La mirada de un estudiante gallego sobre Colombia a final de los noventa

En 1996, Antonio J. Baladrón Pazos estuvo realizando un intercambio estudiantil en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia y se alojó en nuestra casa.  Él vino con la intención de participar en un proyecto de investigación sobre lectura y escritura en la universidad, pero por su formación académica y sus intereses profesionales se vinculó más con los estudiantes y profesores de periodismo. Luz Stella Castañeda, mi esposa, directora del proyecto, se sintió engañada, pero le hice ver la importancia de la venida de Antonio, en una época cuando la mayoría de las personas se negaban a visitar a Colombia, inclusive algunos gobiernos prohibían viajar a nuestro país y otros vetaban algunas ciudades, en especial a Medellín, como le ocurrió a Willian Márquez, un colombiano que fue enviado por la BBC a Bogotá, con la expresa indicación de no ir a Medellín, lo cual lo motivó más a venir. Cuando le comentó a sus amigos bogotanos la intención de visitar la ciudad, le dijeron: “Ojalá no vuelva muñeco”. Ante su extrañeza, le explicaron que en un nuevo lenguaje creado en Medelín significa muerto. Esto lo motivó a preguntar por el parlache, nombre de este argot, y nos entrevistó para ampliar su conocimiento sobre este lenguaje, y nos contó lo del veto a Medellín. De ahí la importancia de valorar la decisión de Antonio de realizar el intercambio en la Universidad de Antioquia. Cuando estaba en nuestra casa, por los problemas de seguridad, le recomendamos utilizar el avión y evitar el viaje por carretera, por el riesgo de las pescas milagrosas (secuestros masivos). Por razones económicas, nos dijo que solo tenía dinero para visitar un lugar y que le recomendaramos entre San Andrés y Cartagena, cuál sería mejor. Por su origen español, con ciudades similares a Cartagena como Sevilla, le aconsejamos ir a San Andrés. Durante el intercambio, se rodeó de amigos en la facultad, quienes lo invitaron a Cartagena y le pareció hermosa y muy distinta a Sevilla.  Al poco tiempo de regresar a España a terminar sus estudios en la Universidad de Salamanca, nos envió la revista Ágora, de marzo de 1997, en la cual los estudiantes de Ciencias de la Información escribían sobre su Práctica. En esa revista, en la  página 35, publicó sus impresiones sobre la Colombia de ese tiempo, con sus contrastes y sus bellezas. Por eso, quiero compartir esta reflexión, llena de sinceridad y de humanismo, escrita con todo el cariño por un país que lo acogió y le brindó la posibilidad de recorrer parte de su geografía. Antonio es hoy profesor de la  Universidad Rey Juan Carlos de España.

El siguiente es el texto de Antonio, en el cual muestra fragmentos de la realidad de Colombia al final de los noventa, que deben ser conocidos por los más jóvenes, quienes parecen desconocer el drama vivido por el país en esos tiempos. José Ignacio Henao Salazar.

Colombia: El nombre de un país solitario

Sé que a veces no quieren nombrarte. Como Macondo, el escenario de Cien años de soledad, eres tan reciente que en ocasiones no encuentran palabras para definir tus contornos. Pero a veces el problema no son las palabras sino las intenciones; en esos casos, simplemente, no quieren nombrarte. No te nombran ni a ti misma, a pesar de tener un nombre sonoro y cromático, amerengado; es más, cuando lo hacen suelen maldecirte. Sin embargo, tú, Colombia, te atreves, te  descubres, te delatas, regalas tus virtudes para enseñar con el ejemplo que tienes un río de pasión -como tu Magdalena- suficiente para inundar nuestro norte.

Durante tres meses te has ofrecido como mi hogar y desde entonces me has hecho sentir curiosamente desarraigado en mi propio país, al que tú admiras y tratas de madre. Me dejaste vivir en una de tus ciudades más emprendedoras -Medellín- y ahora prohíbes que la olvide. Sobre todo los contrastes de sus calles, de lujo y miseria; las comunas marginales, las de sangre y la venganza, miradas siempre, eso sí, desde la lejanía, la cobarde lejanía; los barrios residenciales, tranquilos, callados, menos vitales y más europeos; y las noches, cálidas y enamoradizas.

En Medellín sentí, además, la pasión y el espíritu estudiantil de la Universidad de Antioquia, con casi 200 años de ilusiones, con bastantes problemas aunque con mundos de conocimeintos que ofrecer y sentimientos indudables que regalar. Entre uno y otro “tinto” -café- y protegiéndome del sol tropical de sus jardines, conocí maestros dispuestos a someter sus clases a la tiranía de la participación de sus alumnos y estudiantes orgullosos de su Universidad, su segundo hogar, sino el primero. Era la otra Universidad, la que llaman del Tercer Mundo, la del Sur, quizá la del futuro, a pesar de sus escasos recursos.

Nunca serás mi Universidad, ni mi ciudad, ni mi país, pero siempre me dejarás recordar las enormes montañas desgarradas por la lluvia, las ciudades destartaladas, el aroma de papayas, guayabas y mangos, las costas paradisíacas, la variedad cultural, la música que agita los días y las noches… Y también lo desgarrador: las matanzas injustificadas, la inseguridad social, la pobreza, la soledad en el mapa.

Y es que, muchas veces, te mereces la refriega de tu propia conciencia. Porque en tu Medellín tenía que desayunar cada día con diez o quince muertes violentas (algo más de 9.000 el año pasado, en una ciudad de tan solo dos millones de habitantes); comer con las imágenes de los encapuchados de la guerrilla, con su “vacuna” -impuesto revolucionario- y con su cura Pérez, líder guerrillero y, además, español; cenar con cientos de secuestrados y de maltratados (en el 36% de los hogares se golpea a niños y mujeres); acostarse pensando que los culpables toman “guaro” -aguardiente- en libertad, mientras una gran cantidad de niños viven en la pobreza (en Antioquia, uno de cada cinco menores de cinco años se encuentra en situación de hambre); y soñar con lo que, afortunadamente, sueñan la gran mayoría de los colombianos: la paz, la paz total.

Entro en ira cuando para nombrarte se regocijan en tus muertos, en tus narcotraficantes, en tu miseria. Pero no grito, sino que agacho la cabeza, porque no mienten, aunque oculten. Ignoran la vitalidad de tu pueblo, su pujanza, sus ganas de vivir -o de sobrevivir-. Olvidan, pues, la belleza de tus detalles: la ligereza perfecta de los colibríes, la flor de los guayacanes, el dinamismo nostálgico de los vallenatos o los almibarados topónimos de tus lugares -la Guajira, Capurganá, Providencia, Guatavita, Popayán, Tayrona… Algún día te nombrarán con igual alegría con que tú nombras a España. Todavía eres joven, como Macondo, y tras tu adolescencia, conflictiva, descubrirás que la noche pasa. En tu mayoría de edad, vivirás con nombre y apellidos, con tu verdadera identidad y no con la que te imponen desde la otra orilla del océano.

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