Loquillo

Jose Ignacio Henao Salazar

-Profe, mataron a Loquillo.

-¿Cómo?, ¿por qué?

-Se estrelló en una vuelta, para dejarle un millón de dólares a la familia.

Loquillo fue, en toda mi vida de docente, uno de los estudiantes más inteligentes con quienes interactúe. Era un lector y escritor brillante, para su edad. Casi todos los días, antes de empezar la jornada de la tarde de noveno a once, en el Instituto Técnico Industrial Pascual Bravo, en el cual yo era profesor, lo veía jugando basquetbol, en el patio, con Henao y Zapata, sus parceros. En clase, su comportamiento era sereno y colaborador. Intervenía con aportaciones significativas y con apuntes oportunos. Lo de loquillo lo vine a comprender una tarde cuando bajaba del bloque de bachillerato, por las escalas de unos cien metros de largo, que comunican el edificio con la vía principal. Yo iba a tomar el bus para el centro de Medellín.

Cuando empezaba a descender, escuché unos tiros y vi a tres jóvenes resguardados contra el muro que sostenía la valla que cercaba el predio, mientras un hombre de mediana edad les disparaba con un revólver. Paré, no quería correr riesgos, me sentía resguardado por la distancia y la pendiente del terreno. Pensé que la situación había terminado cuando el agresor disparó su último cartucho y se retiró hasta el carro que tenía parqueado en la vía; pero, mientras avanzaba, los tres estudiantes le tiraban piedras y se burlaban de él. Al llegar al vehículo, en vez de irse, recargó su arma y volvió a dispararles a los jóvenes, quienes se habían retirado un poco y se escondían detrás del tronco de un eucalipto; al quedarse sin munición el hombre retornó al carro entre una andanada de piedras que salían de las manos de los insensatos estudiantes, quienes jugaban con la vida con la más absoluta desfachatez. El peligroso juego duró un rato, hasta cuando el atacante no tuvo más alternativa que prender su vehículo y retirarse, mientras los risueños muchachos gozaban con su pilatuna. Eran Loquillo, Henao y Zapata.

Cuando todo se calmó, acabé de bajar las escalas y recriminé a los estudiantes. Ellos lo tomaron como una simple aventura y se rieron. En ese momento no entendí la capacidad de violencia y de asumir riesgos de estos jóvenes, lo que se demostró unos dos años más tarde con la muerte de Loquillo. Esa temeridad y el poco interés en vivir fue una epidemia en toda la ciudad, y Pascual Bravo no fue la excepción. Nelly, la Secretaría General, iba retirando las fichas de los alumnos muertos, casi todos asesinados, cuyas fichas ocupaban uno de los cajones del escritorio.

No me interesó conocer los pormenores de la muerte de Loquillo, ni la manera cómo pensaba conseguir el millón de dólares. Solo empecé a indagar el camino para llegar a delincuente. No podía entender esa faceta de un adolescente, con un futuro inmenso, integrando una de las bandas criminales más peligrosa del Valle de Aburrá: La Ramada. Cuando le pregunté a los compañeros de estudio por la razón de su muerte, empecé a descubrir el poco conocimiento que tenemos los profesores sobre los alumnos. Una hoja de papel en un examen da cuenta de lo enseñado, una lección oral permite conocer su voz, algunos aprendizajes, pero… Su vida fuera del aula, inclusive en los alrededores del colegio, tal vez más definitivas, quedan en el anonimato.

Yo procuraba no inmiscuirme en la vida personal de mis alumnos, aunque era inevitable conocer detalles de la vida familiar cuando me reunía con los padres. De Loquillo no conocí a sus progenitores. Nunca tuve la necesidad de hablar con ellos, ni siquiera después del incidente de los balazos, el cual consideré una simple pilatuna. Tampoco recuerdo su nombre. Era un joven delgado, relativamente alto para el promedio, quien siempre se mostraba alegre y participativo en clase.

La primera noticia de su pasado fue una bofetada. Era uno de los jefes de La Ramada, la banda criminal al servicio de Pablo Escobar más temida en toda la región. Se llamaba La Ramada, porque comenzó con un grupo de niños que se reunían en una ramada abandonada en el municipio de Bello, y con el tiempo se convirtieron en temibles sicarios. Al ir desenredando la madeja, las cosas se fueron aclarando. Loquillo ya pertenecía a la barra de amigos de la Ramada y en el Colegio se vinculó a un Grupo de Estudio Revolucionario, creado por un movimiento guerrillero para preparar sus cuadros y militantes. Pascual Bravo, en ese tiempo, era un fortín de la guerrilla y los alumnos participaban activamente en los enfrentamientos de los estudiantes con la fuerza pública por las razones más baladíes. Su ubicación, al frente del Liceo Antioqueño y cercano al Marco Fidel, convirtieron la zona en el famoso Triángulo de las Bermudas, donde los alumnos de las tres instituciones se unían para enfrentar a la policía, con una violencia desmedida de ambos contendientes. Con plena seguridad, los tres mosqueteros de esta historia participaban en esos desmanes.

En Pascual Bravo, lo que comenzó como una formación para la revolución, con los cambios en la ciudad y el auge del narcotráfico y de las bandas criminales, derivó en una lumpenización de algunos estudiantes. Según cuentan sus compañeros, el personaje de esta historia se cansó de la carreta de las reuniones revolucionarias y prefería la acción y la solución de las necesidades inmediatas sin mediar valores éticos ni riesgos. A veces, cuando no tenían dinero para ir a cine, atracaban a personas cerca al colegio, por Lindapinta, en la vía a San Cristóbal.

Una semana antes de su muerte estuvo en el colegio, cuando impulsé una reunión de egresados, con el fin de aprovechar el potencial de los graduados que trabajan en empleos relacionados con las áreas técnicas del programa industrial y habían terminado sus carreras y eran profesionales exitosos. Me contó que había pasado a la Universidad y estaba esperando el inicio del semestre. A la reunión asistieron más de cincuenta egresados y, como me di cuenta después, asistieron personas de todas las calañas, entre ellas Loquillo con un guardaespaldas, también egresado del colegio. Al otro día de la reunión, para la cual no recibí apoyo de la administración ni de los compañeros, me informaron de los desmanes realizados por algunos de los asistentes. Consumieron drogas, realizaron un pogo (baile violento) y exhibieron armas. Ante esto suspendí el proyecto, por los riesgos a pesar del potencial apoyo de la mayoría de los egresados.

Ante mi extrañeza de gente armada y de guardaespaldas, uno de los compañeros de Loquillo me contó, que una vez se lo encontró en el Centro de Medellín, y cuando lo saludo con una palmada cariñosa, lo encañonaron. Al reclamarle a su compañero, este le dijo: “Ya no me puede saludar así”.

Pero el dato más desconcertante de la historia de Loquillo es su origen familiar. Su padre estaba en la cárcel Bellavista y era uno de los encargados de conseguirle “trabajos”. ¡Bella familia!

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