacio, hijos de otros matrimonios de Gonzalo, quien  enviudó tres veces  y,  a lo  mejor,  se escapó  de  la  cuarta,  porque  Elvia no  le aceptó una propuesta de matrimonio.

Allí, como  lo  habían   hecho  durante   mucho   tiempo,   Juan  y  mi  papá   estaban levantando una finca de café y caña, en un terreno extenso y faldudo, que le habían comprado a  don  Pedro  Castro.   Era  una  tira  larga  de  tierra,  desde  el  camino   de Arboleda hasta la orilla  del Río  Dulce. La  casa, a la orilla  del camino,  era de un piso, pero  hacia  la  parte  de  atrás  era de  dos,  levantada sobre  postes  de  madera.  En  la parte baja estaban los nidos  de las gallinas, se guardaba la leña y otros bártulos.  En la parte de arriba  estaban la cocina,  el lavadero, el baño y las habitaciones. También había un pequeño  cuarto con la puerta hacia  el camino,  en el cual,  durante  un corto tiempo,  el abuelo  Benjamín intento  poner  una  tienda.  Recuerdo que  el surtido  se componía de unas  cuantas  gaseosas  y  unos  paquetes  de galletas  de leche,  surtido que  nos  comimos los  nietos,  y  arruinamos al  abuelo.  Cerca   de  la  casa  estaba  el chiquero  donde  se engordaban los  cerdos  y  había  una  huerta,  con plátano,  yuca  y frutales  y  un  poco  más  lejos el potrero,  para  la vaca  de leche y  la bestia  de silla  y carga.  Más  abajo se levantaban el corte de caña  y  hacia  el río  los  cultivos de café. Más  o  menos  en  la  parte  central  del  terreno  había  una  casa  más  sencilla   que  la nuestra,  donde  vivían Ángel Guarín, trabajador  de la finca,  con rasgos  de afrodescendiente,  y  su  esposa  Virgelina.  Recuerdo que  todos  los  días   yo  era  el encargado de llevarle un  litro  de leche y Virgelina me regalaba  un  huevo.  Yo se lo entregaba  a mi  mamá  para  que  los  reuniera  y  echara  una  gallina, para  tener  mi propia pollada, pero nunca  la vi.

A un  lado  de la  finca,  en el lindero con  don  Pedro  Gómez estaba el monte,  del cual  se extraía  la  leña  y  otros  maderables para  cercos  y  otros  menesteres.  Ahí yo cortaba   hojas   de  bijao  para   vender   en  las   carnicerías  de  Arboleda,  y  Roberto adquiría manzanilla, una  erupción en la piel  producida por  el árbol  de manzanillo en personas  sensibles,  hasta el punto  de incapacitar a la víctima, a la cual  convierte en un  monstruo. A Roberto  se le cerraban  lo ojos y  se le hinchaba todo el cuerpo. La   cura   sale   del   mismo   monte:   el  espadero,   cuyas   ramas   hervidas  sanan   la erupción. Yo,  sin   darme   cuenta,   algunas  veces   llevé   palos   de   manzanillo  sin haberme  infectado,   pero  el  pobre  Roberto,   con  solo  mencionarle  el  nombra   del árbol,  se enfermaba.

A pesar  de  ser  pobres  y  pertenecer  a  una  familia  numerosa, en  la  casa  nunca faltaba la vaca de leche; además,  la bestia de carga y de silla,  y a veces había más de una  bestia y de una  vaca.  En  cuanto  a las bestias de silla,  mi  papá  siempre  prefirió las mulares, por ser más seguras  y fuertes. Cuando vivíamos en El  Anime, teníamos a El Gaucho, un macho de color castaño, buena alzada y tan manso como para poder ser utilizado por mi mamá,  quien  siempre  montaba  en la silla  para  mujeres,  la cual tenía una  especie  de cacho,  donde  las  damas  cruzaban la pierna  derecha,  y  en un estribo  muy  corto  ponían  la  pierna  izquierda, pues  montaban  de falda  y  de lado, porque  en esa época las mujeres  no podían usar pantalones.

No  sé si mi papá  sabía el significado de la palabra  gaucho,  o si había leído  Martín Fierro;  pero si acertó al denominar con este nombre  a su macho  de silla,  porque  su comportamiento se pareció  a tres de las  definiciones del  Diccionario de la  lengua española  de la Real  Academia para este término:  Si bien la acepción  dos se refiere a un  adjetivo   usado   en  Argentina  y  Uruguay para  una  persona   noble,  valiente   y generosa;  estos calificativos le quedaban como  anillo  al  dedo  a nuestro  personaje. Así  mismo,   la  acepción   tres  califica   a  un   animal  o  una   cosa  que  proporciona satisfacción  por  su  rendimiento, cualidad  que  tenía  El   Gaucho  a  raudales. No obstante,  los  anteriores   atributos,   también   su  comportamiento  correspondía  a  la acepción   cuatro:   adjetivo   poco   usado   en   Argentina  para   el   ducho   en   tretas, taimado.   Quizá esta  última cualidad sea  la  que  recuerdo  con  mayor   nitidez. Así como  los  gauchos, este macho  amaba  la  libertad   y  los  buenos  pastos.  No  había potrero  del  cual  no  se saliera  ni  pesebrera  en donde  encerrarlo.  Pastaba  donde  el alimento  estuviera  más fresco y abundante. No  había alambrado que lo atajara.

Normalmente, tanto en los corrales  como en los potreros,  mi papá  usaba  puertas de  golpe,  con  el  fin  de  que  por  su  propio peso  se cerraran  y,  de  esa manera,  no quedaran abiertas  cuando  alguien pasara,  cuya  consecuencia era la desbanda de los animales.  Por  lo general,  estas puertas  tenían  una  tranca  hecha  con una  especie  de garabato,   clavado  en  el  poste  recibidor  de  la  puerta   y  con  un  palo   delgado y redondo   en  la  parte  del  marco  de  la  puerta  que  golpea   en  el  recibidor.  De  esta manera,  al  cerrarse  quedaba  atrancada   y  los  animales no  podían abrirla   con  un simple  empujón. Este  cerrojo  no  fue  ningún problema para  El  Gaucho, el cual  la abría  sin ninguna dificultad. Ante  esto, amarraban con un lazo  la puerta,  y también aprendió a desatar  los nudos.  No  había  forma  de atajarlo. Cuando iban  a utilizarlo, lo encerraban  en la pesebrera, pero se salía  cuando  quería.  Y en el potrero  no había cerca  que  lo  retuviera.  Siempre   andaba   como  Pedro   por  su  casa.  A lo  último, decidieron, en vez  de puerta,  hacer  una  especie  de compuerta, introduciendo unas tablas  entre  canaletas  de  madera,  las  cuales  había  que  alzar  de  una  en  una  para poder  entrar; sin  embargo,  tampoco  surtió  efecto, por  cuanto  el marrullero animal, las cogía  con los dientes  y las retiraba sin ninguna dificultad.

Por  todo  lo  anterior,  cuando   iban  a Arboleda, tenían  que  volver el  mismo  día, porque  si lo empotreraban allí, esa misma  noche volvía a la finca. Y a mí me gustaba cuando  eso ocurría,  porque  me ganaba  la paloma  de llevarlo, aunque  fuera en pelo. Además, tenía otra ventaja,  no se le podía  prestar  a nadie.  En  cambio,  cuando  los viajes  eran a Pensilvania, no se fugaba,  me imagino que la distancia y el cansancio lo disuadían.

No  sé al fin en qué terminó  El  Gaucho, tal vez  lo vendieron por alguna necesidad económica.

En  El  Anime Zepelín, el potrillo que volvió con la yegua  robada  en El  Higuerón, fue nuestro  primer caballo  de silla,  pues  a su lomo  aprendimos a montar  a caballo, inclusive Libardo, quien  estaba muy  niño.  Los  mayores  solo lo usaban  como bestia de carga,  pero  los  niños  no desaprovechamos ocasión  de andar  a horcajadas en él.

Cuando iba  cargado había  que  estar  pendiente  de  su  paso,  porque  en las  sendas estrechas  se enredaban  sus  patas  y se iba al suelo,  con el riesgo  de rodarse  en esas laderas  donde vivíamos. Era demasiado manso, pero marrullero. Uno, con un simple lazo,  lo cogía  en cualquier lugar  y se montaba  sin  ninguna dificultad. Casi siempre lo empotreraban en el camino  hacia  la finca  de don  Benito,  un  potrero  a los  lados del camino  lleno de piedras, en medio  de barrancos.

Cuando me  mandaban por  el patitorcido, lo  enlazaba  y  lo  colocaba  junto  a un barranco  y  de  un  salto  me  acomodaba en su  lomo.  Lo  enfilaba  hacia  la  casa  y  lo hacía  trotar, nunca  le conocí  un  galope.  Salía  con su paso  lento, se asomaba  en los barrancos  como  si  fuera  a bajar  con  cuidado, y,  en toda  la  orilla,  cuando  tenía  el cuello  hacia  abajo, se frenaba  y uno  salía  por el cuello  y rodaba  al camino.  Siempre caíamos   en  su  trampa.   Pero  no  se  escapaba  de  sus  jinetes,  porque   volvíamos  a treparnos   en  su  espinazo. Algunas  veces  me  iba  con  Juan  Bautista   a  traerlo  y dividíamos  los  tramos,  pero  él  intentaba   volarse   y  yo  lo  cogía   de  un  pie  y  lo tumbaba.

A Zepelín, ya viejo, lo enviaron para El  Verdal, a la finca de Gonzalo Botero, y allí terminó  su vida.

Otro  equino  con  historia en  la  familia fue  un  caballo  colorado,   colimocho,  tan brioso  que  solo  lo  montaban   mi  papá  y  Juan.  Era  raro  un  caballar   en  la  familia, fuera de zepelín. Sin embargo,  como Juan era tan paciente, tan relajado,  acostumbró el caballo  a caminar a su  ritmo  y,  según  algunos chismosos, el caballo  se dormía cuando  el tío iba  en él. Cuenta Roberto  que  de tanto  andar  Juan  en el caballo,  se volvió tan manso  que ellos  lo montaban  sin  ningún problema. También hubo  una mula  negra,  excelente  para  la silla,  pero  siendo  aún  una  muleta,  se la vendieron  a Carlos.

La   parte   económica   era  dura,   pero   mi   mamá   criaba   gallinas  y   echaba   las culecadas para  tener huevos  y  carne,  pues  se dejaban  las  hembras  y  se mantenían uno  o  dos  gallos,   y  los  pollos   se  consumían cuando   estaban  de  gasto.  Era  una pobreza    sin   hambre.   También   engordaban  cerdos,   los   cuales   se   vendían   en Arboleda y,  de  vez  en  cuando,   se  sacrificaban para  el  consumo de  las  familias. Ahora bien,  en  esa  época  no  había  gastos  suntuosos y  con  la  comida   y  la  ropa básica  era suficiente.  La  sociedad de consumo todavía estaba muy  lejos de nuestras vidas. Con  las gallinas había una práctica  sencilla  para encontrar  los huevos  cuando algunas rilosas  ponían  en el monte:  examinarlas si  iban  a poner  y  amarrarlas con una  cabuya  ceñida  a las patas,  para  cuando  estuvieran a punto  de largar  el huevo, ellas  empezaran a jalar  (halar)  la  cabuya.  Uno  las  soltaba  y  las  seguía  con  mucho sigilo, porque  las matreras  daban  rodeos,  observaban si las seguían y se hacían  las bobas.  Era  un  arte de espionaje  seguirlas, pero  el disfrute al encontrar  las  nidadas era sensacional. Algunas  veces no se encontraban  los nidos  y las gallinas aparecían con los pollitos. Así mismo,  por mi velocidad y astucia  me encargaban la cogida  de las gallinas para  sacrificar. Fue  tanta la fama  de cogedor  de gallinas, que Adela me contrataba  para  cogerlas,  y  yo  le exigía como  contraprestación una  coyuntura: un muslo.

Desde  niño,  como  mis  hermanos  mayores,  participaba de las  faenas  del  campo: conseguir leña,  encerrar  los  terneros  y  traer  la  vaca  para  ordeñarla, traer  y  cuidar las bestias e, inclusive, coger café; pero la actividad más aburridora era la garitiada, o sea, llevarle los  alimentos a los  trabajadores,   por  cuanto  eran  transportados  en utensilios  poco   prácticos:   ollas   con   tapas   que  no  ajustaban   bien   y   había   que amarrarlas con cabuyas o inmovilizarlas con un palito  que se colocaba  entre las dos orejas.  En  ellas  se transportaban los  alimentos calientes  y  muchas veces  el líquido se salía  por  los  bordes  y  caía  sobre  nuestros  pies.  En  otras  vasijas,  por  lo  general botellas  de vidrio, tapadas  con un pedazo  de tusa, se llevaba  limonada o claro  para la sed y la aguapanela o café para la sobremesa.  Muchas veces, la elaboración de los alimentos se retardaba  y los trabajadores,  incluyendo a mi  papá,  nos recriminaban por  la demora.  De  todos  modos,  yo  prefería  ir al corte que servir  de garitero,  pero cuando   estaba  en  el  corte,  y  a  mí  me  tocaba  esperar,  sobre  todo  el  almuerzo, al acercarse  la hora  esperada  y como  no llegaban a tiempo  los gariteros,  no trabajaba por mirar  el camino  por donde  debían  llegar.

Todos   los  años,  en  navidad, mi  papá  sacrificaba un  cerdo  o un  ovejo.  Cuando vivimos en esta vereda,  los  conseguía en El  Higuerón, en la  finca  de  José Henao. Varias veces  me envió  con  Horacio Botero  a traerlos.  Nos  facilitaba una  mula,  en la  cual,  a  la  ida,  Horacio me  llevaba   al  anca  de  la  bestia.  Al regreso,  me  tocaba llevar  al carnero,  detrás  de la mula,  más  o menos  hasta La  julia,  sitio  desde  donde largábamos al  ovejo,  el  cual  seguía  detrás  de  la  bestia  como  si  fuera  un  perro  y Horacio me montaba  al anca.

Cuando  ya  estaba  en  edad   de  estudiar,   hacia   los  ocho  años,  me  enviaron  a Pensilvania, a la casa de algún familiar, porque  mi  papá  se propuso que todos  los hijos  estudiaran, para  que no tuvieran que trabajar  tan duro  como le tocó a él. Así, ninguno de mi  familia estudio  en una  escuela  rural.  A lo mejor, también  sería  una opción   económica,   por   cuanto   se  mermaba   la  carga   familiar,  al  no  tener  que alimentar todo  el año  a los  doce  hijos.  Durante mis  siete años  en Pensilvania viví donde  mi  mamá  Susana   Jaramillo, mi  abuela  Susana   Mejía,  donde  Juan  y  Aura, donde  Rosita  y donde  Carlos Botero, desde cuya  casa decidí  abandonar los estudios por motivos baladíes,  porque  a pesar de que recibí  mucho  apoyo,  las dificultades de Oliva, la  esposa  de  Carlos, para  criar  los  hijos  pequeños  y  atenderme  a mí,  tanto que algunas veces me tocaba irme  para  el colegio  sin  desayunar, porque  ella  no se había levantado. Además, nunca  tuve la perspectiva de ser un profesional, más bien me   veía   como   un   campesino  acomodado,  disfrutando   de   una   buena   finca. Simplemente la vida  marca  derroteros  no esperados.

En  las vacaciones llegábamos todos a la casa y participábamos activamente en las actividades agrícolas. De  esa labor  surge  una  de las anécdotas  más  significativa de la vida  familiar y  que muestra  el talante  y  la inteligencia de nuestro  padre.  Quizá el oficio  de mayor  prestigio en la región  era el de arriero,  y las condiciones de vida donde  los familiares, a pesar del apoyo  y solidaridad, eran duras,  porque  todos eran tan pobres como nosotros. Tal  vez a Libardo, cuando  estuvo  donde  Francisco y Julia, le tocó un  poco  más  cómodo.  Eso  explicaría la intención  de Roberto  de abandonar los  estudios  y  dedicarse a la  arriería,   decisión que  le  contó  a Benjamín, quien  le chismosió a Arturo, porque  no se atrevía  a confesársela  a mi  papá.  Como el tío le comento  a mi  papá  la intención  de Roberto,  al otro día  de llegar  de Pensilvania  a vacaciones, lo  llamó  a las  cuatro  de la  mañana  y,  sin  tocarle  el tema, se lo  llevó  a trabajar al corte de caña, y dejó instrucciones para que les lleváramos los alimentos. De  los  trabajos  más  fastidiosos es el de  la  caña.  Sus  hojas  son  aserradas  y  cortan la piel  como  si fuera  una  sierra;  además,  el dulce  se pega  por  toda la piel  y,  como las cañas  son tan lisas,  son muy  difíciles de agarrar  y transportar. Me imagino que durante  la faena intensificaron el trabajo, en medio  de un día  bastante caluroso,  en el cual  la ropa  se pega de la piel,  generando mucha  incomodidad. Roberto  aguantó hasta  después  de  la  hora  del  almuerzo, porque  si  algo  habíamos aprendido era a no demostrar  el cansancio ni la pereza.  Pero estalló,  muy  difícil en él: “¡Esta  es una vida  muy  hijueputa!  y mis hermanos  en la casa bien cómodos”. A lo que mi papá  le contestó: “Me dijeron  que no quiere seguir  estudiando, esta es la vida  que le espera, escoja”. Y Roberto  respondió: “Yo sigo  en el colegio”. No  hubo  que echar cantaleta, sino dar una lección  de vida.

La  siguiente es la  versión de  Roberto:  La  historia real  es la  siguiente. Como yo antecedí a Ignacio en la llevada y recogida de las mulas  del tío Carlos y otros arrieros a San José—Alto de Marianita—, fuera del ancestro campesino, me encariñé  con las mulas  y  todo  lo  relacionado con  el campo;  además,  reconociendo que  el estudio, para  mí,  no  era  muy  ameno,  le  comenté  a Benjamín, quien  seguro  le  trasmitió  a Arturo mis  intenciones, y como  era lógico,  porque  Arturo viajaba  con frecuencia  a la Arboleda y le podía  contar  mi  idea  más  rápido a mi  papá.  Al otro día  de llegar a vacaciones,  a las  cuatro  a.  m.,  me  levantó  mi  papa  y  cuando   le  pregunté   para qué, me contestó que nos  fuéramos  a trabajar.  Mandó  a los  trabajadores  para  otro sitio  a desempeñar sus  labores  y nos fuimos falda  abajo a cortar  caña.  Después de almorzar (sancocho  de yuca,  papa  y  plátano  con gordo  de pecho  y,  de sobremesa, claro),  mi  papá  armó  dos  bultos  de caña,  uno  grande  para  él y  uno  más  pequeño para  mí;  iniciamos el ascenso,  siempre  mi  papá  adelante,  con  ese calor  del  medio día  tan verraco,  los  brazos  rayados por  las  hojas  de la caña,  y  se me fue subiendo “el Henao” y eché a rodar  el bulto  y manifesté:  “Esta  es una  vida  muy  hijueputa”. Mi  papá  recostó  su  bulto  contra  un  palo  de  café,  se  sentó  y  más  o  menos  a  los dos  minutos me preguntó:  “Es  mejor  esto o estudiar”, y  le contesté: “mañana me vuelvo”. Mi  papá  nunca  me contó que lo hubieran enterado  de mis  intenciones. Yo resalto  que mi  papá,  a pesar  de su temperamento,  guardara tanta calma.  Excelente lección.

De todas maneras,  Roberto  ejerció la arriería  durante  las vacaciones. A mi papá  le dio  por  comprar unas  mulas,   y  como  nunca  fue  buen  negociante,  era  una  recua desigual, con  una  mula  negra  muy   buena  y  el  resto  de  mala  calidad. Yo era  su ayudante.  Por   lo   general   salíamos  de  El   Anime  hasta   Pensilvania,  cuando   lo aconsejado   era  partir   la   jornada:   en  un   día   ir   hasta   Guacas  y   al   otro   hasta Pensilvania. Tal  vez  por eso, las mulas  se cansaban  y nos daba dificultad subir  hasta el páramo  de Miraflores, antes de bajar al pueblo.  Muchas veces  nos tocaba darles chusco,   para   ver   si  recuperaban  las   fuerzas.   En   uno   de  los   viajes,   un   macho amarillo, de  los  más  grandes del  grupo de  acémilas,   cuya  carga  era  un  viaje  de envases,  demasiado liviano, se fue de espaldas y quedó  patas  para  arriba  en mitad del  camino.  Roberto  pensó  que le había  dado  un  infarto.  Decidimos descargarlo y solicitar  en  una   casa   cercana   que   nos   guardaran  la   carga   y   nos   permitieran empotrerar   al  desmayado. No  supe  al  fin  como  terminaría esta historia,   pero  era parte  de  la  cotidianidad de  los  arrieros.   Igual que  con  los  carros,  las  bestias  se enferman,  se cansan  o les da malicia. El  viaje  con las mulas  era lento, no se podían acosar.  De  Guacas a Pensilvania duraba  unas  ocho horas,  por  tanto se tomaba algo en una  fonda  de Quebrada Negra y  después  en Miraflores. Como las  mulas  no se

podían dejar  solas,  los  arrieros  comían  de afán  y  se tomaban  el chocolate  caliente. Así aprendí a bogar  candela,  como decía mi mamá.

Durante el tiempo  vivido en El  Anime sucedieron otros hechos  dignos de contar. Como Miguel era tan  enamorado, lo  patio  la  novia.  Él  tenía  unos  dos  años  y  era muy   inquieto   y  se  movía por  todos  lados.  Y estábamos  un  día  en  la  casa  muy tranquilos, cuando  va entrando,  sin llorar,  echando  abundante  sangre  por la cabeza. Al preguntarle que le había  pasado,  contestó que lo había  patiado  la novia.  Y ante la  extrañeza  de  todos,  contó  que  le había  metido  un  palo  de  leña  por  el culo.  La novia  era la  mula  más  peligrosa, ni  siquiera le herraban  las  patas.  Desde  ese día Miguel lleva  tatuado  en la frente ese recuerdo.

Pero, quizás, el recuerdo  más dramático fue la rodada  de Libardo por una ladera, camino  a la ramada  de don Benito. No sé la razón  para no haber estado en la recocha, a lo mejor estaba en otra parte, cuando  primos y primas se fueron  de paseo a jugar a la manga.  Según  contaron,  Eva  encontró  un  pájaro  muerto  y se puso  a perseguir a Libardo, quien  del  susto  se rodó  por  una  ladera  y  cayó  al  camino  y  su  cabeza chocó  con  una  piedra.  Del  golpe  se le hundió el cráneo  y  quedó  inconsciente. La parte  interna  de uno  sus  ojos se lleno  de sangre.  Lo  trasladaron para  Arboleda,  a la  casa  de  Carlos, pero  en el caserío  no  había  médico.  Por  fortuna,  se encontraba en el lugar  un  mediquillo, bastante borrachito,  pero, según  decían,  acertado  en sus tratamientos. A mi me tocaba todos los días  ir por la ropa sucia  y a llevar  la limpia, a lo mejor llevaba  frutos  de la finca, para aportar  algo.  Libardo cuenta que le dieron pollo  en abundancia, los  cuales  a lo  mejor  los  enviaba  mi  mamá.  Después de  un tiempo,  se recuperó,  pero  debido  al  accidente  un  pie  le  creció  menos  y,  por  eso, anda  cojo. De  esa cojera  fui  víctima. Cuando mi  cuñado  Jaime  se iba  a casar,  sus padres  estaban lejos, por  tanto, a Stella  y a mí  nos tocó apadrinarlo. Yo decidí  que no justificaba comprar un vestido  para una simple  ocasión,  por lo mismo,  pensando que  Libardo y  yo  somos  de  estatura  parecida, le solicité  un  vestido  prestado.  Así ocurrió.  Sin  embargo,  él y yo  somos  iguales por  el pie  más  cortico  y en el otro me lleva  centímetro  y  medio.  Por  eso, ya  en la ceremonia  y  en la fiesta, yo  arrastraba una bota, y me tocaba subirme a cada rato el pantalón.

La  vida  en el campo  era simple  y rutinaria. Había pocas comodidades y el trabajo era  duro.  No  había  energía  eléctrica  y  a  las  casas  llegaba   el  agua  por  gravedad desde las fuentes, por lo general,  pequeños  arroyos.  Se conducía por medio  de unas acequias  labradas en la tierra  y, cerca de las  viviendas, como  el terreno  por  donde

venía  el agua  era más  alto que las  casas,  esta se recogía  en canales  de guadua que llegaban hasta  el lavadero. Una  vez  Sofía  estaba  jugando con  una  pelotica  y  esta le  brincó  a  la  canoa.  Muy   ágilmente se  subió  por  la  chambrana, y  al  ir  a  coger la  pelota,  se cayó  al  patio  y  se fracturó.  Como en ese tiempo  no había  médicos  ni enfermeras,  buscaron un sobador  de apellido Tabares  para que la compusiera. Medio le arreglaron los huesos,  pero el genio  le quedó  algo  torcido.

Según   Roberto,   en  El   Anime  vivimos  alrededor de  ocho  años.  Allí nacieron Rogelio,  Miguel  e  Ildefonso.  Durante  la   permanencia  en   ese  lugar    nos   tocó participar de la vida  tradicional de los  campesinos. Como vivíamos a la orilla  del camino  entre  Pensilvania y  Arboleda, todos  los  días  veíamos pasar  a los  arrieros con  sus  muladas, los  domingos a los  feligreses  que  iban  a mercar  y  a misa  en el pequeño  poblado  de solo  dos  calles  y  una  plaza amplia, con tiendas  surtidas para satisfacer   las   necesidades  básicas   y   en  las   cuales   vendían  el  café.  Había  más cantinas    que   negocios    de   abarrotes   y   unas   pocas   carnicerías,   en   las   cuales sacrificaban reses de la  misma  región,  por  lo  general  vacas  en edad  de jubilación. Eran   negocios    tan   poco   lucrativos  que   a  veces   partían   una   res   entre   varios carniceros. De  ahí  surge  una  historia simpática. Había una  persona,  según  Roberto fue el papá  de Magnolia, que no comía  carne de toro. Cuando se dio  cuenta de que su  carnicero  había  comprado un  toro  para  sacrificar; decidió comprar la  carne  en otra parte, no sé si donde  Jaime  Henao,  su yerno.  Cuando llegó  al expendio le dijo al propietario: “Véndame usted  la carne,  que ese cochino  de Pedro  Pablo  mató  un toro”.  El  vendedor lo  atendió  y  el  escrupuloso se fue  feliz  con  su  compra.  A los ocho  días  Jaime  le preguntó cómo  le había  salido  la  carne,  y  ante la  respuesta  de que muy  buena, le contó que él había partido  el toro con Pedro  Pablo.

Como Pedro Nolasco, el esposo de la tía Bernarda, vivía en la misma  vereda, a una hora más o menos de El Alto,  los visitábamos con frecuencia,  para compartir y jugar con los  primos y,  a veces,  para  que Pedro  Nolasco nos  motilara, con una  máquina que en vez  de cortar arrancaba  el pelo. Ellos tenían  una situación económica  mejor, producían café,  tenían  ganado   y  varias bestias  de  silla.  Allí, en  unas  vacaciones, cuando   todavía vivíamos en  Pensilvania, a Roberto,  tirándose   con  sus  primos  en una  pila  de  capacho,  se le clavó  una  estaca  en la  ingle,  casi  le coge  la  femoral,  y estuvo  un tiempo  enfermo.

Cuando  yo  todavía  no  había   entrado   a  estudiar,   iba  con  cierta  frecuencia   a visitarlos, sobre todo para  compartir con Vianor, mi  contemporáneo. Él  recogía  las

hojas   de  balso   y   les  recortaba   el  pecíolo   de  la  hoja,  para   hacer   tabacos,   que fumábamos a escondidas. En  una  ocasión,  cuando  ya  me volvía para  la casa, él se vino  conmigo una  parte  del  camino  porque  debía  ir  por  una  mula,  a un  potrero cerca de la escuela.  Era  un poco antes de las ocho de la mañana  y alcanzamos a las muchachas que iban  a estudiar,  entre las que estaban unas  de apellido Montoya, de la finca  colindante. Yo no sé si el Mono  tenía algún inconveniente con ellas,  porque empezaron a insultarnos. El  Mono,  muy  valiente,  dijo  que  en el carriel  tenía  una navajita  y  las  muchachas salieron  corriendo y  nos  amenazaron con  que  le iban  a poner  la queja a doña  Carlina, así se llamaba  la maestra.

Yo, por precaución, no seguí  el camino,  para no pasar por la escuela, y di un rodeo por las cabeceras, para no encontrarme  con doña Carlina, quien tenía fama de brava. Sin embargo,  no me salvé,  pues el domingo siguiente, la maestra iba para Arboleda, y cuando  pasó por El Alto,  les puso  la queja a mis papas  y me gané la pela. Además, Carlina era tan ordinaria, que para  sacar la plata,  se alzaba  la bata y yo no supe  en dónde  la guardaba. De  todas  maneras,  al escuchar  Camino viejo  siempre  recuerdo esa escuela del Anime.

Otra  de las de las actividades comunes  cuando  vivíamos en El  Anime era ir a la ramada  de don Benito  por miel,  cachaza  (subproducto del proceso  de la caña, no la de Brasil) para darle a los cerdos o a participar en la molienda cuando  la caña era de la finca. En el trapiche  a todo el que llegaba  le regalaban miel para llevar,  le permitían hacer  alfandoque, poner  a cocinar  plátanos  maduros en los  fondos  donde  la  miel estaba a punto de convertirse en panela, comerse los llamados conejos (chisguetes de miel  convertidos en caramelo),  tomar  guarapo con limón.  Era  un  entorno  solidario y de camaradería.

Yo conservo  una  imagen  borrosa  de la ramada,  pero al recordarla me parece una posibilidad de valorar la capacidad de esos lugareños para  aprovechar el entorno y la calidad del suelo. El trapiche  lo movía una noria (rueda)  de madera, empujada por la corriente  del agua  de la quebrada,  que nosotros denominábamos de don Benito, a través de canoas de madera.  El agua  prestaba su energía  a la rueda  sin sufrir ningún cambio  en su composición, más  bien  se aireaba  y seguía  su camino  para  calmar  la sed  de  plantas,  animales,  personas  y  servir  de  morada  a los  peces,  entre ellos  las sardinas que Abelardo pescaba. En el siguiente enlace hay un entable parecido, pero más rústico.  https://www.youtube.com/watch?v=vaGPS27AWew

Cuando vivíamos en esa vereda,  mi  papá  entretenía  su tiempo  libre,  los fines de semana,  jugando tute, en el local  de  la  casa  de  Berardo,  donde  por  épocas  había carnicería.  Muchas  veces,  con  la  habilidad  para  jugar,   obtenía  la  carne  para  la semana.  Yo me  entretenía  viéndolos jugar  y  admiraba la  habilidad para  llevar   la cuenta  de  las  cartas  que  habían  jugado  y  en deducir quién  tenía  las  que  faltaban para determinar cómo jugar.

Según  Roberto,  la finca  era de Juan,  y se la vendió a Carlos Castro,  un  hermano de Pedro  Castro,  al que se la habían  comprado. No  supe  las razones  para  venderla, pero me imagino que lo hicieron  para  pagar  las deudas,  porque  nunca  volvieron  a comprar otra tierra  y  ni  a demostrar  alguna capacidad económica.  De  El  Alto  nos fuimos para  La  Española, ya en Antioquia, en donde  mi papá  administró una finca de don Alfonso Uribe.  Allá duramos alrededor de tres años.

La  Española

Cuando se dio  ese cambio  tan brusco,  ya  Pedro  y Rodrigo vivían en Medellín y, al  poco  tiempo  lo  hizo  Roberto.  Desde  que  vivíamos en El  Anime, Berta  decidió quedarse en la casa para ayudarle a mi mamá, mientras  los de edad escolar permanecíamos  en  Pensilvania. Incluso  Rodrigo  volvió  del  noviciado  e  hizo   la última parte del bachillerato allí.

Cuando  nos   fuimos  para   la   Española,  Rogelio,  Miguel  e  Ildefonso   estaban pequeños   y  Matilde  nació   en  ese  lugar;   es  decir,   mi  papá   solo  contaba  con  la capacidad de  trabajo  de  sus  hijos  en  vacaciones,  tiempo  en  el  que  socolábamos, tumbamos  monte   y   guaduales;  sembrábamos  caña,   café,  maíz,   yuca   y   pasto; además,  laborábamos con las bestias y el ganado.  Cuando yo estaba en Segundo de Bachillerato, como  conté  antes,  me  fui  a  trabajar  allí.  Mientras   estábamos  en  esa finca,  nos  tocó la siembra  y  cultivo de extensos  cañaduzales, la construcción de la ramada  y la renovación del cafetal.

Era  una  finca  inmensa,  iba  desde  el río  Samaná  hasta  el páramo  de Sonsón,  en plena    Cordillera   Central.  Estaba    entre   las   quebradas   Las    Nutrías,  desde   el nacimiento  hasta  la  desembocadura  en  el  río  y  La   Española,  en  la  parte  baja, porque  hacia  la  cabecera  había  más  propietarios. La  mayor   parte  del  terreno  era virgen,  puro   bosque.   En   todo  el  recorrido  de  Las   Nutrias  no  había   una   sola vivienda  y  su  cauce  en  invierno  conservaba su  color  y  nunca   se  desbordó;   en

cambio,  La  Española, en verano  era un  hilo  de agua,  que  se pasaba  de un  brinco, pero  en invierno su  lecho  impedía el paso,  tenía  una  amplitud desmesurada para una   quebrada  y   sus   orillas  se  llenaban   de   piedras    de   varias  toneladas.   Esa diferencia es un  ejemplo  de como  la mano  del  hombre,  con la erosión,  deteriora  la naturaleza. Ya, en 1800, Humboldt dijo,  en relación  con la erosión  causada  por  los humanos, lo siguiente:

Cuando  los  bosques   se  destruyen,  como  han   hecho   los  cultivadores europeos  en toda América, con una precipitación imprudente, los manantiales se secan por completo  o se vuelven menos  abundantes. Los lechos   de  los  ríos   que  permanecen  secos  durante   parte   del   año,  se convierten en torrentes cada vez  que caen fuertes lluvias en las cumbres. La  hierba  y el musgo  desaparecen  de las laderas  de las montañas  con la maleza,  y  entonces  el agua  de lluvia ya  no encuentra  ningún obstáculo en  su  camino:  y  en  vez  de  aumentar   poco  a  poco  el  nivel   de  los  ríos mediante   filtraciones graduales,  durante   las  lluvias  abundantes forma surcos  en las laderas,  arrastra  la tierra  suelta  y forma  esas inundaciones repentinas que destruyen el país.

Alexander von  Humboldt, en Wulf,  Andrea (2020, octava  edición,  p. 86). La  invención de la naturaleza. El  Nuevo Mundo de Alexander von Humboldt. Bogotá: Taurus.

En  la parte cercana  al río estaban la casa principal y los potreros  para  el ganado; un  poco  más arriba  se sembraron  los cañaduzales y se construyó la ramada;  en un nivel  más  alto estaban Las  Encimadas, con una  casa campesina junto  al cafetal  y a las zonas  de cultivo, en las cuales  se tumbaron extensiones  amplias de guaduales y bosques,  para  sembrar  maíz  y posteriormente pasto. Cerca  de la ramada  había  una casa para trabajadores,  donde  vivía María  Pérez con tres hijos: Luis (Paleto),  Joaquín y  Fidel y,  a veces,  cuando  no  estaba preso,  Pedro,  un  hermano  de María,  a quien apodaban Calzones.  Posteriormente, entre  la  casa  del  río  y  la  de  Las  Encimadas, don Humberto Zuluaga, yerno  de don Alfonso, construyó una casa.

Entre  los recuerdos,  no se me olvida un  cultivo de maíz  de varias hectáreas, que implicó socolar, tumbar  inmensos árboles y, cuando  estaba el rastrojo seco, quemarlo para  facilitar el trabajo.  Allí, cuando  las  mazorcas maduraron, hubo  necesidad de construir una  troja para  almacenarlas. En  esa troja, mientras  descapachábamos las mazorcas, con  Abelardo y  Pedro  Calzones, Abelardo le  fue  preguntando  cuántos había  matado.  Con   la  frialdad más  absoluta,   nos  fue  enumerando sus  crímenes. Al  primero lo  mató  en  una  pelea.  Y como  ya  en  la  cárcel,  no  se lo  podía  quitar de la  cabeza,  entonces  le consultó  a otro detenido  como  hacía  para  borrarlo  de la memoria. Este le aconsejó matar otro y así lo hizo  nuestro  interlocutor: asesinó  a un preso. Según  nos dijo  fue el remedio  para  su miedo.  Ya no lo volvieron a perseguir sus  víctimas. Cuando regresó  de la cárcel,  tenía un  enemigo,  a quien  espero en un volcán  (derrumbe) donde  el camino  era más  estrecho,  entre  la  casa  de  la  playa  y Las  Nutrias, y como este venía  a caballo,  le metió una puñalada a la bestia y lo tiro con  caballo  y  todo  al río.  Mientras  Calzones narraba  sus  hazañas, yo  temblaba  de miedo  y  me daban  ganas  de  mentarle  la  madre  a Abelardo, aunque  me rebotara. Uno  en esas soledades,  en manos  de un  psicópata y  el sapo  de Abelardo dándole cuerda.  Cuando todavía vivíamos allá, en El  Sandal, a todo el frente, pasando el río, Calzones mató  a una  persona  enferma,  que no se podía  levantar  de la cama,  para vengarse, porque  en un bazar  había herido  a Joaquín,  su sobrino.

En un comienzo vivimos en la casa de la playa,  rodeada  de potreros  y, hacia el río, a mano derecha, de guayabales, abundantes en zonas  por donde  el río corre cuando cambia de rumbo,  algo común en este tipo de corrientes. Allí se amañaban  los cerdos, a los cuales  les gusta  mucho  la guayaba. En  esa época teníamos  una  cerda  de cría, bastante mañosa,  la cual,  cuando  las  vacas  de leche estaban echadas,  se pegaba  de las  tetas a  mamar.  Por  alguna razón,  tal  vez  porque  los  cafetales  y  las  zonas  de cultivo quedaban en la parte  alta de la zona  productiva, nos  pasamos  para  la casa de Las  Encimadas, a la cual  llevamos la cerda en mención.  Era  tal su habilidad que me tocó verla  arrancando una mata de yuca,  tirando  del palo,  como las arrancamos los humanos. No  le gustaba  entierrarse.  Además, cogió  otra maña bastante molesta: bajaba a los guayabales a disfrutar de su alimento  predilecto, pero no volvía a la casa y tocaba ir por ella. También, como en Las  Encimadas no había  potrero,  nos tocaba bajar  todos  los  días  a ordeñar  la  vaca  cuya  leche  nos  correspondía, si  la  mañosa marrana no se la había tomado.

Mientras  vivimos en las dos casas, mi mamá  seguía  criando gallinas, mucho  más en la casa de la playa,  porque  las  aves  se alimentaban básicamente  del  pasto  y  los bichos  abundantes en esos potreros.  De vez  en cuando  el gavilán también  cenaba de cuenta de nosotros, pero era tal la abundancia de animales que no hacía mella.  Ya en Las  Encimadas era más difícil la crianza de aves, por cuanto al gavilán se le juntaron chuchas,  tigrillos y otros depredadores.

Como  las  casas  no  tenía  cielo  raso,  las  vigas estaban  expuestas.   Resulta   que Abelardo se cayó  sobre un  azadón y se cortó el codo,  y cuando  movía la mano,  se llenaba  de  sangre,  por  tal  motivo se mantenía  quieto.  Pero  una  noche,  mi  mamá sintió  unos  ruidos extraños,  y  cuando   fue  a ver,  encontró  a Abelardo  colgado de una viga,  sin que le saliera  una gota de sangre.  Explíqueme  esa.

En  esa casa nació  Matilde, cuyo  parto debió  preocupar a la familia, tal vez  por la edad  de  mi  mamá,  por  eso buscaron un  comadrón experto  y  no  una  comadrona, como  era lo normal.  Era  un  señor  de edad,  quien  permaneció varios  días,  hasta  el nacimiento de la niña.  Yo no sé cómo  hacía  mi  mamá  para  ocultar  los  embarazos, pues nunca  recuerdo  haberla  visto  embarazada, o era tan ingenuo que no reconocía ese estado en una mujer.  Además, como en La  parábola  del retorno de Barba  Jacob: “Nos hicieron   alejar”   y  al  volver ya  había  nacido   Matilde,  a  quien,   al  otro  día llevamos  Abelardo  y   yo   hasta   Arboleda,  para   bautizarla,  por   si   ocurría   una desgracia, no cayera  al limbo.  Aunque todos somos de cultura paisa,  ella es la única propiamente antioqueña de los doce hermanos.

Cuando residíamos en la playa,  convivíamos con don Alfonso, todo un personaje lleno  de picardía. Tenía  un  ojo afectado  y  una  mano  tiesa, pero  eso no le impedía montar  a caballo  y realizar algunas actividades. Le  gustaba  oír a Los  Tolimenses, lo cual  incomodaba a mi  mamá,  por  su  puritanismo; sin  embargo,  sospechamos que no se perdía  los  chistes,  por  cuanto  detrás  de su  mojigatería escondía  su  picardía. Inclusive, después  de  habernos  venido para  Medellín, seguimos con  una  relación muy  estrecha con él y su familia, hasta el punto  de que una  vez  llamó  a Rodrigo y le dijo, sin haberle consultado: “Me debe tanto, acabamos  de comprar en Concordia una   finca   en  compañía”.  La   tuvieron  varios   años,  pero  también   la  vendió  sin consultar con nadie.  Ese viejo  tenía la chispa  adelantada, el mismo  decía  que había quedado mal  arrendado. Una  de las anécdotas  más  conocida se refiere al niño  que llegó  llorando, pues  el  toro  lo  había  embestido.   A don  Alfonso le  pareció   muy extraño,  por  cuanto  el animal era muy  manso.  Cuando preguntaron por  qué, otro niño  contestó:  “Fue  que  le  jaló  las  bolas”,  a lo  que  don  Alfonso contestó:  “A mi también,  el que me jale las bolas me tiene que matar”.  Don  Alfonso se caracterizaba por  el  apunte  oportuno. Rodrigo  cuenta  una  anécdota  y  la  sitúa  en  la  Feria  de Ganado de Medellín, cuando  sus acompañantes le decían  papá:  “Sí,  todos ellos  son hijos  míos,  pero  de  distinta mamá”;   sin  embargo,  hay  otra  versión, ubicando los hechos  en la fonda  situada  en la entrada  a la finca  de Concordia. Estaban  mi  papá, Gonzalo Henao,  Gerardo Henao  y Ovidio Gómez. La  dueña  de la tienda  se extraño con  el  trato  de  abuelo  y  le  dijo:  “Todos son  nietos,  y  este por  qué  tan  moreno”, señalando a Ovidio. Con  su picardía, le contestó: “También, como le parece que un hijo mío se acostó con la trabajadora  y mire lo que salió”.

En  esa época,  la familia estaba dispersa. Rodrigo y  Pedro  en Medellín, Roberto, Abelardo, Libardo,  Sofía  y  yo  estudiando en  Pensilvania. El  viaje  de  Pensilvania hasta  la  finca  duraba   más  de  doce  horas.  Salíamos  a  la  cinco   de  la  mañana   y llegábamos al anochecer.  Una  vez,  después  de pasar  por El  Alto,  camino  de Campo Alegre, decidimos arriesgarnos a irnos  dizque por  un  deshecho,  cuya  ruta  llegaba en línea recta a La  Torre,  sin necesidad de ir hasta Arboleda. Nos  ahorraríamos más de una hora de viaje. Nunca encontramos  el sendero,  pero obstinados como buenos Henao,  seguimos adelante,  trillando monte.  No  tuvimos la habilidad del bisabuelo Manuel.   Perdimos  más  tiempo   del  que  quisimos  ganar.   Pero  llegamos. Cuando estaba  en  Segundo  (Séptimo  ahora),  me  retiré  y  trabajaba  intensamente   con  mi papá   y,  en  vacaciones,  nos  ayudaban  Rodrigo,  Roberto   (en  un  corto  tiempo)   y Abelardo.  Recuerdo  la  tumba   de  un   guadual,  de  varias  hectáreas,   en  el  cual sembramos maíz.  Derribar las guaduas es un arte y un peligro si no se saben cortar, pues   si  no  se  hace  adecuadamente,  el  tronco   se  puede   desastillar  y  cortar   al operario.  Un  mecanismo para  minimizar los  riesgos  consistía en realizar un  corte pequeño   en   lados    opuestos,    en   hileras    de   guaduas,  de   tal   manera   que   se sostuvieran en pie;  después  se cortaban  las  de la  parte  superior, las  cuales  al  caer arrastraban con su peso las  previamente cortadas.  Verlas caer como  en oleadas  era majestuoso.  Era  duro  pero bonito participar en esas faenas.

Durante nuestra  permanencia allí,  a veces nos visitaron Pedro  y Roberto,  pues  la presencia  de  Rodrigo era habitual en todas  las  vacaciones. Cuando  los  hermanos iban  de visita,  bajábamos  a Puente  Linda a recogerlos en una  bestia, actividad que por  lo  general  me  correspondía. Como  el  bus  salía  de  Medellín a las  once  de  la noche,  llegaban a Puente  Linda al  amanecer,  por  tanto, era necesario  viajar  el día anterior  y dormir en unos  hotelitos  sencillos, manejados  por gente muy  amable.  En una  de esas idas,  no  pude  atajar  a Argos, un  perro  con  pinta  de labrador, el cual me acompañaba a todas  las  actividades. A lo  mejor,  también  quería  su  compañía. Argos tenía un problema, no pasaba por ningún puente, incluyendo los de cemento, por donde  uno pasaba a caballo.  Esa semana las lluvias arreciaron y los ríos estaban crecidos.  En  el paso de El  Guaico, junto al puente colgante,  pasó sin dificultad, pero al cruzar a Puerto  Venus, ya  el caudal  del  Samaná  era inmenso;  de todas  maneras, mi  fiel  compañero no quiso  pasar  por  el puente  detrás  de la mula,  y  se lanzó  a la corriente, con tan mala fortuna  que el raudal se lo llevó.  Lo  vi desaparecer  y me bajé a buscarlo por ahí durante  una hora. Como no salió,  lo di por muerto, y, con mucho pesar, seguí  el camino.  Llegando a Puente Linda me alcanzó,  cuando  logró  salir  del agua,  siguió el rastro de la mula.

En  otra ocasión  me tocó llevar  una vaca  recién parida para venderla en Arboleda, en una especie de feria. Como se vendía para leche, no se le dejaba mamar  al ternero, y, así, el animal mostraba  su ubre  plenamente.  Al ternero se le daba  leche de otras vacas  y se le ponía  un bozal.  Era  necesario  madrugar para llegar  a tiempo  al pueblo y, además,  para aprovechar el fresco de la mañana  y evitar  el calor, bastante molesto para los vacunos. Iba sin ningún problema, pues el animal era manso;  sin embargo, al  llegar  al  puente  colgante  en El  Guaico, para  cruzar el Samaná,  la  vaca  se negó a pasar.  Yo sabía  que  pasando el ternero  ella  seguiría detrás  de  nosotros.  Cogí la cría  y  la pasé empujándola hasta  la manga,  después  del  puente;  pero  su  madre  se quedó  al otro lado.  De  manera  ingenua, dejé el ternerito  y me devolví por  la vaca, la cual  pasó  sin  ninguna dificultad. Pero  al llegar  al otro lado  no estaba el ternero, se encontraba  en medio  del  río,  afortunadamente en el charco  debajo  del  puente, por tanto la corriente  no lo arrastró  a una muerte segura.  No  sé si salió  solo o cómo salí del apuro,  lo único  que recuerdo  fue haber cumplido la misión:  ambos animales llegaron al pueblo.

También, ese puente me trae otro recuerdo  molesto. Una mula,  muy  buena de silla, en un  viaje  con don  Humberto Zuluaga, al pasar  por  el maderamen, se quebraron una tablas y el animal se clavo  entre el piso. La  pudieron rescatar sin ninguna lesión física,  pero en su cabeza  persistió el miedo,  y no había  poder  humano  para  hacerla pasar.  Solo  se podía  utilizar en verano,  con el río bajito, como decíamos  nosotros,  o sea, con  poco  caudal,  para  poder  pasar  por  el agua.  A mí,  este hecho  me ayudó a entender la diferencia entre reflejo condicionado y concepto.  Para  la mula  el puente siempre  era un peligro, no tenía la capacidad conceptual  para  verificar si el puente estaba en buen estado.

En   el  corto  tiempo   pasado   en  La   Española,  nos  correspondió  ver   crecer  los cañaduzales  y   construir  la   ramada,    colaborar    en   la   instalación  del   motor   y participar  en  la  producción  de  la   panela,   arrastrar   la   caña   para   procesarla  y disfrutar y  padecer  el empalagoso olor  de la  miel,  el calor  del  horno,  el riesgo  de una quemada, el cansancio de una jornada  que empezaba  a las dos de la mañana  y podía  terminar a  media  noche.  Cuando había  molienda, el  jueves  lavábamos los fondos,  aprestábamos la leña y las cáscaras  de balso,  de las cuales,  al machacarlas, se extraía  el jugo  (mucílago) para  echarle  al guarapo con el fin  de limpiarlo de las impurezas (pero ahora no recomiendan su uso por razones  ecológicas y porque  hay mucílagos más efectivos  y con mayor  presencia  en el medio).

El  sábado  (viernes por la noche) nos levantábamos a media  noche, mi papá  hacía una  especie de desayuno y por ahí a las dos bajábamos  a la ramada  a esperar  a los trabajadores.  A mí, por lo general,  me tocaba cargar  el bagazo  fresco y arrumarlo en las pilas  y, a la vez, llevar  el seco a la boca del horno para que el atizador mantuviera el fuego. Una  vez, mientras  sacaba un manojo de bagazo  seco, fue saliendo de la pila una serpiente  cazadora, de color azulado, de unos  tres metros. Nunca le tuve miedo a las serpientes, por lo mismo,  me conformé con verla salir y alegrarme porque cazan ratones.

En  la molienda participan personas  especializadas en cada  una  de las  etapas  de la producción: un  encargado de meter la caña en la máquina movida por  el motor, cuya  destreza  requiere  mucho  cuidado, porque  al menor  descuido la mano  puede incrustarse en la  maza;  un  cargador de  bagazo  fresco  y  seco; un  atizador  experto que   mantenga   el  fuego;   unos   encargados  de  los   fondos,   con   sus   remellones, especializados en las  distintas etapas  de la  transformación del  guarapo en miel;  y cuando  esta da  punto,  el encargado de  remover  la  miel  en el recipiente  donde  se vuelve panela  y,  antes  de  que  se  seque,  darle  la  forma  redonda   o  cuadrada. La calidad de  la  panela  dependía del  suelo  donde  se cultivaba, de  la  variedad de  la caña y de la vigilancia en todo el proceso.

En  una  de  las  moliendas sucedió  un  episodio cargado de  miedo.  Ese  día  llegó uno  de los  trabajadores  y  nos  contó  que el día  anterior  habían  asesinado a Carlos Jaramillo, el arriero de mayor  prestigio en toda la región,  y que su cuerpo aun estaba tirado  a la orilla  de la quebrada La  Española, pues las autoridades no habían  hecho el levantamiento. La quebrada pasaba cerca de la ramada.  Para completar,  como faltó un trabajador,  mi papá  me envió  por Abelardo con el fin de suplirlo; me entregó un farol,  hecho con una  caja metálica  de galletas,  a la cual,  en su interior,  se le pegaba un  mocho  de vela,  y la boca amplia de la caja permitía la salida  de la luz.  Por  más miedo,  el respeto  a la  autoridad paterna  primaba, por  tanto,  no  había  alternativa. Todo   el  viaje  hice  fuerza   para  que  no  se  apagara   la  vela,  pues  me  parecía  estar viendo el cuerpo  del  muerto  tirado  en la quebrada;  además,  todo el trayecto  entre la ramada  y la casa era por entre un rastrojo bastante alto. Al regreso,  por lo menos venía  acompañado. Más adelante  contaré la historia completa.

Mientras  estuvimos allí,  mantuvimos una excelente relación  con don Humberto y su  esposa,  doña   Matilde,  hija  de  don  Alfonso.  Eran   serviciales  y  educados;  en cambio,  con  Carlos Uribe,  hijo  también  de don  Alfonso, nunca  hubo  afinidad. Era un ser solitario y cascarrabias, casado  con una hermana  de don  Humberto. Él  tenía su   propia  tierra,   colindando  con   la  de  su   papá;   además,   cultivaba  plátano   y administraba parte  del  cafetal  de  La  Española. El  agua  para  la  casa  venía  desde muy  lejos y pasaba  cerca de la casa de Carlos, se conducía por  canoas  de guadua, en medio  de  un  extenso  guadual, cuyas  hojas  caían  en las  canoas,  impidiendo  el paso   o   mermando  la   cantidad  del   líquido.  En   forma   permanente    debíamos limpiarlas.  Pero,  muchas  veces,  la  señora  de  Carlos  nos  quitaba   el  agua   y  era necesario  ir a echarla,  como decíamos.  Una  vez  no me aguanté  y le hice el reclamo. Esa  misma  semana,  cuando  estaba ordeñando las  vacas  donde  don  Humberto,  Carlos me pegó una humillada, cuyo  rencor duró  mucho  tiempo.

Así como  mi  papá  era regular o malo  para  los  negocios,  lo  era así  mismo  para contratar  trabajadores.  Con  pequeñas  excepciones,  se rodeaba  de los más perezosos o marrulleros. En  La  Española los trabajadores  permanentes  eran los hijos de María Pérez  y su  hermano  Pedro,  ya  mencionado. Joaquín  tenía unos  dientes  de oro, era callado  tanto como  su hermano  menor  Fidel;  en cambio,  Luis, apodado Paleto,  era activo  y  arriesgado, no le tenía  miedo  a nada.  Era  común  verlo  atravesando el río crecido,   lo   iba   cruzando  sesgado,   dejándose   arrastrar    por   la   corriente,   pero avanzando poco  a poco,  hasta  llegar  a la otra orilla.  Su  habilidad la demostró  una vez  cuando  me lo encontré  en la manga  junto  al arroyo  pequeño  que la cruzaba y, me dijo: “Quiere sardinas”, ante mi incredulidad, pues no tenía ningún utensilio de pesca,  se agachó  en toda la orilla  y me avisó:  “Recoja”, y metía  las  manos  entre el agua  y  me  tiraba  las  sardinas al  pasto.  Los  cuatro  tenían  un  problema adicional: eran   pendencieros. Nunca  tuvimos  dificultades  con   ellos,   pero   más   adelante contaremos  el final  de Luis y de Fidel.

Otra de las actividades en las cuales colaboraba  tenía que ver con algo inconcebible en esa finca.  A veces  me tocaba  ir  a Samaria, donde  Nicanor Trujillo, un  familiar lejano,  a traer  racimos  de  bananos,  sembrados en el amplio solar  de  su  casa.  No entiendo  como no se cultivaban en los inmensos terrenos de La  Española. Tampoco se cultivaba buen plátano  y, por lo general,  cortábamos  racimos  todavía biches  para suplir las  necesidades. Otras  veces  me enviaban a Samaria a traer cosas  livianas  o a llevar   razones,  y,  en  esas  ocasiones,  como  iba  caminando, para  ahorrar   tiempo y  distancia, bajaba  por  el deshecho  angosto  y  difícil diseñado por  entre el bosque que bordeaba  la quebrada de Las  Nutrias. Era  hermoso  viajar  por debajo de árboles inmensos, disfrutar de su  sombra  y  del  silencio,  interrumpido a ratos por  el canto de las aves, especialmente de los diostedés  (tucanes)  abundantes en ese lugar.  Varias veces me encontré con grupos de tatabras, que retozaban  juguetones entre el follaje. El camino  a Samaria, al cruzar la quebrada,  pasaba por Montecristo,  una finca bonita, con árboles  a la orilla  del río, un  potrero  inclinado, la casa ubicada en medio  de la falda  y, hacia la cordillera, los cultivos; el resto del camino  a Samaria era pedregoso, por toda la orilla  del río, pero con poca pendiente.  Entre  Las  Nutrias y la casa de la playa  se caminaba por un inmenso derrumbe (volcán), debido  a que el río se recostó contra la ladera  y dejó un talud  donde  construyeron un sendero estrecho, por el cual era difícil y azaroso  caminar, inclusive a pie.

Otra  de las  actividades era pasar  a El  Coral, cuando  el río  lo permitía, la vereda del frente, por limones  rugosos, donde  Rosa Pérez.  Desde  ese tiempo  desarrollé una cierta  habilidad para  cruzar esos  caudales de  agua  torrentosas.  No  sé si  era muy temerario  o le aprendí algo  a Luis Paleto.  En  las  vacaciones en La  Bamba,  Javier Jaramillo, su propietario, me encargaba  de orientar  las bestias cuando  debían  cruzar al lado  de Antioquia, porque  temía se las llevara la corriente.

Si  bien  en El  Anime y Arboleda se daban  manifestaciones de violencia, no tenía comparación  con  la  encontrada  en  La   Española. Ya  mencioné   el  caso  de  Pedro Calzones y  el asesinato  de Carlos Jaramillo, pero  son  apenas  la punta  del  iceberg. Un  día,  todavía estaba  oscuro,  y  como  era  habitual, me  levanté  y  encontré  a  mi papá  conversando con  Aicardo, quien  estaba  acostado  en el suelo  en un  tendido, como  si  hubiera   dormido ahí  toda  la  noche.  Era  un  vecino   con  cuya   familia  se conocían  desde  la  época  de  El  Higuerón, familiar de  los  Montoya, la  familia más adinerada de  la  región.  Yo no  sé si  en  ese momento  iba  huyendo o volvía de  la cárcel,  acusado  de haber  asesinado a un  hombre  de apellido Muñoz. Según  logré captar, el victimario se vio  en la necesidad de actuar, debido  a que el muerto  estuvo a  punto   de   matar   a  Julio,   su   tío.   Los   hechos   ocurrieron  durante   un   bazar, programas  dizque  para   recoger   fondos   para   la   escuela,   pero   en   realidad   se convertían en cantinas  donde  los asistentes  aprovechaban para  dirimir las rencillas personales, surgidas  por  cosas  insustanciales. Este  episodio fue  el despertar  a un entorno donde  no había ley ni Dios.

Como  ya   había   mencionado  el  caso   de  Carlos  Jaramillo,  voy   a  resumir  lo acaecido.  Era  el mejor arriero  de toda la región,  a la cual  llegó  durante  la época de la   violencia,  no   sé   de   adónde.    Su   accionar    principal  era   entre   Arboleda y Pensilvania,  porque   en  ese  tiempo,   la  relación   comercial  con  Nariño,  el  pueblo vecino   por  el  lado  antioqueño,  era  escasa.  Ya  consolidado en  Arboleda, decidió montar  un  negocio  de  abarrotes  en La  Española, algo  aparentemente  normal;  sin embargo,   empezó   a  politiquiar  a  favor   del   partido   liberal,   en  una   zona   con predominio conservador, donde,  si bien  no hubo  la violencia liberal  conservadora, quedaban  vestigios   de   la   confrontación   lejana.   Carlos   encontró    eco   en   los integrantes de  una  familia Cardona, de  El  Guaico, quienes  nunca   habían   tenido problemas de ninguna índole  y eran muy  apreciados por  sus  vecinos.  No  sé si por celos comerciales o por política, gente poderosa  de la región  decidió eliminarlo.

En  un  primer intento  falló  el paviador (sicario). El  camino  entre la quebrada La Torre   y  El  Guaico pasa  por  una  zona  de  peñas,  en  donde   labraron   un  sendero estrecho y resbaladizo, por el cual  los animales deben pasar  con sumo  cuidado. Del camino  hacia  abajo está el río y, hacia  arriba,  bosque  virgen, bastante tupido y con árboles  enormes.  El  asesino,  de quien  hablaré  más adelante, se camufló  en el follaje, asegurando un disparo seguro,  a poca distancia del objetivo.  Carlos iba con uno  de los  Cardona,  arriando sus  mulas.  Cuando pasó  por  el  lugar   de  la  emboscada,  al momento  del  tiro,  se cruzo   su  acompañante y  recibió  el  disparo. El  herido   rodó hacia  el río, con la fortuna  de que un árbol  lo atajó. Las  heridas  no fueron  graves  y se recuperó  con facilidad.

No  entiendo  cómo  el arriero,  después  de este aviso,  siguió en la región.  Al poco tiempo, un hermano  de Aicardo le picó arrastre, como dicen en parlache.  Lo contrató para  traer madera  de una  finca  ubicada a la orilla  de la quebrada La  Española, a la cual  se  llegaba   por  un  camino   construido por  toda  la  orilla   del  riachuelo. A  su alrededor no  había  casas  cercanas  y  pasaba  poca  gente,  por  lo  mismo,   el sitio  se prestaba  para  una  emboscada,  como  al  fin  ocurrió.  Dicen  que  el tirador  espero  el regreso, ya con las mulas  cargadas con la madera,  para que la víctima tuviera  menos movilidad y, así, el tiro sería más certero. También cuentan  que le pegó doce postas en todo el corazón.  Muñeco,  el asesino,  no fallaba  disparos.

En  el  pequeño  caserío  vivía don  Rafael   Ríos,  un  cazador  empedernido, quien podía  seguir  detrás  de  una  guagua toda  una  semana.  Cuando uno  pasaba  por  el frente de su casa, lo invitaba a tomar  algo  o a comer. Allí probé por primera vez  la guagua, una  carne deliciosa. Ese vecino  solidario y amable,  también  fue víctima de Muñeco.  Y a lo mejor esta acción  rebasó la copa de sus mismos patrocinadores.

El  apodo  hace honor  a la figura de este personaje.  Era  excesivamente delgado y bajito.   Vendía  agujas,   botones   y   otros   cachivaches  por   la   región,   y   nadie   se imaginaba cómo  debajo  de esa figura, en apariencia insignificante, se escondía  un criminal de  esa  laya.  Se  volvió un  asesino  tan  implacable, tan  peligroso, que  sus mismos patrones  organizaron la manera  de eliminarlo. Lo  invitaron a participar en un convite,  reunión  de los vecinos  para una actividad comunitaria y, en plena  labor, otro de los  concurrentes, hijo  de una  de las  víctimas, le pegó  un  tiro.  Extraña  esa complicidad.

Medellín

En  enero de 1960 la familia salió  de La  Española hacia  Medellín. Viajamos desde Puente  Linda en un  bus  escalera,  con  los  pocos  bártulos  que  teníamos  de  alguna utilidad en una ciudad. Fue  un viaje  caótico, con casi todos los pasajeros  mariados, por  una  carretera  destapada en casi  todo  el  trayecto.  Solo  en La  Ceja  aparecía  el pavimento. La  entrada  a Medellín era por Loreto,  y como la casa que mis  hermanos alquilaron estaba ubicada en el Barrio  Cristóbal,  atravesamos toda  la ciudad. Para un  campesino acostumbrado a ver  unas  cuantas  casas  y  unos  pocos  carros,  cruzar y  cruzar por  calles  llenas  de  viviendas era  un  descubrimiento asombroso.   Al fin llegamos a nuestro nuevo  hogar.  Una  casa de un solo piso, en toda una esquina,  con ventanas  tanto hacia  la carrera  como  a la calle.  Fue  el despertar  a un  mundo lleno de contrastes,  donde  el choque  entre lo rural  y  lo urbano  trastoca  las  experiencias vitales.

La  familia no  estaba preparada para  vivir en la  ciudad. No  teníamos  camas,  ni utensilios de  cocina,  ni  muebles.  Era  empezar de  cero. A los  pocos  días  de  haber llegado nos  visitó  alguien de la familia. Mi  mamá  me envío  a una  casa vecina  por unos   pocillos  para  servir   un  tinto.  Hasta   donde   me  acuerdo,   inclusive  trajeron cueros  de ovejo  para  tendidos.  Otro  choque  fue con los jóvenes  del  barrio,  quienes nos  acusaban  de  montañeros. Yo  les  respondía: “De  dónde  viene  lo  que  ustedes comen”.  Ese  ha  sido  un  problema constante  en mi  vida   desde  niño:  la  dificultad para quedarme callado,  mucho  más en un país  lleno de hipocresía.

Una  ventaja  en el nuevo  domicilio fue la cercanía  con unos  paisanos de apellido Pineda,  quienes   se  convirtieron  en  nuestros   primeros  amigos  y  con  los  cuales jugábamos fútbol  en las mangas vecinas.  Todos  los alrededores del Barrio  Cristóbal eran  matorrales  o mangas.  Santa  Mónica  y  Simón  Bolívar estaban  deshabitados  o eran  pequeñas   fincas;   inclusive,  Belencito   estaba  separado   del  Barrio   Cristóbal. Durante los  seis meses  que vivimos allí,  todos  los  domingos íbamos  al estadio,  en barra,  con el grupo de amigos. Casi desde  la iglesia de La  América hasta el estadio estaba deshabitado, se caminaba por entre rastrojeros  llenos  de adormidera, y en el recorrido brincábamos de pared  a pared  por la canalización, jugando a no dejarnos caer al agua.  Ya en el Atanasio, nos uníamos a los niños  de primaria, quienes  tenían entrada   gratis,   rogándole  al  profesor   guía   para   que  nos  dejara   colar.   A veces, perdíamos la  ida.  Nacional y  Medellín eran  los  únicos   equipos   profesionales  en todo  Antioquia, con  la  diferencia  de  que  en  Nacional todos  los  futbolistas  eran criollos, con  un  rendimiento regular en el campeonato.  Igualmente, los  salarios y los contratos  eran irrisorios. En  Huracán, un equipo  amateur,  dirigido por Roberto, jugaba  un  excelente  delantero,  empleado de  un  banco,  y  de  Nacional y  Medellín intentaron   vincularlo,  pero  siempre   se  negó  porque   ganaba   más  en  la  entidad financiera. Cuando jugué  en un equipo  que llegó  a ser reserva  de Nacional, algo  así como la categoría  de ascenso,  el club  fue embargado por la Liga de Antioquia, y al solicitar  mi   pase  para   jugar   en  El   Sena,   pidieron  500  pesos   por   él.  Al  mejor futbolista  de Colombia, Orlando Mesa, compañero de equipo,  lo vendieron al Cali en 3.000. Preferí  no volver a jugar  en equipos  de la liga  que pagar  por  lo que uno sabe.

Por influencia de Pablo  Salazar, tío de mi mamá  y profesor  del Liceo  Antioqueño, me  matricularon en  esa  institución. Fue  otro  choque  brutal.  Yo había  cursado  el primero de bachillerato (sexto en la denominación actual), lo cual se convirtió en una barrera,  por motivos inexplicables. La  intensidad horaria  de materias  como música, dibujo  y otra cuyo  nombre  olvido, era distinta en Caldas y Antioquia, razón  por la cual  me obligaron a validarlas. De  música no sabía  nada,  y cuando  me pusieron  a dibujar un  pentagrama en clave  de sol, creo que hice un  corrosco  con cuatro  rayas, obviamente saqué  uno  con cinco,  se me fueron  las  luces;  el profesor  de dibujo  era el pintor  Jorge  Cárdenas, quien  me pidió un  dibujo  con sombras  y no sé qué más. El  que  quedó  viendo sombras  fui  yo:  otra  validación perdida. Y de  la  otra  ni  me acuerdo.

Además, surgió algo  lógico  en la inocencia  de un campesino recién  soltado  en la urbe.   El   Liceo   Antioqueño,  como   era  una   dependencia  de  la   Universidad   de Antioquia, desde  esa época,  se caracterizaba por  un  movimiento estudiantil muy fuerte. Al momento  de elegir  representante  al consejo estudiantil, me nombraron de suplente,  por  mamar  gallo,  con  la  mala  fortuna  de  que  el principal se cambió  de grupo. O  sea,  resulté  yendo   a  la  primera  reunión,   más  embolatado  que  gallina criando patos. Durante mi permanencia en el Liceo  asistí a varias reuniones intrascendentes para  mí. No  entendía  los temas ni los motivos de las reuniones. En una de las últimas sesiones  decidieron decretar paro, ni supe la razón.  Cada uno de los representantes  debía  ir a su salón  a sacar  a los compañeros. Yo llegué  al aula  y les  dije:  Todos  para  afuera,  estamos  en paro.  El  profesor  me  miró  desconcertado, pero  los  compañeros, acostumbrados  a esos  tejemanejes,  salieron.   Me  fui  para  la casa y volví a los tres días.  Al regresar,  cuando  entré al salón,  en la primera clase, el profesor  me preguntó por  qué  no había  vuelto.  Con  la  inocencia  más  absoluta,  le conteste: porque  estamos  en paro.  Los  otros estudiantes habían  vuelto  por la tarde. Como sería el revuelo  con ese estudiante  tan radical, que Pablo  llamó  a la casa para solicitarles  mi  retiro,  pues   lo  estaba  haciendo   quedar   mal.   Para   ese  tiempo   ya vivíamos en Niquitao con la 41, donde  me ocurrió  algo  simpático. Mientras  estudié en el Liceo  y  viví en el Barrio  Cristóbal, cogía  un  bus  hasta  el centro  y  caminaba hasta la Plaza de Zea,  donde  cogía  el bus municipal contratado  para llevarnos. Casi todos los días  nos tocaba empujarlo, vivían varados. Además, viajaban atestados, y una vez  un policía de tránsito  iba a multar  al conductor por el sobrecupo, y le supo a cacho. Nos  bajamos  todos  esos bochinchosos del Liceo  y no tuvo  más alternativa que dejar  seguir  el carro.  Al regreso,  al salir  del  colegio,  para  no ir  hasta  el centro caminaba desde  el Liceo  hasta  la calle  San  Juan,  donde  cogía  el bus  para  el barrio. Como  a  la  41  nos  pasamos   por  la  noche,  no  ubiqué   bien  el  sitio  ni  apunté   la dirección. Solo  me acordaba  de la escuela  del  frente: La  Vicentina. Cuando  estaba en clase  me  puse  a pensar  cómo  iba  a volver, si  no  tenía  la  dirección ni  claridad sobre  el lugar  exacto  de la  casa,  ni  por  cuáles  calles  transitar  y  tampoco  había  un teléfono  para  llamar. Entonces,  al regreso,  decidí  subirme hasta  el barrio  más  alto, Las  Palmas, desde donde  divisé La  Vicentina.

Al año  siguiente,  por  intermedio  de  Álvaro  Naranjo, me  matricularon  en  la escuela  del Ferrocarril de Antioquia, en Bello,  a estudiar  mecánica.  Allí estaban los talleres  y  en la  escuela  preparaban su  fuerza  laboral.  La  empresa  tenía  transporte para  los obreros  y para  los estudiantes, además  nos daban  una  ayuda económica  y el  almuerzo.  El   estudio   duraba   dos   años  y  los  egresados   se  vinculaban  como técnicos  en los talleres  o en otras empresas  del país,  pues  eran muy  apetecidos  por la calidad de los  egresados.  En  el primer año me fue muy  bien,  sobre  todo  con  el profesor  de mecánica,  Nino Paniagua, quien  me escogía  para hacer los trabajos más delicados. Me decía: “Venga Henao,  usted es el gallo,  vaya  con Álvarez, y me hacen esta pieza”. Ya en el segundo año  comencé  a reflexionar sobre  el ambiente  de los mecánicos. Muchos  no lavaban su ropa,  eran un manojo  de grasa  desde los zapatos hasta la cabeza, y los lunes  era común  ver algunas esposas en la puerta esperando  a sus cónyuges para reclamarles por no haber ido todo el fin de semana y no llevar  lo necesario  para  la  familia. Además, entre los  compañeros había  personas  de  todas las edades  y con todas las mañas,  por tanto, decidí  abandonar el estudio,  pero tenía un  problema,  cómo  decirle   a  la  familia, sería  la  tercera  deserción.   El  dilema lo resolví con  facilidad: necesitaba  hacerme  expulsar. Dejé  de  asistir  a las  clases,  no realizaba ninguna actividad en el taller. Cuando Nino me invitaba a trabajar, animándome, algunas veces  le colaboraba,  pero  la  decisión estaba  tomada.  Al fin me echaron  y  orienté  mi  vida  por  otro rumbo.  Nunca me imaginé lleno  de grasa, con una mujer  reclamándome el mercado  para los hijos.

Al año  siguiente,  por   intermedio  de  un   familiar  de  don   Alfonso  Uribe,   me consiguieron puesto  en  el  Liceo  Gilberto Alzate Avendaño,  ubicado en Aranjuez. Era   una   institución  recién   creada,   cuyas   sedes  eran  dos   casas  distantes.   En   la primera, localizada en San  Blas,  estudiábamos los  de los  primeros años  y  el resto estaba  en una  casa  entre  Campo Valdés y  San  Cayetano. Los  salones  eran  piezas estrechas, conectadas  con las calles, por lo mismo,  el ruido y las interrupciones eran constantes.  A veces, las amigas se acercaban  a un  lado  de la ventana,  y mientras  el profesor daba clase, nosotros conversábamos con ellas. Una vez, el profesor de matemáticas   y  Coordinador se tropezó  con  un  estudiante   de  la  primera fila  y  lo mandó  a estudiar  desde  la  ventana  a lo  Marco  Fidel.  Otra  vez,  un  compañero me pegó  una  palmada, jugando, y para  evitar  mi  respuesta,  salió  corriendo, y le pegó un  rodillazo en los testículos  a don  Ramón. Él  lo cogió  con ira y le dijo  que eso no se  quedaba   así,  pero  el  compañero,  falto  de  verraquera,  dijo   que  yo   lo  había empujado de  aposta.  Desde   ese día  don  Ramón me  cogió  ojeriza.  Más  adelante narraré  algunos episodios con ese personaje.

La  institución tenía un rector, don Manuel  Tiberio González, con una visión de la educación bastante avanzada. No  estaba de acuerdo  con los uniformes y nos decía que el uniforme era dejar  bien  la imagen  del  colegio  con nuestro  comportamiento. Cuando íbamos  a misa  o a reuniones  oficiales  nos permitía ir caminando en forma individual, porque  no  éramos  borregos.  Estaba  dirigiendo la  construcción de  una sede  moderna,   en  los  límites   de  San  Cayetano  con  Santa  Cruz, en  terrenos  del antiguo manicomio, donde  hoy  se encuentra  localizado. Dada la precariedad de las sedes alternas,  nos pasamos  sin  haber  terminado la obra. Solo  estaban los salones, las  oficinas  y los laboratorios. Los  patios  y alrededores estaban sin  pavimentar, sin organizar. Cuando llovía, el patio  se volvía un  lodazal, en el cual  jugábamos unos partidos de fútbol  tan intensos,  que  las  directivas decidían no dar  clases  y  vernos patinar  entre el barro.

Cuando todavía estábamos  en la sede de San Blas,  tuve un contratiempo bastante aburridor. Cerca  de la sede vivía una  enfermera  retirada,  amante  de un  médico  de Aranjuez, en cuya  casa vendían cremas. En  los descansos  pasábamos a comprar y la señora  algunas veces  nos  atendía  en brasieres.  Yo tenía un  compañero de apellido Gutiérrez, originario del  Tolima, con  quien  durante  todo  el  bachillerato tuve  una excelente relación.  Vivía por El  Bosque,  hoy  Jardín  Botánico.  A pesar de lo joven, ya tenia experiencia con mujeres. Una  vez,  cuando  la señora nos vendía las cremas, nos dijo  que nos iba a coser unos  calzoncillos, y el compañero le comentó  que si le iba a tomar  la medida. Esa  parecía  una  charla  sin  ninguna trascendencia. Pero,  al otro día, nos llamaron de la Rectoría  y nos mandaron para la casa por los padres,  porque habíamos tratado  mal  a la mujer.  Yo no quería  contar en la casa, los días  siguientes me iba para el colegio  y me quedaba  en los alrededores. Como al tercer día, me vio el profesor  Gerardo Carvajal y  me preguntó por  qué estaba afuera.  Le  comenté  la situación y  dijo:  “A la  que  hay  que  echar  de la  zona  es a esa señora”.  Me sugirió llevar  a mi papá y que él hablaría con don Manuel  Tiberio. Con  ese consejo, comenté en la casa y fuimos a conversar con el Rector. Me dio algunos consejos y autorizó mi regreso  a clases. Al poco tiempo  nos pasamos  para la sede nueva  y no volví a ver a esa señora. Hoy sigo  sin entender su actitud  y agradecido con el profesor  Carvajal.

La jornada escolar estaba dividida en dos jornadas.  Entrábamos a la 8 y salíamos al mediodía para regresar de 2 a 5. Como algunos estudiantes vivíamos lejos, en el Club Astorga nos vendían un almuerzo muy  barato, subsidiado por Caritas, dirigida por el padre  Barrientos.  El  Alzate tenía un  profesorado variopinto. Una  vez,  en la sede de arriba,  nos tocó ver una  pelea entre el profesor  Domingo, de Español, excelente, con el de sociales,  de apellido Soto, un vivo. A veces, durante  el descanso  de medio día se ponían  a beber en la tienda  de don Arnoldo y, ya borrachos,  sacaban a relucir sus  problemas. El  profesor  Domingo, bastante  corpulento, le pegó  un  puñetazo al de sociales,  y cuando  nos vio,  se justificó:  “Pa’  que jode este hijueputa”. Parece que estaba asediando a su mujer.

El   Coordinador  de   la   sede   nuestra,   de   apellido  Cardona,  había   terminado Derecho,   pero  a  lo  mejor  no  ejercía.  Era  medio   alocado,   pero  simpático. En  los exámenes  finales,  cuyo  valor  era del  cuarenta  por  ciento,  los  profesores  sacaban  el original en  esténcil,  para  imprimirlo en  un  mimeógrafo. El  material   tenía  papel carbón  y, por  descuido, lo botaban  a la basura  y se podían leer los puntos.  Lo  más fácil.    Lo    complejo    era   cuando    los   profesores    lo   escondían,   pero   entre   los compañeros  había  delincuentes  expertos   en  abrir   puertas   y  escritorios  sin  dejar huella.   De  noche,  entraban   a  la  rectoría   y  del  escritorio   del  rector  sacaban   los puntos.  Una  vez  le  encontraron   los  calzones de  la  bibliotecaria, los  reconocieron porque  vivía mostrándoselos a los estudiantes.

Don  Ramón nos  daba  Biología y  fue  uno  de  los  exámenes  hurtados. A  mí  me llamaron a decirme  los puntos,  pero, ya me sabía las respuestas.  Él  se dio cuenta de lo ocurrido y fue a quejarse con el Coordinador, quien  le contestó: “Para  que es tan bobo, tiene que  hacerles  el examen  a los  muchachos”. Y el Coordinador,  mientras contestábamos  las preguntas, pasaba  por los salones  y nos decía: “Contesten ligero antes de que este viejo pendejo  se arrepienta”.

Cuando estábamos  en Quinto (Décimo), el profesor  Mario  Valencia, de Química, a quien  le perdía  más  del  cincuenta por  ciento,  nos  humillaba diciéndonos que  si éramos  inteligentes sabríamos las  preguntas del  examen.  Los  pícaros  sacaron  los puntos  y  organizamos la  manera  de responderlo para  que  el vivo ese no  pudiera anularlo. Acordamos que  los  estudiantes que  requerían  más  nota,  contestaran  las preguntas necesarias  para  ganar  y  los  que  necesitábamos menos,  respondiéramos mal   algunas  preguntas. El   profesor   se  pilló   lo  ocurrido  y  nos  decía:  “Ustedes cogieron  los puntos,  porque  no me pueden  ganar  todos”.  Nosotros le devolvimos la humillación:  “Usted nos  dijo  que  aplicáramos la  inteligencia y  eso  hicimos,  nos imaginamos  los  puntos”.  Entre   los  que  pudieron  ganar   Química  con  ese  robo estaba  Libardo, más  juicioso  que  yo  para  el  estudio,  pero  flojo  para  Química;  en cambio,  a mí  me iba  muy  bien.  En  el Sexto  (once),  le perdió  más  del  sesenta  por ciento.  Entre  los  perdedores estaba un  muchacho de apellido Giraldo, quien  había perdido   también    Psicología   con   Alejandro   Guzmán,   un   profesor    de   Pasto, mentiroso  y perseguidor, a quien  se sentía incapaz de ganarle  la habilitación, y, con Química,  perdería   el  año;  en  cambio,   si  solo   perdía   una   materia,   una   norma establecía  que  el  estudiante   podía  habilitarla hasta  ganarla. Me  pidió el  favor  de hablar   con  Mario.   Le   comenté  al  profesor   la  situación  de  mi  compañero,  y  le justifiqué la importancia de la ayuda, pues  había  pasado  a la universidad. Me dijo: “Tráigame a ese iguanodonte y  vemos  qué  hacer”.  Fui  con  el  amigo,   ni  siquiera revisó  el examen,  tachó la nota y le puso  la que necesitaba.

Como el gobierno  quería  estimular el ahorro  entre la población, establecieron  la asignatura de Ahorro, con una  hora  de intensidad, con la ingenua creencia  de que los valores  se enseñan  y no se trasmiten  desde la práctica.  Mario  Valencia estudiaba Administración en La  Medellín y,  por  lógica,   lo  encargaron de  la  materia.  Al  ser tan poca  la  intensidad la  consideramos un  relleno  y  no  le parábamos bolas.  Ante la  negligencia de los  alumnos, Mario  se emberracó  y  nos  reunió  en el laboratorio de Química y me dio  una  lección  sobre evaluación mucho  mejor que la recibida en la  Universidad durante  la  Licenciatura en  Educación. Nos  dijo:  “Quieren que  les ponga  más  difícil Ahorro que la Química”. Y lo podía  hacer.  Cualquier materia  se puede  convertir en  una  tortura  para  los  estudiantes, sin  servir   para  nada.  En  mi vida  de profesor,  muchas veces  los alumnos me decían  que Español era muy  fácil; en cambio,  las biológicas y las matemáticas  eran difíciles. Yo les contestaba,  puedo hacerles Español más difícil que esas materias,  sin embargo,  esa dificultad en vez  de resultar  útil,  más bien es una pérdida de tiempo.

En  los  cinco  años  de estudio  en el Alzate, jugué  en el equipo  de basquetbol,  en el de fútbol  y el de voleibol; también  pertenecí  al Consejo  Estudiantil; además,  era jefe de redacción de Orbita,  el periódico estudiantil, cuya  edición  sacábamos  en una imprenta, cuando  lo más común  era imprimir unas  hojas en un mimeógrafo. En  un comienzo sacaban  unas  hojitas,  y  en una  de  las  ediciones  hicieron  una  caricatura de Constantino, un  buen  profesor  de matemáticas, pero  muy  gruñón. Él  era calvo y siempre  iba de sombrero.  En  la caricatura él le pregunta a un alumno si le estaba tomando  el pelo,  el estudiante  le responde:  “Tratando, tratando,  profesor”. En  una de las clases regañó  a un estudiante  y este le contestó: tratando  profesor.  Su reacción fue inmediata: “Ustedes están muy  grandes, a mí  el que me vaya  a tomar  del  pelo me tiene que agarrar  de los de abajo”.

En  esa  época,  Coltejer  realizaba el  concurso   para  elegir  el  mejor  bachiller, y  el Rector, tirándosela de demócrata,  a lo Juan Manuel  Santos, nos solicitó  elegir  los dos representantes.  Nos  eligieron a un  compañero de apellido López, brillante, y a mí. Así como  en el plebiscito, decidió borrar  los  nombres  con  la  disculpa de  algunas anotaciones  y nombró  en reemplazo a Libardo y a otro, cuyo  nombre  no recuerdo. Al fin  pude  terminar bachillerato, nos  graduamos Libardo  y  yo.  A la  ceremonia de  graduación fue  Roberto  en representación de  la  familia. Al regresar  a la  casa, encontramos  encima  de la mesa del comedor  una  torta, pero no había  nadie.  Ya un simple  bachiller no tenía importancia.

Pasé   a  Zootecnia  en  la   Universidad  Nacional.  En   el  primer  semestre   tuve excelentes profesores,  y me devolvieron la matrícula, por haber obtenido  uno de los mejores  promedios. Química me quedó  en 4.8. Pagué  la más  alta, porque  figuraba en la declaración de renta de Rodrigo. En  el segundo semestre tuve  un  desencanto con   los   profesores    de   Zootecnia,   quienes    nos   estaban   enseñando    nociones superadas por  los  avances  en el área; además,  el profesor  de Química 2, llegaba  a clase  y,  de  pronto,  mientras  escribía  las  reacciones  en el tablero,  decía:  “Esto  está muy  aburridor” y  se iba.  En  el primer parcial solo  ganamos dos.  Saqué  3.2 y  un compañero 3.0. El  desánimo y la situación económica  de la familia, influyeron para salirme  a trabajar. Me vinculé a la Federación de Cafeteros,  con un contrato por tres meses, cuya  duración renovaron varias veces.

Volviendo  a  la  familia,  el  primer  trabajo  de  mi  papá   en  Medellín  fue  como portero   en  los   teatros  Aladino  y   Sinfonía,  dos   salas   de  menor   categoría.   Las películas se estrenaban  en el Lido, el Avenida o en Junín,  después  de un  tiempo  se proyectaban en esas salas  más  económicas,  pero  menos  confortables.  Yo le llevaba los  alimentos y  algunas veces  lo  reemplazaba  recibiendo  las  boletas.  De  vez  en cuando,   me  dejaba  ver  películas.  Posteriormente, se  vinculó como  celador   en  el Banco  Industrial  Colombiano, en  la  sede  de  Bolívar  con  San  Juan.  Le  tocaba  el turno  de la noche  y, afortunadamente, nunca  estuvo  en riesgo.  Con  el fin de matar el tiempo  en esas noches  eternas, aprendió a realizar el encaje (no sé que es) y, por la mañana,  el encargado de hacerlo  ya  tenía la tarea hecha.  Al tiempo,  Rodrigo  en compañía de otros ingenieros de la Texas  compraron una  finca  en Santander, cerca de Puerto  Boyacá,  por  Caño  Zambito, de unas  ochocientas  hectáreas,  y mi  papá  se fue a administrarla.

En  unas  vacaciones, recién  comprada la finca,  fui  a visitarlo. El  viaje  era eterno. De Medellín a Puerto  Berrio,  al otro día se cogía  una canoa, a las seis de la mañana, para  Caño  Zambito. El  recorrido duraba  todo el día.  La  casa, más  bien  un  rancho, quedaba  a unos  diez  minutos a caballo  del  puerto  sobre  el río  Magdalena. Llegué hacia  las seis de la tarde. El  rancho  tenía piso  de tierra  y se dormía en una  especie de mezanine, para  huir  de las  serpientes.  El  agua  se recogía  de un  pozo  situado  a casi cien metros de la vivienda. La  tierra  bastante fértil,  el pasto crecía tanto que el Uribe  lo tapaba a uno, inclusive a caballo.  En la casa había un trabajador  joven, buen conversador, instruido; para mí, un guerrillero o un fugitivo de la justicia.

Mientras  estuve  allá,  a un  kilómetro, la guerrilla mató un  soldado y mi  papá  me contó que pocos días antes, a llegar  al puerto, mandó  por la mula  para irse y, cuando estaba ensillando, el amigo  donde  dejaba  la bestia  le dijo:  “Don Roberto,  usted  no se me va.  Ya está oscureciendo, en el camino  lo pueden  matar  los  muchachos o el ejército”. Le tocó amanecer y viajar  al otro día. Además, en la finca apenas tenían 70 reses, cuando  su capacidad era para más de mil  animales.  En esas condiciones no se podía  vivir. Al regreso, me vine  por Puerto  Boyacá  con mi papá  y de Dorada viaje a Medellín por Sonsón.  Como habían  matado  una  tatabra, traje un poco de su carne, salada  para soportar  el calor y el tiempo.

Al llegar,  le comenté a Rodrigo la necesidad de traer a mi  papá  de esa zona.  No valía   la  pena  arriesgar su  vida   o  su  seguridad por  unos  pesos.  Así se  hizo.   Al tiempo,  Rodrigo y  Pedro  compraron La  Luz. Una  finca,  localizada en la vereda  El Verdal. Tenía  una parte semiplana en la orilla  del Río  Dulce y unas  lomas  bastantes pronunciadas  hasta  el  lindero  con  don  Elías  Robledo. En   el  medio   estaban  los cafetales  y  en una  orilla,  había  un  cacaotal  viejo  y  enfermo,  el cual  fue  necesario eliminar.  Tenía   cuatro   casas,  todas  en  regular  estado.  Por  todo  el  medio   de  la propiedad estaba construido el camino  de  Arboleda, muy  pedregoso y  profundo. Se la compraron a don Roberto  Múnera,  un gran  señor, con quien  mantuvimos una excelente  relación  hasta  cuando  nos  vinimos de esas tierras.  Comparada con la de Caño   Zambito,  era  una   pichurria,  pero  desde   el  punto   de  vista   emocional,   la disfrutamos todos  los  de la familia y  mi  papá  fue feliz.  A mi  modo  de ver,  no era rentable, con mayor  razón  administrada con la visión de don Roberto,  como todo el mundo le decía.

Don   Roberto   Múnera   fue  una  persona   demasiado  decente  y  honrada,  por  lo mismo,  abusaban  de él. Tenía  la finca  abandonada, con más  reses de las  indicadas de acuerdo  con  la  cantidad de pasto;  los  potreros  estaban  enmalezados; el cafetal deteriorado y  viejo.  Solo  tenía de propiedad dos  caballares  bastante  buenos  y  casi todo el ganado  estaba a utilidad. Era  de don Félix Arias, comerciante  de Nariño. Al tomar  posesión  de la  tierra,  surgieron dos  posibilidades con  el ganado:  dejarlo  en compañía  o  que   se  lo   llevara  don   Félix.  Tomamos  una   decisión  equivocada: decidimos recibir  una  parte,  pues  no había  pasto  para  todo  el lote. A mí  me tocó recibirlo y, en el proceso,  don  Félix me sugirió liquidarlo por debajo del valor,  para tumbar  a don  Roberto.  Yo le respondí que lo recibíamos por  la cantidad acordada con  el  propietario  de  la  tierra.  Como  sería  la  situación  de  los  animales,   en  la liquidación el ganado  valió  menos de lo acordado cuando  lo recibieron. De las reses recibidas se  murieron varias  y  logramos recuperar   otras  moribundas. Aplicamos parte  de lo  aprendido estudiando Zootecnia. Una  vez,  uno  de los  vaqueros de La Italia  me preguntó por  unas  novillonas, cuando  se las mostré, no creía verlas  vivas y bien bonitas.

Una  de las tareas era conseguir trabajadores.  Con  la bondad de mi  papá,  se dejó engrupir de  un  “amigo”: Horacio Hurtado, a quien  conocíamos desde  El  Anime, pues  vivía en la vereda  vecina:  Campo Alegre. Le  recomendó  contratar  a su propio agregado,  quien   tenía  cuatro  hijos  adultos.   Se  llamaba   Manuel   Vélez,   y  era  de Palermo,  Támesis,  y  por  su  comportamiento,  había  rodado   por  medio   país.   Al comienzo mostraron su capacidad de trabajo, su amabilidad, pero a los pocos  días aparecieron las mañas  y la amenazas. Ponía  problema por todo. Si una res se metía a la  huerta  amenazaba con  demandas, si  se arreglaba el  cafetal  se quejaba  de  la cosecha.  Como sería  su  actitud,  que a los  tres meses  de estar trabajando  le trajo a mi  papá  una  citación  de un  juzgado de La  Dorada. Yo acompañe  a mi  padre  a la cita y fue demasiado gracioso  el careo. El  juez  le preguntó a Vélez  cuánto  pedía  de indemnización por los daños  en la producción. Fue  tan desorbitante  la cifra,  que le contestó: “Cambiemos de trabajo, yo  renuncio a mi  puesto  porque  gano  más  allá”. Al fin,  acordaron dejarlo  coger  la  cosecha  y  desocupar la  finca.  Ellos vivían en la casa más pequeña,  cerca de la principal. Una  vez,  a media  noche, se aparecieron los cinco   a  tocarnos   la  puerta,   para  avisarnos dizque  había  ladrones  en  la  manga. Preguntaron por  armas,  les contestamos  que no teníamos,  pero mi  papá  se levantó con la carabina  debajo del poncho  y yo salí  con el machete en la mano. Nos  estaban midiendo el  revuelto,   a  ver  si  nos  daba  miedo.   Con   amigos como  el  vecino   de Campo Alegre, para que enemigos.

Al abandonar la Zootecnia me fui  un  tiempo  a trabajar  con mi  papá,  y a veces me tocaba encargarme de toda la propiedad. Al comienzo tuve una relación  tirante con él. Al aconsejarle  ciertos métodos de trabajo, me contestaba: “Que  me va a enseñar a mí, que llevo  cuarenta años en esto”. Al comentarle  a Rodrigo la situación, me dio un consejo extraordinario: “No  pelee con él, demuéstrele”. Yo le había aconsejado  partir los potreros,  pues  de esa manera  rinde  más  el pasto  y las  reses lo comen  fresco.  Y siempre  se negaba.  Un  día  le propuse ensayar  con un  potrero.  Así lo hicimos. Los resultados fueron tan buenos que dividimos toda la finca. Otra vez  le aconsejé capar los terneros más tiernos, porque sufrían menos. Ensayamos con seis y se convirtieron en unos  novillos tan hermosos,  que eran la admiración de todo el mundo. Cuando le ofrecieron  una  plata  por  ellos,  los  vendió, sin  dejarlos  madurar como  esperaba. Así mismo,  le aconsejé rotar los potreros  antes de que se agotara  el pasto,  pues  los animales ante  la  escasez  empiezan a buscar  las  orillas y  se pueden   rodar.  Al fin se convenció. Una  vez  el toro,  buscando comida,  se rodó  por  un  monte.  Era  muy manso.  Bajé  con  cuidado y  para  ayudarle a subir  le puse  la  soga  en los  cachos  y empezó  a brincar  y a rodar  más. En  esas llegó  mi  papá  y me dijo: “Suéltelo, que él sale solo”.  Le  hicimos un caminito y por ahí salió.  La  lógica  del animal es instintiva y  se sintió  amenazado. Cuando vivíamos  en  la  playa,   cada  rato  se ahogaban los terneros al nacer, por cuanto las vacas  buscaban  la sombra  de los árboles  en la orilla del  río,  y  las  crías  al  comenzar a caminar de  manera  instintiva, rodaban  al  agua. Le  recomendé  construir un corral  amplio, cerca de la casa, con agua  corriente,  para encerrar  a la parturientas próximas a criar.  No  se volvió a perder  ninguna cría.

Recién   comprada  la   finca,   invité   al   Práctico   de   la   Federación  de   Cafeteros asentado  en Arboleda, un  vago  irresponsable, a quien  los otros vagos  de Arboleda le firmaban las  actas de visita,  exigidas por  sus  jefes. Las  visitas eran  un  requisito de  los  bancos  para  realizar los  préstamos.   Él  bajó,  pero  con  mi  experiencia en la Federación, indicaba los  pasos  a seguir  para  mejorar  la  producción. Don  Roberto había  sembrado  un  caturral  en triángulo, a 90 centímetros  de distancia entre cada palo.  Como ya  estaban  viejos,  exigí  cortar  un  caturro  de  cada  dos.  Manuel  Vélez protestó   porque   la   cosecha   se  iba   a  disminuir.  Fue   al   contrario,   los   árboles reverdecieron, su  florescencia   aumentó  y  ese año  dio  cerca  de  sesenta  cargas.  La máxima producción en toda la historia,  inclusive después  de la resiembra  y de las nuevas   áreas  cultivadas.  El  refrán  de  que  más  sabe  el  diablo   por  viejo  que  por diablo  no se cumplió. Más sabe el que lee y se instruye y, además,  pregunta.

Con  el ganado  recibido a utilidades a don  Félix Arias hubo  necesidad de luchar demasiado   para    obtener    alguna   utilidad.   Les    dimos   vitaminas,   aplicamos antibióticos, conseguimos pasto  en el vecindario. Cuando se liquidó, a pesar  de la muerte  de varias reses,  dio  algo  de renta.  Del  ganado  recibido había  una  vaca  en tan malas  condiciones, que cuando  caminaba por un pantanero,  se quedaba  pegada y   requería    empujarla,  pero   cuando    salía:   a   correr,   lo   perseguía  a   uno.   La engordamos y  la  vendimos para  carne.  Después, se le compraron unas  reses a un negociante  típico  de  la  región:  Alcibiades Muñoz, quien  nos  metió  en  el  lote  un toro,  tal  vez  ciclan,  el cual  no  cogía  las  vacas  y  se perdió  un  tiempo  precioso.  De todas  maneras,  había  una  vaca  muy  fértil,  criaba  cada  año unos  terneros de mucha calidad. En  uno de los partos,  como vivía suelta en el potrero,  no nos dimos cuenta de que había  parido. Por  casualidad, caminando por  el cafetal,  encontraron  la cría, la cual  se había  rodado  al nacer. No  se supo  cuanto  tiempo  permaneció sin mamar, a lo mejor unos  dos días.  El  ternero era muy  bonito y blanco,  por ello, lo pusimos el Mono  y,  lo  levantamos  en  la  casa  a  punta   de  tetero.  La   falta  del  calostro  y  de alimento   en  los   primeros  días   afectó  su   crecimiento,  pero   por   su   fenotipo   y genotipo, se dejó para toro.

Hablando de  ganado,   en  uno  de  los  viajes  de  Rodrigo desde  Neiva, llevó   un ternero,  comprado en una  de las  ganaderías más  reconocidas de Neiva y  del  país. Se  crío  con  mucho  cuidado y  se volvió tan  manso,  que  una  vez  Elías subió  todo acelerado   a  decirme   que  el  torete  estaba  enfermo,   pues   no  se  levantaba.   Bajé presuroso y  preocupado. Lo  vi  echado  en el camino,  le pegué  una  palmada en la nalga  y se levantó  sin ninguna dificultad. Con  el tiempo  se convirtió en un hermoso toro,   cuyas   crías   demostraban  la   calidad  de   sus   genes;   pero   como   era   muy enamorado, no había  alambrado que lo atajara, por eso lo vendieron para carne. La razón  era otra, mi papá  quería  saber cuánto  pesaba.

No  sé cuánto  tiempo  permanecía mi papá  en la finca, pues estaba más interesado en servirle a los vecinos  y amigos que en los quehaceres  de la propiedad. En  un día normal  se levantaba  a las cuatro  de la mañana,  hacía  tinto, mandaba  por la mula  y se iba  a operar  terneros,  toros,  cerdas,  muletos  o a politiquiar. Por  lo general,  solo cuando   estábamos   los  hijos  permanecía  en  la  casa,  porque   era  la  ocasión   para vacunar,  bañar  el  ganado,   operar  los  terneros,  separar   los  animales  por  edad  y utilidad: las  reses  para  engordar y  las  terneras  para  cría.  También era  la  ocasión para  darle  rienda  suelta  al  mal  genio,  en  especial  Pedro  y  don  Roberto,  quienes competían  a ver cuál  se enojaba más.

Los  trabajadores de  La  Luz

Ya mencioné  la experiencia con Manuel  Vélez  y sus  hijos.  Cuando se fueron,  mi papá  vinculó a Polo  y  su  cuñado   Pedro  Luis, hijo  de  Filomenita, quien  vivió un tiempo  en  la  casa  principal. Una  viejita  querida,   con  mucha   habilidad para  criar animales.  En  cambio,  su hijo  y su yerno  eran trabajadores  maliciosos, sin  iniciativa y bastante resentidos,  en especial  Polo,  quien  vivió en una de las casas de El  Brasil. En  una  de las  idas  a la  finca,  arrime  a la  casa  de Polo  y  vi  una  fruta  de aguacate retoñada  en la mitad  del  patio.  Le  dije,  por  qué no la ha sembrado  en la huerta,  y me respondió: “Pa’  qué hijueputas si a uno no le va a tocar”; le respondí: “Preste un recatón”  y sembré el árbol en la huerta. Por ahí a los tres años, el aguacate  tenía una cosecha  estupenda  y Polo  seguía  en la casa y disfrutaba de la cosecha; entonces,  le dije: “Pa’  que hijueputas siembra  uno”.  Me respondió: “Uno qué va  a saber”;  a lo que repliqué: “Por  eso, Polo,  hay  que sembrar,  no importa  que no le toque a uno,  a otros les servirá”. De todas maneras,  Polo era ingenioso para su beneficio. Construyó una  casa de guadua, desde  el piso  hasta  el techo, lo único  distinto eran los clavos. No  sé cuánto  duró,  ni cuánto  tiempo  vivió en ella, pero lamento  no haberle tomado una foto.

En la otra casa de El Brasil  vivió Ramón Morales  con su esposa y sus hijos Chucho y  Elías.  Ramón trabajaba  poco  y  estaba más  interesado  en beber chicha  que en las labores.  Su  esposa,  una  mujer  menudita y  desaseada,  hablaba  poco.  Chucho  era guapo  para el trabajo y organizado; en cambio  Elías, el peón de estribo de mi papá, era desordenado, bebedor y marrullero; pero de un servilismo absoluto.  Si mi papá le decía  que estuviera  a las  cuatro  de la mañana  con la mula  lista  para  salir,  a esa hora  sentíamos   la  tosesita  para  avisar de  su  llegada. Era  tal  su  desaseo,  que  mi mamá,  tan solidaria, le tenía tasa y plato aparte para servirle. En  su boca quedaban pocos  dientes  y  siempre  contestaba  con  un  murmullo. Uno  de  los  problemas con ellos  era la falta  de control  de mi  papá.  Si  él no vigilaba, los trabajos  no rendían  y como salía  tanto, no se veían  avanzar las tareas. En  una  finca  tan pequeña,  con tan poca  producción no se justificaban tantos  trabajadores.  Ahora bien,  mi  papá  vivió feliz  y  nunca  tuvo  como  finalidad  enriquecerse. Su  meta fue  servir  a los  demás  y educar  a sus hijos, y a fe que lo consiguió.

Por   lo   general,   el   cafetal   se  entregaba   en   compañía  a  familias  con   varios trabajadores,  quienes  se encargaban de las desyerbas, la recolección, la descerezada, la lavada, la secada y, cuando  estaba seco, la selección  del café, para  descartar  el de mala   calidad,  pues  pagaban  menos   por  ese  tipo  de  producto.  Se  descartaba   la cacota y la pasilla. Una  de las familias que manejo el cafetal fue la de don  Bertulfo, también  de Palermo, Támesis, pero  muy  distinta a la de Manuel  Vélez.  Si  bien era un poco agrio,  se caracterizaba por su honradez y su capacidad de trabajo; además, tenía  mucha   experiencia en  el  manejo  de  los  cafetales.  En  la  finca  había  un  lote, lindando con La  Ceiba,  una finca vecina,  donde  no se cultivaba nada. Él les propuso sembrar  un cafetal a utilidad, lo cual  le aceptaron.  Al alcanzar la plena  producción se le vendió en condiciones favorables y pasó de simple  jornalero  a propietario.

Con   el  tiempo,   Pedro   y  Rodrigo  compraron un  lote  de  la  finca   El   Porvenir, colindante, pero al otro lado  del río. Son vegas  muy  fértiles,  en las cuales  la grama, combinada  con  otros  forrajes,  carga   muchos   más  animales  que  en  la  loma,   en donde  la maleza  crece de manera  exponencial; en cambio,  en la playa,  la maleza  se controla   con  facilidad. En  ese  lote  construyeron  una  casa  prefabricada,  bastante incomoda y  caliente,  en la cual  vivió mi  papá  mucho  tiempo,  por  lo bien  ubicada para  moverse  por  todas  partes.  En  esa  época,  en  La  Luz vivía don  Abrahán, un señor de Sonsón,  tal vez  el mejor trabajador  de toda la etapa en La  Luz. Al final,  le vendieron esa parte de la finca,  la cual  compró  con un hermano,  quien  vendía ropa en un puesto  callejero del Centro  de Medellín.

Posteriormente, Pedro,  Rodrigo y  Roberto  compraron La  Popa,  colindante  con Las  Playas, y  también  parte  de El  Porvenir. Allí  estuvo  un  corto  tiempo  Abelardo como  administrador, pero  los  desencuentros con mi  papá  y  con Pedro  les impidió seguir   trabajando  juntos.  Intentaron  un  cultivo de  peces,  pero  el suelo  poroso  no permitió construir el estanque;  sembraron  árboles  de aguacate  injerto  y naranjos  y limoneros seleccionados. Con  la  salida   de  Abelardo descuidaron estos  cultivos,  a pesar  de  producir unos  aguacates  de  calidad y  unos  cítricos  excelentes.  Al fin  la maleza  se tragó una fuente de ingresos importante. Después vendieron Las  Playas y lo que quedaba  de La  Luz y siguieron con La  Popa;  sin  embargo,  con la llegada de las FARC decidieron vendérsela a Gerardo Henao,  el hermano  de Gabrielita.

No  se puede  entender nuestra  relación  con La  Luz sin tener en cuenta a La  Brisa. Cuando Pedro  y Rodrigo adquirieron la finca, una de las primeras adquisiciones fue la de La  Brisa,  una muleta  cuyo  primer propietario fue Gerardo Henao,  quien  tenía una  finca  en el municipio de Santo  Domingo. Era  de color  moro,  y tan mansa,  que siendo  todavía una muleta,  normalmente inquietas y matreras,  Pedro  observó  como uno  de los  hijos  de Gerardo se cayó  de la mula,  y  esta se quedó  quieta,  algo  poco usual  en estos animales; por tanto, decidió comprarla para mi papá, a pesar del costo y de tener que pagarle transporte  hasta La  Luz. Mi papá la puso La  Brisa,  tal vez por su paso suave  y su andar  ligero,  con cuyo  movimiento se sentía en la cara la caricia del viento.

Normalmente, las bestias de color  moro,  en su juventud, con los años se vuelven blancas,   tal  como  terminó  la  mula,   hasta  el  punto  de  que  siempre   la  conocimos como la mula  blanca  y no como La  Brisa,  su nombre  original. Era  tan briosa  que no aceptaba  las  espuelas   ni  nunca   las  necesitó,  por  cuanto   con  un  simple   taloneo animaba  el paso.  Uno,  cuando  iba  en ella,  siempre  sentía  su  energía  y  su  rítmico andar.  Una  vez,  en La  Iguana, estaba con uno  de los  Duque, los  mejores  vaqueros de   la   región,   recogiendo  un   ganado.   Una   novillona,  demasiado  arisca,   no   la habíamos podido integrar  en la manada,  y como la bestia en que andaba  el vaquero era  muy   lenta,  por  tanto,  me  pidió prestada   la  mula,   pero  le  advertí que  debía quitarse   las  espuelas,   pues  la  mula   no  las  toleraba.  Me  contestó  con  la  soberbia propia de  un  chalán  experto,  que  no  había  mula  capaz  de  tumbarlo. Cuando  La Brisa  sintió  las  espuelas  casi  lo  tumba,  por  lo  mismo,  aceptó  quitárselas. Ya sin  la tortura  de semejantes chuzos, la mula  se comportó  como una experta  en vaquería y pudimos integrar  al redil  a la díscola novillona.

La  Brisa  se convirtió en una  de  las  mejores  bestias  de  silla  de  toda  la  región  y muchos  de los más adinerados quisieron comprarla y ofrecieron  una cantidad significativa por  ella.  Cuando mi  papá  le propuso a Pedro  venderla, él le contestó que  si  no  podía  darse  el lujo  de  andar  en una  buena  mula  de  silla.  Así, la  mula blanca  se quedó  el resto de su vida  en La  Luz, y la orden  de mi papá  fue que no la fueran  a vender  ni pa’ carranga y la dejaran  acabar sus días  pastando  en las playas. Así fue.

De  todas  maneras,  con los años cogió  dos resabios:  se volvió pajarera,  o sea, uno iba muy  tranquilo en su lomo, y en el momento  más inesperado se espantaba  y daba un  salto  y  lo podía  tumbar  a uno;  por  lo mismo,  era necesario  estar pendiente  de sus  reacciones.  Posiblemente se debía  a un  problema de visión o a una  experiencia traumática. En  un  viaje  de la finca  hasta  Arboleda, al pasar  por  El  Verdal, de uno de los potreros  muy  pendientes se desprendió un bulto de chamizas, el cual  le cayó al pie y alcanzó a golpearle las patas. El  otro resabio  fue que le dio  por perseguir a los ovejos  africanos, camuros, y los mataba  con las manos.  Fue  un comportamiento tardío,  pues antes no los molestaba.

Fue  mucho  el gusto  que nos dimos a lomo  de La  brisa  y posiblemente haya  sido la mejor bestia de silla  que en toda su vida  tuvo  la familia Henao  Salazar.

Don  Roberto  en  La  Brisa,  Pedro  y  Juan  Camilo,  acompañados de  Yira (pastor) y Congo.
 

También recuerdo  a Rocinante, un  caballo  flaco y blanco  que entró en el negocio de la finca.  Se usaba  en forma  esporádica y  duró  poco.  Era  tan flaco  que una  vez Miguel se montó  en pelo y los dos  salieron  averiados. Miguel escaldado y el pobre animal con una peladura. Fue un choque de huesos.

Uno  de los problemas habituales cuando  íbamos  de vacaciones era la insuficiencia de  caballares   para  todos  los  visitantes. De  todas  maneras,  se prefería  a los  niños y  a las  mujeres,  pero  como  no  había  galápago apropiado para  las  damas:  cachito para cruzar la pierna,  estribo corto para uno de los dos pies y falda  larga,  mi mamá subía  caminando. Como sufría  tanto de los pies, era un problema. El  inconveniente se solucionó con una  amenaza  de mi  papá.  Si  no se ponía  pantalones, no la volvía a llevar  a la finca.  Santo  remedio,  le pudo  más  el amor  al campo  que el pudor. De todas maneras,  usaba unas sudaderas tan anchas, bien holgadas, que una vez,  en un paseo a Santafé de Antioquia, mientras  caminaba atrás del grupo de paseantes  se le cayó  al piso  la sudadera y se la subió  a la carrera.  Contaba, con su picardía: “Nadie se dio cuenta, pues iba de última”. Moraleja:  No  se puede  confiar  en los resortes.

Chiquitín

Este perro  fue fruto de una traición  canina.  Darío Plata,  compañero de cacería de Rodrigo en Neiva, tenía una  perra  cazadora muy  buena;  sin  embargo,  no le cuidó un  celo  y  se le juntó  con  un  pastor  alemán.  Se sintió  tan  engañado, que  resolvió desprenderse de  todas  las  crías.  Una  fue  Chiquitín,  bautizado así  por  Diana, por lo pequeñito.  Siendo  un  cachorro,  lo llevaron para  La  Luz, donde  lo acabamos  de levantar,   especialmente por  la  mano  de  Filomenita. Se  convirtió en  un  excelente cuidador, por sus reacciones  sentíamos  con antelación  a las personas  o animales que subían  por el camino,  espacio  no visible desde la casa. Por alguna razón,  Filomenita y sus hijos se fueron  y llegó  Belisario Muñoz, quien  tenía un niño  todavía gatiando. Era  tan inquieto,  que se le metió  al recipiente  del  perro  a sacarle  comida.  El  perro le  gruñó   y  alcanzó a  rayarle   el  pecho  con  un  colmillo. Se  armó  la  de  Troya. La señora,  una  señora  muy  amable,  reaccionó  con  miedo  y  me dijo:  “Si  no  se llevan el perro,  nosotros  nos vamos”. Mientras  conseguía un lugar  para  llevarlo, hice algo que  he aborrecido toda  la  vida:  amarrarlo. De  todas  maneras,  empecé  un  proceso de convencimiento con la señora, indicándole la importancia del perro, la necesidad de  la  vigilancia y  la  solución: vigilar  al  niño  mientras  el perro  comía.  A los  días, era  la  más  encariñada con  Chiquitín, su  compañía permanente.  Ese  niño  era  tan necio, cuando  comenzó  a dar los primeros pasos, se subía  a la canoa para cuidar los animales y se orinaba.

Sigifredo

Como mencionamos en la parte dedicada a El  Higuerón, es bastante común  que las ovejas abandonen a las crías recién nacidas.  Rodrigo trajo de Neiva unos camures, denominados ovejos africanos. Por temor a los perros,  los animales se mantenían en la cabecera de los potreros,  inclusive se escondían entre el monte. Por  eso, algunas madres  las encerrábamos en un corral  junto a la casa, con el fin de estar pendientes del parto  y de las crías.  En  una  ocasión,  una  oveja no quiso  alimentar la cría  y nos tocó llevárnosla para la casa y alimentarla con tetero. Era  colorado,  hermoso  y muy juguetón.  Lo  pusimos Sigifredo, por  si  molestaba  mucho  poderle  decir  sijueputa.

Lo  acostábamos   en unos  camarotes  ubicados en la  parte  de  atrás  de  la  vivienda. Apostábamos carreras con él en el patio y nunca abandonó la casa ni sus alrededores. Como fue en unas  vacaciones, y nos encariñamos tanto con él, al llegar  la hora  de venirnos, surgió la inquietud de dónde  dejar  a Sigifredo. Le  comentaron  el caso a don Roberto  Múnera,  quien  decidió recibirlo en su casa de Puente Linda. En el viaje para  Medellín, yo  lo  bajé en el cacho  del  apero  hasta  la  playa,  allí  lo  desmonté  y siguió el paso  de las  bestias  tal como  lo hace un  perro.  Ya en Puente  Linda,  como desde  la  casa  de  Alonso Granada, hasta  la  de  don  Roberto  no  había  carretera,  lo soltamos  y se fue caminando al lado  nuestro.  Don  Roberto  y su esposa  lo cuidaron con  cariño,  pero  Sigifredo, con  el paso  del  tiempo,  se les  volvió un  problema. No bajaba ni al patio, se mantenía  en los corredores,  se les comía el cuido  de las gallinas y  las  desplumaba. Por  lo mismo,  decidieron sacrificarlo. El  día  en que mi  papá  lo sacrificó,  ellos se negaron  a verlo.

Yira

Cuando me casé con  Stella,  ella  tenía  a Gina,  una  perra  pastor  alemán.  Me  dio más dificultad ganarme  su cariño  que enamorar  a Stella. Pero al conseguir su apego, se convirtió en una  compañía inigualable. Como a tres casas  de la  nuestra,  en La Cabañita, vivía  Felipe   Saldarriaga, un  pintor,  quien  era  propietario de  Martín,  el mejor labrador negro de Antioquia. Los Echavarría le llevaban hembras. Varias veces, cuando   salían  de  paseo,  nos  dejó  encargados de  darle  la  comida   y  ponerle  agua. En  un  celo de Gina,  la cruzamos con ese labrador y nacieron  ocho cachorros,  siete machos  y una hembra, todos negros, con el fenotipo del padre. Uno de los machos  se lo regalamos a mi papá, pensé que lo nombraría Argos, pero, por el color de su pelo, lo puso  Congo. Fue  su compañero en la casa de Las  Playas. Para  donde  salía,  iba a su lado, y si íbamos  en grupo, le daba vuelta  a todos. Quiso sacarle  descendencia, y Rafael  Alzate, un pariente  de Pensilvania, propietario de Yira (título  de un tango de Enrique Santos  Discépolo) 1, una  perra  Pastor  Alemán, se la prestó  por  un  tiempo para  cruzarla con  Congo. Tuvieron una  camada  y  mi  papá  devolvió la  perra.  

1En  el Diccionario de lunfardo de Athos Espíndola (2002) de Planeta,  la definen  como prostituta, pero  al  leer  la  letra  del  tango,  surgió una  duda   sobre  su  sentido.  Además, me  parecía  cruel  que un  animal tan hermosos  tuviera  esa mancha  en su nombre.  Por  eso, le consulté  a Oscar  Conde, un amigo  experto en lunfardo y tango de la Universidad de Lanus, quien  me envío  el siguiente mensaje. “Querido Nacho:  en el tango Yira… yira…  el significado de yirar  es el mismo  que el del italiano girare: dar vueltas.  No  hay  la menor  alusión a la prostitución callejera, ámbito  en el cual  yirar  es caminar la calle en busca  de clientes”.

En ese momento,  la carretera  desde  Pensilvania solo  llegaba  a la cordillera, a un  sitio denominado Los  Suárez, el  apellido de  los  propietarios de  una  finca  con  tienda, lugar  donde  se dejaban las bestias y se conseguía algo de comer. De ahí la montaron en la escalera  y  se la entregaron  al propietario en su  casa.  Al otro día,  cuando  mi papá se levantó, la perra estaba echada en el corredor  de la casa. La pregunta: ¿Cómo hizo  para orientarse  cuando  iba en la escalera? Después la volvieron a llevar  y se le perdió  el rastro. Uno  de sus hijos remplazó a Congo.

La  manga de  Pioquinto

Parte de nuestra  niñez  en Pensilvania está asociada  con la arriería.  En  esa época, la  única  carretera  era  la  que  conectaba  la  cabecera  municipal con  Manzanares y Manizales. Todos  los otros lugares tenían  caminos  de herradura como conexión  con el pueblo.  Las  recuas  de mulas  llegaban por  todos  los  costados:  desde  Marulanda, San Félix, Samaná,  Arboleda. Mientras  de las zonas  frías  traían  papa,  de las cálidas traían  café;  así  mismo,   envases  de  gaseosa  y  de  cerveza   (todos  de  vidrio en  esa época) y del pueblo  volvían con abarrotes, gaseosa y cerveza.

Las  que siempre  admiramos eran  las  mulas  de Ramón (Moncho) Franco  (según Carlos el hombre  más rico de Pensilvania), las cuales venían  de Marulanda con papa y eran comandadas por una líder  con una campana  colgada del cuello,  cuyo  tintineo orientaba  el repique  de las  demás,  que entraban  a la plaza en perfecto  orden  y  su rítmico  andar  se escuchaba  como si fuera música. Era  como decíamos  en esa época: una  mulada. Las  otras recuas  no tenían  la soberbia  y el cuidado de las  de Ramón, quizás más tarde las de Carlos Jaramillo (El  Oso)  y las de Virgilio y Reinaldo Gallo, pero esas son otras historias.

Mi  tío  Carlos se  inició   como  arriero  para  Arboleda y,  con  el  tiempo,  puso  un negocio  de abarrotes,  de textiles  y de compra  de café. Su hermano  Arturo, también tenía una pequeña  recua de mulas  y de ahí solo vino  a cambiar  cuando  su familia se instaló en Medellín y su hijo Guillermo compró  una tierra en Puente Linda, en donde pasó  sus  últimos años  de vida.  En  un  principio, Carlos arriaba  sus  propias mulas, pero cuando  el negocio  prosperó,  consiguió arriero.  A mí  me tocó entenderme  con Elmo  García, hermano  del eterno Inspector  de Arboleda Ovidio García, casado  con una  hermana  de Magnolia, la  esposa  de  Carlos. Yo era uno  de los  encargados de empotrerar  los animales donde  Píoquinto, quien  tenía una  manga  enmalezada, por los  lados  del  alto  de Marianita, en la  vereda  El  Guayabo. Lo  que  menos  tenía  era pasto, las acémilas  iban simplemente a descansar. La  llevada no era problema, el lío comenzaba con la traída.

Las  mulas  debían  estar  en la  pesebrera  entre las  cinco  y  las  seis  de  la  mañana, para  que tuvieran tiempo  de comer  una  ración  de caña,  salvado o de miel;  de vez en cuando  les daban  maíz.  La  levantada era otro lío, por cuanto  no teníamos  acceso a ningún reloj y solo nos orientaba  la luna,  cuando  había.  De resto, era adivinando. A veces  nos  levantábamos a la una  o dos  de la mañana  y,  para  matar  tiempo,  nos entrábamos  al matadero  a ver  sacrificar las  reses, esperando  las  cuatro  para  seguir rumbo   al  potrero,  cuyo   viaje  era  una  aventura,   por  múltiples razones.   Primero, había  que pasar  por  la quebrada El  Chimborazo, ubicada en una  curva  cerrada  de la  carretera. Allí,  junto  al  riachuelo, don  Rufino  Ramírez  construyó un  ataúd  de cemento  en  homenaje  al  hijo,  a quien  un  caballo,  que  se desprendió del  camino, mató en ese sitio.  Tan  pronto  uno  llegaba  a la curva  de la carretera, lo primero que veía  era esa mole blanca  con su enorme  cruz  dominando el paisaje.  Además, por el pueblo  corría  el  siguiente rumor:  por  las  noches,  del  ataúd,  salía  un  perro  negro arrastrando cadenas  y echando  fuego  por  la boca. Nunca lo vi,  porque  cuando  iba solo,  cerraba  los  ojos y  pasaba  corriendo, con  el riesgo  de irme  a la  quebrada.  Al cabo  del  tiempo,   cuando   volví al  pueblo   en  unas   vacaciones,  a  la  orilla   de  la carretera y en sus  alrededores se habían  construido muchas casas. Una  de ellas  era de  Carlos Botero,  a  quien  visitaba con  frecuencia.   Y una  vez,  como  me  cogió  la noche  para  volver al pueblo,  tuve  que pasar  por  el sitio  y sentí la misma  sensación de  la  infancia: miedo.   Normalmente,  la  escasa  luz   del  pueblo   se  reflejaba  en  la carretera, menos en la temida  curva,  ya que la sombra  la hacía ver más terrorífica. Y cuando  disponíamos de una  linterna,  por  lo  general  tenía  pilas  viejas  y  su  chorro alumbraba poco.

Después de  pasar  el  susto,  subíamos por  un  desecho,  a  través  de  un  potrero, hasta  alcanzar el camino  de herradura para  llegar  a los  abandonados dominios de Píoquinto. El  viaje  comenzaba en la  casa  de  la  abuela  materna,  Susana  Jaramillo, ubicada en  una  de  las  esquinas de  la  calle  más  pendiente   de  Pensilvania, a  una cuadra   de  la  plazuela y  a  dos  de  la  Plaza Principal. Después de  la  bajar  por  la lomuda calle se llega  a la Plazuela, relativamente plana,  en cuya  parte central  había un parque  infantil. Más o menos a cien metros estaba la bomba de gasolina; posteriormente,  cerca  del  puente  sobre  el  río,  a  mano  izquierda, había  una  casa vieja  en la  cual  funcionó la  planta  eléctrica,  cuya  capacidad era  tan  limitada  que apenas  se veían  los  bombillos; a mano  derecha,  encima  de  un  barranco  estaba  el matadero  municipal. Después de cruzar el puente  sobre el río solo  había  una  casa, localizada en la intersección del  camino  al Guayabo y  la carretera,  al pie  del  cerro Piamonte.  Era  la vivienda de don Heliodoro Urrea,  quien,  según  las malas  lenguas, era tan puritano que cuando  se cambiaba  la ropa, volteaba  los cuadros de los santos para  que no lo vieran  desnudo. De  ahí  hasta  el potrero  no había  ningún viviente, solo el rumor  de la noche, los rugidos lejanos de los toros, el croar de las ranas  y la soledad, acompañando la  fantasía  de  niño,  para  el  cual  los  ruidos más  inocentes eran  amenazas  de  seres  extraños,   magnificados  en  las  historias  contadas   en  las esquinas durante  las oscuras  noches de la infancia.

Al llegar  al potrero comenzaba otra lucha: descubrir las mulas  escondidas entre los matorrales  de chilca.  Y si eran de color oscuro, era más difícil encontrarlas. A veces se quedaban quietas y había prácticamente que tropezarse  con ellas. Las  contábamos,  y si faltaba alguna, no podíamos volver hasta encontrarla. Esa rutina  duró  varios  años, y casi todos los arrieros  me buscaban,  porque  cumplía a cabalidad con la tarea. Una vez  Elmo  me dijo:  tráigame  usted  las mulas,  porque  la semana  pasada  mandé  a su primo  y como no venía  con ellas me fui a buscarlo, y lo encontré escampándose con el culo  pegado  a un barranco.  Así lloviera y tronara,  las mulas  había que traerlas.

De  esa  época  conservo   un  recuerdo   triste.  Cuando Elmo   tenía  que  viajar   con muchas mulas,   por  lo  general   traía  como  ayudante a  Chorros de  Humo  (nunca supe  su nombre),  hermano  de Horacio Montoya. Cuando él venía,  siempre  íbamos juntos por la recua. Tenía  más o menos  la misma  edad mía, alrededor de doce años. Su  familia vivía en la vereda  La  Española, en la cual  vivimos nosotros  varios  años después  en la  finca  del  mismo  nombre,  propiedad de don  Alfonso Uribe.  Resulta que el joven  se enfermó  de parásitos  y  la familia le dio  un  purgante de sal  glober (glauber),  sustancia  utilizada  en  animales.   No   sé  si  se  les  fue  la  mano   en  la cantidad, porque  Chorros de Humo se murió.

Así mismo,  al  recordar  las  madrugadas a la  manga  de  Pioquinto, me  pregunté si le pagaban a pioquinto o cómo  lo hacían,  por  cuanto  nadie  recibía  los animales, ni constataban  cuántos  salían  ni cuándo  entraban.  Dos  veces le pregunté  a Carlos y me dio  dos versiones. La  primera era que Pioquinto veía  pasar  los animales por las calles  del pueblo  y después  les cobraba;  la segunda, que el pobre  hombre  vivía tan pelado  que se contentaba con cualquier cosa.

Las  madrugadas trajeron  también  otras  anécdotas:  Una  vez,  al  llegar  al  puente sobre el río Pensilvania, vi  unos  ojos que brillaban, un poco encima  de la vieja  casa donde  alguna vez  funcionó la planta  eléctrica.  No  sé la razón,  pero  recordé  que a los  únicos  animales que  les  brillan los  ojos  es a los  tigres.  El  miedo  me  impidió reflexionar  y   emprendí  una   carrera   tan  veloz   que   ni   Usain  Bolt   me  hubiera alcanzado. Cuando llegué  a la  Plazuela, reaccioné  y  esperé hasta  que  amaneciera, pues el miedo  no había  desaparecido. Ya con la luz  del día bajé hasta el puente y el tigre  se convirtió en un  caballo,  al cual  le brillaban los  ojos por  el reflejo de la luz de un farol  ubicado en la entrada  al matadero.

Otra vez, en el mismo  lugar,  vi un novillo canelo, de raza cebú, echado en la mitad del  puente.  El  día  anterior,  habían  traído  un  lote de ganado  de Marquetalia, de la finca de un señor de apellido Estrada. Debido al cansancio, los animales se echaban y no los hacía parar  nadie.  Por tanto, era lógico  encontrarse  uno sobre el puente. Yo pensé que si cruzaba al lado  de esa fiera, me embestiría  y de pronto  me mataba. Era mejor que dijeran  que ahí  huyo  un  cobarde  y no que murió  un  valiente.  Por  tanto, como en el primer caso, también  me devolví a esperar el amanecer. Cuando regresé, el  temible  novillo era  un  tubo  oxidado que  habían   retirado   del  alcantarillado, y estaba tirado  en una  cuneta  a más de diez  metros del puente. Con  razón  dicen  que por la noche todos los gatos son pardos.

Otro  asustado   fue  Roberto.  Cuenta:   Otro  recuerdo   que  tengo  es  cuando   subía por  el  camino  hacia  la  manga  de  Pioquinto, vi  en  el  alto  un  guerrillero  sentado, que  balanceaba  el arma  de lado  a lado;  eran  más  o menos  las  tres de la  mañana, y  el  miedo  me  hizo  esperar  el  amanecer  y,  cuando   aclaró,  el  guerrillero era  una mata  de salvia. En  esa época  donde  mamá  Susana  Mejía  se oían  historias sobre  la violencia en las  cuales  mencionaban a Sangrenegra, Desquite,  Chispas, entre otros bandoleros, y, obviamente, vivíamos  sugestionados. Siempre,  en el pueblo  rondó  el temor de un ataque, por la cercanía  al municipio de Marquetalia y al departamento del  Tolima, epicentros   de  la  violencia en  la  zona.  Además, en  la  esquina,   por  la noche, hablábamos de espantos, aparecidos y otras historias espeluznantes. Una vez, después  de una sesión macabra  hasta avanzada la noche, los fantasmas  me siguieron persiguiendo y me tocó decirle  a Roberto  que me permitiera dormir con él, pues no podía  conciliar el sueño.

Otra  vez,  en la manga  de Pioquinto me ocurrió  un hecho singular. Cuando llegué a recoger  las  mulas,   la  patiblanca, la  más  pequeña  de  toda  la  recua,  pero  la  más temible de todas, ni siquiera le herraban  las patas por su fiereza,  estaba patas arriba en una  pequeña  zanja.  Su  barriga estaba inflada como  un  globo.  Yo no sabía  cómo librarla de tan incómoda posición sin riesgo  de ser agredido. Al fin, tomé la decisión de empujarla de las patas y salir  corriendo. La  faena tuvo éxito, pero el pobre animal salió tan apabullado, botando  aire como cuando  se desinfla una bomba, que no tenía la menor  capacidad de reacción.  Cuando le conté hace poco la anécdota a Carlos, la recordó  como  una  de sus  mulas  más  guapa  y  trabajadora.  A pesar  de su  tamaño, ninguna carga  le quedaba  grande.

Recuerdos Sueltos

Alfonso  Henao

Si  bien  Alfonso es primo  de mi  papá,  se levantó  como  un  hermano,  pues  vivió con  ellos  mucho  tiempo  y  se casó con  Carlina, hermana  de mi  mamá.  Con  ellos  y con  la familia de Juan  y  Arturo nos  une  un  parentesco  demasiado fuerte. Alfonso se caracterizó por  su  amabilidad y  honradez. Esa  amabilidad jugó  en su  contra  y en  su  favor.  Tenía  en  Pensilvania una  zapatería, la  cual  se convirtió en  el  centro de reunión  de las  personas  más  destacadas  de el pueblo,  entre las  que sobresalían Javier  Ramírez, médico  y alcalde;  don Rufino Ramírez y don Salvador Murillo, etc., quienes  convirtieron en tertuliadero la zapatería, y ya los campesinos, la mayoría de clientes,  les daba  vergüenza medirse  unos  zapatos  en medio  de estos personajes,  o sea, arruinaron a Alfonso. Ante  esta situación, se consiguió el puesto  de Director de la cárcel  de Manzanares, donde  permanecía detenido,  como  decía  Gonzalo Henao. De ahí lo trasladaron a El Fresno, pueblo  donde vivió muchos  años. No se lo imagina uno manejando guardianes y presos con un temperamento  como el de Alfonso. Pero las  apariencias engañan,   pues  junto  a su  amabilidad y  afecto,  siempre  manifestó firmeza en sus  actos y una  ética a toda prueba.  Fue  tanta su entereza  para  manejar un  ambiente  tan complejo,  que una  vez,  en El  Fresno,  un  detenido  muy  peligroso, acostumbrado a volarse  de las  cárceles,  le dijo:  “No  me vuelo  para  no ponerlo  en problemas, porque  nunca  he  tenido  un  director  que  nos  tratara  como  personas”. Como en  su  juventud fue  arriero  como  mi  papá,  madrugaba demasiado. En  una visita a Pensilvania, le propusimos subir  a Piamonte,  y  nos  preguntó a qué horas. Cuando le dijimos que a las ocho, nos recriminó: “Muy tarde”,  nos tocó subir  a las cinco  de la mañana.

Álvaro Naranjo

Una  vez  fue  Álvaro  Naranjo a la  finca  de  La  Luz y  nos  fuimos para  Arboleda y  nos  tomamos  unos  aguardientes. Por  la tarde,  bastante  prendidos, llegamos a la casa  de  Mario  Henao,  cuñado  de  Álvaro. Yo alcancé  a subirme a una  hamaca,  la cual  estaba colgada en el corredor  junto  a la chambrana. De  un  momento  a otro se me devolvió el portacomidas y  empecé  a vomitar. Ante  la  escena, Mario  reunió  a los hijos y les dijo: “Vean lo que produce el trago, aprendan”. Por lo menos  serví  de ejemplo,  aunque  negativo.

Aura

La   tía  fue  la  hermana   más  cercana  a  mi  mamá,  con  cuya   familia convivimos mucho  tiempo  y nos unen  unos  lazos  de sangre  tan grandes, que compartimos los mismos genes. A diferencia de mi  mamá,  tenía un  temperamento  fuerte, necesario para  afrontar  el cúmulo de adversidades que la golpearon a través  de la vida.  Sus hijas  mayores   se casaron  pronto;  Juan  Bautista,   el  mayor,   se murió   relativamente joven, de un cáncer, y Juan,  su esposo, falleció  de repente en el trabajo. Los  últimos años  de  su  vida   los  vivió en  Las   Brisas,   barrio  de  Medellín,  colindante con  Las Cabañitas, donde  vivimos nosotros.  Los  divide una  quebrada profunda, y  en esa época   no   había    puente    para    pasar,    la   cruzábamos   por   un   tubo   de   agua, relativamente angosto.  El  Mono,  la  pasaba  a  cargada   para  ir  a  visitarnos. Como Elvira y Gilma, las únicas  hijas solteras,  se fueron  de monjas,  quedó  sola con cuatro hombres:  Conrado, Fernando, Eduardo y Orlando. Conrado trabajaba  en El  Incora y pasaba  la mayor  parte  del  tiempo  fuera  de la ciudad. Un  día  le pregunté  a la tía qué  pensaba  de las  novias de sus  muchachos y  me dijo:  “Uno cría  hijos  para  que venga  una  vieja  y  se los  lleve”.  Conrado me contó  que Orlando durmió con  Aura hasta que a esta comenzó  a darle  miedo.  La  tía tuvo  un final  dramático, pero ideal. Le  dio  un  infarto  mientras   viajaba  en  una  buseta  de  Bello,  cuando   regresaba  de visitar a Emilia Alzate. No  sufrió.  También Conrado murió  de infarto,  llegando a su casa en La  Cabañita.

Bodas de  oro

La  fiesta de los cincuenta años de casados  de mis padres  la celebramos  en el Club de  Caza  y  Tiro   El   Hato,   por  los  lados   de  Girardota.  Asistieron  casi  todos   los hermanos   de  doña   Sofía   y  don  Roberto   y  muchos   familiares;  además,   algunos allegados como  don  Alfonso Uribe.  Durante la reunión  se presentaron  dos  hechos que vale  la pena resaltar.  El  primero, de la familia solo faltaba el Mono,  quien  llegó por  ahí  a  la  una  de  la  tarde,  cuando   no  lo  esperábamos, y  nos  lleno  de  alegría poder  reunir   a toda  la  familia. Según  contaron,  venía  desde  Norte  de  Santander, donde  lo habían  contratado  para  repoblar  el mundo; el segundo, fue la declaración de  Roberto.   Ya  avanzada la  reunión,   se  arrodilló  delante   de  Pedro   y   le  dijo: “Primera vez  en la  vida  que  lo  veo  más  borracho  que  yo”.  También don  Alfonso Uribe  no faltó con sus apuntes.  El  vivía por Ecuador, cerca de La  Metropolitana, en un segundo piso,  con la esposa,  una hija y la trabajadora.  Según  él, la vida  familiar era un  desastre:  la empleada mandaba  a su hija Ligia, la hija mandaba  a su esposa Margarita y las  tres lo mandaban a él. Además, mantenían un  radio  y un  televisor prendidos a toda hora. Un  día,  desesperado, decidió tirarse  del segundo piso,  pero pensó:  ‘!Si  no me mato, no quedo  peor!”,  entonces  mejor siguió soportando el trío de cantaletosas.  El  mismo  don  Alfonso contaba  que una  persona,  al pasar  frente al manicomio, saludaba: “Señores  Uribe”.

Boletas

Al acabarse  las  vacaciones, de El  Anime, salíamos en grupo para  Pensilvania. El día   anterior   organizaban  el   fiambre   y   mi   mamá   hacía   panelitas    de   leche   y pandequesos para  sus  hermanas.  El  fiambre  nos  lo comíamos en la primera curva del   camino,   desde   no   nos   vieran    desde   la   casa.   Seguíamos,  llenos   pero   sin provisiones ni plata  para comprar algo  en el camino.  Después de unas  tres o cuatro horas  de viaje,  por  los  lados  de La  Torre,  con el hambre  más  atroz,  nos  comíamos los pandequesos y las panelitas;  no obstante, era necesario  leer las boletas, una hoja de cuaderno medio  doblada, para  saber si les comentaban  de las golosinas, en caso de que les contara, la solución era romper  las boletas.

Canazo de  Roberto

Aunque no  le crean,  no  fueron  los  menores  los  únicos  rebeldes.  Roberto  lideró una   huelga  cuando   estudiaba  Estadística  en  la   Universidad  de  Medellín,  por divisiones   políticas   del    partido     Liberal.   Fue    un    movimiento   masivo,   con movilizaciones   reprimidas   por   la   autoridad   y   muchas   detenciones.    Ante    la radicalidad del  movimiento, el  gobernador, Octavio Arismendi  Posada,  citó  a los dirigentes a una  reunión   en  la  Gobernación y,  cuando   los  incautos  estaban  en  la oficina,   los  detuvieron  y  los  llevaron  a  Permanencia,  por   los  lados   del   Jardín Botánico.  Estuvo detenido  varios  días  y  yo  le llevaba  los  alimentos.  Esos  rebeldes de  la  Medellín  fundaron  la  Universidad  Autónoma Latinoamericana, en  la  cual Roberto  terminó  Contaduría.

Carecuca

Como todo pueblo,  Pensilvania se ha caracterizado por unos  personajes  bastante singulares. Recuerdo a Polito,  quien  se mantenía  por la calle Rial,  protegido por los dueños   de  los  comercios   y  olía  a  mil  diablos. A  Belarmino, vecino   de  mi  mamá Susana   Jaramillo, vivía  a unas  tres  casas  de  la  de  la  abuela.  Después de  ser  una persona  normal  hasta  los cuarenta  años,  se le corrió  la teja. A diferencia de Polito, era  una   especie  de  dandy.  Usaba   chaleco   y  corbata,   sus   vestidos  permanecían impecables y  tenía  de oficina  el  café  Pilsen,   donde  los  clientes  y  el  dueño  le  daban tinto y hasta trago; además,  se caracterizaba por ser un buen conversador. Una  vez, con otro enajenado  decidieron contraer  matrimonio, y de gancho  se dirigieron a la iglesia; pero cuando  estaban subiendo las escalas del atrio, Belarmino le preguntó a su  pareja  quién  haría  de mujer  (quién  pucha), y  el otro lo señaló  a él. Al instante, respondió:  “Se  daño   este  matrimonio”.  De   todos   los  insanos,   para   mí,  el  más singular era Carecuca, quien  vendía las  mejores  cucas  que  haya  disfrutado en mi vida,   quizá porque  los  sabores  de  la  infancia no  se  olvidan nunca.  Alto,   flaco  y desgarbado, recorría  el pueblo  con  una  canasta  limpia y  bien  cubierta,  repleta  de cucas   frescas.   Como  no  aceptaba   darle   la  acera  a  otra  persona,   nosotros   nos juntábamos varios,  pegados a la pared,  para hacerlo  bajar; y en vez  de pisar  la calle, se ponía  a llorar  como un niño  chiquito. Éramos malos.  Gracias a la solidaridad de Virgilio Vélez   y  Leticia Henao   (hija  de  Félix Henao,   tío  de  mi  papá),  quienes  lo acogieron  en su hogar,  pasó  los últimos años  de su vida  en una  ambiente  cálido  y, al parecer, fue feliz.

Caridad con  uñas

El  abuelo  Benjamín era el encargado de recoger  en la fundación San  Vicente las donaciones para los pobres. La  sede quedaba  en la calle donde  vivíamos las familias Henao   Salazar, a pocos  metros  de  la  plaza.   Por  lo  general,  le  daban  alimentos y frutas,  muchos  de  las  cuales  eran  devorados por  los  nietos.  Al fin  y  al  cabo,  casi toda la población de Pensilvania era pobre,  pero no aguantaba hambre.  Por  eso, la donación del abuelo  no era corrupción sino solidaridad. Recuerden que andábamos descalzos. En  ese tiempo  gobernaba  Rojas  Pinilla, y  su  hija  Maria  Eugenia creo el programa Sendas,  cuyo  objetivo  era donarle  ropa a los más pobres. A mí me dieron una  pantalones  cortos, como se usaban  en esos tiempos.  Yo me alargué el pantalón cuando  entré al bachillerato. Al  tomarme  las  medidas, un  sastre de Campo Alegre me preguntó por la medida para la bota. Le  respondí que lo mismo  que de cintura. Imagínense la risa.

Carmen sofío

Cuando Libardo tenía  la  casa  en Fredonia, coincidíamos con  alguna frecuencia las dos familias. Carmen Sofía  era muy  traviesa,  y durante  un tiempo,  estando  muy pequeña, se nos aparecía  a las seis de la mañana,  descalza y en piyama, y se acostaba con nosotros. Luego se levantaba  a jugar y a dañar matas, rayar las paredes, coger los frutos sin madurar y sacar huevos  de la nevera para quebrarlos detrás de la casa. Una vez  encontramos  unos  huevos  quebrados y Stella le preguntó si había sido  ella. Nos contestó que había  sido  un  animal,  a lo cual  le respondí: “Se  llama  carmen  sofío”, al  instante,  respondió: “Yo  no  me  llamó  carmen  sofío”.  Como se  amañaba  tanto con nosotros,  le sugerí  hablar  con los papás  para  que nos la regalaran. Ahí mismo, desde  el cerco,  le gritó  a la  mamá  si  la  regalaba.  Gabriela rechazó  la  propuesta y Carmen Sofía se puso  a llorar  inconsolable. Ante  esta reacción,  le dije a Gabriela que le siguiera la  corriente  y  aceptó.  La  negrita  se calmó  y  la  mandé  por  la  ropa,  a lo cual  respondió: “Usted me compra  en El  Éxito”. Estuvo todo el día  y, por  la tarde, cuando  ellos se iban  a venir  para Medellín, pegó un grito:  “Mi  papá  y mi mamá”,  y salió  corriendo para la casa.

Chucho Morales y el finaito

Creo  que  Chucho ya  no  trabajaba  con  mi  papá,  ya  se había  casado  y  tenía  su propia finca,  en Pueblo  Nuevo. De  todas  maneras,  teníamos  buena  relación  con  él y  con  Elías, su  hermano  menor.  A Chucho le  dieron  unos  terigios  que  requerían operación y decidió venirse  para  Medellín y estuvo  en la casa de La  Cabañita más de  una  semana.  Mientras  permaneció en Bello,  todos  los  días  se iba  después  del desayuno a ver pasar  carros  en la autopista,  subía  a la hora del almuerzo y del algo, como  si  fuera  una  actividad laboral.  Para  un  campesino debía  ser  algo  fantástico ver pasar  esa inmensa cantidad de carros.  En  ese tiempo,  yo viajaba  en buseta de la Universidad a la casa y, al bajarme,  lo encontraba  sentado  en las escalas  para  bajar a la vía.  Hacía poco  tiempo  del asesinato  de Elías, y le pregunté  por  qué lo habían matado.  Me  dijo  que  el finaito  ese día  bajó a Pueblo  Nuevo a mercar  y  quedó  de subir  temprano,  pues  le traía  unos  cuadernos a su sobrino,  el hijo de Chucho, pero el trago  lo atraía  más  que la responsabilidad y  se quedó  todo  el día  bebiendo.  De regreso,  por la noche, tuvo  algún problema con sus compañeros de beba, y, cuando Elías intentó  sacar  el machete,  le dieron  un  machetazo  en la  mano,  impidiéndole defenderse.  Le  causaron  numerosas heridas  y lo dejaron  tirado  en una manga  cerca de la casa de El  Porvenir. Chucho dijo que donde  le hubieran dejado  sacar su arma, los muertos  hubieran sido  otros.

Uno  no  se imaginaba ese comportamiento en una  persona  tan  dócil,  realmente servil, como  Elías, quien  era  el  peón  de  estribo  de  mi  papá.  A la  hora  indicada estaba en la casa, sin importar si era de día o de noche. Sin  embargo,  un poco antes de su  muerte,  estuvo  detenido  en Arboleda, porque  hirió  a una  persona.  Mientras la  detención, por  su  buen  comportamiento,  lo  encargaron  de  las  vueltas   de  la Inspección y  solo  dormía en la  celda.  A diferencia de Chucho, quien  se mantenía limpio y  bien  vestido,  Elías no se preocupaba por  su  presentación personal ni  por su  aseo.  Era  parco  en  sus  palabras,   por  lo  general,  contestaba  con  un  murmullo. Como le gustaba  tanto la cerveza,  uno  le decía  si quería  una  y solo  contestaba  con una  sonrisa  y  un  ji  ji.  Siempre  acompañaba a mi  papá  en los  viajes  a los  lugares donde  él  se demoraba   varios   días  para  volver, para  regresar  con  la  mula.  Me  lo imagino  a  caballo,   sintiéndose  dueño   del  mundo,  con  unas   cuantas   o  muchas cervezas   encima.  En  algunas ocasiones,  cuando   lo  mandaban a  traer  algo  en  las bestias   de   carga,   no   volvía  a  tiempo   porque   se  emborrachaba,  y   llegaron   a encontrar  abandonados y  cargados los  animales en el camino.  Cuando hablé  con Chucho sobre su muerte, me llamó  la atención  la excelente relación  de Elías con su sobrino,  a quien  le enseñó a pescar, a nadar  y por quien  se afanaba en cuestiones  de estudio.   Lo  que  más  lamentaba  Chucho de  la  muerte,  era  la  tristeza  de  su  hijo. Viendo el comportamiento de Elías, se me viene  a la memoria  la siguiente cita:

Observadas desde otro planeta, las conductas humanas parecerían muy sorprendentes. El hombre es una de las raras especies animales que mata a sus semejantes de manera deliberada. Mejor dicho, por un lado condena el crimen individual, por otro condecora a los responsables de crímenes colectivos o a los inventores de atroces máquinas de guerra. Ese absurdo loco lo persigue desde la invención del hacha de piedra tallada hasta la puesta a punto de las bombas termonucleares. Ha resistido todas las religiones y todas las filosofías, hasta las más generosas. Como subraya A. Kostler (1967), está sólidamente incrustado en la organización del cerebro del hombre. Pero el hombre también ha pintado la Capilla Sixtina, ha compuesto La consagración de la primavera, ha descubierto el átomo. “¿Qué quimera es, pues, el hombre?

¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, que motivo de contradicción, qué prodigio! ¿Qué tiene, pues, en la cabeza, ese homo que se atribuye  sin vergüenza el epíteto de sapiens? Changeux, Jean-Pierre  (1985, pág.  11). El  Hombre neuronal. Madrid: Espasa Calpe.

Chuscaleños

Siempre   me  llamó  la  atención  el  apodo  de  los  hijos  de  Bernarda:   Chuscaleños. En  el encuentro  de la familia de Juan  y Aura, le pregunté  a Susanita y me contó la razón:  Don  Vicente, papá de Pedro  Nolasco, tenía una finca denominada El Chuscal, donde  vivieron un  tiempo.  Eran   los  de  El  Chuscal, de  ahí  el  sobrenombre para todos  los  García. Era  una  familia muy  numerosa   y  la  mayoría de  sus  integrantes vivían cerca de Pedro Nolasco. Se caracterizaban por ser muy  pacientes. Un hermano de  Pedro  Nolasco, viajaba   a  La  María,  una  zona  más  allá  del  Río  Dulce, por  el camino  a Pensilvania, y al pasar por una casa, los muchachos le azuzaban los perros (cufiaban). Un  día les dijo a sus sobrinos,  le voy  a cantar la tabla a esos bribones.  Al regresar  de una  visita venía  feliz  y  les dijo  a los  chuscaleños: “Les canté la tabla”. Cuando le preguntaron qué  les  había  dicho,  contestó:  “No  se pongan a cufiar  los perros  que los enseñan  a bravos”.

Columpiada costosa

En  unas  vacaciones, estábamos  en La  Luz, y  recibimos la razón  de que a Carlos Alberto, el de  Pedro,  lo  había  cogido  un  machine  en Neiva y  le destrozó  un  pie. Salimos a las tres de la tarde y llegamos a Neiva a las dos de la mañana.  Rodrigo se fue con los muchachos a visitar un campo  petrolero  y los muy  curiosos  empezaron a columpiarse en los machines. Mi  hermano  los hizo  bajar, pero en un  descuido  se volvieron  a  subir,   con  la  mala   fortuna   de  que  a  Carlos  lo  agarró   la  polea   y, prácticamente, le  trituró   un  pie.  La   lesión  era  tan  grande,   que  a  Rodrigo, en  la clínica,  le   pidieron  autorización  para   cortárselo.   Pidió  un   compás   de   espera mientras   llegaba   Pedro.   Al  otro   día,   decidieron  traerlo   a  Medellín  en  avión, mientras  Socorro  y  yo  nos  volvíamos en la  camioneta.  Yo tenía  el pase  vencido y, para  solucionar el problema, Rodrigo habló  con  sus  contactos  en El  Tránsito y  me dieron   un   pase   provisional.  En   esa  época,   se  necesitaba   una   foto,  la   cual   se demoraba  más de un día  para  entregarla.  La  solución fue un fotógrafo  callejero,  de los  de  caballito   y  ponchera.   Mientras   me  tomaban  la  foto,  Rodrigo atajaba  a  los transeúntes  para  que  no  se atravesaran. Al  día  siguiente, me  vine  con  Socorro  y después   de  pasar   por   Ibagué   se  desinfló  una   llanta.   Le   sugerí   devolvernos   a montarla, por  el  riesgo  de  otra  varada, pero  ella,  con  razón,  estaba  apurada. Así mismo,  en el Retén  del transito,  me iban  a partir  por  la falta de señales  en caso de una  varada. Me pareció  extraño  no encontrarlas, pues  Pedro  cargaba  todo un taller en el carro. Le  dije al agente que venía  para Medellín y era un inconveniente volver por el pase. En  mis  adentros  pensé: “Le  dejo ese pase provisional y sigo  tranquilo”. Como cosa  rara,  me  pidió para  gaseosa,  y  le  di  el  equivalente a  diez  mil  pesos. Llegamos a Medellín por ahí a media  noche.

Corrupción

Mientras   vivimos  en  La   Española,  el  tío  Arturo  fue   Inspector   ocasional   en Arboleda. En  una  ida  al pueblo,  lo visité  en la Inspección y me regaló  un  machete viejo  que le quitaron a un borracho.  En  un encuentro  reciente con Diego, el hijo de Arturo que vive  en Estados Unidos, le conté la anécdota,  y me dijo: “A mí también me regaló  uno”.  Nos  va tocar pedir  cupo  en la JEP.

Débora

Este   nombre   estaba  proscrito  en  Pensilvania,  en  todo   el  pueblo   esta  mujer trabajadora   y  caritativa no  tenía  tocayas.  De  estatura  bajita,  pero  de  complexión recia, parecía  una mujer muy  fuerte. Vivía cerca del área urbana  y todos los días  iba a  lavar   las  cantinas  del  pueblo,  y,  por  ahí,  a  las  cuatro  de  la  tarde  salía  para  su vivienda, caminando por  la carretera.  A veces,  durante  el recorrido, como  obra de caridad  iniciaba  a  los  jóvenes  en  el  amor  y  a  los  adultos   satisfacía   sus  afanes. Decían que los  favores  valían diez  centavos,  usando  como  tálamo  cualquier rincón detrás  de una  mata  de chilca  a la orilla  de la carretera.  Uno  de los  clientes  era un profesor  de  la  escuela  de  varones,  cuyo  nombre  prefiero  callar.  Vestía de  manera desaliñada. Un  día  llegamos a la escuela,  el Director reunió  en el patio  a todos  los alumnos, actividad propia de momentos  solemnes,  y salió  el susodicho docente con cara de energúmeno y soltó este desahogo:  “Hijueputas que no lo dejan  a uno  ir a rezar   al  cementerio”.   Según   comentaron,   algunos  estudiantes le  tiraban   piedras cuando  estaba en la faena. En  toda mi experiencia como estudiante  o como profesor no  había  visto  una  mayor  afrenta  a la  educación y  a la  decencia.  No  entiendo  la razón  para que el Director de la escuela se prestara  para ese circo.

Diana

Con  Diana, Hugo y su familia hemos tenido una relación  estrecha. Cuando hemos viajado a Cali nos reciben  con cariño,  lo mismo  hacemos  nosotros  en nuestra  casa. Sin  embargo,  ella  recuerda  cuando  la ahogué.  Estábamos en una  piscina en Neiva, tendría  unos  cuatro  años  y,  como  era tan delgada, el flotador  le quedaba  grande. Estaba sentada en el borde de la piscina y jugando la empuje al agua, pero se deslizó por  entre el flotador  y  se hundió un  poco.  Ahí mismo  la  saqué,  pero  le quedó  la sensación  de haberse ahogado.

Don Escolástico

Ya el nombre  de por  sí es chistoso.  Fue  otro personaje  picaresco  de Pensilvania, el ascendiente  de una  familia de empresarios y comerciantes exitosos.  Los  Escobar de  Pilas  Varta y  Acesco  y  abuelo  de  Óscar  Iván Zuluaga Escobar.  Los hijos se fueron a Manizales y  a Bogotá  a montar  sus  empresas  y  el viejito  se quedó  en el pueblo criando bestias y rumores.  Ya Rodrigo contó varias anécdotas,  pero le faltó una que retrata  en  cuerpo  y  alma  el  talante  de  don  Escolástico. Vivía  a una  cuadra  de  la Escuela Boyacá,  en una  casa sencilla  y  me tocó verlo  trajinando con sus  bestias  en la  calle,  picando pasto  y  caña  para  cuidarlas. Resulta   que  el  hombre  se  preparó para  su muerte  y mandó  construir un ataúd  sencillo,  y lo mantenía  en el rincón  de la  cama.  Para  sus  hijos,  bastante  ricos,  era una  ofensa.  Todas  las  sugerencias para hacerlo  cambiar  de opinión se estrellaron  con su  terquedad. Ante  la imposibilidad de convencerlo, apelaron  al cura  del  pueblo,  quien  les aconsejó  dejarlo  tranquilo y ya muerto  lo podían enterrar como quisieran.

Don Rufino

A mi  siempre  me  llamó  la  atención  la  apariencia de  don  Rufino. Hasta   donde recuerdo,  era visitador de la Caja Agraria y tenía una finca entre Miraflores y Guacas. Siempre  andaba  en unas mulas  briosas  y grandes. Tenía  fama de quedarse  dormido, inclusive cuando  iba a caballo.  Como se amañaba  tanto en la zapaterita de Alfonso, muchas veces, al llegar  de las correrías,  en vez  de entrarse para su casa, al lado de la zapatería, se entraba para donde  Alfonso, sin siquiera quitarse  las espuelas.  En  una de esas visitas, se sentó en un  taburete,  se quedó  dormido, y  al ir  a pararse,  se le enredaron  las espuelas  en el travesaño  del taburete y terminó  en medio  de la calle. Otra  vez,  entró  al  baño  en un  café y  se quedó  dormido. Tuvieron que  llamar a la policía para abrir  la puerta,  pues pensaron  que se había muerto.

Doña cruz

El  tío Carlos tuvo  una  fábrica  de confecciones  de camisas  con doña  Cruz Uribe, hija  de  don  Alfonso, con  la  chispa   adelantada, como  la  de  él.  Era  dicharachera, simpática, tomadora  de aguardiente y muy  trabajadora.  Carlos le solicitó  a mi papá colaborarle trabajando  allí,  como una  manera  de realizar algún control.  Doña  Cruz Uribe  tuvo  una  relación  pésima  con la familia de su  esposo,  especialmente con un cuñado,   quien  la  había  maltratado, hasta  el  punto  de  poner  a  calentar  al  sol  un revólver, para que no le fallara  el día en que se lo encontrara.  Ese día llegó.  Estaban en la fábrica,  él entró,  pues  mantenían la puerta  abierta.  Tan  pronto  doña  Cruz lo vio,  fue tanta la ira, que cogió  la varilla con la cual trancaban  la puerta y lo encendió a varillazos, hasta cuando  mi  papá  se la quitó.  Menos  mal,  de la ira, se le olvidó el revólver.

Dos  valientes

Pedro   tuvo   una   relación   muy   cercana   con  Horacio,  desde   jóvenes   hasta   los últimos días  de  vida.   Inclusive, aunque  Horacio murió   primero, Pedro  lo  siguió pronto.  Cuando vivíamos en  El  Anime, ellos  se metieron  a la  propiedad de  don Pedro  Gómez, el vecino,  a robarse  unas  naranjas.  Como Horacio era más  ágil,  se subió  primero y  lo  seguía  Pedro.  Cuando Horacio estaba  llegando a  la  copa  del árbol,   donde   crecen   los   mejores   frutos,   le  gritó   a  Pedro:   “Permiso,  permiso, permiso”, y  empezó  a descender  apurado. Pedro  le preguntaba: “Qué  pasó”.  “Un permiso,   gritaba  Horacio” y  se le  tiró  por  encima,  casi  lo  tumba.  Cuando  ambos estaban en el suelo,  Horacio pudo  modular: “Allá arriba  hay  una  culebra”. Eso  les pasó por robar naranjas.

Duelos

Matilde, la primera esposa de Arturo, se murió,  posiblemente en un parto, estando Arturo, el hijo, muy  pequeño. Lo recuerdo  jugando mientras  en una pieza  velaban  la mamá y en otra atendían  a Elvia, quien deliraba  y decía ver a Matilde caminando por algunas zonas  rurales  del pueblo.  Aunque era joven, me impactó  el contraste entre la indiferencia del niño  Arturo y el drama  familiar. A raíz  de la muerte  de la tía, cuya familia vivía en la casa vecina,  hacia  la plazuela, Pedro  acompañaba por la noche a los  hijos  cuando  Arturo estaba viajando. Un  día,  Guillermo le dijo  a Pedro  que lo llamara a las cuatro de la mañana  para preparar un examen. Tal  vez preocupado por no despertar  a tiempo,  a las doce de la noche, dormido, llamó  a Guillermo, y como no se levantaba,  lo sacó de la cama y lo sentó en el patio y le cerró la puerta.

Roberto  cuenta: También tengo fresco el recuerdo  cuando  murió  la abuela  Susana Mejía.  Mi  abuelo  Benjamín estaba en el Anime y  Juan,  el tío, se encontraba  donde Pedro  Nolasco. Se  organizó el  viaje  a  Pensilvania, más  o  menos  a  media  noche. Salieron de El  Anime mi  papá  con el abuelo,  y nos mandaron a Abelardo y a mí  a avisarle a Juan.  Nos  encomendaron que de pasada  recogiéramos la mula  colorada, de Pedro  Nolasco, muy  brava,  para que se fuera Juan en ella. Abelardo y yo salimos con susto,  preocupación y no sé qué más,  y en esas condiciones no vimos la mula y  entonces  a Juan  le tocó irse  en un  caballito  blanco  colimocho, bastante  inseguro. Felizmente llegó  a Pensilvania.

Algo  similar ocurrió   cuando   murió   la  abuela   Susana   Jaramillo.  Juan   estaba construyendo una  casa en Campo Alegre, en una  finca  denominada La  Esperanza, de una familia Giraldo. A mí me tocó ir a llamarlo. Esa  finca  posteriormente fue de Carlos, nuestro  tío.

La  agonía  de mi mamá  fue corta pero intensa.  Ella  tuvo  una salud  excelente toda la  vida  a pesar  del  nacimiento de trece hijos  y  algunas novedades, como  decía.  A diferencia de mi papá,  era parca  para comer. Cuando le servían los alimentos en las visitas,  antes  de  empezar,  apartaba   las  porciones  que  no  se  iba  a  comer  y  las entregaba   con  toda  la  delicadeza.  Le   gustaba   caminar  y   podía   realizar  largas jornadas.  Ocasionalmente le daba  erisipela, y  nos  enviaba  por  barbasco  con  el fin de hervirlo para bañarse  con esa agua.  Al final  de su vida,  comenzó  el deterioro.  Se le hincharon los  pies,  mis  hermanas  la  llevaban donde  un  bioenergético, quien  le formuló para  los  riñones  (yo,  antes  de  la  consulta,   al  verle  los  pies  hinchados  le pregunté  si  tenía  problema de riñones).  Al no dar  resultados los  remedios,  le dijo que el problema era del  hígado y,  como  no atinó,  sugirió llevarla a un  cardiólogo, porque  estaba mal  del  corazón.  Le  conseguimos la consulta  con Javier  Correa,  uno de los mejores cardiólogos de Medellín, quien  le implantó un  marcapasos. A pesar del  marcapasos,  la  salud   siguió  deteriorándose y  le  descubrieron  un  cáncer  de páncreas,  enfermedad muy  agresiva. Estuvo unos  tres meses reducida a la cama, en un  proceso  en  el  cual  su  cuerpo   se  disminuía todos  los  días,   pero  le  crecía  el vientre.  Nunca la  vimos  desesperarse, como  toda  su  vida,   mantuvo la  serenidad. Cerca  del  final,  nos  llamó  a los  hijos  para  despedirse. Solo  faltaba  Rodrigo para  el adiós.   Al final   quedó   inconsciente,  pero  miraba   continuamente  para   la  puerta. Dicen  que  los  moribundos necesitan  aceptar  separarse  del  mundo, para  morir  en paz,  para no seguir  aferrados  a la vida.  El  marcapasos y la mirada hacia la puerta le seguían  manteniendo un  hilito   de  vida.   Al ver  esta  situación,  llamé   a  Rodrigo, quien  se encontraba  en el Eje Cafetero,  a invitarlo a despedirse de nuestra  madre, para que muriera tranquila. Así lo hizo  y a los pocos días  descansó.  Por casualidad, a Berta,  a Stella  y  a mí  nos  tocó verla  partir.  En  ese momento  subía  las  escalas  un empleado con un tanque de oxígeno, al cual  le dije que ya no lo necesitábamos y le pregunté   por   el  valor   para   pagarle,   y  me  respondió: “Nada”.  La   medicina  es compleja  y  mucho  más  cuando   se ejerce con  criterios  poco  científicos,   cuando   se apela a criterios  ideológicos o religiosos, que en vez  de curar  o aceptar lo inevitable, prolongan innecesariamente la vida,  ya sea por razones  económicas o de otro tipo.

El  único  de nuestros  hermanos  fallecido es Pedro,  quien  duró  más  de la cuenta, según   vaticinaron  los   médicos,   para   quienes   no  llegaría  ni   a  los   veinte   años. Siempre   tuvo  problemas de  bronquios y  necesitaba  usar  inhaladores. A  pesar  de esta dificultad y de ser un  poco  tieso para  moverse,  en sus  cacerías,  pegaba  largas caminatas detrás  de cualquier avichucho. Yo nunca  lo vi  delicado ni  en una  cama. Solo  al  final,  cuando   lo  operaron  del  corazón  y  posteriormente le dio  un  infarto, que  lo  dejó  hemipléjico,  su  vida   se  redujo  a  vivir al  lado  de  Socorro,   quien  se convirtió en su  apoyo  incondicional. Varias veces  estuvo  hablando con  San  Pedro, pero  volvía y  se  levantaba.   Una  noche  me  llamaron al  amanecer,  a  decirme   que Pedro  había  descansado. Como vivíamos cerca, fui  en seguida a su casa y encontré a Socorro  a su lado  y él extendido cual  largo  era en una  cama.  Su  rostro  mostraba serenidad. La  escena parecía  un cuadro  de un pintor  renacentista.

En  un  país  de desaparecidos, la familia no se escapó  de este flagelo.  A Efigenia, la  tía  mística,  quien  fue  expulsada de dos  conventos,  digo  yo,  por  exceso  de rezo o porque  como  comía  tanto, era costosa  su  manutención, se le perdió  el rastro  en Neiva. Ella  estuvo  un tiempo  donde  Rodrigo y de ahí se fue a vivir en una casa del Obispo de Neiva, en donde  una  vez  la visité.  Cuando le pregunté  de quien  era la casa, me dijo  que del jerarca de la iglesia, pero me advirtió: “Él  viene  muy  poquito por  aquí”.  Nunca más  volvimos a saber de ella.  Era  tal su fanatismo religioso, que en casa del abuelo,  me ponía  a rezar  arrodillado sobre granos  de maíz.  Así mismo, mientras  veía  telenovelas,  mantenía  una  costura  en la  mano,  para  taparse  los  ojos cuando  los protagonistas se besaban.

Una  de  las  muertes  más  dolorosa   y  cruel  fue  la  de  Humberto el  de  Alfonso y Carlina,  asesinado por  las  FARC. Por  su  oficio  como  personero,   le  correspondía acompañar a las  autoridades en algunos procesos,  por  lo  tanto, fue  sentenciado  a muerte  por  la  guerrilla. Cuando se casó,  estuvo  en la  Costa  Atlántica de  luna  de miel,  y  al  regreso,  nos  visitó  en La  Cabañita. Me contó  que  en Pensilvania, en un operativo dieron  de baja a un guerrillero, a quien  le encontraron  entre las botas un plano    del    pueblo,    en   el   cual    estaba    marcada   su    casa.    Le    aconsejé    irse inmediatamente de  Pensilvania,  porque  el  enemigo   era  demasiado poderoso.   Al año lo asesinaron de manera  infame.

El carrito de  John Jairo

En unas vacaciones, Rodrigo fue a La Luz y no llevó  carro, por eso, para el regreso, lo llevé  hasta Bogotá en la camioneta  de Pedro.  John Jairo se pegó en el viaje, con su arsenal  de carritos.  La  camioneta  tenía las  llantas  tan acabadas,  que con solo  pisar una  colilla prendida se pinchaban. En  el viaje  a Bogotá  montamos  llanta  tres veces y al regreso  otras tantas. A la venida, como pasábamos cerca, decidimos ir a visitar, en El  Fresno,  a la familia de Alfonso, la cual  estaba en una  finca  cerca del  pueblo, en la vía  a Petaqueros.  Allá  amanecimos y  madrugamos a coger  la carretera,  pues volvíamos a la finca,  por  Dorada. Cuando estábamos  llegando a esta ciudad, John Jairo  se dio  cuenta  de que le faltaba  un  carrito  y me pidió el favor  de regresar  por él.  Lo  tranquilicé diciéndole que  ellos  se lo  enviarían, como  en  realidad ocurrió. Seguimos el  viaje  y  entre  Dorada y  el  río  Samaná,  se nos  atravesó  un  Hippie  en plena carretera como a la una de la tarde. Abrió los brazos  y se plantó  de tal manera que no dejaba espacio  para seguir;  o sea, me lleva  o me mata. Lo  recogimos, era un chileno,  flaco  y  desgarbado. Más  adelante  paramos a tomar  algo  en un  estadero  y cuando  le pregunté  al  pasajero  si  quería  algo,  nos  dijo  que  no  había  desayunado. En  el resto del viaje  volvimos a pinchar y el hippie ni siquiera se bajó del carro. En Puente Linda lo dejamos, pero antes de irnos  le dimos comida  en la fonda de Alonso Granada.

El chalán

A Carlos siempre  le gustaron las mulas  enérgicas,  temperamentales, que requerían un  manejo  especial.  Yo tendría  unos  ocho  años  cuando  llegó  en una  de las  visitas periódicas al pueblo.  Me entregó  la mula  para  empotrerarla y no me hizo  ninguna advertencia. Yo simplemente la tiré del  cabezal,  la arrimé  a la parte  más  alta de la acera y con gran  agilidad me trepé en su espinazo, en pelo. El  animal no hizo  nada extraño,  salió  calle  abajo con el intrépido jinete en sus  costillas. Comenzó un  trote suave  y  yo  tiraba  del  cabezal,  pero  era como  jalar  un  camión.  Su  fuerza  superaba el poder  de mis  manos.  Si  no ha sido  por  un  señor  que  subía  por  la  calle  y  tomó con  fuerza  la  cuerda,  tal vez  este jinete no estaría  contando  el cuento.  Y la  mayor frustración como  chalán,  fue llevar  de cabestro  el animal hasta  el potrero.  En  unas vacaciones, fui  a visitarlo en una  tienda  que tenía en Puerto  Machete, un poco más arriba de Puerto Venus. Ya se pueden  imaginar la razón  del nombre. Los  campesinos resolvían sus  rencillas a machete limpio. Me prestó  la mula  para  subir  a Arboleda, pero me advirtió: “Tan pronto  se monte, ella empieza a corcoviar, usted  le clava  las espuelas  (nunca  me gustaron), y se pone como una sedita”.  Preciso,  al subirme pegó unos saltos, le rayé las espuelas, casi se lleva la puerta del corral por delante y en todo el viaje  no demostró  ningún resabio.  Mientras  estuve  allí,  por  la noche  dormíamos sobre  el café arrumado en una  pila,  para  evitar  el posible  robo;  así  mismo,  como tenían carnicería, me envió  a derretir  el sebo, para lo cual debía prender  un fogón de leña. Iba con el petróleo en una botella de gaseosa para echarle a la leña e incentivar la llama,  cuando  Marina, la de Arturo, quien  también  estaba allí,  me pidió gaseosa. Le  advertí que era petróleo y me trató de amarrado. Le  extendí  la botella, pensando que olería el contenido  del recipiente,  pero se tomó un trago grande.  Duró como dos días  en cama.

El curubo

La  casa de mi  abuelo  Benjamín era amplia, con una  entrada  principal en la calle que da a la plaza y una  secundaria, por  la pendiente  hacia  el tanque  de agua.  Fue construida  en  madera   y  en  toda  la  mitad   del  patio   construyeron  un   baño  en cemento.  En  esa época  no  lo  veía  raro,  pero  hoy  no  entiendo  quién  pudo  diseñar algo  tan absurdo. La  propiedad tenía un  solar  amplio, en el cual,  junto  al patio,  se levantaba  un  ciprés,  por  cuyas  ramas  trepaba  un  curubo.  Como era tan  alto,  casi nadie  subía  a la parte más elevada,  punto  en le que brotaban  las frutas más grandes y  sabrosas.  Yo me daba  ese lujo  y  las  degustaba trepado  en la  copa  el árbol,  para que  no  me las  quitaran. También en ese solar  crecían  ochuvas y  pepinos;  además estaban  sembrados manzanos  y  chirimoyos.  En   la  parte  alta  sembraban papás, arracacha,  pero el lote intermedio no producía sino maleza,  en especial  lirios,  cuyos bulbos  utilizábamos como  arma  para  agredirnos o espantar  los  novios  de las  tías. Como a unas  dos cuadras de la vivienda, junto al tanque  de agua  estaba el potrero donde  pastaba  la  vaca  y,  a veces,  se encerraban  las  bestias.  Para  llevar  o traer  los animales se subía  por la calle pendiente,  pero a pie se podía  ir por la calle principal hacia  un  desecho  en el potrero  del  tanque,  con  trayecto  más  corto. En  el cerco del potrero  crecían  durumocos (dulumocos), cuyas  frutas  disfrutamos. También, en el pequeño  solar  de la casa de Susana  Jaramillo, lindando con la de Arturo, crecía  un papayo  silvestre  (tapaculos),  y   con   la   corteza   de   los   frutos   hacían   un   dulce delicioso. Decían que la semilla produce estreñimiento. Yo fui  mucha  la que comí  y nunca  tuve problemas.

El derrumbe de  Petaqueros

En  un  puente  festivo,  el tío  Carlos me  invitó a visitar a las  muchachas (Julia  y Carlina)  allí   en  Pensilvania.  Como  estábamos   en  un   invierno  pavoroso, decidí acompañarlo,  pero  en  transporte   público,  con  el  fin  de  no  correr   el  riesgo   de quedarnos atrapados si  viajábamos en nuestro  carro.  Salimos de Medellín en una Van de la Empresa Arauca y, cuando  paramos a desayunar cerca de La  Pintada, le pregunté  al conductor por el derrumbe de Petaqueros,  un alud  constante que había causado   muchas  víctimas.  Me  respondió  que  no  existía   ningún problema. En Manizales   cogimos  una   buseta   de   la   misma    empresa    que   hacía   la   ruta   a Pensilvania.  Preciso,   antes  de  llegar   a  Petaqueros,   estaba  taponada   la  vía   en  el famoso  derrumbe. En  la  otra  parte  del  deslizamiento se encontraba  la  buseta  que venía   de   Pensilvania,  por   tanto,   los   conductores  decidieron  intercambiar  los pasajeros.  Pensando en el  regreso  y  en la  crudeza del  invierno, le  propuse al  tío devolvernos, pues  sospechaba  que  el  lunes,  al  regresar,  íbamos  a tener  el  mismo problema.  Me   contestó   que   me   devolviera  yo,   que   él   seguía.    No   tuve   otra alternativa: acompañar a ese viejo  testarudo.  Desde  ahí hasta el pueblo  no tuvimos inconvenientes.  El  lunes  salimos a  las  seis  de  la  mañana   y,  por  ahí  a  las  nueve llegamos a  Petaqueros   y,  otra  vez,  la  vía  estaba  taponada:   pero  nos  dijeron  que habías  dos  máquinas despejando el derrumbe. Como quedaba  a unos  cien  metros del  caserío  donde   estábamos,   invité   a  Carlos  a  ver  la  remoción   del  alud,   para determinar si esperábamos o nos veníamos por Dorada. Al llegar  al sitio  vimos las dos  máquinas trabajando  y  faltaba  poco  para  remover  toda  la  tierra.  Así como  lo hicimos nosotros  el  primer día,  la  gente  pasaba  por  encima  del  derrumbe y  los motociclistas  eran   ayudados  por   unos   campesinos  para   pasar   las   motos.   El deslizamiento  se  originaba  en  un   potrero   demasiado  pendiente   encima   de  la carretera,  en  el  cual  los  animales,   con  sus  pisadas, fueron  formando  como  eras, plenamente   visibles desde  la  carretera.  Mientras   veíamos trabajar  los  buldóceres, observamos  como   las   eras   del   potrero   se  contoneaban   y,   de   una,   como   una exhalación, bajó una avalancha de tierra, que nos pasó a unos  tres metros. Después del impacto,  vimos a cuatro  metros a un señor con un pie dentro  del alud  y el otro libre.  Pensé: “A este no le pasó nada”;  se lo llevaron en una camilla y lo reportaron entre los heridos.  A unos  doscientos  metros abajo, se veía  la cabeza  de una persona con  el  resto  del  cuerpo  atrapado   entre  la  tierra.  Al momento  subió  una  joven,  a quien   previamente  vimos  en  el  restaurante,   con   un   casco   en  la   mano   y   nos preguntó  si   su   novio   había   alcanzado  a  pasar.   Realmente,   nosotros   lo   vimos acompañado de  un  lugareño  arrastrando la  moto  y  creímos  que  estaban  al  otro lado.  Eso  le dijimos. Ante  la emergencia, nos devolvimos para  el caserío  y tuvimos la  fortuna  de que  Pachito  y  Socorro,  hijos  de Julia,  quienes  iban  para  Bogotá,  nos llevaron hasta  Honda. Allí  alcanzamos a tomarnos  de a cerveza  mientras  pasó  un bus  para  Medellín, en el cual  encontramos  puesto.  El  conductor andaba  apurado, tratando  de pasar  a tiempo  por  Doradal, pues  por  los problemas de seguridad, las autoridades cerraban  la  vía  entre este punto  y  Santuario, para  evitar  secuestros  y asaltos.  Solo  en Santuario paró  y pudimos comer y tomar  algo.  Como yo sabía  que las noticias  informarían sobre la tragedia,  alcancé  a llamar a Stella  para  decirle  que su cónyuge se salvó  de arepa.  Ya en la casa, por  la noche,  vi  en las  noticias  que la muchacha seguía  buscando a su  novio,  al que encontraron  al otro día;  también  se murió   la   persona   a  la   que   solo   se  le  veía   la   cabeza   y   otros   dos   heridos   se recuperaron. Ese alud  ha causado  infinidad de víctimas. En  una ocasión  arrastró  un bus con 21 estudiantes, otra vez  se llevó  varios  taxis,  causando unas  diez  víctimas.

El  fornidito

La  bisabuela  de Gabriela, doña Rita, estaba de mucha  edad y vivía con doña Aura Jaramillo, al frente de la Estación de Bomberos,  al pie del cerro de Las  Palmas. Era muy  religiosa y  se iba  para  misa,  cuando  se podía  mover  libremente,  a la  iglesia de  Buenos  Aires. Llegaba a la  misa  de  ocho  y  volvía,  muchas veces,  después  de las once. Al preguntarle por  la demora,  explicaba que al terminar la misa  de ocho, empezaba  la de nueve  y después  la de las  diez  y, entonces,  se quedaba  oyéndolas; sin  embargo,  Gilberto decía  que  se quedaba  dormida y  al  despertar  se venía  para la  casa.  En  ese tiempo,  Libardo comenzó  el noviazgo con  Gabriela y  sus  cuñados lo pusieron Constantino, por  la regularidad con que la visitaba;  además,  como son tan necios,  cuando  lo veían  venir,  decían:  “Allá viene  ese güevón”. En  una  visita a la casa de doña  Aura, Gabriela le comentó a Olid los comentarios de sus hermanos, en especial  el trato de güevón, delante de doña  Rita,  pensando que como estaba tan sorda,  no oía. Tan  pronto  oyó  la palabra,  comentó:  “Y así  es de fornidito que se le nota tanto”.

El hijo  calavera

Berardo  Agudelo era fuerte, capaz  de mover  cargas  demasiado pesadas,  mas era tan  zángano, que  don  Benito  le  tenía  unas  mulas   para  trabajarlas,   pero  en  cada viaje  se le mataba  una. Ante  esto, don Benito  le exigió  traerle una mano  de la mula cuando  eso ocurriera. Poquita desconfianza le tenía. Durante un tiempo,  le ayudaba en los oficios  domésticos Rubelio Gallo, quien se casó con Sorany Gómez, una prima bastante bonita. Ese matrimonio tuvo  un final  poco feliz,  pues Rubelio era gay.

El Negro Quintana

Con  Pablo Maya  fue uno de los integrantes de la picaresca  de Pensilvania. Durante un  tiempo  trabajó  en rentas,  una  especie  de  policía encargada de  perseguir a los cultivadores de tabaco  y  a los  fabricantes de aguardiente de contrabando. En  uno de los recorridos se alojaron  en la casa de una  viejita  que siempre  les daba  posada y por la noche tinto, pero esta vez  no les dio  y se acostaron  enojados;  por la noche, como  venganza, se  le  orinaron en  el  pilón.   Al otro  día,  la  viejita  les  dio  tinto  y, cuando  terminaron de tomárselo, les dijo: “Perdonen lo poquito,  el agua del pilón  era muy  poquita”. También le correspondía vigilar el sacrificio de reses en el matadero, actividad que se realizaba durante  la noche, por lo mismo,  para  defenderse  del frío se ponía  una  gabardina. En  una  ocasión,  unos  días  después  de haber  estado  en el matadero,  sintió  un olor nauseabundo en la casa. Al buscar  la causa,  encontró  en el bolsillo de la gabardina pedazos de cueros, que los matarifes  le habían  echado, para desquitarse. Lo  mejor fue cuando  mi  papá,  en una  visita a Cali, se puso  a mirar  al Indio Amazónico vendiendo menjurjes  (menjunjes).  Al observar  con cuidado, se dio cuenta que debajo del gorro  con plumas se escondía  el Negro Quintana.

Elvia

Al contrario   de  Efigenia, Elvía, la  tía  medio  corrida por  el  lado  de  los  Salazar, expresaba   su  picardía  en  todo  momento.   Cuando estaba  cansada   se  quitaba   los zapatos     y    decía:    “Descansen    deditos     jijueputicas”.    Su    característica     más sobresaliente  fue la solidaridad. Sacrificaba su bienestar  personal por  servirle a los demás.  Donde  había  un  enfermo  allá  estaba, donde  había  alguien necesitado,  allá acudía.  El  caso más  notable  fue su entrega  a la familia de Nidia. En  la práctica,  se convirtió en otra madre  de los tres hijos  de la prima,  casi tía. Recorría con ellos  las casas  de  los  parientes  en Medellín, buscando apoyo  para  sus  nietos  (eso  eran  los hijos   de  Nidia  para   Elvia). A  pesar   de  los   sufrimientos,  mantenía   su   alegría. Durante un tiempo  vivió en Pensilvania, en la casa de Julia,  de la cual salía  después del desayuno a visitar a los parientes  o para  acompañar a los enfermos.  Volvía por la  tarde  a  comer   y  a  dormir.  Le   encantaban   los  cachivaches.  En   una   visita  a Pensilvania, la llevamos a la finca  de Carlos Botero,  en la vía  a Manzanares. En  el camino,  le regalamos unos  pesos, y, al regreso,  se negó a irse para  donde  Julia  y se bajó en la Plaza, y le dijo  a Stella: “Acompáñame, que vi  un reloj muy  bonito  en un almacén”. Tenía  uno puesto  y a los mejor más en la casa. En  sus últimos años vivió casi  hasta  el final  con  mis  hermanas, quienes  le mantenían una  dieta  rigurosa por su  diabetes.  A veces  me  la  llevaba   para  la  casa  y  le  compraba cigarrillos  y  le dábamos  un algo.  Se comía  con gusto  todo y se ponía  feliz,  sentada en las escalas, a fumar;  cruzaba las piernas  como  si fuera  una  diva  y echaba  a volar  el humo.  Yo le decía  a Stella:  “No  tiene familia, démosle  un  gusto  pasajero,  porque  si vive  menos, por lo menos  disfrutó un poco la vida”. Al final,  murió  en un asilo.

Entereza

Mario  Henao,  antiguo novio  de Efigenia, tenía una finca en El  Verdal, cerca de La Luz.  Estaba   casado   con   Alicia  Henao,    hija   de   Luis,  hermano   de   mi   abuelo Benjamín. Fue  un  personaje  rezandero, pero  de  una  honestidad y  verticalidad  a toda prueba.  Obdulio Franco,  su vecino,  compró  una  nueva  finca  al otro lado  de la de  Mario,   y  sin  pedir   autorización  construyó  un  camino,   partiendo  la  finca  de Mario.    Este   habló   con   Ovidio   García,  corregidor  de   Arboleda,   solicitándole intervenir  para  solucionar  el  problema. Como  no  hizo   nada,  Mario   se  fue  para Pensilvania y se quejó ante el Alcalde, y lo amenazó  con viajar  a Bogotá  a solicitarle ayuda a su  hermano  Silvio, jefe de  Planeación Nacional en el gobierno   de  Lleras Restrepo.   El   Alcalde,  inmediatamente llamó   a  Ovidio  y  le  advirtió,  que  si  no solucionaba el  lío,  peligraba su  puesto.  Ante  esto, llamó   a  las  partes  a  negociar. Acordaron una  indemnización y, cuando  Obdulio, le iba a dar  un cheque,  Mario  le dijo: “A un pícaro  como usted  no le recibo nada.  A su hermano  Benjamín, que sí es honorable  se lo recibo; además,  me dijeron  que usted  me iba a matar.  Lo  único  que le digo  es que no vaya  a fallar,  porque  yo si lo mato”.  Dicen  las malas  lenguas que nunca  lo volvió a molestar.  Con  Mario  trabajó durante  mucho  tiempo  Esteban,  un indígena de Mutatá,  quien  llegó  a la región  y se convirtió en una  persona  querida por todos. Aunque intenté enseñarle  a leer, no pude.

Equipo de  basquetbol

En  la  familia tuvimos un  equipo  de basquetbol  de los  hermanos,  integrado por Pedro,   Rodrigo,  Roberto,   Abelardo  e  Ignacio.  Como  Rodrigo  trabajaba   lejos,  a veces,  nos  reforzaba   Hugo  Valderruten, un   amigo   de  Roberto.   Por   lo  general, entrenábamos en la Universidad de Medellín. En unas vacaciones jugamos en Pensilvania  contra   el  equipo   del  colegio   y  los  dobletiamos.  El   fenotipo   de  los jugadores y  su  capacidad atlética  lo  hacía  competitivo. La   estatura  de  Pedro,  la habilidad y velocidad de Rodrigo e Ignacio, la fortaleza  y experiencia de Roberto  y la tenacidad de Abelardo. Inclusive, jugamos contra equipos  de cierto nivel  aquí  en el   Valle  de   Aburrá  sin   sentirnos    apabullados.  Miguel   también    jugaba    buen basquetbol,  pero por su juventud nunca  estuvo  en el equipo.

Está  apagado

Rosana  Jaramillo, tía de mi  mamá,  nunca  montaba  a caballo,  porque  se mariaba; en cambio,  el vicio  del tabaco no le hacía  nada,  hasta el punto  de que en su agonía, cuando   le  estaban  aplicando los  Santo  Óleos,  al  acercarle  el  cristo  para  besarlo, exclamó:  “Está  apagado”.

Gerardo  Henao

Era   hijo  de  Eugenio,  tío  de  mi  papá,   y  se  caracterizó  por  ser  un  negociante demasiado vivo. Durante un tiempo  fue correo para Arboleda, y cuando  arrimaba a la fonda  de Quebrada Negra a tomar algo,  pagaba  con un billete  de alto valor,  para que las viejitas  de la fonda  no tuvieran devuelta. Ellas apuntaban en un  cuaderno, esperando  el próximo paso. Él  volvía con el mismo  cuento, hasta cuando  una de las señoras,  cogió  el  billete  y  lo  partió  en  dos  y  le  dijo:  “Llevase ese medio,  yo  me quedó  con  la  otra  mitad   hasta  que  nos  pagué”.  El  vivo sacó  billetes  de  menor denominación y  pagó.  Siendo  todavía menor  de  edad,  en Guacas, se interesó  por un  caballo,  el cual  montó  en pelo  en el potrero  a escondidas del  dueño,  a quien  le propuso  comprárselo  a  ciegas   (sin   conocer   el  objeto  producto  del  negocio).   El propietario le vendió el animal y  después  se arrepintió, pues  se sintió  engañado; por tanto, le hizo  el reclamo  a Eugenio, dizque porque  un negocio  con un menor no tenía valor  legal,  a lo cual  Eugenio contestó: “Si  el engañado hubiera  sido  mi  hijo, también  haría  lo mismo”. Ante  la respuesta  le tocó aguantarse el varillazo.

Gonzalo  Botero

Según  el Mono,  el hombre  más  feo del mundo. Con  él y su familia tuvimos una relación  familiar bastante  cercana.  Como se comentó  antes, enviudó tres veces.  De joven,  fue  aserrador  en  la  finca  de  don  Luis Betancur   en  Quebrada Negra,  con Alcibiades Salazar. Cuentan que  Gonzalo se quejó  de  la  comida,  y,  Alcibiades,  en ese tiempo  novio  de Clara Betancur,  le contó.  Clara, molesta  por  el reclamo  y  sin pelos   en  la  lengua,   dijo:   “Espere  el  sábado,   que  matan   ovejo,   y  yo   lleno   ese hijueputa”. Así fue. Ese día le sirvió un platado  de sancocho  bien lleno,  al acabar le preguntó si  quería  más,  y  ante la  respuesta  afirmativa, le llenó  de nuevo  el plato; después  le sirvió un platado  de morcilla y el mismo  que devoró,  le repitió  la dosis  y el  glotón   no  se  frunció  para   comérselo;   por  último,   se  zampó  dos  tasadas   de mazamorra con panela.  Ante  esta voracidad, Clara exclamó:  “A este hijueputa no lo llena nadie,  si le sigo  dando  comida  se me ensucia  en la cama y la jodida  soy yo”.

En  el país,  el servicio de salud  era pésimo,  la mayoría de las  personas  apelaban a los vecinos  y a los remedios  naturales.  En  casos especiales  recurrían al puesto  de salud,  y si la gravedad era mucha,  al hospital de la cabecera municipal. A la gente la dejaban  morir  en la casa. En  unas  vacaciones estaba en La  Bamba  y decidí  subir a Arboleda por  el desecho  directo  a la finca  de don  Elías.  Al pasar  por  la casa  de Gonzalo, entré a saludar y me encontré  con un drama  familiar. Él  había  enviudado hacía  poco, Sofía,  la hija mayor,  era una niña  y sin una mujer  al frente del hogar,  el desorden  en la casa era absoluto.  En  una  cama  estaba agonizando una  de las hijas, Amanda, la Canelita, por el color de su pelo. Toda  la familia esperaba el fallecimiento sin  hacer  nada.  Regañé  a Gonzalo por  su  pasividad y  le sugerí  llevarla al  caserío, donde  había  médico.  Me hizo  caso, la atendieron  en el puesto  de salud  y su única enfermedad era una desnutrición severa. Esa vida  la salvé  con un simple  consejo.

Grados

El  estudio  fue  el eje central  del  accionar  de  la  familia, pero  a los  grados se les daba  poca  transcendencia. Tal  vez  al  de  Rodrigo, por  ser  el  primer graduado  en una  universidad, se le  dio  importancia, inclusive  timbraron tarjetas  de  invitación y  organizaron una  comida.  Pedro,  quien  vivía también  en la  41, a una  cuadra  de nuestra  casa,  se negó  a asistir  porque  no  le enviaron tarjeta. Distinto sucedió  con Abelardo, cuando  se graduó de Agrónomo, se apareció  con dos profesores  a la casa sin  avisar con  antelación.  Mi  mamá  y  Berta  no sabían  qué  hacer.  Al fin  se fueron. No  sé la razón,  pero ese día  Abelardo y yo quedamos solos.  Le  dio  por celebrar  su grado  con  una  media  de  pisco,  un  licor  con  muchos  grados de  alcohol,  utilizado para  cocteles.  Posiblemente lo  trajo  Rodrigo, porque  a Roberto  también  le  regaló una  botellita  de ese licor,  el cual,  según  decía  Pedro,  es tan bravo  que  ni  siquiera Roberto  fue  capaz  de  tomarlo.  No  sé si  Abelardo se tomó  muy  rápido la  botella, porque  lo agarró  un  ardor  tan intenso  en el aparato  digestivo, que se acostó y  me envió  a la tienda  por unas  sodas,  para  tratar de apagar  el infierno  que le subía  por todo  el cuerpo.  Cuando Libardo y  yo  terminamos bachillerato, el mismo  día  y  en el mismo  colegio,  después  del grado,  volvimos a la casa y no había  nadie.  Sobre la mesa del comedor  estaba una torta, de la cual nos comimos dos pedazos para matar el hambre.  No  recuerdo  ninguna otra celebración de grados en la familia.

Gravedad

Estábamos  muy   tranquilos  en  la  casa,  cuando   se  recibió   una   llamada  desde Nariño, Antioquia, informando que traían  a mi  papá  grave.  Según  los médicos,  no llegaría  con  vida.   Pedro   y  Roberto   se  fueron   a  esperarlo   en  la  carretera   y  lo encontraron  pegado  de una  bandeja  paisa  en La  Frontera,  un  restaurante  ubicado en las  partidas  para  Abejorral.  La   historia  fue  más  o  menos  así:  ese  día,  como siempre,   madrugó  a  operarle   unos   novillos  a  don   Gerardo  Bermúdez.  Según dijeron,   desde  el  inicio   de  la  faena  empezaron  a  tomar  aguardiente,  todavía  en ayunas. Avanzada  la  mañana,  a lo  mejor  sin  comer  nada,  perdió  el conocimiento. Lo llevaron al hospital de Nariño, y  por  la gravedad, lo remitieron a Sonsón  y  de allí  para Medellín, al  San  Vicente.  No   fue  extraño  ver  al  moribundo  comiendo. Henao   que  no coma,  está  grave   o  muerto.   En   los  últimos  años  de  vida,   como permanecía en la casa, lo invitaba a Fredonia. Siempre mis  hermanas  me advertían que  no  le diera  mucha  comida.  Consejo  imposible de  cumplir, pues  siempre,  a la ida,   entrábamos   al  Rancherito.  Pedía   un  plato  de  fríjoles,   yo  le  sugería   que  se comiera medio  y respondía: “Entero”, lo mismo  decía para la carne y la mazamorra con  panelitas. Me  decían  que  volvía enfermo,  pero  les  planteaba:  “Cómo le voy  a restringir la comida, para  eso no lo invito”; así mismo,  al empacar  los  frutos  de la tierrita,  seleccionaba  un costal  para  él y  otro para  mí.  Repartía proporcionalmente los productos en ambos costales, y cuando  creía que no lo estaba viendo, sacaba del mío  y los echaba en el de él. Siempre  se preocupó por  traer comida  para  todos,  no importaban   las    incomodidades.   Esas    alforjas    llegaban   repletas    de   frutas    y aguacates.

Hipólito

El  bisabuelo por el lado  paterno  tenía fama  de buen lector, tradición seguida por nuestro padre  y la mayoría de sus hijos. Dicen  que cada mes le llegaba  la prensa,  en esos tiempos   de  escasos  medios   de  comunicación.  Mi  papá,  en  sus  cambios   de residencia, siempre  andaba  con  una  caja de libros.  Entre  ellos  recuerdo  El  médico de las locas  (El médico de las locas novela  escrita  en francés  por Xavier de Montepin, versión castellana  de Joaquina G. Balmaseda, segunda edición.  Disponible  en http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000144931&page=1)   y    La    marquesa    del pinar.   El  bisabuelo  también   tenía  fama   de  vertical  y  honesto.   En   un   viaje   de Samaria a Pensilvania, cuya  duración podría ser de más de diez  horas,  iba con uno de los hijos  y su perro.  En  el trayecto,  la mayoría del territorio  estaba sin  colonizar, por  lo tanto, no vendían alimentos en el camino;  por  eso, debían  llevar  fiambre.  El bisabuelo, a la  hora del  almuerzo, buscó  una  sombra  y  una  fuente  de  agua  para calmar  la sed. Le  fue a entregar  el fiambre  al hijo,  quien  le dijo  que no quería,  a lo mejor de mala  manera. Acto  seguido, el bisabuelo se lo dio  al perro.  Cuentan que, en los otros viajes,  el primero en recibir  la vianda era el hijo resabiado. Imagínense el resto del camino,  con las tripas sonando  y ni modo  de pedir  nada.  Samaria debe ser la vereda  más  alejada  de la cabecera  municipal; inclusive queda  a unas  cuatro horas  de  Arboleda.  Tenía   o  tiene más  cercanía   con  San  Félix,  corregimiento de Salamina.

Otra  anécdota  del  bisabuelo se relaciona  con  la  percepción y  la  experiencia. La primera vez  que  un  avión   voló  por  encima  de  la  finca,  estaban  empradizando y, al sentir  el ruido de la aeronave,  Hipólito se quito  el sombrero  para  espantar  a un abejorro zumbador. Así mismo,  cuenta Roa Bastos que, en Paraguay, una comunidad indígena veía pasar todos los días,  a la misma  hora, un avión.  Para ellos, era su Dios que les daba vuelta  diariamente.

Incendio

El 21 de julio  de 1955 se incendiaron la mayor  parte de las edificaciones de la calle Rial de Pensilvania. Fue al amanecer. El incendio iluminó todo alrededor, parecía  de día,  hasta  el punto  de que Inés  se levantó  y se organizó para  irse  para  la misa.  Yo recuerdo  el calor tan intenso y como al otro día encontrábamos las botellas de vidrio derretidas. A Roberto le tocó verlo  desde el camino  a la manga  de Pioquinto, cuando iba por las mulas de Carlos.

José  Henao

José Henao,  tío de mi papá,  era tartamudo, y cuentan  que para  hacer un negocio nuestro abuelo  Benjamín hacía  de traductor.  Estaba  casado  con  Camila Maya,  con la  chispa  adelantada, como  su  hermano  Pablo.  Fue  dueño  de  la  finca  colindante en El Higuerón.  Después compró  una  propiedad cerca  de  Guayaquil, decían  que muy  buena. Cuando ya  la  tenía  montada  y  en plena  producción, sus  hijos,  entre ellos  varios hombres,  lo presionaron para  venderla. Les  dio  gusto,  pero al recibir  la plata,  le propusieron partirla. No  les  dio  un  peso,  se tuvieron que  abrir.  Algunos terminaron en la costa, donde  prosperaron. Gago  y todo les dio sopa y seco.

Joven

En  una  visita con  Stella,  al preguntarle a mi  mamá  como  estaba, respondió que mal, pues su mejor amiga  se murió  en esos días. Cuando Stella le pregunto si viejita, a lo que ella respondió: “Joven,  como yo”.  En  ese momento  tenía 77 años. Es  decir, todo el que sea menor que uno es joven y viejos  los de más años.

Juegos infantiles

Nosotros  no  tuvimos  dispositivos  digitales,  pero   si   teníamos   imaginación  y agilidad física  para  jugar  en  cualquier terreno.  La  calle  y  las  pesebreras  eran  los lugares de juego. El  trompo  y las bolas (canicas)  se realizaban en los sótanos, por lo general  con piso  de tierra  y excrementos  de animales,  los cuales  hacían  parte de la cotidianidad, por el permanente  manejo de mulas  y vacas.  Con  las bolas jugábamos al pipo  y cuarta. El pipo  consistía en lanzar la bola contra la del contrario  y pegarle, con  la  intención   de darle   duro   y  desastillarla;  se  podía   lanzar  desde   el  suelo, juntando  el pulgar con el índice,  para darle  impulso a la bola, pero los más diestros, lanzábamos la bola desde el aire, dándole mayor  impulso, pero con mayores posibilidades de fallar;  si se acertaba el golpe  era más fuerte. La  cuarta,  consistía en quedar  a menos  de una cuarta  de la del rival, en ese caso se podía  repetir  la jugada o  en  caso  contrario,   entraba  en  acción  el rival. El  que  perdía   pagaba   con  bolas. Cuando jugaba,  tenía un acuerdo  con Josefina, quien  se asomaba  a la ventana  de la casa de mi abuelo  Benjamín. Si yo iba ganando, para  poderme  ir sin que los rivales se  enojaran,   le  hacía   señas   para   que  me gritara  que  me  necesitaban   para   un mandado. Así me podía  retirar,  de resto, en el juego hay  una ley: el que va ganando no se puede  ir. Podíamos jugar  horas  y horas  sin  cansarnos, y parte del orgullo era tener una  colección  de bolas  de todos  los colores  y tamaños.  A veces, Esaú,  mucho mayor,  se quedaba  con las ganancias.

Con  los trompos  se podían elegir  distintas modalidades: ponerlo  a bailar,  tirarlo y recibirlo en la mano  sin  que tocara el suelo;  inclusive, algunos eran muy  hábiles: lo recibían  en la uña.  También se tiraba  y se recogía  con la pita,  envolviéndolo del herrón, para trasladarlo a otro lugar.  Parte esencial del juego dependía del amarrado del  cordel. Si  se dejaba  flojo, al tirarlo,  salía  disparado, convirtiéndose en un  arma arrojadiza. Por lo  general,  poseíamos varios  trompos:  los  nuevos  se contemplaban como  joyas  y  solo  se usaban  para  lanzarlos, pero  cuando   se competía  con  otros, sacando  un  objeto de un  círculo, se usaba  uno  viejo  para  que recibiera  los castigos cuando  se fallaba  en el intento. El  juego consistía lanzar el trompo  contra un objeto ubicado en el centro  de  un círculo, a veces  enterrado,  y  se tiraba  del  cordel  para sacarlo  del redondel;  si quedaba encerrado,  se pagaba  una  condena,  consistente  en un número  determinado de herronazos (fierrazos o miletes),  para lo cual se ponía  el más malo. De ahí sale la locución: el trompo  pagador.

Jugábamos también bandera.  Se colocaba un trapo, por ejemplo un pañuelo,  en un palo, el cual  se enterraba un poco, se trazaba  una línea a unos  diez  metros, a la cual debía llegar el jugador encargado de arrancar  la banderas  sin que los otros jugadores lo tocaran. Era un juego espectacular para desarrollar reflejos. Lo  jugábamos mucho en la escuela,  porque  requería  un espacio  amplio y plano.

Otro  juego era el de pelota quemada. De acuerdo  con el número  de jugadores, se hacían unos hoyos  en el suelo, parecidos a los de golf.  Se le asignaba a cada jugador un hoyo, se tiraba la pelota, y según  el hoyo en que cayera, el jugador cogía  la pelota y se la lanzaba con fuerza  al que eligiera  con el fin de quemarlo. Había unas  pelotas más consistentes,  cuyo  quemón  duraba  varios  días. Lo  jugábamos en la calle junto al barranco  del  solar  de mi  abuelo  Benjamín. No  sé cómo  brincábamos descalzos por semejante  terreno  sin  volvernos miseria los  pies.  A veces, la pelota  no daba  contra alguien y se estrellaba  en las ventanas  o en la pared  de las casas ubicadas frente al barranco.  Entre  ellas la de doña Clementina, quien  les prohibía a sus hijos jugar  con nosotros  o montar  en carros  de ruedas.  Era  lo que se llama  una amargada, pero sus hijas eran bonitas.  

A mi mamá  le gustaba  mucho  sun sun de la calavera,  consistente en hacer  una  rueda,  cogidos de la mano.  Una  de las  personas  asistentes  cogía  una rama  y daba vueltas  alrededor del círculo, diciendo: “sun  sun  de la calavera,  el que se duerma  primero le pego  una  pela”,  y, al descuido, depositaba la rama  a los pies de uno  de los  jugadores. Si  este se daba  cuenta,  cogía  la  rama  y  perseguía al  que la  dejó; este debía  correr  hasta  el hueco  dejado  por  el perseguidor y,  si  llegaba  a tiempo,  no le podían pegar;  si no se daba  cuenta,  al girar  la persona  encargada de depositar  la rama,  le pegaba  con ella.

También le encantaba  la pisingaña, el cual  consiste  en recitar la siguiente retahíla: Pisingaña

Pisingaña, pisingaña

Jugaremos a la araña.

¿Con  cuál  mano? Con  la cortada.

¿Quién  la cortó? El  hacha

¿Dónde  está el hacha? Cortando la leña.

¿Dónde  está la leña? La  prendió el fuego.

¿Dónde  está el fuego? Lo  apagó  el agua.

¿Dónde  está el agua? Se la bebió la gallina.

¿Dónde  está la gallina? Poniendo un huevito.

¿Dónde  está el huevito? Se lo comió  el gallito

¿Dónde  está el gallito?

Detrás  de las puertas  del cielo

Tilín, tilín,  tilín

Corre  niño,  que te pica  ese gallo  Con  orejas de caballo. Al terminar, se pellizcaba la mano del jugador.

El  escondidijo se jugaba  casi todos los días  y participaban, a veces, las niñas.  Una vez,  en unas  vacaciones en La  Bamba,  cuando  todavía era de  Samuel  Alzate, nos pusimos a jugar  por la noche, y nos escondíamos en el cafetal, ubicado a unos  cien metros  de  la casa.  Cuando Samuel   se enteró,  filó  los  hijos  e hijas  y  les  pegó  una pela, y a los demás  nos tocó disimular para  no hacerlo  enojar más. La  disculpa fue el temor a las culebras.

La  cauchera  fue otro entretenimiento nefasto para la ecología.  Su construcción era toda una faena. Se buscaba  en el matadero  un cacho largo,  con una punta  apropiada para la cauchera,  ni muy  delgada ni muy  gruesa,  con suficiente  porción  maciza para hacer  la horqueta,  donde  se pegaban  los  cauchos  con  cera de  abeja. En  el pueblo trabajaba  un cerrajero,  Bernardito Zuluaga, cuya  fundición quedaba  en la Plazuela, junto  a  la  casa  de José  Henao,   el  tío  tartamudo de  mi  papá.  Conseguí un  cacho apropiado, pero necesitaba  una  sierra  para  poder  hacer  la  horqueta,  y  busqué  al cerrajero.  El  mismo  empezó  a  labrar  el  cacho.  En  el  primer intento  se  le  quebró una  hoja  y  pensé:  “Aquí terminó  todo”.  Bernardito exclamó  un  lamento  suave  y cogió  otra hoja, la cual  también se partió.  Con  una  tercera terminó  la operación,  le pregunté  cuánto le debía, sabiendo que no tenía como pagarle.  Me respondió: nada. Si  hay  cielo,  debe estar acompañando a Peralta  el personaje  de En la diestra de Dios padre. Esa  cauchera  me  sirvió para  dos cosas.  La  primera, Margarita, la  hermana de Alfonso, me hizo  una  sopa  con un  pobre pinche  que maté. Creo  que no sabía  a nada.  La  segunda, una  pela. Un  día,  en Anime, mientras  hacía  un mandado donde don Javier  Giraldo, el suegro  de Susanita, en el trayecto de regreso  vi  un carpintero a demasiada distancia. Le  disparé una  piedra   por molestar,  de  todas  maneras,  el suicida voló  y se posó en una rama encima  de mi cabeza. Lo  bajé de un caucherazo. Muy  ufano,  llegué  a la  casa  con  mi  trofeo.  Apenas don Roberto  me  vio,  se quitó la  correa  y  me  dio  una  clase  de  ecología:  los  pájaros  no se  matan.  Otra  vez  me encontré  un  nido  de sinsontes  con  dos  pichones, camuflados entre el rastrojo  y  el pasto yaragua. Con  dificultad me subí  por el barranco,  salí  con ellos  para  la casa, y otra zurra. Y devuélvalos al nido.

Kinder

Cuando vivimos en Pensilvania, me entraron  al kínder de Doña  Clotilde, la viuda de Jesús María,  hermano  del abuelo  Pedro,  a quien  le compraba la carne la abuela. La  jaula  para párvulos estaba ubicada en la misma  cuadra  de la casa familiar. A la media  hora me volé por debajo de la puerta, una especie de chambrana. Debo haber sido  muy  flaco  para  salir por  ahí.  Desde  ese momento,  empecé  a ser un  desertor escolar.  Según  Rodrigo, también  estudió  allí,  pero  a diferencia mía,  debió  ser muy juicioso.

La  bamba

Casi todas  la  vacaciones, mientras  vivimos en Medellín, las  pasé  en La  Bamba, inclusive cuando  era de Samuel  Alzate y Senelia,  prima  doble de mi mamá.  Era  una de  las  fincas más  hermosas  y  productivas de  la  región.  Situada a la  orilla  del  río Samaná,  en territorio  de Caldas. Se extendía  desde  el río hasta la vereda  El  Verdal, con algunos potreros bastante faldudos, el cafetal y la zona de cultivos de pan coger; en la parte baja cubría  una amplia extensión  a la orilla  del río, toda cubierta de pasto. Producía aguacates, zapotes,  guanábanas, guayabas, naranjas,  cañafístulas. Samuel era negociante  de ganado y de bestias. Una  noche, llegó  tarde con unas  bestias, las empotreró  en Damas, un potrero retirado  unos  doscientos  metros de la casa. Al otro día me envío por una potranca.  Cogí una soga, fui al potrero y la enlacé, me acomodé en su lomo  y, tan pronto sintió  mi peso, salió  despavorida, pero sin brincar;  llegó  al cerco de guadua del corral, midió el impulso para salar por encima  y se contuvo.  Yo si pasé de afán.  De  ahí  hasta  la casa la llevé  de cabestro  y le pregunté  a Samuel  si era muy  briosa,  y me contestó: “Está cerrera”  (sin  amansar).

Al tiempo, la finca la compró  Javier  Jaramillo, esposo de Ana  Elia,  otra prima  doble de mi mamá.  Con  ellos  disfruté mucho  más  esa tierra.  A pesar  del  temperamento fuerte  de Javier,  aprendí a manejarlo  y  sabía  cuando   no  se le  podía  hablar  y  me alejaba. Él permanecía poco tiempo  en la casa, por sus negocios,  y nos dejaba tareas que cumplíamos a medias,  con el fin de disfrutar del río, en cuyas  aguas  pasábamos horas  y  horas,  por  lo general  en el charco  de  La  Escalera, sereno  en una  parte  y borrascoso  en otras. Si el río iba un poco crecido,  nos bañábamos en una  orilla  y si llevaba  mucho  caudal  no  nos arrimábamos ni  a su  ribera.  Mientras  permanecí  en la finca,  le mantenía  leña y revuelto en abundancia a Ana  Elia;  ordeñaba  los vacas y participaba en el manejo  del  ganado. Como los hijos  de Javier  eran menores,  me tocaba  orientar  los  trabajos.  Una  vez  crio una  vaca  muy  grande  y  brava,  llamada La  Lancha, junto  a la  casa.  Era  necesario entrar  al  ternero,  para  protegerlo de  los gallinazos y  del  sol.  Enlazar la  vaca  era  un peligro, entonces  acordamos que  los muchachos la atraían  y se subían  a una  piedra alta, ubicada en medio  del  potrero; mientras  ella los perseguía, yo cargaba  el ternero hacia  la casa. En  unos  tres envites llegué hasta el corral, cerré la puerta, y cuando  descargué el ternero, pasó por encima de la puerta semejante animal.  De arepa y del susto alcancé a subirme al corredor.

Con  Diego  Salazar  compartimos varias  vacaciones; además,  era,  de  los  primos contemporáneos, con  quien  tenía  mayor  afinidad. Desde  el punto  de vista  atlético nos parecíamos bastante, a diferencia de Juan  y  Fernando, menos  ágiles  y  veloces. Por razones  de estudio,  él no había  vuelto,  hasta  un  atardecer,  ya  en la penumbra, que  fue llegando  con  una  maleta  en  la  mano.  Al  preguntarle por  dónde   había cruzado el  río, nos  señaló  el  puente  abandonado, por  donde   se  pasaba  en  otro tiempo.  Nos  parecía imposible, por cuanto  las guaduas ya estaban desechas,  tal vez estaban  los  cables  que  las  sostenían.  Al otro día  fuimos a mostrarle  el puente  por donde  había pasado  sin darse cuenta, y se desmayó.

Mientras   disfrutaba las  vacaciones, me  tocó  constatar  el  temperamento  voluble de Javier.   El  más  evidente   fue  su  obstinada lucha   con  el  Río  Dulce, el  cual,  en invierno, socavaba   los  potreros;  por  eso,  en  los  veranos   nos  íbamos  a  un  punto cerca  al  lindero con  Henry Gallo a sacar  piedras   del  lecho  y  a tirarlas  a la  orilla para formar  una  barrera.  Mientras   el  río  llevara poco  caudal,   permanecía en  ese cauce, pero en invierno volvía a recuperar  el anterior  y se perdía  el trabajo. A pesar del   fracaso,  cada   año  retornaba   a  luchar   contra   la  corriente.   En   otra  ocasión, llevábamos un ganado   desde  La  Bamba  para  Los   Encuentros,  donde  todavía  no había   construido la   casa   frente   a  Charco  Redondo.  Casi  todo   el  camino   iba bordeando el risco  junto al río, cubierto  en algunos pedazos por un bosque  tupido. Entre   el  ganado   llevábamos unos   terneros   para   destetar,  los  cuales   intentaban devolverse a buscar  a sus madres. Uno  de ellos  se tiró al monte y Javier  nos gritó  a Alberto, su  hijo  mayor,  y  mí,  que lo echáramos  a rodar.  Salimos detrás  del  animal con  el  fin  de  ayudarlo  a  bajar  al  río, porque   no  tenía  otra  salida.   Lo   teníamos agarrado de la cola,  dejándolo caer despacio hasta  el agua,  cuando  escuchamos la voz  de  Javier,  quien  bajaba  agarrado de  los árboles  para  no  rodar  con  su  pesado cuerpo:  “No  me lo vayan a matar”.  Así mismo, por su temperamento,  le gustaban los  caballares  briosos.  Tuvo un  caballo  blanco,  de gran alzada, el cual  debe haber sido  utilizado en pruebas  de salto, porque  no se mojaba  los cascos  en las pequeñas lagunas, sino  que  daba  el  brinco   de  orilla   a  orilla;   por  lo mismo,   era  necesario andar  atento a sus  brincos.  Javier  se dormía en cualquier parte,  hasta  el punto  de necesitar  compañía cuando   iba  a  misa,  para  que  lo  chuzara con un alfiler   si  lo vencía  el sueño. En  uno de los viajes  a la finca,  se fue por el camino  de La Pradera, o sea, la margen  derecha del río, para no cruzarlo por el agua.  Iba tan dormido, que al  llegar  a la  puerta  del  potrero  de  la  casa,  como  no  la  abría,  el caballo  saltó por encima  y siempre  lo aporrió.

La  cacería

La  tradición de  cazadores de  la  familia solo  la  heredaron  Pedro  y  Rodrigo,  tal vez  por haber  vivido su  infancia y  adolescencia en un  ambiente  donde  la caza  de animales hacía parte de la cultura alimenticia de los pobladores. El  resto de los hijo más bien fuimos alérgicos o enemigos de esta costumbre.  Si bien acompañe  a Pedro y  a Rodrigo en algunas cacerías,  solo  hice  una  vez  un  tiro.  Pedro  estaba matando mirlas (su ociosidad preferida) en el Alto  Minas  y lo acompañaba con una escopeta terciada en el hombro. De pronto, vi una pajarito posado  en una rama, casi encima de mi cabeza; por descaro,  decidí dispararle, y como sería mi puntería, que el ave hizo un mohín  con la cola y se quedó en el mismo  punto. Me pasó como a don Quijote con los leones. En  otra ocasión,  estábamos  en las cercanías  de Neiva buscando venados, y llevábamos alrededor de dos horas sin encontrar  rastro; cuando  de la manera  más inesperada, vimos uno  pastando  a unos  cien metros  de nosotros.  Por  la  dirección del viento,  ni él nos sintió  ni los perros  percibieron su olor y su rastro. Al verlo  tan cerca, los otros cazadores le dispararon, yo solo me puse  a verlo  correr.  Al rato, los perros lo ubicaron y Pedro  lo cazó; sin embargo,  yo me quedé con el trofeo: el cuero, el cual  ya  curtido, estuvo  en La  Cabañita durante  mucho  tiempo. Igualmente,  en otra cacería en Neiva, más hacia la cordillera, recibí dos advertencias de Darío Plata, el amigo  cazador de Rodrigo. La  primera: “Cuidado me mata el perro  colorado. La otra  vez  traje un  buñuelo   como  usted  y  confundió el perro  con  un  venado  y  me lo  mató”;  la  segunda: “No  le dispare al  primer animal que  vea,  pues  nos  daña  la cacería”.  Estuve como  dos  horas  con  una  escopeta  entre las  piernas,  a la  orilla  de un riachuelo, viendo a unas  coconas  comer piedritas como a tres metros y me tuve que aguantar las ganas  de dispararles, con mi buena puntería.  Ese día mataron  una guagua venada,  cuya  carne deliciosa disfrutamos. En  las cacerías con Darío Plata, el encargado de orientar a los perros o azuzador era una señor de apellido Guevara. Por mi inexperiencia, me mandaron con él. Íbamos  subiendo por la orilla  de un arroyo, cuando  vimos un venado  muerto  a la  orilla  del  agua.  El  viejito  sacó  el machete  y le pegó un machetazo  en la cabeza,  por si se estaba haciendo  el muerto.  Al parecer, murió  de carbón, porque  al tocarle la ingle  se sentía como si fuera cáscara de huevo. Ese  día  los cazados fuimos nosotros,  pues  no matamos  nada,  pero  llegamos llenos de garrapatas de los pies hasta la cabeza.

La  guandoca

A Roberto  y  a Alberto, el de Bernarda, los  metieron  a la cárcel,  porque  salieron por  la noche  y  había  toque  de queda  para  los  menores.  Según  cuenta  Roberto,  mi mamá Susana  y  Elvia estaban  preocupadas porque  Carlos no había  llegado, y  los mandaron a buscarlo, a pesar  del  riesgo.  Los  detuvieron, y,  de acuerdo  con  él, las dos mujeres amanecieron llorando y apenas  a las cinco  de la mañana  fue Alfonso a la Alcaldía y los liberaron. Resulta  que Carlos ni siquiera había viajado.

La  hernia de  Pedro Nolasco

El  esposo  de Bernarda tenía una hernia  y decidió venir  a operársela  en Medellín, por cuanto contaba con la colaboración de Pablo  Salazar, el médico  hijo de Pablo.  Lo operaron  en la Clínica El  Rosario. Una  de las  noches  fui  a acompañarlo, y si él no me despierta,  me coge la tarde para ir al colegio.

La  Italia y El Porvenir

La  Italia  y  El  Porvenir eran  dos  fincas  colindantes y  las  más  importantes de  la zona. La  Italia  tenía  unas  tres  mil  hectáreas  y  abarcaba  desde  El  Porvenir  hasta Puente Linda, cubría   el  suelo  de  Pueblo   Nuevo  y  subía   hasta  la  cordillera. Su historia   es  rocambolesca.   Su    propietario,   de    apellido   Navarro,   estaba    tan endeudado que  la abandonó;   uno  de  los  acreedores  era  don  Alfredo Arango, un tinterillo y  negociante   de  café  de  Fredonia. Él  se  apropió de  la  tierra  y  nombró mayordomo a Alfredo Bernal, un  campesino de la zona,  analfabeta,  pero  con  más espuelas  que todos  nosotros juntos. Don  Alfredo Arango hacía  visitas esporádicas y, en una de ellas, liquidaron el ganado  con el otro Alfredo, y resultó  que este era el propietario de  la  mayoría de  las  reses.  No  sé  si  a  raíz   de  este inconveniente,  el propietario envió  unos  paisanos para  administrarla. Se llamaban Wilson y  Carlos Tangarife, de  Fredonia. Sobresalían como  chalanes  y  Carlos, además  por marihuanero. En  una  de sus  turras  se metió  al El  Samaná  crecido  y lo arrastró  con mula  y  todo.  Él  logró  salir,  pero  la  mula  se ahogó.  Tan  pronto  la  reforma  agraria cogió  impulso en Colombia, el propietario real  le entregó  la  tierra  al  Incora,  y  la entidad  parceló  la finca. Alfredo Bernal  se quedó  con las mejores tierras,  las vegas  a la  orilla   del  río  y  con  la  casa  principal,  y  muchos campesinos adquirieron su parcela.    De   ahí   viene   el   progreso   de   Pueblo    Nuevo.  Cuando  los   Tangarife administraban La  Italia  estuve  a punto  de meter las patas. Ellos tenían  fama  de ser poco escrupulosos y en una contada  de ganado  me faltaban  seis reses en el potrero junto  a  la  finca  de  Gonzalo Henao.   Las   busqué   por  toda  la  finca,  en  las  fincas vecinas   y  nada.  Llevaba unos  dos  días  en  esa  búsqueda y  me  contaron  que  los Tangarife, en esos días,  cargaron en unos  carros  un ganado.  Ante  esta información, salí  a poner  la denuncia, menos  mal  que en la playa  me encontré  con un cazador y le  pregunté   si  había  visto  los  animales.   Me  indicó que  los  buscara   en  el  monte encima  del potrero,  pues  en sus  cacerías  los encontraba  pastando  entre los árboles. Allá los encontré. En  una época, ese terreno fue un micay y lo dejaron  enrastrojar  y este pasto  crecía  en  forma  abundante   entre  el  bosque;  además,  corrían   pequeños arroyos,   por  tanto,  las  reses  permanecían  varios   días  sin  necesidad de  salir.   Ese cazador convivía  con  dos  hermanas   y  con  ambas   tenía  hijos   y  nunca   supe   de problemas en esa relación  a lo árabe.

El  Porvenir con  menos  tierra,  tenía  una  casa  más  bonita,  con  un  patio  cercado de piedra.   Los   potreros  casi  todos  planos   y  unas  pocas  lomas  tendidas. Uno  de sus propietarios fue  un  médico,  a quien  los  negociantes  lo  cogieron   de  minga al venderle   los  animales caros  y,  a veces,  con  defectos,  como  ocurrió   con  una  mula ciega.  Era  un  animal de  buena  estampa,  alta  y  bien  hecha.  Los  vendedores, entre ellos  Emilio Alzate, pariente  lejano,  le  decía:  “Doctor, póngale   ojo,  y  es  la  mejor mula de la región”. Se las compró  cara y, cuando  se dio cuenta del engaño, les hizo  el reclamo, a lo cual  los pícaros  respondieron: “Nosotros le advertimos. Póngale ojo”, o sea, no le mintieron. En  relación  con  el sentido  de la  palabra  hay  una  anécdota bastante simpática. Totico  Vásquez, un  habitante  de  Arboleda, era muy  borracho. Un  día  el cura del  caserío  lo estaba aconsejando  para  que dejara  el trago.  Le  dijo: “Totico, usted  no piensa  en el porvenir”. La  respuesta  es de antología: “Para  serle sincero,  padre,  yo si pienso  mucho  en esa finca, pero vale  mucha  plata”.

La  loca

Cuando Magnolia iba  a tener a Marta  Eugenia, le consiguieron una  trabajadora loca, insana  del  todo.  Cuando intentaron  prescindir de ella,  les dijo  que  no se iba porque  ahí  pasaba  muy   bueno.  De  alguna  manera,  la  convencieron  para  irse  a trabajar  con nosotros,  en el apartamento  de Maturín. Era  una  mona  alta,  de unos cuarenta  años.  Llegó, no  hacía  nada  y  nos  dijo:  “Yo siendo  ustedes,  vendía  todo esto para   comprarlo  en  joyas”   y  me  iba  a  vivir  a  los  tugurios  de  La   Iguaná. Duramos como  una  semana  para  deshacernos de ella.  La  única  manera  fue decirle que no le podíamos pagar.

La  misa

Una  vez  Arturo, un domingo en El  Anime, como a las cinco  de la mañana,  le dijo a mi mamá:  “Yo debía  irme  para  misa  de nueve  allí  a Pensilvania”. Ella  se alegró  y le  dijo:  “Llévese  a  este  muchacho”,  y  me  empacaron  para  misa.   Ese  trayecto  a caballo  se hacía entre cuatro  o cinco  horas,  tiempo  similar para un buen caminante. Arturo, al ser arriero,  tenía buen  estado  físico.  Se pueden  imaginar la trotada  para alcanzar la misa. Como pude,  seguía  el paso del tío, pero subiendo a Miraflores del cansancio me agarraba del pasto para impulsarme. Pude  descansar un poco cuando nos  encontramos   con Orencio  Salazar,  hijo  de  Metodio,   quien   iba  para  Guacas. Llegamos al  pueblo   antes de  las  nueve  a  donde  mi  mamá  Susana   Jaramillo. La abuela,  a pesar de su genio  y su altivez, tuvo  compresión de su agotado  nieto. Dijo: “Pobre  criatura, como estará de cansado”, me dio el desayuno y me acostó. Con  esa penitencia  ya me gané el cielo.

Cuando íbamos  a Concordia a pasar  vacaciones, un día, a las cinco  de la mañana, mi  mamá  me  levantó  para  irnos  para  misa  de  seis,  al  pueblo.  En  ese momento, la  iglesia había  cambiado la  liturgia; por  obvias  razones,  mi  mamá  se la  sabía  de memoria. Como el cura  apenas  se estaba familiarizando con  el nuevo  ritual,  no le seguía  el  ritmo  a doña  Sofía.  Como ya  el  sacerdote  oficiaba  de  frente  al  público, miraba  a mi mamá  desconcertado. Esa  misa  la disfruté viendo los apuros  del pobre cura.

Por   nuestra   posición  ideológica,  ya   no   asistíamos  a   eventos   religiosos;   no obstante,   decidimos  no   disgustar  con   mi   mamá,   pues   ella   no   cambiaría  su religiosidad  ni   nosotros   la   propia.  Por   ello,   con   Rogelio,  Miguel  e  Ildefonso salíamos los domingos dizque para  misa  de siete, en San  Antonio. Como vivíamos en un apartamento  profundo, en un edifico  en la calle Maturín, abajito de la carrera Abejorral, no se veía la vía.  Muy  contritos,  en grupo, decíamos:  nos vamos  pa’ misa, pero  al  salir  a  la  calle  enrumbábamos nuestros  pasos  en  sentido  contrario.   Unas noches  visitábamos a  Magnolia, en  Buenos  Aires; otras,  nos  quedábamos donde doña  Aura  Jaramillo, al  frente  de  la  Estación de  Bomberos.  Votábamos  corriente, tomábamos  tinto  y,  calculando el tiempo  del  oficio  religioso,  retornábamos a casa. A veces   nos   entreteníamos   y   regresábamos  más   tarde.   Tal   vez   estas  demoras pusieron en  alerta  a doña  Sofía,  hasta  que  un  domingo, con  su  picardía, cuando empezamos a  subir  por  Maturín, oímos  una  voz:  “Por  allá  no  queda  la  iglesia”. Pillados infraganti, le  confesamos  nuestro  pecado  y  las  razones  para  hacerlo.  No siempre  con regularidad, seguimos visitando a nuestro  tío y a doña  Aura. Con  esa peladez, ese era el programa de los domingos, pero disfrutamos mucho.

Siempre  en las fincas, antes de acostarnos,  tomábamos  tinto y se rezaba el Rosario. Estábamos en  La  Luz y  mi  mamá  cogió  el  rosario,  y  yo  le  dije:  “Que  encore  mi papá,  que reza ligero”, a lo cual, ella respondió: “Es  que reza sin devoción”. Pueden imaginarse la rebotada de don Roberto. A veces mi mamá se dormía mientras  rezaba el rosario  o leía una novena;  pero lo gracioso, era que al despertar  seguía  en la parte donde  iba.

Mi mamá  fue de las pocas personas  que practicaba  lo que predicaba. Si tenía una galleta,  la repartía  entre todos  los  presentes;  se quitaba  la comida  de la boca para dársela  a un hambriento; no permitía que se hablara  mal  de nadie,  por eso, cuando me  echaba  cantaleta  (consejos),  le decía:  “O  sea, que  los  únicos  malos  somos  sus hijos”.  Su  bondad y  religiosidad fue aprovechada por  algunos curas,  para  quienes recogía  huevos  y hacia  empanadas los domingos, en el poco tiempo  que le quedaba libre.   También  me  reprochaba  mi   falta   de  religiosidad  con   esos  nombres   tan religiosos:  José  e  Ignacio. Yo  le  respondía  que  con  esos  nombres   ya  me  había ganado   el  cielo.  Solo   la  vi   quejarse   de  su  tío  Rodolfo,  a  quien   encargaron  de manejar el dinero  dejado por su padre  (Pedro  Salazar), pues al poco tiempo  los dejó a la deriva. El  abuelo  surtía  de ganado  de carne a los carniceros de Pensilvania. La versión de Carlos, quien  a la muerte  del abuelo  tenía tres meses, es distinta.  Según cuenta,  Arturo estaba  manejando el capital  y  se dedicó  a politiquiar (faltan  otros datos);  entonces,  Metodio  le dijo  a Rodolfo que  lo  manejara  él. Durante unos  seis años aportó  para  la manutención de la familia de Pedro  y no volvió a darles  nada. Según  Carlos, pasó de simple  aserrador a ser uno de los ricos  de Manzanares.

La  niguatera

Cuando era niño,  pululaban las niguas entre las personas  del entorno.  Recuerdo ver  a  mi  mamá  Susana   sacándole las  niguas a  Nidia, tal  vez  la  más  dulce   para estos animalitos. Con  una  aguja  le escarbaba  debajo  de las  uñas  de los  pies,  para sacar los huevos.  Parecía  arrancando papas,  dado  el tamaño de los huevos.  Después le untaban  una  pomada  negra.  Como ya  las  niguas han  perdido vigencia, tal  vez porque  ya no abundan los sótanos llenos  de polvo y excrementos  de animales,  como la pesebrera  que había  en los bajos de la casa de la abuela,  donde  jugábamos bolas, trompo  y chucha,  y como nos manteníamos descalzos era factible  ser invadidos por los bichos;  sin embargo,  nunca  me dieron.  De todas maneras,  como para la mayoría de las personas  la misma  palabra  nigua es desconocida, que se tomen el trabajo de consultarle al que todo lo sabe: google,  con el fin de saber algo de tan temible plaga.

La  po

Estaba  sembrando unos palos  de café con Macaco, un trabajador  también  oriundo de Támesis. En medio  de la faena divisamos una culebra  trepada  en un palo de café en la sementera  del  frente. Su  cabeza  asomaba  en el copo  de árbol  y más  o menos la mitad  del cuerpo  quedaba  en el suelo. Medía  unos  cuatro metros de largo  y tenía el grueso  de una  guadua madura. Era  una  po o boa constrictora. Al  verla,  Macaco cogió  el sombrero  y salió  corriendo. Cuando le dije que era mansa,  el muy  valiente agarró  una  piedra  para  tirarle.  Lo  regañé  y le di  la orden  de cuidarla, por su papel benéfico  en los ecosistemas.  Decían que debajo de las inmensas piedras  localizadas en el entorno se escondían unas culebras  po tan grandes y pesadas  que no se podían mover; por tanto, esperaban el paso de las presas para atraparlas, inclusive se podían comer un perro o un ternero.

La  trapecista

Después de haber estado unos  días  con la familia en la casa de Las  Playas, ya de viaje  para  Bello,  nos  vinimos para  Charco Redondo a caballo  y,  como  el río  Dulce llevaba  poco caudal,  lo cruzamos por el agua. Tan  pronto  pasamos  el río, mi papá se encontró  con un  amigo  y tenían  necesidad de conversar sobre algún asunto.  Como Stella  tenía  en  la  mano  las  riendas   de  la  mula  colorada,   bastante  briosa,  le  dijo: “Suéltele   la  rienda”. Eso  hizo.   Resulta   que  al  mismo   tiempo  regañó  a  Congo,  el perro  negro,  el cual  se había  venido, indicándole el camino  de regreso  a casa. Con el regaño  al perro,  acompañado de un movimiento del poncho,  la mula  se asustó  y salió  trotando  por entre unos  palos  de guayabo. Uno  de ellos tenía un brazo  grueso, extendido en forma horizontal, con el cual se iba a estrellar Stella, pues la mula,  muy pequeña,  cabía  por  debajo.  No  sabemos  cómo,  Stella  se colgó  de la rama,  sacó los pies del estribo, y la mula  siguió sin problema, y ella quedó  como una trapecista.  El susto  se convirtió en risa,  al ver  la habilidad de Stella.  Me tocó ponerle  el hombro para ayudarla a bajar. Esa  mula  era pequeña,  pero excelente para silla  y para carga. Sin  embargo,  saltaba  los  cercos  sin  ninguna dificultad. Cuando quería  entrar  a la pesebrera  a buscar  cuido,  brincaba  por encima  de la puerta  de trancas.  Una  vez  me fui  para  Arboleda en ella,  y  como  me quedaba  hasta  el otro día,  la empotreramos en la manga  de Alcides. A la mañana  siguiente, al ir  por  ella,  estaba en el potrero vecino,  comiendo micay.  El  problema era sacarla,  pues  la  puerta  se mantenía  con llave,  y  nos  encartábamos con  el  Ronco  Osorio,   su  propietario, si  se la  pedíamos para  abrir  la puerta.  Optamos por  llevar  herramientas para  zafar  el alambrado, sin que los dueños  se enteraran.

La  venganza

Cuando vivíamos en El Anime, me tocó ver pasar unos novillos para el matadero, los traían  de una  finca  cerca de la vereda  Río  Dulce. Como a las dos horas  vi  pasar de regreso  una  de las reses, la cual  se les había  devuelto a los arrieros  ya  llegando al pueblo.  Pero  lo gracioso  fue que bajando  a Santo  Tomás,  el animal alcanzó a un carabinero poco  estimado  por  la  gente,  y  lo  echó a rodar  con  mula  y  todo.  Era  el mismo  policía que le aplicó  la ley  de fuga  a Chusilas, bajando  de Miraflores. En  el lugar  del asesinato  levantaron un  calvario, costumbre  popular usada  para  recordar a las personas  muertas  de manera  accidental o asesinadas. Como un homenaje, todo transeúnte  debe tirar  una  piedra  sobre el piso  de la cruz  o del altar  erigido y rezar una oración.  Como el asesinato  fue cometido  en todo el desecho, si iba solo, prefería seguir  por todo el camino  y dar esa vuelta  tan larga.

Las  tejas de  eternit

Don  Roberto  fue un  politiquerito sano.  Nunca consiguió algo  para  él, tal vez  un puesto  para  Abelardo en Manzanares y  una  medalla como  concejal.  Al morir  dejó una  vaca  y  un  cerdo.  Mientras  fue concejal,  buscaba  aportes  para  los  caminos,  los puentes,  las  escuelas,  para  la gente. Una  vez  estábamos  en la casa de la playa  y se acercaban  las elecciones.  Por  el camino  pasaba  una  señora,  quien  le gritó:  “Quiubo don  Roberto  de las  tejas, recuerde  que son  seis votos”.  Mi  papá  se disculpó: “Hay que  esperar   a  que  pasen   las   elecciones”.   Como  político  fue  seguidor  de  Luis Alfonso  Hoyos  y   de   Óscar   Iván  Zuluaga,  de   quien   decía   que   llegaría  a   la presidencia. Si Santos  no le roba las elecciones,  se hubiera  cumplido su pronóstico. También fue  bastante  politiquera nuestra  tía  Bernarda, quien  se  convirtió en  un enlace  entre  la  clase  política y  la  gente  del  pueblito   de  Arboleda. Luis  Alfonso Hoyos, en sus  correrías,  se alojaba  en su casa. Poco  antes de morir,  en una  visita a Medellín, le dijo  a Stella  que no se podía  perder  el voto  de doña  Alicia, la mamá, quien  estaba mal de salud.  Proponía llevarla en silla  de ruedas;  sin embargo,  el voto perdido fue el de ella: se murió  antes de elecciones.

Limosneras

Como mi  mamá  era  tan  caritativa, al  apartamento   de  Maturín, todos  los  días, arrimaban tres señoras,  siempre  vestidas de negro,  a desayunar. Como a nosotros nos  tocaba  barrer  y  trapiar   la  entrada  del  edificio.   Un  día  le  sugerí   a  mi  madre solicitarles el  favor  a las  viejitas,   que  mientras   ella  les  preparaba el  desayuno,  le trapiaran la  entrada.  Santo  remedio,  le contestaron  que  para  eso pedían  limosna, para no trabajar, y nunca  volvieron.

Los  marranos son  aves de  corral

A  Rafael   Osorio,   un   campesino  de   Arboleda,  con   un   nivel   de   escolaridad mínimo,  algo   común   en  este  tipo  de  funcionarios  en  esa  época,  lo  nombraron Inspector,  un cargo  inferior  al del alcalde.  Era  tal su ingenuidad, que una vez  Javier Jaramillo le solicitó  el favor  de exigirle a un  vecino  vigilar los marranos, porque  le estaban dañando la huerta.  En  forma  olímpica, le dijo:  “Bien  pueda  mátelos,  como los  marranos son  aves  de corral,  no tienen  ley”.  Ante  esta licencia,  Javier  mató  los cerdos  y  al  pobre  Inspector   le  tocó  pagarlos.  Su  inocencia   era  tan  grande,   que cargaba  el revólver en una jíquera  y la colgaba  del cacho del apero y dejaba la mula sola.  Todavía lo  está  buscando. Con   razón   este país  vive   a  la  deriva. En  Nariño (Antioquia) fue  concejal  don  Félix Arias, uno  de los  comerciantes del  pueblo,  con una  instrucción mínima. En  el Concejo  estaban debatiendo la necesidad de echarle cloro  al  agua  del  acueducto.   Al  terminar la  sesión,  don  Félix le  comentó  a  otro concejal:  “Yo voté  a favor,  pero  no entendí  nada.  Lo  único  que entendí  es que eso coge un bollo y lo vuelve mierda”.

Luis  Paleto

El  hábil   Paleto  orientó  su  capacidad hacia  la  delincuencia. Se  convirtió en  un matón  a sueldo.  Fue  el  responsable del  asesinato  de  don  Gilberto Gómez,  hecho ocurrido después  de  pasar  Charco Redondo, antes  de  La  Iguana, en un  pequeño monte  que  bajaba  hasta  el río.  La  víctima iba  con  un  hijo  en el anca  de  la  mula, y  el asesino  disparó con  tanta  puntería que  no  le pegó  al  niño.  El  cuerpo  de don Gilberto rodó casi hasta el río y el niño quedó en la mula.  Al tiempo,  Paleto también fue asesinado y, como consecuencia de esas venganzas, a Fidel,  hermano  de Paleto, lo mató en Puerto  Venus un pariente  bastante lejano de nosotros.  Con  don Gilberto tuve una relación  lejana, era muy  serio, pero sí con su familia, en especial  con Olid, una excelente conversadora, con quien  el tiempo  pasaba  de manera  agradable. Con ella  tuvimos un  noviazgo pasajero,  sin  embargo,  no  quería  un  compromiso  serio; y, para  tratar de esquivar su presión  sin  que se molestara,  le dije: “Me  preocupa la opinión de su papá”.  Ella  le comentó, y la respuesta  fue: “Si  es hijo de don Roberto, debe ser buena persona”.

Malicia

Si  Esteban   era  un  excelente  trabajador,   su  hermano   Carlos era  lo  opuesto,   la marrulla  en  pasta.   Una   vez   estaban   los   trabajadores   empradizando  la   manga lindante con la casa de La  Luz y Carlos se hizo  una pequeña  herida  en la rodilla, ni siquiera le salía  sangre,  pero quedó  inconsciente. Como no volvía en sí, se organizó una  camilla, se bajó hasta Charco Redondo, para  llevarlo al hospital de Nariño. Lo montamos  en la camioneta  de Pedro,  de afán, sin tomar algo  para la sed. Al llegar  a El  Recreo, la bomba y restaurante  cerca al pueblo,  viéndolo inconsciente, decidimos bajarnos   a  tomar   gaseosa   para   calmar   la  sed.  Cuando  estábamos   pidiendo  los refrescos,  oímos  una  voz  desde  el carro:  “Para  mi  una  cerveza”, nos  dieron  ganas de echar a rodar  a ese zángano manga  abajo.

Manuel Botero y  Rosita

Fueron   los  padres  de  Carlos y  Margarita, en  cuyas   casas  viví un  tiempo.  Don Manuel  era flaco  y alto, con una  calvicie acentuada,  quien  se burlada de mi  frente estrecha.  Me decía  que tenía frente de ovejo  y  yo  le contestaba  que la de él era de burro.  Su  oficio  de  zapatero  lo  ejercía  en la  casa  y,  por  mis  recuerdos,  compartía con Alfonso parte de los trabajos. Llegó a Pensilvania expulsado de su casa. Como era habitual en esos tiempos,  los  jóvenes  se iban  de la  casa  a recorrer  mundo. Un día  decidió largarse  desde  su  natal  Sonsón.  A los  años,  regresó  y,  cuando  tocó la puerta,  salió  el papá,  y le dijo:  “Un  hombre  cuando  se va,  no vuelve nunca”. Salió como perrito  regañado y nunca  más volvió. Por eso terminó  en Pensilvania. Cuando los conocí,  Carlos ya estaba casado  con Oliva y manejaba  el camión  de don  Mauro Mejía,  comerciante  del  pueblo.  Margarita también  trabajaba  con  el calzado, era la guarnecedora, quien  manejaba la máquina para coser el cuero. Rosita  era una mujer cariñosa.  Sus  últimos días  los  vivió con  la  familia de  Carlos, en una  finquita por los  lados  del  Alto  de  Marianita. Recuerdo que  en  unas  vacaciones los  acompañé durante  la agonía  de Rosita,  quien  no se levantaba  de la cama; sin embargo,  un día se recuperó,  estuvo  en el jardín  observando las rosas y a los dos días  falleció.  Como los mayores  se fueron  para  el entierro,  me dejaron  con los niños,  a quienes  me tocó hacerles  el almuerzo. Comentaron que nunca  se habían  comido uno más bueno.

Hay una anécdota de Carlos digna de recordar.  En  uno de los viajes  con café para vender  en Honda, iba  con  don  Mauro,  quien  le tenía  prohibido recoger  pasajeros por  temor  a los  asaltos,  algo  común  en  esa  zona  del  Tolima. Al descender   hacia Honda, en  la  zona  rural   de  Mariquita, por  ahí  a  las  dos  de  la  tarde,  Carlos vio en  la  orilla   de  la  carretera  a  una  mujer  con  un  embarazo bastante  avanzado,  en compañía de  un  hombre.  Ellos le pusieron la  mano  y,  por  encima  del  rechazo  de su  patrón,  quien  iba  en  el  carro,  los  recogió.  Le  contaron  que  estaban  desde  las seis  de  la  mañana  y  todos  los  conductores se negaron  a llevarlos. Los  dejó  en el hospital y se fue a descargar el camión  en la trilladora. Cuando estaban en esa tarea, apareció  el marido buscándolo para preguntarle cómo se llamaba. Decidieron como agradecimiento ponerle  su nombre  al niño  que habían  tenido.

Masoquismo

Cuando vivíamos en Pensilvania, a veces, los fines de semana,  los muchachos  se iban  a bañar  a los charcos  de la quebrada El  Dorado. Yo no sé de dónde  sacaban  la capacidad para  soportar  el frío.  Una  vez  me fui  con ellos  a verlos  bañarse,  porque realmente no había donde  nadar.  Me senté en una piedra  y por descuido caí al agua y me mojé la ropa.  Me tocó poner  los trapitos  a secar y mientras  tanto permanecer desnudo, acurrucado al sol. Con  razón  le tenía miedo  al agua. A veces, nos íbamos  a bañar a un charco, al pie de Piamonte,  a un lado  del matadero  municipal, en el cual si se podía  nadar,  pero era igual de frío.

Miss  Universo

Ahí donde  veían  a mi  mamá,  ella  tenía aspiraciones de reina  y  de modelo.  Con su  característica   picardía,  con  esa  sonrisa   que  precedía   todas  sus  historias,  nos contó el siguiente sueño. Soñó que la seleccionaron para representar  a Colombia en Miss  Universo, pero la trasnochaba  un pequeño  inconveniente: el desfile  en vestido de baño, pero no crean que la preocupación era desfilar  en vestido  de baño. No,  era mostrar   las  piernas   llenas   de  várices.   ¿Qué  diría   Freud?   Lo   de  modelo   nos  lo contaron.  En  Pensilvania se reunió  la familia Salazar para celebrar  algo  en honor  de Monseñor    Olimpo  Aristizábal  Salazar,  un   sacerdote   nieto   de   Rodolfo.  Según narraron,  mi  mamá  se  alojó  donde  Julia   y,  por  la  noche,  antes  de  acostarse,  les desfiló   en  combinación. Así  mismo,   en  esa  reunión,   con  Monseñor   a  bordo,   se pusieron a contar  cuentos  verdes  y  doña  Sofía  estaba feliz,  riéndose  y,  a lo  mejor, contando   alguno  de  los  escuchados  a  los  Tolimenses,  cuando   vivíamos  en  La Española. Dicen  que  don  Roberto  no se aguantó  esa alegría  y  se fue  todo  berraco para la plaza.  Me imaginó que exclamó:  !Sofía!

Motilada

A mi  papá  le dio  un  día  por  aprender a motilar,  para  ahorrarse  uno  pesos  con tantos  hombres   en  la  casa.  Se  compró   una  máquina arranca   pelos,  y  empezó   el aprendizaje conmigo. Me sentó en un  taburete, puso  la correa al lado,  para  que no me  volara,   y  arrancó  la  motilada. Al  momentico, exclamó:  “Aquí se  me  fue  una carretera”,  al rato: “Aquí se me fue otra”.  Como a la tercera equivocación, me dio unos  pesos y me dijo: “Vaya y se hace motilar”.

Noviazgos

Mi  tía  Inés  se  consiguió de  novio   un  policía  altísimo, cuyas   piernas   parecían zancos.  Cuando subía  la cuesta,  era como  si trepara  un  soldado alemán,  a grandes zancadas. Yo no sé si por  celos o porque  en ese tiempo  de la violencia se odiaba  a los policías, los muchachos no lo queríamos, y nos subíamos al solar  de la casa de nuestro   abuelo   Benjamín  a  tirarle   terrones  o  bulbos   del  lirio,   que  parecen  una piedra.  Yo no sé si alguna vez  sospechó  de sus  atacantes,  porque  mi  hipocresía me permitía recibirle  los  cinco  centavos  que  me daba,  cuando  me lo  encontraba,  para que  le llevara saludes a Inés.  Yo me gastaba  en mecato  la  plata  y  le hacía  pistola. Inés  se  enteró  hace  unos   años  de  las  saludes,   cuando   estaba  cerca  de  su  final: llegaron un poco demoradas. Me regañó  y me contó que el pretendiente  frustrado, a lo mejor por culpa  mía, los había visitado hacía poco.

También cuentan, y lo veo muy  factible, que Gabriela, nuestra tía sordomuda, tuvo un pretendiente,  a quien engañaron durante  un tiempo. Como los noviazgos eran de lejos, y las  parejas  conversaban desde  la distancia, esto facilitó  el engaño.  Gabriela se ubicaba  de manera  visible e Inés  se escondía  detrás  de la puerta  a contestarle  al ingenuo, a quien  no sé durante  cuanto  tiempo  engrupieron. Ahí se ve  reflejada  la picardía de nuestras  tías. A Gabriela, el ser sordomuda no le impidió comunicarse y  realizar acciones  increíbles. Era  demasiado hábil  para  tejer, una  artista.  Una  vez alguna vecina  no quiso  compartir una puntada, y todas las personas  que intentaron descubrirla fallaron en el intento, hasta cuando  Gabriela observó  el tejido y lo repitió sin ninguna dificultad. Otra vez, Stella la felicitó por unos individuales que le habían encargado. Le  ofreció uno, el cual  no quiso  recibir.  No  sabemos  cómo, pero al Stella abrir  la cartera, ya en la casa, ahí estaba el individual.

Y hablando de noviazgos, Efigenia, nuestra  tía desaparecida, fue novia  de Mario Henao.   Se  pueden   imaginar la  belleza  de  pareja,  cuál  de  los  dos  más  sonso.  De todas maneras,  mi mamá  Susana  Mejía me ponía  a vigilarlos. La  casa queda  en una esquina,  con vista  a la calle  que baja hasta  el parque  principal, por  este lado,  tiene dos  pisos;  y,  por  el  otro,  da  hacía  una  calle  pendiente,  una  verdadera loma,  que conduce  hacia  la parte alta del pueblo  y a un  tanque  de agua,  y tenía un  solo  piso y  una  puerta  para  entrar  al  patio.  En  esta parte  de  la  casa  estaban  la  cocina  y  el comedor,  con  una  ventana  como  a dos  metros  de  la  acera.  Mario  se paraba  en la acera y Efigenia se asomaba  a la ventana  y yo me sentaba en una silla  del comedor. La  charla  era insustancial, lo más erótico que les escuché fue cuando  Mario  le contó a Efigenia que en la finca  había  criado  una vaca.  Se pueden  imaginar si se hubieran casado  esos dos místicos.

Casa  del abuelo  Benjamín.

Y de matrimonios, vale la pena recordar  el comentario de Mercedes Botero, esposa de Carlos Alzate (El  Cojo),  padres  de Javier,  Nohemí y Marino,  quien  con Horacio, fue otro casi hermano  de Pedro.  Ella  comentó que Dios  hacía muy  bien las cosas, al lograr  que mi papá  se casara con mi mamá  y Aura con Juan, porque  de lo contrario, Roberto  y Aura, con su temperamento,  se hubieran matado;  y Juan  y Sofia,  con su paciencia, a lo mejor no hubieran tenido ni hijos. Era tal su picardía, que en un paseo, la mayoría de los paseantes  iba caminando y llevaban una bestia para los cansados. Al verla  muy  agotada,  le ofrecieron  montarse  y, como iba de falda,  fue diciendo: “Yo me subo, estos hombres  que van  con nosotras  ya han visto  mucha  nalga”.

Pablo  Maya

Fue  un  personaje  pleno  de picardía. Tenía  un  ojo de vidrio, y  como  bebía tanto, en medio  de las  borracheras se le perdía.  Una  vez,  en Arboleda, me tocó ayudarle a buscarlo.  Como el piso  de  la  cantina  era  de  madera,  al  caérsele  rodó  y  se coló por una hendija  y cayó a un sótano lleno  de basura.  Casi no lo encontramos. En  ese tiempo  trabajaba como correo entre Pensilvania y el corregimiento. Por su oficio,  un día el Padre  Gallego, párroco,  un vivo de siete suelas para esquilmar a los feligreses, pero ingenuo con los negociantes,  lo encargó  de llevarle un  caballo  ensillado hasta Pensilvania, con la condición de llevarlo de cabestro. Arboleda está en la cima de un ramal  de la Cordillera Central, por tanto, desde allí  se divisaba el camino  por donde debía  viajar  Pablo.  El  párroco,  se asomó  al balcón  de la casa cural  para  cerciorarse si seguía  lo recomendado. Lo  vio  muy  acomodado en la silla.  Esperó  el regreso  para hacerle  el reclamo.  La  respuesta  de Pablo  fue: “En  mi  casa hay  negociantes,  curas, monjas  y  borrachos  como  yo,  pero,  hasta  ahora,  ninguno bobo”.  Otra  vez,  en una cantina  de Pensilvania dos  personas  estaban jugando billar  y apostaron  un  dinero. Por lo general, para garantizar el pago, depositan la plata en alguno de los asistentes. Decidieron entregarle  la apuesta  a Pablo.  Terminaron el chico  y por  ninguna parte estaba  el  depositario. Como  a  las  dos  horas  llegó  todo  borracho  y  les  preguntó: “Quien de este par se ganó esta rasca”.

Pacho sin  miedo

Otro  personaje  fue Pacho,  el contrabandista de tabaco,  quien  afirmaba  no sentir miedo  por nada.  Vivía después  de pasar  el boquerón  de Miraflores, a más o menos una  hora  de la cabecera  municipal. Se quedaba  hasta  altas  horas  de la noche  y los amigos lo reprendían por  esa tranquilidad. Un  día  resolvieron darle  una  lección  y Toño  Morales,  uno  de los amigos, se fue con antelación  a esperarlo  en el boquerón. Por  ahí  a media  noche, cogió  Pacho  su mula  y se encaminó para  su casa. Al llegar al boquerón  vio  una  sabana  que se movía. Con  la serenidad más  absoluta,  sacó el revólver, apuntó  al bulto blanquecino y le dijo: “Si  es ánima  de la otra vida,  dígame qué quiere;  y si es de esta prepárese  para  irse  para  la otra”.  Y el espanto  contestó, muerto  de  miedo:  “No   me  vaya  a matar,  yo  soy  Toño  Morales”. En  una  ocasión, traía  el tabaco escondido en el tronco  de un  yarumo (Un  árbol  cuyo  centro  parece un tubo). Se encontró  con los guardas de rentas y les dijo que lo necesitaba  para un cerco en la casa. En  algunos tramos  se lo ayudaron a llevar.  Al otro día,  les dejó el tronco partido  en dos, en medio  de la plaza.

Paciencia

Arturo fue muy  buena  vida  y parecía  no tener afán para  nada.  Cierta  vez,  Diego y  yo  íbamos  con  él,  tal  vez  a  vacaciones. Arrimamos  a  tomar  algo  en  Quebrada Negra,  en  un   negocio   atendido   por   unas   señoras,   para   mí,   de  edad   un   poco avanzada. Cuando Diego y  yo  terminamos, nos  fue diciendo que siguiéramos con las    mulas    y   nos    alcanzaría   pronto.    Seguimos,   confiando   en   sus    palabras. Avanzábamos y  él no llegaba.  Ya cerca de La  Torre,  después  de un  largo  trecho,  a punto  de empezar a descender  a Guacas, la carga  de una  mula  empezó  a ladearse. Como éramos  tan pequeños,  no teníamos  la fuerza  suficiente  para  requintarla. No tuvimos más alternativa que arrimarla a un  barranco  y entre los dos  tener la carga con  nuestras   débiles   manos,   a  esperar  la  llegada  del  tío.  Por  ahí  a  la  hora  de habernos  separado,  llegó  y  no  mostró  el  menor  signo  de  preocupación. También Pedro  Nolasco se caracterizaba por  la  tranquilidad y  porque  le gustaba  andar  de noche.  Era  común  oírle  decir  que  se iba  ese día  y  cuando  lo  veíamos a las  tres o cuatro  de  la  tarde  en  el  pueblo,   le  preguntábamos  por  qué  no  se  había  ido,  y contestaba:  “Ahora me  voy”. Él  tuvo  durante   muchos   años  una  mula   colorada, llamada la Venada, en la cual  salía  con  plena  confianza a cualquier hora  del  día  o de la noche.

Pago de  la  finca de  Concordia

Como  se  contó   antes,  don   Alfonso  Uribe   vendió  la  finca   de  Concordia  sin consultar previamente a Rodrigo, su  socio.  La  vendió con un  plazo  muy  amplio y unos  intereses  irrisorios: 0.5 %.  En  los  vaivenes  de  los  negocios,   don  Alfonso  le vendió   la   deuda    que   le   correspondía   a   Gonzalo  Henao.    Pacho    Gaviria,   el comprador, se atrasó en el pago  de los intereses  y Gonzalo lo demandó, litigio que se ganó.  El  acreedor  consiguió un  préstamo  en la  Caja  Agraria para  amortizar la deuda.   El   día   acordado  para   recibir   el   pago   y   firmar    los   papeles   me   tocó acompañar a Gonzalo en esa tarea. Salimos de Medellín, a las seis de la mañana,  en la camioneta  Chevrolet de Pedro,  a la cual  no le funcionaba el arranque,  por lo cual había que parquearla en bajada, para prenderla en segunda. Cuando íbamos  por las areneras de Caldas, encontramos  un derrumbe obstaculizando el paso de los carros. A las  nueve  nos  dieron  vía  y  al rato de nosotros  pasar  se vino  la montaña  y  tapó alrededor de 25 personas.  Previamente a la vuelta  en Concordia, debíamos sacar el registro  de la propiedad en la Registraduría de Andes. Allí, la funcionaria nos dijo que  volviéramos a los  quince  días  por  el documento y,  cuando  le planteamos las dificultades para  volver, nos  propuso que  le  pagáramos algo,  que  ella  trabajaría durante   el  tiempo   del  almuerzo. Le  dimos la  plata  y  ahí  mismo   dijo:  “Vuelvan dentro  de media  hora por él”. Ya con el documento seguimos para Concordia, pero nos  resultó  un  problema adicional: andábamos con  tan poco  dinero,  que  Gonzalo decía: “Si  le echamos  gasolina al carro, no nos queda  con que comer”.  En  el pueblo, nos reunimos con el acreedor  en la oficina  de la Caja  Agraria, en la cual  se debían firmar  unos  papeles  para  legalizar el préstamo,  pero  él se empecinó  en que  se le rebajaran  los  intereses,  una  bicoca.  Gonzalo se opuso  y  empezó  a caminar de  un lado  para  otro en esa oficina.  Yo le decía  que  por  tan poca  suma  no valía  la  pena seguir   con  ese problema. Al  fin  aceptó.  Ya con  la  plata  en la  mano  y  el acreedor libre  de la deuda  con Gonzalo y Rodrigo, nos  invitó a tomarnos  unos  tragos  en la finca;  a lo  cual  nos  opusimos y,  además,  lo  veíamos riesgoso.  Para  solucionar  en parte  la  peladez, a Gonzalo le  cambiaron un  cheque  en  la  Caja  Agraria. Salimos tarde de la diligencia y nos fuimos hasta Venecia, donde  el comprador de café de la Federación había  tenido  el mismo  puesto  en Sonsón  y era muy  amigo  de Gonzalo. Al otro día,  nos  vimos obligados a irnos  por  Fredonia, subir  por  Puente  Iglesias  a Palermo  (Támesis),  para  salir   a  La   Pintada,  porque   la  carretera  en  las  areneras estaba tapada.

Picacañas

Cuando vivíamos en El  Anime, la carne se la comprábamos a Ceno  (Nacianceno) Salazar, tío de mi mamá,  quien los sábados  mataba una res y, a lo mejor, un cerdo. El lugar  era cerca de la casa, pasando la quebrada Chicalá, un poco más allá de la casa de Carlos (Filote)  Aristizábal. Casi siempre  yo era el encargado de traerla.  Una  vez, Cenito,  como le decíamos, me entregó un calabozo,  al cual le habían  cortado  el pico, para que le picara caña a la yegua,  mientras  él organizaba el encargo. Creo que nunca había  picado   caña,  apenas  tendría  unos  seis  años,  y  por  inexperiencia, el  primer calabozazo me lo di  en el dedo  índice  de la mano  izquierda, cuya  consecuencia fue una  alteración  de la yema  de crecimiento y se formó  un dedo  que parece la cabeza de una culebra  venenosa.  Es una marca  para identificarme con facilidad. Al llegar  a la casa con el encargo,  Libardo gritaba:  “!Bendita  carne!”.

Por chismosos

El  día  que mataron  a Fidel,  fui  a llevar  a Carlos hasta  Puerto  Venus, pues  había viajado con  nosotros.  Pedro  y  los  otros  viajeros  se quedaron en Charco Redondo, cargando  las  mulas,   mientras   volvía.  En   el  camino,   recogimos  un  conocido   de Carlos, quien  nos contó lo de la muerte. El  tío estaba muy  interesado  en la historia, pero al pasajero  le interesaba  otra cosa. Se bajó antes de llegar  a Puerto  Venus y no observamos  nada  raro.  Cuando  llegamos, Carlos  buscó  un  bulto  con  ropa  para vender  que llevaba  y  ya  no estaba, el conocido  se lo robó  y  no nos  dimos cuenta. Eso  le pasó al tío por entretenerse con chismes.

Primera comunión

Esa fue la primera vez  que me puse zapatos,  prestados  por la familia de Juan, con los cuales  Juan  Bautista  recibió  el mismo  sacramento.  Hasta en eso nos parecemos. Sin  embargo,   me  tocó  soportar  toda  la  ceremonia   el  dolor  en  los  pies,  pues  me quedaban estrechos  o mis  pies  acostumbrados a la  libertad  se sentían  incómodos con el cuero  opresor.  En  ese tiempo,  la costumbre  era regalar  estampitas,  o, por  lo menos, fue lo único  que me dieron.

Recorrido de  El Anime a Pensilvania

Viajamos   tantas    veces    desde    El    Anime   hasta    Pensilvania,   que   podemos reconstruir los lugares por donde  transitamos. Uno  salía  de El  Alto,  bajaba un poco hasta  la  quebrada Chicalá,  seguía  por  un  camino  plano  hasta  las  casas  de  Carlos Aristizábal  (Filote)   y  de  Ceno   Salazar,  desde   donde   se  inclinaba  levemente   el terreno hasta la ye que divide los caminos  para  Guacas y para  donde  don  Chucho Duque  y  Las   Encimadas,  la  finca  de  Pedro   Nolasco.  Se  descendía  hacia  el  Río Dulce, por un terreno bastante inclinado. Del  río se ascendía  a Guacas, pasando por las  fincas  de  los  Nieto,   quienes  de  vez  en  cuando   visitaban el  corregimiento  de Arboleda  y   los   veíamos  pasar   en  hermosas   mulas, bien   aperadas.   En   Guacas saludábamos a Tulio y a Manuel  José y seguíamos trepando  hasta La  Torre,  un sitio demasiado frío  y  con  muchos  pinos  a la orilla  del  camino.  De  allí,  por  un  camino ondulado, se bajaba a Quebrada Negra, en el cual  estaba la fonda  donde  comíamos algo   caliente;   de  allí   se  andaba   hasta  Olivares,  la  propiedad  de  don   Salvador Murillo,  en  la  parte  baja  del  páramo   de  Miraflores.  Este  alto  es  el  punto   más elevado  de todo el trayecto y posiblemente de Pensilvania. En  toda la cima  quedaba una fonda,  en la cual  tomábamos  algo  caliente, con el riesgo  de quemarnos, pues  el frío   insensibiliza  los   labios   y   no  se  percibe   bien   el  calor.   Después  seguía   un boquerón,   donde   intentaron   asustar   a  Pacho   sin   miedo.   Estos   boquerones   se forman  en los caminos  de suelo  blando,  por el uso se hunde  formando una especie de  caverna  entre  dos  paredes  demasiado altas.  Ahí sentíamos   silbar  al  viento  en verano,  y  por  el  cielo  despejado   y  azul  podíamos contemplar el  inmenso paisaje circundante, tanto  hacia  Pensilvania como  hacia  Arboleda. En  ese páramo  crecían silvestres  las  moras   de  castilla,   cuyos   frutos   maduros  y  negros   degustábamos. Nunca he vuelto  a consumir moras  más  sabrosas.  Desde  Miraflores se descendía hasta el pueblo,  pasando un poco más abajo de la cima  por el calvario de Chusilas, ubicado  en  un  desecho,   en  medio   de  los  árboles;   siguiendo  por   el  camino   se encuentra  la ye para  El  Higuerón. Un  poco  más  abajo, ya  en zonas  de cultivo y de pasto  se encontraba  Los  Jazmines, de don  Julio  Henao,  padre  de Mario  y  Mariela, tal  vez  la  finca  más  bonita  de  toda  la  región.  Seguíamos  descendiendo hacia  La Divisa, la  propiedad más  cercana  al  pueblo,  cuya  ubicación nos  permitía ver  las corridas (si se puede  llamar así a unas  vacas  viejas  persiguiendo a un simulacro de torero) que se celebraban  en la escuela de varones.

Hicimos con mayor  regularidad el recorrido entre El  Anime y Arboleda, porque la    mayor    parte    de   la    actividad   económica    y    social    se   realizaba   en   este corregimiento. De  El  Alto  seguía  la casa de don  Javier  Giraldo, dos  de cuyos  hijos: Hernando y Manolo,  se casaron  con dos  chuscaleñas: Bernarda y Susanita. Él  tenía una  tienda  y una  buena  finca,  cerca de la escuela  de Campo Alegre. Con  sus  hijos tuvimos una  excelente  relación   y  algunos  fueron   compañeros  de  estudio,   como Javier  y Luis José. Más adelante,  estaba la finca  de don Francisco Hurtado, desde la cual  se desprendía el camino  para  La  Esperanza y  otras  fincas  ubicadas cerca  del Río   Dulce.  Siguiendo  hacia  Arboleda, vivían  varias familias de  apellido Alzate, primos  por  el  lado   materno,   con  quienes   manteníamos  relaciones   fraternas.   Al empezar a descender  a la quebrada Santo Tomás,  vivía Huberto Alzate, casado  con una prima  de mi mamá,  quienes  tenían  unas  hijas bastante bonitas.  Desde  esta casa hasta  Arboleda estaba  todo  deshabitado, solo  había  potreros  y  rastrojos.  Siempre me  impresionó  el  cruce   de  la  quebrada,   sitio   rodeado   de  árboles,   por  lo  cual permanecía en penumbra, como si fuera un espacio  maléfico.  Al entrar al caserío se pasaba  por los lavaderos, lugar  con pequeñas  fuentes de agua,  que algunas mujeres del   pueblo   aprovechaban  para   lavar   ropa,   y   a  la   izquierda  se  encontraba   el cementerio,  localizado en toda  la  salida  para  La  Torre  y  La  Española. Al entrar  al pueblo,   por   una   calle   larga,   rodeada   de   casas,   casi   todas,   de   un   solo   piso, construidas con madera.  Las  de la parte izquierda estaban sostenidas por postes de madera  como  si  fueran  zancos,  debido  a lo  pendiente  del  terreno  en que  estaban construidas; en cambio,  la mayor  parte del  suelo  a mano  derecha  era plano,  por  lo mismo,  las viviendas eran mejores.

Rodrigo Henao  Vélez

Hermano de Gonzalo, mucho  más alto y delgado, quien siendo  muy  joven se cayó con caballo  y todo en una calle de Pensilvania, sufriendo la fractura  de una pierna,  y, como consecuencia, una pierna  le quedó  más corta. De este hecho sale un anécdota con  su  hermano  Gonzalo. Estaban  en Puerto  Venus, en la  fonda  de  don  Gilberto Gómez, tomándose  unos  tragos  y a Rodrigo le dio  por decirle  a Gonzalo que se iba a matar.  Al este preguntarle la razón,  le dijo:  “Porque tengo  una  pierna  más  corta que la otra”. A lo cual  respondió Gonzalo: “No  me he matado  yo que tengo las dos corticas,  ahora  usted  que no tiene sino  una”.  Rodrigo era amigo  desde  la infancia de César  Alzate, quien  trabajó en la policía hasta  su  muerte.  En  un  tiempo,  estaba laborando en Arboleda y Rodrigo subió  a visitar a su amigo.  Se pusieron a tomarse unas  cervezas  en una  cantina  y,  de pronto,  Rodrigo se acordó  del  asesinato  de su hermano  Jaime,  causado  por un policía, y comenzó  a decirle  a César  que se quitara ese uniforme. La situación se puso tensa y agresiva, por cuanto otros policías estaban observando la conversación. Al  ver  el ambiente  tan peligroso, César  me solicitó  el favor  de  bregar  a llevármelo para  evitar  problemas, porque  si  sus  compañeros  se enojaban  más,  podría ocurrir una  tragedia.  Convencer con  ideas  razonables a un borracho   es  tarea  imposible, por  lo  mismo,   busqué  una  estrategia  acorde  con  la situación. Le dije que debía bajar a Puerto  Venus y si él era tan verraco  y me llevaba al anca. Ahí mismo  se sintió retado y dijo que la mula  en la que andaba podía  con los dos y mucho  más. Andaba en la mula  en que iba Jaime cuando  lo asesinaron. Como la bestia  estaba amarrada en la puerta  de la cantina,  nos  montamos  y  arrancamos para  Puerto  Venus. A la salida  de Arboleda, en el lugar  donde  asesinaron a Jaime, se  bajó  y  se  puso  a  llorar   y  casi  no  logró  arrancarlo de  ahí.  Yo, en  el  viaje,  iba demasiado incomodo, porque  dos adultos  quedan  estrechos en un animal.  Además, ya bajando  la loma para llegar  al río Samaná,  le dio por hacer descender  la mula  por los desechos,  por entre los barrancos,  de tal manera  que me tallaba  mucho  más con el apero. Descansé  cuando  llegamos a la fonda  de don Gilberto.

Rogelio

La casa de la 41 tenia dos pisos y vivíamos en el segundo; en el primero vivía doña Teresa,  quien  le alquilaba piezas  a estudiantes.  Su  hija,  Luz Elena,  era enfermera  y nos  colaboraba  con asuntos  de salud.  En  el pollo  de la cocina  había  unos  agujeros para guardar carbón  de piedra,  los cuales  no se utilizaban. Una  noche, por ahí a las siete, Rogelio, quien se encontraba enfermoso, tal vez por la fiebre, se levantó con una cobija sobre el hombro,  camino  hasta la cocina, haciendo  un ruido irreproducible, se acercó a unos  de esos huecos,  y orinó  ahí.  Por  lo menos  en el recorrido no mojó  a nadie,  porque  el pobre policía de la bola no se escapó. Como la policía se mantenía sin oficio,  parte de la rutina  era perseguir a los muchachos que jugaban  fútbol  en la calle. Rogelio estaba con sus amigos jugando en la cuadra  de abajo, cuando  apareció una bola llena de tombos. En  vez  de correr como los otros, se sentó en la entrada  de la casa de los González. Mi  papá  estaba observando desde  el balcón,  con la correa lista. Uno  de los policías alzó  a Rogelio para montarlo  al carro y ahí mismo  lo largó. A don Roberto le pareció muy  raro y se puso a verlo subir  hacia la casa. Al acercarse, descubrió la razón  para que el policía lo largara:  se le había  orinado encima.  Le  dio risa lo ocurrido y guardó la correa: Ya había recibido suficiente  castigo.

Silvio,  acompañante peligroso

Cuando Carlos se fracturó  las dos piernas  en un accidente  bajando  del Páramo  de Sonsón,  fue hospitalizado en la clínica El  Rosario, donde  estuvo  mucho  tiempo  en recuperación; por lo mismo,  necesitaba  acompañamiento permanente.  Silvio Botero se ofreció para ir. Parte de la función con el paciente, era sostenerle  el pie en el cual sufrió  tres fracturas.  En  esas estaba Silvio, pero  se desmayó y  quedó  colgando de la  pierna  de  Carlos y  este bien  encartado  para  llamar a la  enfermera  para  que  lo salvaran de su acompañante. A lo mejor, el benefactor no resistió  la pestilencia que salía  de  esa pierna  enyesada,  con  varias heridas.  Cuando me  tocó a mi  ayudarle, olía a diablo.  Otra  anécdota en la misma  clínica fue con Ana  María,  mi hija, a quien operaron  allí  dos veces de los ojos. En  la primera no quería  dormir en la habitación sino  irse para  la casa. Como estaba hospitalizada en la sección  de maternidad, una monjita  le dijo  que si se quedaba,  le daba  un  niño  para  llevárselo. Aceptó,  pero  le exigió  a Stella que a los visitantes sin regalo  no los dejara entrar.

Sirirí

Cuenta mi mamá que yo no la dejaba en paz ni en la madrugada. Ella  se levantaba al amanecer,  a prender  el fogón  de leña. Cuando iba caminando para la cocina,  una mano la cogía  de la bata a pedirle los tragos. Imagínense la dificultad para encender el fuego,  a veces con leña apagadora, con un llorón  inconsolable pegado  de la bata. Ante  esta situación, intentó solucionar el problema levantándose en silencio,  pero de nada le valió,  porque  al llegar  a la cocina,  ya iba colgado de su bata.

Sobrevivió

Los  últimos años  de mi  papá  fueron  duros.  Mis  hermanas  lo llevaron donde  un yerbatero  por  los  lados  del  aeropuerto   de  Rionegro. El  culebrero   les  indicó  que tenía azúcar  y le restringieron la comida,  hasta el punto  de parecer un esqueleto. Al ponerse   tan  flaco,  lo  llevaron  al  ISS   y  en  los  exámenes   lo  encontraron   sin  ese problema.   De    todas    maneras,    le   indicaron   una    dieta    especial,    la   cual    le administraban con rigor.  Un  día  lo visité  y lo encontré  muy  recuperado. Cuando le pregunté  la razón,  me dijo:  “Yo me levanto  a las cuatro  de la mañana,  me hago  un desayuno, lavo  los  trastos  muy  bien,  y  cuando  me dan  el otro desayuno, también me lo como”.  Le  sirvieron las madrugadas de arriero  y de toda la vida.  Igualmente, al final,  cuando  estaba en silla  de ruedas,  seguía  tan goloso.  Para evitar  que comiera panela,   la  guardaban  en  el  mueble   debajo  del  pollo   de  la  cocina.   Una   vez   lo encontramos   clavado  en  medio   del   mueble.   Había  arrastrado la  silla   hasta   la puerta,  la abrió  y  al agacharse  a coger  el tarro  con  la panela,  la silla  se voltió.  Así mismo,   una  persona  acostumbrada a  viajar   constantemente,  reducido a  una  silla era  muy   duro.  Una  vez  me  dijo:  “Lléveme al  solar”,   lo  llevé.  Después me  dijo: “Lléveme a la  puerta”.  Lo  asomé  a la  calle,  miró  un  rato  y  me  dijo:  “Lléveme al costurero  de Berta”.  Al notarlo  aburrido, le dije: “Adónde lo llevo” y me contestó: “Ya no  sé”.  Afortunadamente tuvo  una  muerte  tranquila. Se acostó  relativamente bien y, por la mañana,  Berta lo encontró  muerto.

Terapia

Mi  mamá  no podía  ver  a una  persona  sin  hacer  nada  y  le buscaba  oficio.  Si  no había una tarea para realizar, revolvía arroz,  maíz  y fríjoles  y nos ponía  a separarlos. Ella  creía que de esa manera  se espantaban  los malos  pensamientos, pero más bien era al revés, se acrecentaban.

Un  macrosueño en  Tolemaida

El   21  de  julio   de  1969  casi  cuelgo   los  tenis.  Trabajaba   con  la  Federación  de Cafeteros  en un censo para establecer la producción en cada región.  Me encontraba en  el  Tolima,  visitando  los  municipios  cercanos   al  Espinal.  Ese  fin  de  semana, decidí   visitar  a  Rodrigo  en  Neiva.  El   lunes   debía   recoger   a  un  compañero  en Melgar   a  las  siete  de  la  mañana.   Por  eso,  debía  salir   de  Neiva a  las  dos  de  la mañana.  El  20 de julio  alunizaron los  astronautas,  y  por  la  bulla  dormí muy  mal. De  todas  maneras,   salí  a  la  hora  prevista. Después  de  Girardot empecé  a  sentir sueño  y,  tal  vez,  por  el sentido  de  responsabilidad aprendido en la  familia, quise cumplirle al  compañero  y  no  descansé  lo  conveniente.   No  sé  exactamente  cómo ocurrieron los  hechos.  Desperté  en el hospital de Melgar,  dos  soldados me tenían cogido   de  cada  brazo  y  la  ropa,  blanca,  estaba  toda  ensangrentada. Mi  primera reacción  fue  preguntarles: “Yo  qué  hice”,  pensando que  me  habían  detenido  por algo  grave.  Me dijeron  lo del accidente  y que yo venía  manejando. Me les enojé, les dije:   “Yo  no   manejo”.    Poco   a   poco   fui   recobrando   la   conciencia  y   entendí parcialmente  lo   ocurrido.  Un   excelente   médico   me  cosió   las   heridas,   necesité alrededor de cuarenta  puntos.  Por  fortuna,  la  mayoría de las  heridas  fueron  en el cuero cabelludo. Solo cerca a la sien tenía cuatro puntos.  En  una revisión, el médico que  me  atendía,   dijo:  “A usted  qué  mago   lo  cosió,  no  le  quedaron  cicatrices”. Enterados  los   funcionarios  de   la   Federación,  me  consiguieron  una   cita   en  el Hospital Militar de Bogotá.  Me tocó viajar  de pasajero  en un taxi, que me dejó en el hospital. Allí  me debía  esperar  una  enfermera  de la Federación, la cual  todavía no ha  llegado.  Por   fortuna,   tenía  el  dinero   para   pagar   la  consulta.   El   galeno   me preguntó dónde  me habían  pegado  esa machetiada. No  encontró  nada  grave  y solo me  dijo  que  me  había  salvado por  cabeciduro. Al  pedirle la  incapacidad, me  la hizo,  y cuando  la entregó,  comentó: “Por  si trabaja”.  Solo  otras dos  veces tuve  una atención  tan poco  ética y profesional. Del  hospital me fui  para  donde  doña  Teresa, la suegra  de Rodrigo, muy  querida,  donde  me alojaba cuando  iba a Bogotá.  Al abrir la  puerta  y  verme  todo  vendado, exclamó:  “Se  mató  este muchacho”. Me  demoré un tiempo  para  tratar de entender  lo ocurrido. No  sé si intenté sobrepasar  un carro del  ejército,  y  cuando  lo  pasé,  me alcanzó a dar  un  golpe  en la  parte  de atrás  del campero  Gaz  y me envió  a la cuneta, en la cual  el carro dio una vuelta  de campana. Como era carpado,  las  varillas me hicieron  las  heridas.  Fui  muy  de buenas,  si  me envía  al lado  contrario,  hubiera  caído  al río Sumapáz. A los días,  al revisar el carro en el taller,  le observé  un hundido en la parte de atrás, sin ningún rayón.  Inferí  que me  golpeó  levemente  el  carro  militar y,  además,  los  soldados declararon que  me encontraron  afuera  del  carro.  Inconsciente, no  podía  salir.  Durante un  tiempo  me acompañó  la  preocupación  por  las  secuelas   del  accidente.   Ante   cada   dolor   de cabeza,  me  ponía  nervioso, hasta  que  un  neurólogo me  dijo:  “No   se preocupe,  a usted le duele la cabeza  como a cualquier hijo de vecino”.

Un  tira en  la  familia

Por  increíble  que parezca,  Pedro  fue una  especie  de Sherlock Holmes criollo. Su primer oficio  en Medellín fue  en el  Servicio de  Inteligencia Colombiano (SIC),  el Das  de esa época. Duró, afortunadamente, poco  tiempo.  En  uno  de sus  operativos, al  saltar  un  muro  detrás  de  un  forajido,   se  cortó  las  dos  manos  con  los  vidrios colocados encima  del muro.

Vicio

Mi abuela Susana  Mejía fumaba  día y noche, unos  cigarrillos negros  que nosotros denominábamos piernegus  (pata  de  gallinazo), los  cuales  le  comprábamos en  la tienda  de  la  esquina,  de  don  Arnoldo. Ella  se mantenía  con  dolor  de  cabeza,  por ello, a cada  cigarrillo lo acompañaba con un mejoral.  No  sé si por el dolor,  los ojos eran  brotados  y  mantenía  un  pañuelo  amarrado en la  cabeza.  En  cambio,  Susana Jaramillo fumaba  tabaco  y  las  cuscas  las  echaba  en la  vacinilla, y,  por  la  mañana, regaba las matas con los orines acumulados durante  la noche. El tabaco le espantaba las plagas y el orín las fertilizaba.

Vio  la  cara de  Pedro

Según  Carlos, Pedro  nació  en El  Vergel, pero  si  Pedro  nació  en Pensilvania,  se puede  inferir que los recién casados  vivieron en el pueblo,  porque  la mayoría de los nacimientos se daban  en las residencias, recibidos por comadronas. Mi papá  arriaba bueyes  para  Honda, cuyo  recorrido duraba  alrededor de quince  días.  Preferían los vacunos a las mulas  por su capacidad para  caminar por terrenos  enfangados y por su  resistencia.  Sin  embargo,  eran  más  lentos  y  había  que madrugar, por  su  menor resistencia  al sol. Cargaban a las dos de la mañana  y paraban  a las once. En  un viaje tan largo,  debían  llevar  un buey con mercado  y un toldo para acampar.  Durante uno de los recorridos, al pasar por Manzanares, un policía borracho mató a su compañero de arriería.  Ante  el hecho, mi  papá  desarmó  al agresor  y le apuntó  con el revólver, al ir a disparar, vio  la cara de Pedro,  quien  estaba recién nacido.  Ante  esa aparición, bajó el arma y se conformó  con echar a rodar  al asesino  por un potrero.

Vuelta fallida

Carlos Salazar tuvo la intención  de conseguir una vivienda a través del Instituto de Crédito Territorial, y para realizar la solicitud necesitaba una copia de la declaración de  renta.  Arnaldo  Salazar le  hacía  la  declaración y  la  presentaba  en  Pensilvania y  el  tío  no  manejaba  ni  siquiera una  copia.  Por  eso,  un  sábado  por  la  tarde,  me pidió el favor  de ir  a Pensilvania por  una,  pero  debía  viajar  y  volver el domingo, porque  el se venía  el lunes  para  Medellín. Con  el fin  de llegar  el mismo  día,  debía coger la escalera en plena  cordillera Central a las seis de la mañana  del domingo, y retornar en la de la tarde. Como siempre,  el tío tenía una excelente mula  y me envió en  ella.  Con   la  intención   de  acortar  camino,  ese mismo   sábado  me  fui  a  dormir en Cundinamarca, la finca  de Pedro  Nolasco y  Alcides. Sin  embargo,  yo  tenía dos problemas que resolver.  Primero, no tenía reloj para determinar con precisión la hora de salida:  dos de la mañana;  segundo, no conocía  el camino  entre Cundinamarca y el sitio  donde  se cogía  la escalera.  Dormí un  rato y  me levanté  sin  saber la hora  y fui  por  la mula  al potrero,  al lado  de la casa.  Por  fortuna,  era una  noche  de luna, lo cual  facilitó  la cogida  del  animal.  En  cuanto  al camino,  Carlos me indicó que la bestia me llevaba  porque  era de la zona  y solo  debía  estar atento cuando  intentara entrarse  a una  finca,  donde  la había  comprado. Ensillé y  salí  sin  ningún problema rumbo  a la cordillera; sin embargo,  como estábamos  en un invierno descomunal, el sendero  tenía unas  partes  demasiado enfangadas, sobre todo en los  canalones  que se forman  cuando  la tierra es blanda.  En  algunos pasos, la mula  se enterraba  del tal manera  que parecía  nadando y me tocaba descender  para ayudarla a salir,  teniendo la precaución de no hundirme en el fango.  Preciso,  antes de llegar  a la cumbre,  la bestia intentó entrarse a una casa, pero sin ninguna dificultad la mantuve en la ruta indicada. Llegué al lugar  por  ahí  a las cuatro  de la mañana,  a esa hora  en la fonda todo estaba cerrado,  y en medio  de ese frío  tan intenso,  me abrigué en una  piecita donde  picaban  la caña. Antes  de las seis, encorralé  la mula,  guardé el apero  y cogí la escalera rumbo  a Pensilvania. Llegué sin ninguna dificultad, Arnaldo me entregó un sobre cerrado y me vine  en el carro de las dos de la tarde. Al llegar  a la fonda, fui a buscar  la mula  y en el corral  se encontraban  unas  cincuenta,  casi todas del mismo color;  y apenas  tenía una  vaga  imagen  de su figura. Solo  recordaba  que era negra, una más entre ese montón.  Corriendo el riesgo  de enlazar  otro animal,  me arriesgué y  cogí  la  más  parecida. Tuve suerte.  Al regreso  al  caserío  no  tuve  contratiempos. Arribé como a las ocho de la noche y le entregué  el sobre a Carlos, quien,  al abrirlo, descubrió que Arnaldo mandó  otros papeles.  Todo  ese viaje  tan caótico se perdió  y me gané  el regaño  de Carlos por  no haber  abierto  el sobre. Aún sigo  sin  entender por qué Arnaldo mandó  los papeles equivocados, pero a Carlos tampoco  le quedaba bien una casa del Crédito Territorial.

El hijo  de  Fernando Ossa

Del  hijo  de Fernandosa conocí  solo  sus  botas de caucho,  las  pantaneras que  los campesinos usan  para  evitar  la humedad. Ese día  habíamos salido  de Medellín con mi papá  e Isabel  Cristina desde el Barrio  Colón, en el Centro  de Medellín, donde  se localizaban, en esa época,  la  mayoría de  las  empresas  de  transporte  de  pasajeros. Para   ir  hasta  la  finca   La   Luz, nuestro   destino,   ubicada  en  el  corregimiento  de Arboleda, era toda una faena, porque  salíamos a las seis de la mañana  en un bus, y alrededor de  las  10 de  la  mañana  se llegaba  a Sonsón,  donde  los  pasajeros  para Dorada y lugares circunvecinos se pasaban  a una escalera o chiva,  en la cual podían viajar  hasta Nariño, y a las dos  de la tarde tomar  otra escalera  hacia  Puerto  Venus, o  seguir   hasta   Puente   Linda,  en  donde   esperarían  el  mismo   vehículo  en  un ambiente  más  cálido  y  agradable. De  ahí,  hacia  las  cuatro,  se salía  hasta  Charco Redondo, donde  esperaban  las mulas  para llegar  a la finca,  alrededor de las seis de la tarde, cuando  las sombras  de la noche comienzan a oscurecer  el camino.

El viaje debe haber sido en vacaciones de mitad o de final de año, por cuanto Isabel Cristina, de unos  ocho años, viajaba  con nosotros,  lo cual  hubiera  sido  imposible en otro  tiempo.  Ella  ya  montaba  sola.  Yo la  amarraba  con  un  poncho  de  la  silla,  sin ningún temor,  porque  los  caballares  andaban  a paso  de  mula  de  carga,  pues  casi siempre  llevábamos algunos productos utilizados en la producción de café o para el manejo del ganado;  por tanto, se minimizaban los riesgos  de una caída.  Para  llegar a la  finca  era necesario  cruzar dos  veces  El  Río  Dulce. El  primer paso  era junto  a la  casa  de Javier  Jaramillo, ya  sea por  el puente  colgante,  de madera,  o cuando  el río arrastraba  poco caudal,  para no dar la vuelta  por El  Porvenir, seguíamos por los potreros  de Javier,  algo  que le disgustaba mucho,  y vadeábamos en río sin ninguna dificultad.

En  esa época,  la  casa  principal quedaba  en la  mitad  de la  ladera,  a la  orilla  del camino  de Arboleda. Como se hacía  tarde, no entramos  a la casita  de la playa,  sino que  seguimos de  largo.  A esa  hora  ya  se percibía   la  penumbra, y  afanábamos  a las  mulas  con el fin  de evitar  la noche,  ya  cercana;  sin  embargo,  cuando  cruzamos por  segunda vez  sobre  el Ríodulce, ya  en la finca,  y  cuando  trepábamos  por  unas peñas  bastante  resbalosas,  al salir  del  puente,  en el lugar  más  complicado de todo el  camino,  las  mulas   se resistían   a seguir   y  un  olor  nauseabundo  impregnaba  el ambiente.  El  camino  estaba circundado por  el rastrojo,  que  crece a la  orilla  de los alambrados, al  lado  de arriba,  y  por  un  guadual y  los  árboles  de la  orilla  del  río, hacia  abajo. Al sentir  el ambiente  nauseabundo, sospechamos que una  res se había rodado  y muerto sin que los encargados de su vigilancia lo hubieran detectado. Nos tocó espolear  a los animales para que siguieran la marcha.

Al salir  de  la  zona  boscosa  y  abrir  la  puerta  del  potrero,  un  extraño  paisaje  se abrió  ante  nuestros  ojos.  En  medio  de  la  manga,   a  unos  cincuenta metros  de  la casa  de  Ramón, uno  de  los  trabajadores   de  la  finca,  había  un  cajón,  una  especie de ataúd,  del  cual  sobresalían unas  botas de caucho,  que, debido  a la estatura  del muerto  y  lo pequeño  del  estuche,  no cupieron en el recipiente.  El  ganado  pastaba lejos del extraño objeto, recelosos pero indiferentes al trágico  paisaje. Sin detenernos a observar  al difunto, arrimamos a la casa de Ramón y nos contó, que, debido  a los olores, se arrimaron al rastrojo junto a la orilla  del potrero buscando una res muerta y descubrieron el finado,  cuya  identidad desconocían.

Como iba  oscureciendo cada  vez  más,  seguimos a la  casa  principal de  la  finca, localizada en la mitad  de la falda  del camino  hacia  Arboleda, con la incertidumbre de quién  podría ser el muerto.  Ese mismo  día,  como a medianoche, subieron  con el difunto en una  mula,  amarrado a la enjalma,  de tal manera  que los  pies  colgaban de un lado  y la cabeza  del otro. Me lo imagino dando  tumbos  contra los barrancos, debido  a la estrechez  de algunas partes  de la vía.  Entre  los encargados de llevar  al muerto  estaba Horacio Montoya, muy  allegado a mi  papá,  quien  le confesó  que el muerto  era hijo de Fernando Ossa,  y que le dispararon en la cabeza. Ese espectáculo del  fallecido transportado como  si  fuera  carne  para  el  matadero  era  deprimente, mucho  más la ausencia  de alguna autoridad, que le diera  algún viso  de legalidad  a esa acción  voluntaria de algunos vecinos  solidarios.

La  historia no termina  con el desplazamiento del occiso hasta Arboleda, quien fue dejado  en el matadero  del corregimiento, para  no importunar ni a los residentes  ni a las autoridades con el nauseabundo olor que despedía el cadáver.

En  realidad, lo ocurrido se supo  al poco  tiempo.  El  hijo  de Fernando Ossa  cayó en  lo  que  se  denomina picar  arrastre.  En  la  región,   si  usted  no  tenía  enemigos, podía  transitar  a cualquier hora  del  día  o de  la  noche  sin  ningún riesgo;  pero  en caso contrario,  no tenía un momento  de sosiego,  por cuanto  en cualquier momento podía  ser atacado.  Las  enemistades  se conseguían por  motivos tan baladíes  como: un  lindero, una  deuda,  por  enamorar  a la joven  que le gustaba  a otro, por  cambiar el  disco   que  otro  estaba  escuchando en  la  pianola de  la  cantina,  por  venganzas familiares que  se trasmitían de  generación en  generación, por  demandar a quien había causado  daños  y realizado robos. Los  motivos eran lo de menos. En  este caso, el  difunto fue  contratado  por  un  amigo   para  paviar (asesinar   desde  el  monte)  a Carlos Aristizábal, quien  venía  siendo  perseguido no  sé por  quiénes  ni  por  qué, solo que era una  cacería  implacable. Por  alguna razón,  la posible  víctima se enteró de  los  planes  y  organizó la  manera  de  eliminar a su  posible  asesino.  Contrató al otro  sicario,  quien,  sin  que  el compinche sospechara nada,  propuso la  emboscada en el sitio  donde  se encontró  el cadáver.  El  punto  donde  se ubicaron los  asesinos era ideal  para  el objetivo.  La  víctima (Carlos) se podía  observar  desde  que venía  a unos  doscientos  metros, debía pasar  el puente y subir  con dificultad por el peñasco, en el cual  se habían  construido unas  escalas  burdas  y lisas,  por tanto, las bestias de carga  o de silla  pasaban  con mucho  cuidado y lentitud, lo que facilitaba el ataque. Además, los  agresores  se ubicaron en un  barranco  localizado en el potrero,  donde quedaban ocultos  por  el rastrojo,  de tal manera  que ellos  veían  con facilidad a los transeúntes,  sin ser vistos  por estos.

Lo  que  no  sospechaba  el agresor,  sentado  en el barranco,  con  la  inocencia   más absoluta   y   con   el  arma   preparada  para   disparar  cuando   la   víctima  estuviera cruzando por  el  frente,  era  que  la  presa  era  él.  El  otro,  con  la  tranquilidad  más pasmosa,  se ubicó  detrás  de su compañero de fechorías  y le descargó  un  tiro en la parte  de atrás  de la cabeza.  No  necesitó  más.  De  todas  maneras,  al tiempo,  Carlos Aristizábal fue asesinado.  Y la cadena  de muertes  absurdas siguió en la región.

Ahora bien, la gente se extrañó de que un hijo de Fernando Ossa  se prestara  para dispararle a una  persona  a traición,  porque  él siempre  se caracterizó por  luchar  de frente,  dándole la  cara  al  enemigo.  En  el  pueblo  era  un  mito  y  se hablaba  de  su valor  con orgullo. Se decía que no permitía abusos  por parte de la policía contra los campesinos humildes  y   cuando   constataba   un   atropello   se  enfrentaba   con  las autoridades. Y  con  el  fin  de  evitar   ser  asesinado cuando   lo  llevaran detenido   a Pensilvania  por  su  acción,   el  mismo   se  presentaba   en  la  cabecera  municipal   a responder por sus actos. Inclusive, un pariente  lejano dejó constancia  de la valentía y la sangre  fría de Fernando Ossa  al enfrentar  una agresión.  A pesar de ser amigos, cuenta  que, en medio  de unos  tragos,  quiso  verificar si era tan guapo  como decían y lo acometió con un cuchillo. Cuando le tiraba los lances, él los eludía dándole con el  sombrero  y  diciéndole que  no  molestara,  que  dejara  la  necedad;  pero  como  el agresor  seguía  atacando,  Fernando Ossa  fue abriendo  el carriel  para sacar la pistola con  el  fin  de  defenderse,   y  le  rogó   a  su  contrincante   que  no  se  hiciera   matar pendejamente.  Así, el pariente  lejano  dejó  la  tontería  y  reconoció  el valor  de  este personaje.  Lo  irónico   del  caso  fue  que  no  murió   en  alguna de  las  innumerables trifulcas  en  las   que  participó,  sino   como   consecuencia  de  una   borrachera   con tapetusa, un aguardiente artesanal  elaborado  por él.

No  sé  cuántos  hijos  tuvo,  solo  conservo   una  vaga   imagen   de  su  porte,  con  la distorsión con que un niño  recuerda  a las personas.  Me parecía  alto y grueso,  pero con movimientos ágiles.  Al que si recuerdo  es a su hijo Omar,  arriero  de profesión, quien   también   murió   trágicamente.  Era   callado   y   muy   organizado,  algo   poco común  entre sus  compañeros de profesión, por eso no entiendo  todavía su muerte, a  manos   de  Euclides  Gómez, quien   lo  acusó  de  robarle   ganado,   junto  a  Jaime Cardona, quien  también  fue  asesinado en el mismo  evento.  Cuentan que  estaban sentados  tomándose  unas  cervezas   y  el victimario entró  y  les  disparó sin  mediar palabras.

Euclides era un  personaje  extraño.  Pertenecía  a una  de las  familias más  ricas  de la región,  dueños  de la finca  La  Cristalina, la más extensa de toda la comarca.  Él  se encargaba   de  administrarla  mientras   sus  hermanos   de  dedicaban  al  negocio   de compra   de  café  y   la   venta   de  abarrotes.   Tenía   fama   de  violento   y   de  haber participado  en  la  violencia  liberal   conservadora  cuando   estuvo   en  El   Valle.  Yo nunca  había  conversado con  él, hasta  un  día  en Arboleda, cuando  al entrar  a una de las cantinas,  lo vi  tomándose  una  cerveza.  Estaba  solo y me invitó. No  recuerdo de qué hablamos, pero  me pareció  un  excelente  conversador. Nos  tomamos  varias cervezas   y,  recuerdo,   que  pidió un  sancocho   para  matizar  los  tragos.   De  todas maneras,   durante   la  conversación,  hubo   un  momento   en  que  me  preocupé.   Se quedaba  en  silencio y  sus  ojos  se  iban  poniendo colorados, como  si  tuviera   una inmensa tensión  interior.  Yo alcancé a preocuparme, pero al avanzar la noche, tomó su mula  y se dirigió a Puerto  Venus, su lugar  de residencia. Nunca lo volví a ver. Al tiempo  supe  de su trágico  final.  Silvio Gallo, otro arriero,  que trabaja con la familia Gómez, escuchó  que  lo  acusaban  de haberse  robado  un  ganado,  y  conociendo los antecedentes  de Euclides, lo vio  tomando  en una cantina.  Como un cobarde  es más peligroso que un  valiente,  le clavó  un  cuchillo en la espalda  y  cuando  el agredido volteó  el cuerpo,  le abrió  el brazo  de una  puñalada. Dicen  que murió  desangrado mientras  lo llevaban para el hospital de Nariño.

Homenaje a doña Sofía

Al leer  el siguiente cuento,  me  parecía  estar  viendo a mi  mamá  y  reconocer  el papel  de la literatura  para profundizar en la realidad.

Francisca y la muerte

Onelio Jorge Cardoso

Al poeta, compañero y amigo  moldavo, Petru  Zadniprn, quien  me contó esta respuesta  de su mamá.

—Santos  y  buenos  días  –dijo  la  muerte,  y  ninguno de  los  presentes  la pudo   reconocer.  ¡Claro!  Venía la  parca  con  su  trenza  retorcida   bajo  el sombrero  y su mano amarilla al bolsillo.

—Si  no molesto  –dijo–, quisiera saber dónde  vive  la señora Francisca.

—Pues   mire   –le  respondieron,  y  asomándose  a  la  puerta,   señaló   un hombre  con su dedo rudo  de labrador.

—Allá por  las cañas  bravas  que bate el viento,  ¿ve? Hay un  camino  que sube la colina.  Arriba hallará la casa.

«Cumplida está» pensó  la muerte  y dando  las  gracias  echó a andar  por el camino  aquella  mañana  en que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul  resplandecía de luz.

Andando pues,  miró  la  muerte  la  hora  y  vio  que  eran  las  siete  de  la mañana.  Para  la  una  y  cuarto,  pasado  el  meridiano, estaba  en  su  lista cumplida ya la señora Francisca.

«Menos mal, poco trabajo; un solo caso», se dijo satisfecha  de no fatigarse la muerte  y siguió su paso, metiéndose  ahora por el camino  apretado  de romerillo y rocío.

Efectivamente, era el mes  de mayo  y  con  los  aguaceros  caídos  no hubo semilla silvestre ni  brote que  se quedara  bajo tierra  sin  salir  al  sol.  Los retoños   de   las   ceibas   eran   pura   caoba   transparente.   El   tronco   del guayabo soltaba,  a espacios,  la corteza,  dejando  ver  caer la carne limpia de  la  madera.  Los  cañaverales no  tenían  una  sola  hoja  amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida  subiendo de las flores.

Natural que la muerte  se tapara  la nariz.  Lógico también  que ni siquiera mirara   tanta  rama  llena  de  nido,  ni  tanta  abeja con  su  flor.  Pero,  ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso por aquí,  sin ser su reino.

Así, pues, echó y echó la muerte por los caminos  hasta llegar  a la casa de Francisca:

—Por  favor,  con Panchita –dijo adulona la muerte.

—Abuela salió  temprano  –contestó una  nieta  de oro, un  poco  temerosa aunque  la parca  seguía  con  su  trenza  bajo el sombrero  y  la mano  en el bolsillo.

—¿Y  a qué hora regresa? –Preguntó.

—¡Quién lo sabe! –Dijo  la madre  de la niña–. Depende de los quehaceres. Por el campo  anda, trabajando.

Y la muerte  se mordió el labio.  No  era para  menos  seguir  dando  rueda por tanto mundo bonito y ajeno.

—Hace mucho  sol. ¿Puedo  esperarla  aquí?

—Aquí quien  viene tiene su casa. Pero puede  que ella no regrese hasta el anochecer  o la noche misma.

—«¡Contra!»  pensó  la muerte,  «se me irá  el tren de las  cinco.  No;  mejor voy  a buscarla».  Y levantando su voz,  dijo la muerte:

—¿Dónde, al fijo, pudiera encontrarla ahora?

—De   madrugada  salió   a   ordeñar.   Seguramente  estará   en   el   maíz, sembrando.

—¿Y  dónde  está el maizal?, –preguntó la muerte.

—Siga la cerca y luego  verá al campo  arado  detrás.

—Gracias –dijo seca la muerte y echó a andar  de nuevo.

Pero  miró  todo  el extenso  campo  arado  y  no había  un  alma  en él. Sólo garzas. Soltose la trenza  la muerte y rabió:

«¡Vieja   andariega,  dónde   te  habrás   metido!».   Escupió  y  continuó su sendero  sin tino.

Una  hora  después  de tener la trenza  ardida bajo el sombrero  y  la nariz repugnada  de  tanto  olor   a  hierba   nueva,   la  mujer   se  topó   con   un caminante.

—Señor,  ¿pudiera usted decirme  dónde  está Francisca por estos campos?

—Tiene  suerte  –dijo   el  caminante–   media   hora   lleva   en  casa  de  los Noriegas. Está el niño  enfermo  y ella fue a sobarle  el vientre.

—Gracias –dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.

Duro y fatigoso  era el camino.  Además ahora tenía que hacerlo  sobre un nuevo  terreno arado,  sin trillo,  y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo  irregular y tan esponjoso  de frescura,  que se pierde la mitad  del esfuerzo.  Así por tanto, llegó  la muerte  hecha una lástima  a casa de los Noriegas:

—Con Francisca, a ver si me hace el favor.

—Ya se marchó.

—¡Pero, cómo! ¿Así,  tan de pronto?

—¿Por  qué tan de pronto? –Le respondieron–. Sólo vino  a ayudarnos con el niño  y ya lo hizo.  ¿A  qué viene  extrañarse?

—Bueno…,   verá  –dijo  la  muerte  turbada–,  es que  siempre  una  hace  su sobremesa  en todo, digo  yo.

—Entonces  usted   no   conoce   a   Francisca.  —Tengo  sus   señas   –dijo burocrática  la  Impía. —A  ver;  dígalas –esperó  la  madre.  Y la  muerte dijo: –Pues…, con arrugas; desde luego  ya son sesenta años…

—¿Y  qué  más?  –Verá…, el pelo  blanco..,  casi  ningún diente  propio…,  la nariz,  digamos. ¿Digamos qué?

—Filosa.

—¿Eso  es todo?

—Bueno…,  por demás  nombre  y dos apellidos.

—Pero  usted no ha hablado  de sus ojos.

—Bien;  nublados…, sí, nublados han de ser…, ahumados por los años.

—No, no la conoce –dijo  la mujer–  Todo  lo dicho  está bien,  pero  no los ojos. Tiene  menos  tiempo  en la mirada. Ésa,  a quien  usted  busca,  no es Francisca.

Y salió la muerte otra vez al camino.  Iba ahora indignada, sin preocuparse mucho  por la mano  y la trenza,  que medio  se le asomaba  bajo el ala del sombrero.

Anduvo  y   anduvo.  En   casa   de  los   González  le  dijeron   que   estaba Francisca a un  tiro  de ojo de allí,  cortando  pangola para  la  vaca  de los nietos.  Mas,  sólo  vio   la  muerte  la  pangola  recién  cortada   y  nada  de Francisca, ni siquiera la huella  menuda  de su paso.

Entonces   la  muerte,  quien   ya  tenía  los  pies  hinchados  dentro  de  los botines  enlodados. Y  la  camisa  negra,  más  que  sudada, sacó  su  reloj  y consultó  la hora:

—¡Dios!  ¡Las  cuatro y media!  ¡Imposible! ¡Se me va el tren! Y echó la muerte de regreso  maldiciendo.

Mientras  a dos kilómetros de allí, escardaba  de malas hierbas  Francisca el jardincito de la escuela.  Un  viejo  conocido  pasó  a caballo  y, sonriéndole, le tiró a su manera  el saludo  cariñoso

—Francisca, ¿cuándo  te vas a morir?

Ella  se incorporó asomando medio  cuerpo  sobre las rosas y le devolvió el saludo  alegre:

—Nunca –dijo–, siempre  hay  algo  que hacer.

Abril de 1973.

Onelio Jorge Cardoso

Cuba

El  texto literario  se caracteriza por crear una realidad propia. Además, porque  su objetivo  central  es entretener, recrear la realidad, o sea, inventarla. Los  textos orales tienen  tanto  valor   literario   como  los  escritos.  Un   buen  narrador  popular  puede crear  obras  literarias de  interés  para  el público. El  cuento  Francisca y la muerte es una  historia imposible en el mundo real.  Es  imaginada y  narrada por  el autor.  El relato se apoya  en palabras del idioma cuyo  significado conocemos. Quizás desconocemos algunos  términos   propios  del  español   hablado   en  Cuba, especialmente los  relacionados con  plantas;  pero  el hilo  de la historia lo captamos sin ninguna dificultad.

El  relato es fantástico,  juega con las palabras,  establece relaciones  completamente inesperadas y  algunas palabras nos  remiten  a una  significación absurda.   Pero  no siempre  lo literario  es fantástico.  Muchas veces se parece tanto a la realidad que los lectores  creen  que  los  hechos  ocurrieron tal  como  los  presenta  el autor.  Pero  para alcanzar la categoría  de literario  tiene que ser una creación  del escritor.

En  el texto literario  las  palabras tienen  valor  no sólo  por  su  significado sino  por su sonoridad, lo que nos obliga  a fijarnos  en ellas: “Había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz”; a veces presenta  hechos absurdos “Venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla  al bolsillo”; y por los múltiples significados que evocan:  “Tiene menos tiempo en la mirada”.

Además,  el  texto  literario   juega   con   el  lector.   Por   lo   general,   el  autor   nos desconcierta, y  a veces  desconocemos lo  que  sigue;  ese es parte  del  encanto  que tienen.   En   el   proceso   de   lectura   vamos    prediciendo   la   continuación  y   nos imaginamos el final.  Casi siempre,  los buenos  libros  nos sorprenden con los finales, como ocurre  con el cuento de Cardoso.

En   el  texto  literario   predominan  los  significados  implícitos  y  los complementarios.  El   significado  literal   sirve   de  puente   para   llegar   a  los  otros significados. Aunque  seamos  muy   crédulos,  nadie   ha  visto   a  la  muerte  con  su trenza  y  su  guadaña caminando en busca  de sus  víctimas, por  senderos  llenos  de dificultades para transitar.

La  historia en sí  necesita  tener un  contexto  que  le sirva  de  marco  para  que  los lectores  puedan captar  el sentido  de la  obra,  en este caso,  del  cuento.  Cuando los lectores abordan  la obra tienen un  conocimiento del mundo y de los textos que les sirven de base para entender los significados y para mantener el hilo de la narración; además,  toda  esta  experiencia cultural  los  capacita  para  trascender  la  historia,   o sea, para  relacionarla con  otro conjunto  de experiencias y  expectativas que  en ese momento  sean importantes para ellos.

Retomando el  cuento,  en una  ciudad como  Medellín y  un  departamento como Antioquia, donde  la muerte  se ha convertido en una protagonista de la vida  diaria, una   experiencia  vital   como  la  de  Francisca  reconforta   el  espíritu.  También,  en nuestra   vida    cotidiana  encontramos    mujeres,   como   la   protagonista,  que   nos reconcilian con la vida.  La  lectura  nos  ayuda a encontrarnos a nosotros  mismos,  a entender  la problemática de la vida  personal y de la sociedad,  a encontrar  modelos positivos  o  negativos  que  nos  sirven para  orientar   el  rumbo   propio y  el  de  las personas  sobre las cuales  podemos  tener alguna influencia.

El  cuento  de  Onelio Jorge  Cardoso cumple   muy   bien  este papel.  Nos  abre  un camino  de esperanza entre tanta desesperación. Una palabra  representaría el mundo de Francisca: solidaria.  Y una persona  como ella puede  estar llena de arrugas, tener el pelo  canoso;  pero  siempre  tendrá  la mirada joven.  Esa  mirada está asociada  a la vitalidad, puesta  siempre  al servicio de los  demás.  En  el fondo,  el personaje  de la muerte  no  es más  que  el telón  que  permite  resaltar  la  figura extraordinaria de  la protagonista.

Francisca representa esa madre-abuela universal, dispuesta al servicio de sus hijos, nietos y vecinos;  sin más exigencia que sentirse plena  de vida.  Esta figura es tan útil que pensamos en su inmortalidad y no aceptamos  cuando  la muerte toca a la puerta. No  entendemos  por qué emprenden el viaje  sin regreso  con tantas cosas para hacer en esta tierra. Por eso, el escritor  moldavo le contó esta historia a Cardoso para que la escribiera  en español  como un homenaje a la madre  y yo la reproduzco aquí como un homenaje a nuestra  madre.

4  Recuerdos de  Miguel

Por Miguel  Henao Salazar

Algunos recuerdos de  mi trasegar

Nací  en el Anime, de ese sitio  no tengo  ningún recuerdo,  pero  si  una  impronta indeleble   que  es casi  mayor   que  yo  y  que  durante  muchos   años  traté  de  ocultar con  relativo éxito  con  un  mechón  de pelo  que  me cruzaba la  frente,  al  punto  que personas  con las que compartí largo  rato nunca  notaron  esa cicatriz y en las señales particulares,  cuando   saqué  la  cédula,  no  aparece  mencionada. Hoy  esa  parte  del cabello  no existe y la susodicha cicatriz es más notoria.

Esa  fue, creo, la primera de una  serie de lesiones  que me han afectado,  pero que afortunadamente no me han  inmovilizado, aunque  últimamente si han  ralentizado mi movilidad.

Mis  primeros recuerdos  de infancia son en La  Española, pero no suficientemente claros  o resaltables  como para mencionarlos.

Luego llegamos a Medellín, recuerdo  un poco de la casa en La  América, quedaba, si no estoy mal  en una  esquina  y en la noche  me inquietaba un  poco con el silbato de los celadores.

Luego nos trasladamos a la casa del barrio  Colón donde  vivimos unos  ocho años. Era  una casa en un segundo piso, con balcón,  situada  en la calle 41A  No  44 – 25, tel. 2429658, en un principio sin el 2, que al aumentar  el número  de cuentas fue anexado a todos los números  de teléfono por allá en esos 60.

Creo   que  a  mi  mamá  y  a  algunos más,  en  esos  días,  les  saqué  canas  verdes. Reconozco  que   era   algo   más   que   inquieto.    Creo   que   algunos  recuerdan  las constantes  escapadas  por el balcón  o por las escalas.  Era  mi forma  de tratar de huir de las pelas  que eran frecuentes.  Recuerdo que mi  mamá,  antes de castigarme, con la correa en una mano y con la otra agarrándome una mano para que no me volara, empezaba  diciendo: con el dolor  en el alma…  un largo  discurso, que a veces se más hacia  más pesado  que la pela. Vale mencionar que los correazos  de la viejita  nunca fueron  fuertes,  a diferencia de los  del  viejo,  pocos,  pero  marcantes,  al punto  que a veces Rogelio y yo, pocas veces el mono, comparábamos las huellas  que dejaban los correazos.

Cerca  a la casa quedaba  un taller de carros y el mono, que poco participaba de los juegos de los demás muchachos del barrio, podía  estar horas parado  viendo arreglar carros.

De esa época es la historia del trencito… Nos  juntamos  un poco de muchachos, no sé, digamos diez,  por poner un número,  en cabeza iba yo y cerrando  Nelson Gaviria, vecino  de más o menos mi misma  edad y quien vivía en la casa de en seguida, hacia arriba. Después de correr por el barrio y que la mayoría se fueran retirando del juego, quedamos Nelson y yo. En algún momento,  llegamos a la calle San Juan, la 44, con el Palo,  la 45. Nos  paramos en un separador en San Juan y cuando  yo pasé, Nelson se quedó,  total, el carro que pasó se llevó  el lazo  y nos junto atrás. No  me asusté tanto por la situación, sino que cuando  el carro paró, ya en la 45, empezando el huevo,  vi entre el público que miraba  la escena al tío Carlos, total, pela segura.  Cuando llegué a la  casa  ya  sabían:  me pelaron.  Yo lloraba  y  al  mismo  tiempo  escuchaba  llorar  a Nelson en  la  casa  de  al  lado.  Bajo  el  balcón  de  mi  casa  pasaban  los  cables  de  la energía,  que también  cruzaban bajo la ventana  de los Gaviria. Total,  me fui gateando por los cables, bastante pendientes porque  seguían el nivel  de la calle, hasta la otra casa. Compañeros en el juego y compañeros en el llanto.

Algún domingo en la  mañana  pasó  una  competencia  de marcha  atlética,  por  el mismo  sitio  del  trencito,  total,  siguiéndolos, Nelson, su  hermano  Hernando y  yo conocimos por  primera vez  el  Atanasio Girardot, por  fuera.  Cuando regresamos varias horas después,  Rogelio, muy  solidario, me dijo que ya sabían que había estado por el estadio, ni idea como se enteraron, y que me iban a pegar. Total, de esa pela me salvé  porque  el viejo se la pegó a Rogelio, por haberme avisado. Una  vez,  estábamos en unas mangas,  en Belén las Violetas, cerca a la casa donde  vivía Horacio Botero, donde  pasamos  el día.  Algo me molestó  y  salía  pie  hasta  el barrio  Colón. Cuando llego  el resto de la familia, me dieron  la consabida pela y me dijo  el viejo  que tenía en cuenta que ya me había ido una vez  hasta la casa de Pedro,  junto a lo que hoy es la estación  San Javier,  también  sin avisar.

Alguna vez  mi  mamá  tuvo  que ir hasta  el barrio  Manrique a recogerme,  porque me había ido hasta la casa de Eugenio Henao  y la viejita  solo tenía un pasaje para el regreso;  entonces, yo le dije que tranquila que pagara  el de ella y yo me colaba  por detrás.  Solo  que al bajarnos  el conductor le recordó,  en buenos  términos,  que solo había  pagado  un  pasaje. Otra  vez,  iba con el balón  bajo el brazo,  llegando a lo que hoy  es el Premium Plaza, con un grupo de amigos, cuando  sentí que me tocaban el hombro,  era mi mamá  y me dijo: usted no pidió permiso,  total, pa’ la casa, entregue el balón y vamos.

Era  común  que la viejita  nos sacara de un partido  en la calle para ir a misa.  Es de anotar que esos partidos podían durar  varias horas o todo el día.

Pedro  llegó  a vivir a la cra. 45 con 41A, esquina,  en un segundo piso.  Alguna vez, nada  raro,  me dio  por  subirme por  una  ventana  que había  en el primer piso  en el lado  de la 41a, con un perrito  en la mano  izquierda y teniendo  que pasar  por entre los alambres  que pasaban  bajo una especie de ventana.

Otro  día,  cuenta  Bertha,  llegaron los  amiguitos del  barrio  a poner  la  queja  que yo  me había  colado  en el circo.  Bertha  le dijo  a mi  mamá,  no le vaya  a pegar,  ellos vinieron a poner  la queja porque  no se pudieron colar.  Desde  ese día  Bertha  es mi abogada  favorita.

A Rogelio y  a mi  alguien que  no  recuerdo,  revisar con  él,  nos  invitó a ver  un partido  de beisbol  al estadio,  de seguro  que la ida  era a pie; cuando  llegamos, nos mostró la reja y dijo: nos toca entrar por ahí. Desde  ese día vimos más de un partido, imagino que  en el diamante  los  domingos esperaban  la  llegada de los  pelaos  que entraban  por la reja y se habían  tornado  habituales en las tribunas.

El  juego de fútbol  en la calle era entre la 44A y la 45, porque  era menos pendiente que la cuadra  en que vivíamos nosotros.  Abajo  del  taller  de los  Madrid, se pasó  a vivir una familia que tenía dos perros  grandes y como que no simpatizaban ver los muchachos jugando fútbol  en la  calle.  Un  día  decidieron echarnos  los  perros;  nos hicieron   “volar”  y  se  acabó  el  partido.   Alguno  de  nosotros,   bastante  molesto, propuso que  la  próxima  vez  todos  estuviéramos armados  con  piedras.   El  juego empezó  y los perros  salieron,  solo que esa vez  los que salieron  huyendo fueron  los animalitos, que ni por  error,  volvieron a salir  a la calle  cuando  nosotros  estábamos jugando.

Al frente  de  la  casa  vivían dos  señoras,  dona  Esperanza y  su  mamá.  Cuando alguna pelota  caía  en  la  casa,  cuya  puerta  se mantenía  abierta,  era  pelota perdida; además,  algunas veces nos echó la policía. Hay una  anécdota  con Rogelio en una de esas situaciones.

En   la  manga   que  separaba   la  acera  de  la  calle,  en  el  costado   de  la  escuela Vicentina,   tuve    dos    lesiones    por   cortadas    con   vidrios  que   gente,   digamos descuidada, dejaba  en la  manga.  Una  de ellas  me seccionó  un  tendón,  dejando  el apoyo  plantar  totalmente  descompensado. Hoy  en día,  casi  60 anos  después  es un factor limitante grande.  En  el Hospital San Vicente, solo cosieron  piel,  realmente  se necesitaba  una  cirugía, tenorrafía,  para  recuperar  el tendón.  Además de  ello,  mis autocuidados en la recuperación fueron  mínimos.

Alguna vez recuerdo  después  de una pela, me pasé la tarde en un voladito encima del balcón,  solo que nadie  sabía que estaba allí.

De  los paseos  a la Arboleda y Samaná  me quedaron de recuerdo  dos situaciones con palos  de aguacate.

El  primero en la casa de Arturo Restrepo  y Lilia Jaramillo, un  árbol  de aguacate servía  como  gallinero. Yo me subí  y,  por  descuido, me senté en la  vara  en que  se paraban  las gallinas. De pronto,  vi subir  un palo de café caturra  que había al pie del aguacate; la verdad, era que yo iba bajando. Caí  sentado y cuando  me pude  reponer, salí  derecho  para  la casa de Carlos y sin que nadie  se diera  cuenta, me metí en una cama. Al poco rato llegaron de la casa de las Restrepo  a preguntar como seguía.

La  segunda fue en La  Bamba,  la finca  de Javier  Jaramillo y Anaelia Salazar. Allí, en vacaciones, llegábamos tantos  que la dormida era como  gusanos en cosecha  en colchones  en el piso.  Un  día yo desperté solo en un colchón,  me pareció  sumamente raro.  Apoyé los  codos  en el piso  para  levantarme y el dolor  me hizo  abrir  la boca. Miré, y en cada codo tenía amarrado un pañuelo;  además, tenía puestos unos pantaloncillos ajenos, todo sumamente extraño. Yo no entendía  que estaba pasando. Pregunté y  de  respuesta   me  dijeron  que  si  no  recordaba.   La  verdad,  todavía  no recuerdo  nada.  Me contaron  que estaba cogiendo aguacates,  y una rama  se desgajó y caí con rama  y todo, solo que los codos  recibieron el primer impacto,  la cara que estaba  sobre  la  rama  también  quedó  magullada. El  tratamiento   fueron  vasos  de jugo  de limón  puro.  Luego me enviaron al Verdal donde  el Mono,  que tenia  fama de  buen  componedor. Mis  codos  siguieron funcionando, a veces  duele  el derecho un poco, pero nunca  retomaron  su forma  original.

Académicamente debo  decir  que nunca  fui  un  buen  estudiante,  tenia  problemas en las  asignaturas donde  pedían  cuaderno. Solo  los tenía al día  en febrero y luego en octubre,  que empezaba  uno  nuevo,  supuestamente. Perdí  tercero de bachillerato y, al repetir,  en álgebra,  que era una de las materias  que había  perdido en el primer examen, Constantino hacia uno cada semana, saqué cinco. Yo tenía una manía,  hacía el examen  en una  hoja en blanco  y luego  la pasaba.  Un  compañero, en la segunda semana,  esperó que terminara  el borrador, me lo quitó,  lo firmó  y lo entregó.

Yo tuve  que rehacer  el examen.  Por  supuesto,  aparecieron dos  exámenes  iguales, con  la  misma   letra,  con  dos  nombre  distintos. Al  compañero le puso  cero  en ese examen,  a mi cero en el mes. Se volvió un reto personal,  y, en el final,  en el salón  en que yo  estaba, nadie  perdió  el examen  final.  Esa  vez  yo  lo pasé conscientemente y recomendé  que tuvieran cuidado.

En  el 60, Coltejer  hacia  un  concurso  llamado mejores bachilleres y yo  fui  uno  de los elegidos. No  recuerdo  por qué, pero entre los que íbamos  del Alzate decidimos boicotear  el  examen,  llenando las  respuestas   de  cualquier manera.  Yo lo  hice  y resultó  que  fui  el único.  Los  otros  adujeron  que  les  servía  de preparación para  el examen  de ingreso  a la Universidad. Yo les dije  que lo importante era conocer  las preguntas, las respuestas  eran otra cosa.

Tuve una  relación  de pareja  con Arnolda Lopera, de esa relación  hubo  dos  hijos. Juan David y Santiago. Juan David esta casado con Ángela Londoño, una muchacha caleña quien ya tenía tres hijos, dos varones  y una niña de una relación  anterior,  solo que los tres niños estaban bajo custodia del padre. Con  Ángela, Juan David engendró una niña: Camila Sofia; escogieron  ese nombre, porque Camila se pronuncia igual en los dos idiomas, y Sofía porque  la abuela fue la “padrina” de Juancho.  Los  nombres de los hermanos  de Camila son Pablo,  Anthony y Michelle.

En  este momento  estoy casado  con María  Berenice  González Mejía. Ella  tiene dos hijos: Erika y Alejandro; Erika tiene dos hijos con Carlos Carmona, para quienes  soy su abuelo,  Emmanuel y Juan  Pablo;  y Alejandro ayer  siete de julio  fue por primera vez  padre  de un niño  que llamaron como él, Alejandro.

Otra  mujer  que  me  trata  de  papa  es Elisa Patiño,  quien  de  joven  nos  ayudó  a levantar  a Juan  David y a Santiago. Ella  y Dani Carmona tienen dos  hijas,  Betina  y Melisa,  quienes  también  me tratan de abuelo.

Para  no alargar este relato  quiero  terminar contando  dos  anécdotas  con familias campesinas con  las  que compartí en algún momento.  La  una,  de la que no puedo afirmar  que sea del  todo  cierta,  me despierta  una  sonrisa  cada  que la recuerdo,  la otra todavía me genera sentimientos encontrados.

Las  Fosas Nasales y la comunicación

En  la finca  de un  amigo  una  señora  mayor  tenía un  dolor  de oído.  El  amigo  me recomendó  diciendo que yo había estudiado medicina, lo cual era en parte cierto. Yo ausculté  a la viejita  y les dejé un apunte  para que consiguieran unos  medicamentos, entre ellos  unas  gotas  nasales,  con  la  indicación que  le aplicaran unas  gotas  cada determinado número  de horas en cada fosa nasal.

Unos  días  después,  el amigo  riéndose  me dijo que la señora había mejorado,  pero que  habían  tenido  serios  problemas con  lo  de  las  fosas  nasales.  Resultó,  decía  mi amigo,  que nadie  sabía  que eran las fosas  nasales,  y alguien, supuestamente de los más  entendidos, dijo  que  le  sonaba  parecido a anales  y  aunque  no  entendía  que tenía que ver algo  en la cabeza  con el culo, decidieron seguir  las instrucciones como creyeron  adecuado.  Todavia imagino las peripecias para echarle las gotas por el culo a la viejita.

El  otro es …

Rosita y el reencuentro

Rosita  era  una  campesina ya  mayor,  calculo  que  estaba  en  los  60 y  pico.  Yo la conocí  en su  parcela  y  con  un  dinamismo parecido al  de  mi  mamá.  Era  un  vieja alegre  y  entregada  a las  labores  que  las  campesinas desempeñan en su  casa  y  su parcela.  Un  día,  yo  estaba en Niquia, me dijeron  que  estaba enferma  y  que  me la iban a enviar  para ver en que podíamos ayudar.

Yo la  recibí,  ya  las  huellas   de  una  enfermedad  grave   se  dejaban  ver.  Amigos profesores    del   Hospital  San   Vicente   la   evaluaron   y   encontraron    cáncer   de endometrio en  grado   avanzado. La  viejita  yo  me  la  había  llevado para  mi  casa, Arnolda, que era una excelente enfermera,  le colaboró  bastante; pero ya nos habían dicho  que no había nada que hacer.

Un  día, ella me dijo que le gustaría volver a ver a dos hijas que hacia  catorce años no veía y de las que no tenía ninguna noticia.  Creía  que estaban en Urabá,  si vivían. El  Indio, un  amigo  de Urabá,  al que le habían  amputado una  pierna  y  vivió unos días  en mi casa, me dijo que su familia, a través  de las emisoras  que había en Urabá en ese momento,  si  no  estoy  mal  Ondas del  Darién y  Radio Prosperidad, podían intentar  localizarlas.

Un  día  yo  recibí  un  mensaje  que  decía  que  las  dos  señoras  estaban  en el Hotel Caldas, en la Oriental, frente a la Clínica Soma. Yo guardé la moto en que andaba, fui al hotel, hablé con ellas, tomamos  un taxi hasta Niquia. La  viejita  que llevaba  varios días  sin  levantarse  de la cama, se paró.  No  lo podía  creer. Las  dos  hijas,  más tarde, me contaron  que vinieron con mucho  miedo,  que tal vez las querían  secuestrar; pero y si la mamá  todavía vivía, como no intentar  encontrarla. Además, me dijeron  algo que todavía me impacta…  Rosita  me había dado sus apellidos al revés, a pesar de que estaba completamente lucida. Las  tres viajaron a Urabá  y un par  de meses después me avisaron que había muerto.

Mirando un  poco  atrás  en mi  vida,  noto  que  más  de  una  vez  la  guadaña de  la parca  ha  pasado  cerca,  desde  el  Anime, hasta  incluso acá  en  USA, donde  ahora resido,  pero por alguna razón  no ha pasado  a mayores.

Solo me resta por decir  con Violeta y Mercedes: Gracias a la Vida y continuar con alegría  el día a día.

5  Recuerdos de  Abelardo

Por Abelardo  Henao Salazar

Nació en la finca El  Vergel, vereda  Quebrada Negra, y no recuerda  nada.

El  Higuerón. Era  selva  virgen, en tierra  fría,  con una  parte  plana  y  la otra parte en loma,  la cruza  el Río  Dulce, donde  atrapaban  con  la mano,  cuchas,  barbados  y capitán  sabanero.

Recuerdo que nuestro  padre,  junto con los tíos Juan  Bautista,  Benjamín, Arturo y Carlos, fueron  a descuajar  selva  para construir la casa y para adecuar  la finca. Cerca vivía José Henao,  tío de nuestro  padre,  quien  los  hospedó  y  fue  el referente para llegar  a esta vereda.

Como Juan Bautista  era carpintero y aserrador, dirigió la construcción de la casa, la cual era de una sola planta  y bastante grande,  con muchas habitaciones y corredores en el frente de la casa, con pisos  en madera  y rodeados  de chambranas.

Allí se establecieron  las familias y se cultivó papa,  hortalizas, fresas,  frambuesas, tomate de árbol y curubas.

La  principal fuente  de carne  procedía de la cacería,  principalmente danta,  pava, venado,  conejo, gurre  y guatín  (un tipo de conejo).

En  el bosque  había  palos  de comino  tan antiguos que no les entraba  el serrucho, solo se podían tumbar  con hacha.

El  transporte  de  carga  del  Higuerón hacia  otros  sitios  fue  con  bueyes.  Para  el trasporte  de las personas  era a pie y a caballo.

Una  anécdota, nuestro padre  era el castrador  de todos los animales del vecindario y  llegó  a tal punto  su  habilidad que  castraba  cerdas  para  poderlas engordar. Esta práctica  terminaba  trayendo  a nuestra  mesa  las  deliciosas criadillas de los  machos vacunos, las que nuestra  madre  y las tías se hicieron  expertas  en la preparación de este manjar.

Teniendo Abelardo alrededor de 10 años se fueron  del Higuerón para Pensilvania aproximadamente un año y luego  se fueron  para El  Alto  del Anime.

Del   Alto   del  Anime  hay   gratos   recuerdos,   como  la  molienda  de  don  Benito Agudelo, el  movimiento  del  trapiche   lo  generaba  una  rueda  Pelton  movida  por agua  que cogían  de una quebrada vecina.

El  día  de la molienda, la levantada era a la una  o dos  de la mañana,  la jornada terminaba  más o menos al medio  día, y lo más delicioso era cocinar  plátano  maduro en los fondos  y hacer el alfandoque.

En la finca de El Anime se producía café, cacao, caña de azúcar;  parte de la panela, del café y del chocolate era para el consumo propio, para cuya  elaboración mi mamá era experta. El  café y la panela  se vendía en Pensilvania.

Como se tenía buen ganado  nunca  faltaba la leche, el queso y la mantequilla. Para nuestra  madre  era muy  triste no tener leche (recuerda  Bertha,  aunque  esto sucedía esporádicamente), el suero que quedaba al elaborar los quesos se le daba a los cerdos y los perros.

En  el Anime, en la época de vacaciones, Roberto  se encargaba  de arriar  las mulas del  tío Carlos para  llevar  la carga  para  el negocio  desde  Pensilvania a Arboleda y viceversa.

En  el Alto  del  Anime se vivió una  temporada  larga,  pues  allí  nacieron  Rogelio, Miguel ángel e Ildefonso. Luego nos trasladamos para las Encimadas en la Española.

La  afición  de Abelardo por  la agricultura se debió  a las largas  temporadas al pie de mi padre,  cuando  mis  hermanos  no estaban en la finca por alguna circunstancia.

En  la temporada  escolar  estaba en Pensilvania estudiando y me alojaba  donde  la tía Carlina y Alfonso y le garitiaba a Alfonso a la zapatería. Y en vacaciones siempre estaba en la finca ayudando en las labores propias del campo.

Estando en la Española, Abelardo se corto un codo y no se podía  mover  porque  se soltaba  en sangre  y a media  noche  sintieron  un  ruido y estaba horquetiado en una viga  y ni una gota de sangre.  Luego de la Española viajamos a vivir a Medellín.

En  el año 1960 Abelardo se fue a vivir a Salamina donde  la tía Amalia y  laboró como docente durante  un año en el colegio  Pío XII.

En   el   año   1961  Trabajó   en  la   empresa   contratista   Brown  and   Root,   en  la construcción de una represa  en Concordia.

En  el  año  1.963 comenzó   a  estudiar   en  la  Universidad  Nacional de  Colombia Ingeniería Agronómica, en la facultad  de Agronomía de la sede de Medellín.

Luego de  graduarse en la  Universidad, viajó  a El  Espinal a realizar un  curso  y luego  comenzó  a trabajar  en el Incora  en la construcción de un  distrito  de riego  en la misma  ciudad.

Conoció a Evelia cuando  se fue a estudiar  a El  Espinal y luego  se casó, de allí  se fueron    a   vivir  a   Duitama   porque    trabajaba    en   Proficol,   una    empresa    de agroquímicos. Estando en Duitama se organizó un  viaje  al Casanare (todavía parte del   Meta),  pasando  cerca  al  nevado   del   Cocuy.  Estando  en  Duitama,  conoció muchos  pueblos  y la laguna de Tota, que es de lo mas hermoso  que tiene Colombia.

Viviendo en el Espinal, como  a los  cuñados   les  gustaba  mucho  el aguardiente, terminó  haciéndoles compañía, para  Abelardo era un  aperitivo y dice  que lo mejor para  la sed  es un  aguardiente. El  argumento de Abelardo es que como  el pasante era chicharrón, carne, empanadas; por esto no se emborrachaba mucho;  en cambio, terminaba  repartiendo a los compañeros perdidos en la borrachera  y esto le dio  pie para dejar de beber, pensó yo que hago  repartiendo borrachos.  Como dijo chuchito: debemos  acabar esto ya.

Cuando celebraron  los 50 años de bachillerato, estando  en el club  de Pensilvania, dijo:   “Es   un   día   especial,   alcémonos   la  bata”,   y   al  terminar,  como   estaba  un compañero perdido de  la  borrachera,  le dijo  al  compañero del  lado:  “Se  acabó  la tomata, tengo que llevar  el borracho  al hotel”.

En    Bogotá,    trabajaba   en   Proficol   cuando    nació   Francisco  Javier;    luego    lo trasladaron a trabajar a Bucaramanga y allí  nació Carolina.

Trabajando  en  Bucaramanga  viajaba   frecuentemente   al   sur   del   Cesar,   a  los santanderes  y a Boyacá.

Anécdotas, pasando el  cañón  del  Chicamocha se  orillaba para  admirarlo y  lo consideraba  un  cañon   del  Colorado  pequeño   y  desde   allí   llegaba   a  San   Gil   a desayunar o almorzar en el Gallineral, sitio  con una  differencia muy  grande  con el cañón,  por  sus  árboles  frondosos, con melenas  que llegaban al piso  y el sonido  del las   aves   y   la  quebrada  que  golpeaba   las   rocas   y   daba   un   sonido   especial   al ambiente,  en contraste con suelo desértico  del Chicamocha.

En  todos  los recorridos de los municipios con producción agropecuaria especial, compraba bastante  para  compartir con los  vecinos.  Los  vecinos  don  Lope  y Elvia , Ofelita  y don Salvador, a los cuales  recuerda  con mucho  cariño.

Se realizaron muchos  viajes  desde Bucaramanga a distintos lugares con la familia, en uno de los viajes  lo acompañó nuestro  padre  a la Costa  Caribe.

Con  Libardo fue hasta el Cabo  de la Vela, pasando por la Sierra  Nevada de Santa Marta  y  el  desierto  de  la  Guajira. Esto  no  lo  recordaba,   quien  se  lo  recordó  fue Libardo.

De Bucaramanga viajaba  mucho  a Cucuta, Ureña  y San Cristobal. Transitó muchos páramos,  que también  están en la parte de recuerdos  que se le borraron.

De  Bucaramanga se  trasladó   a  Valledupar,  donde   trabajó  seis  meses,  pero  no recuerda  mucho.

Luego se fue a vivir  nuevamente a Bogotá,  cerca al Hipodromo de Techo  y luego vivió en Barrio  Villa Luz, en una  casa  muy  grande,  en la cual  la familia se quedó mientras  se fue  a laborar  de docente  en el Politécnico de Pensilvania durante  dos años. Renunció al Politécnico para postularse a la Alcaldía de Pensilvania. Luego se fue a administrar durante  dos años la granja  de Manzanares, entidad  oficial.

Luego regresó  a Bogotá.

Estando en  primaria, sufrió   un  ataque,  que  se  repitió  en  bachillerato, esto  fue comprobado  por  el  compañero Alfredo  Arango.  En   la  Universidad  Nacional  le repitió   y  el  médico   de  la  Universidad,  sin  un  examen   de  laboratorio  previo,  le dictaminó una hipoglicemia.

Y cuando  vivíamos en la 41 también  le dio  un ataque y se pegó de una reja de la ventana  de la casa de los Gutierrez.

En  Bogotá  se  acostó  y  se  despertó  en  la  clínica del  Rosario,  preguntando  que había  sucedido y le dijeron  Evelia y los hijos  que le había  dado  otro ataque. De ahí la EPS  solicitó  varios  exámenes, cuyo  resultado mostraba  un vaso que se interrumpe y dictaminaron epilepsia y cada tres meses tiene control.

En uno de los controles, el médico  general  dijo que notaba un soplo  en el corazón, no le puso  mucho  cuidado, en varios  controles  decían  lo mismo.  Cuando se hicieron diferentes  exámenes  vieron  que tenía un  aneurisma, pero no hacían  nada,  también le  dijeron  que  tenía  una  descalcificación de  una  vertebra  y  con  fisioterapia la  ha controlado para que no le duela.

Se Vino a vivir a Envigado donde un amigo:  Miguel Cesar  Armenta, luego se fue a vivir a Sabaneta con las hermanas.  Estando allí,  el primer médico  general  que lo vio en Envigado le dijo que estaba viviendo horas extras. El 15 de abril  de … lo operaron del  corazón,  le quitaron el aneurisma y le cambiaron la válvula aórtica,  la cual  fue remplazada con una biológica (de cerdo).

En     la    recuperación    quedó     en    coma,     porque     le    daban     medicamento contraindicado para  personas   que  convulsionan, además,  no  le  suministraban  el epamin,   fundamental para  el  tratamiento   de  la  epilepsia. Cuando  hablan   con  el coordinador médico,  revisan y miran  la historia la clínica, corrigen y ya despierta.

Como le siguen  dando  las ausencias, en una consulta,  los cardiólogos le dicen  que le debían  colocar  un  marcapasos, y  le preguntaron a que hora  comió,  lo pensaban operar de una vez,  pero le dijeron  que al día siguiente fuera y lo operaron.  Sin hacer ninguna diligencia, por esto el dice  que lo secuestran  para  operarlo.  El  marcapasos ha sido  muy positivo.

Un  compañero le dice que si todo esto es una fábula,  no le parece real.

Debo recalcar la importancia que ha tenido Sanitas  en todo este proceso, pues todo ha sido  muy  oportuno  para mi salud.

Anualmente se reúne  con  una  buena  parte  de  los  compañeros de  bachillerato; esto lo organiza cada año un grupo diferente,  los de Bogotá,  los de Manizales y los de  Medellín, van  a sitios  diferente  durante  tres o cuatro  días.  Considera que  esta reunión  es una fisioterapia insuperable .

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